Dos años más tarde, el último día de curso, me encontraba sentado en la misma sala de profesores leyendo una hornada de trabajos finales que mis alumnos de la clase avanzada de poesía americana habían escrito. Los chicos ya se habían marchado, libres y despreocupados ante un nuevo verano, y pronto yo seguiría su ejemplo. Por el momento, me alegraba de estar donde estaba, disfrutando de ese silencio poco frecuente. Pensé que antes de irme incluso tendría que limpiar el armario donde guardábamos comida. Alguien tenía que hacerlo, pensé.
Más temprano, ese mismo día, Harry Dunning se me había acercado cojeando después de las tutorías (que habían sido especialmente bulliciosas, como suele ocurrir en todas las aulas y salas de estudio el último día de curso) y me había tendido la mano.
—Quería darle las gracias por todo —dijo.
Sonreí abiertamente.
—Ya lo hiciste, según recuerdo.
—Sí, pero este es mi último día. Me jubilo, así que quería estar seguro y darle las gracias otra vez.
Mientras le estrechaba la mano, un chaval que pasaba a nuestro lado —seguramente del segundo curso, a juzgar por la cosecha fresca de espinillas y el tragicómico rastrojo que aspiraba a ser perilla en el mentón— susurró:
—Harry el Sapo, brincando calle a-ba-jo.
Hice ademán de agarrarle con la intención de obligarle a que se disculpara, pero Harry me detuvo. Su sonrisa era natural y no parecía ofendido.
—Bah, no se preocupe, estoy acostumbrado. Son solo niños.
—Correcto —asentí—. Y nuestro trabajo es educarlos.
—Lo sé, y a usted se le da bien. Pero no es mi trabajo ser… cómo se dice, el «momento enseñable» de nadie. Y hoy menos aún. Espero que se cuide, señor Epping. —Quizá tuviera edad suficiente para ser mi padre, pero por lo visto Jake siempre iba a estar fuera de su alcance.
—Tú también, Harry.
—Nunca olvidaré ese sobresaliente alto. También le puse un marco. Lo tengo junto a mi diploma.
—Bien hecho.
Y era cierto. Era perfecto. Su redacción había sido arte primitivista, pero en todos los aspectos tan poderoso y auténtico como cualquier pintura de la abuela Moses. Desde luego, era mejor que el material que leía en ese momento. Esos trabajos estaban redactados con una ortografía en su mayor parte correcta y un lenguaje claro (aunque mis precavidos alumnos «no corredores de riesgos» destinados a la universidad tenían una irritante tendencia a caer en la voz pasiva), pero el mensaje era pálido. Aburrido. Mis chicos de la clase avanzada pertenecían a los primeros cursos —Mac Steadman, el director del departamento, se adjudicaba los del último año—, pero escribían como ancianitos y ancianitas, todo con un estilo amanerado y «oooh, no resbales en ese suelo helado, Mildred». A pesar de sus lapsus gramaticales y su concienzuda cursiva, Harry Dunning había escrito como un héroe. En una ocasión, al menos.
Mientras cavilaba sobre la diferencia entre la literatura ofensiva y defensiva, el interfono de la pared carraspeó.
—¿Está el señor Epping en la sala de profesores del ala oeste? ¿Por casualidad sigues ahí, Jake?
Me levanté, apreté el botón con el pulgar y dije:
—Sigo aquí, Gloria. Por mis pecados. ¿En qué puedo ayudarte?
—Tienes una llamada. Un tipo llamado Al Templeton. Puedo pasártela si quieres. O decirle que ya te has ido.
Al Templeton, dueño y operario de Al’s Diner, del que renegaba todo el cuerpo docente del instituto, excepto un servidor. Incluso mi estimado director del departamento —que intentaba hablar como un catedrático de Cambridge y que también se aproximaba a la edad de jubilación— era conocido por referirse a la especialidad de la casa como la Famosa Gatoburguesa de Al en lugar de la Famosa Granburguesa de Al.
Bueno, claro que no es realmente de gato, diría la gente, o probablemente no es de gato, pero si cuesta uno con diecinueve, tampoco puede ser de ternera.
—¿Jake? ¿Te me has quedado dormido?
—No, no, estoy bien despierto. —Además, sentía curiosidad por saber por qué Al me llamaba al instituto. Y, si vamos al caso, por qué me llamaba siquiera. La nuestra siempre había sido una relación estrictamente cocinero-cliente. Yo apreciaba su comida, y Al apreciaba mi patrocinio—. Adelante, pásamelo.
—De todas formas, ¿por qué sigues aquí?
—Me estoy flagelando.
—¡Oooh! —exclamó Gloria, y pude imaginarla aleteando sus largas pestañas—. Me encanta cuando dices guarrerías. No cuelgues y espera hasta que oigas el ring-ring.
Cortó la comunicación. La extensión sonó y levanté el auricular.
—¿Jake? ¿Estás ahí, socio?
Al principio pensé que Gloria debía de haber entendido mal el nombre. Aquella voz no podía pertenecer a Al. Ni siquiera el peor resfriado del mundo podría haber producido semejante graznido.
—¿Quién es?
—Al Templeton, ¿no te lo han dicho? Jesús, ese tono de espera es un asco. ¿Qué pasó con Connie Francis?
Empezó a toser, emitiendo un ruido de trinquetes tan fuerte que me obligó a apartar el teléfono de la oreja.
—Parece que tengas la gripe.
Se echó a reír, pero a la vez seguía tosiendo. La combinación resultaba verdaderamente truculenta.
—He pillado algo, sí.
—Ha debido de pegarte rápido. —Había estado allí el día anterior tomando una cena temprana. Una Granburguesa, patatas fritas y un batido de fresa. En mi opinión, es fundamental que un tipo que vive solo les dé a todos los grupos alimenticios importantes.
—Podrías decirlo así. Aunque también podrías decir que tardó su tiempo. Acertarías de cualquiera de las dos formas.
No supe qué responder a eso. Había mantenido muchas conversaciones con Al en los seis o siete años que llevaba frecuentando el Diner, y él podía ser raro —insistía en referirse a los Patriots de Nueva Inglaterra como los Patriots de Boston, por ejemplo, y hablaba de Ted Williams como si le conociera igual que a un hermano—, pero nunca había tenido una conversación tan extraña como aquélla.
—Jake, necesito verte. Es importante.
—¿Puedo preguntar…?
—Ya cuento con que me harás muchas preguntas, y las responderé, pero no por teléfono.
Ignoraba cuántas respuestas sería capaz de dar antes de que le fallara la voz, pero le prometí que iría aproximadamente en una hora.
—Gracias. Ven antes si puedes. El tiempo es, como se suele decir, de vital importancia. —Y colgó, tal cual, sin despedirse siquiera.
Terminé de leer dos trabajos más, y aunque solo me quedaban cuatro, eso no me sirvió de motivación. Había perdido el humor. Así que los deslicé en mi maletín y me marché. Me pasó por la cabeza la idea de subir a la oficina y desearle a Gloria un buen verano, pero no me molesté. Ella estaría allí toda la semana siguiente, cerrando los libros de otro año escolar, y yo iba a volver el lunes para limpiar el armarito; se trataba de una promesa que me había hecho a mí mismo. De otro modo, los profesores que usaran la sala del ala oeste durante el verano lo encontrarían infestado de bichos.
Si hubiera sabido lo que me deparaba el futuro, ciertamente habría subido a verla. Quizá incluso le habría dado el beso que flirteaba en el aire entre nosotros desde el último par de meses. Pero, por supuesto, no lo sabía. La vida cambia en un instante.