49

Pasadas las nueve de la mañana oigo el motor de un vehículo que se acerca y salgo a la puerta. Poco después aparece un todoterreno de sólidas ruedas y cabina elevada. Es un Datsun cuatro por cuatro que tiene toda la pinta de llevar más de medio año sin que lo haya lavado nadie. En la parte de atrás acarrea dos largas tablas de surf muy usadas. El coche se detiene frente a la cabaña. Al pararse el motor, la tranquilidad vuelve a los alrededores. La puerta del todoterreno se abre, se apea un hombre alto. Lleva una camiseta holgada de color blanco, unos pantalones cortos caqui y unas zapatillas de deporte con la desgastada suela rajada. En la camiseta, llena de manchas de aceite, puede leerse: NO FEAR. Debe de rondar los treinta años. Es de espaldas anchas, está bronceado de los pies a la cabeza, lleva barba de tres días. El pelo lo tiene lo bastante largo como para cubrirle del todo las orejas. Deduzco que debe de tratarse del hermano de Ôshima, el surfista, el que vive en Kôchi.

—¡Hola! —saluda.

—¡Buenos días! —digo.

Me extiende la mano, se la estrecho en el porche. Su apretón de manos es vigoroso. He acertado. Es el hermano mayor de Ôshima. Me dice que todo el mundo lo llama Sada. Habla despacio, escogiendo las palabras. No se apresura. Como si quisiera demostrar que tiene todo el tiempo del mundo.

—Me han llamado de Takamatsu para que te venga a buscar y te lleve allí de vuelta —me dice—. Por lo visto se trata de algo urgente.

—¿De algo urgente?

—Sí. Pero no sé qué es.

—Gracias por venir a buscarme —digo.

—No tiene importancia. ¿Tardarás mucho en recoger tus cosas?

—Estoy listo en cinco minutos.

Mientras meto de cualquier manera mis cosas en la mochila, él me ayuda a recogerlo todo sin parar de silbar. Cierra la ventana, corre las cortinas, comprueba que la llave de paso del gas esté cerrada, recoge la comida que ha sobrado, pasa un poco de agua por el fregadero. En cada uno de sus movimientos se adivina que Sada considera la cabaña como una prolongación de sí mismo.

—Parece que a mi hermano le caes muy bien —me dice Sada—. Y a él no suele gustarle la gente. Tiene un carácter un poco difícil.

—Conmigo ha sido muy amable.

Sada asiente.

—Cuando quiere, es amabilísimo. —Comenta de manera concisa.

Me siento en el asiento del copiloto, dejo la mochila a mis pies. Sada enciende el motor, pone una marcha y, por último, asoma la cabeza por la ventanilla, hace un lento y minucioso repaso de la cabaña y aprieta el acelerador.

—Esta cabaña es una de las pocas cosas que tenemos en común mi hermano y yo —dice Sada conduciendo con mano experta por el camino de descenso de la montaña—. De vez en cuando, a los dos nos entran ganas de venir aquí a pasar unos cuantos días solos. —Reflexiona unos instantes sobre lo que acaba de decir, luego prosigue—. Esta cabaña era muy importante para nosotros, todavía lo sigue siendo. Nos da fuerza. Pero una fuerza tranquila. ¿Entiendes a qué me refiero?

—Creo que sí —contesto.

—Mi hermano me dijo que seguro que lo entenderías —dijo Sada—. Quien no lo entiende no lo entenderá jamás.

En la tela descolorida de los asientos hay adheridos muchos pelos blancos de perro. Huele a perro y a mar. A la cera de las tablas de surf. A tabaco. Los botones de regular el aire acondicionado han saltado. El cenicero está lleno a rebosar de colillas. En el hueco portaobjetos de la puerta hay un montón de cintas de casete, todas sin caja.

—He entrado en el bosque —digo.

—¿Muy adentro?

—Sí —contesto—. Aunque Ôshima me advirtió que no lo hiciera.

—¿Pero tú has entrado hasta muy adentro?

—Sí —digo.

—Yo también tomé una vez la decisión de adentrarme en el bosque, y lo hice. De esto hará unos diez años.

Después enmudece durante unos instantes, se concentra en las manos mientras sujeta el volante. Se suceden las grandes curvas. Las ruedas gruesas del todoterreno arrojan un montón de piedrecitas al fondo del precipicio. De vez en cuando aparece algún cuervo al lado del camino. No huye al ver aproximarse el vehículo y, una vez que ha pasado de largo, se lo queda mirando con curiosidad.

—¿Viste a los soldados? —me pregunta Sada como si fuera lo más natural. Igual que si me estuviese preguntando la hora.

—¿A los dos soldados que van juntos?

—Sí —dice Sada. Me lanza una rápida mirada de reojo—. ¿Tan adentro llegaste?

—Sí —respondo.

Con las dos manos asiendo el volante con lasitud, permanece en silencio durante un tiempo. No manifiesta su opinión. La expresión de su rostro no cambia.

—Sada —digo.

—¿Sí?

—Hace diez años, cuando viste a los soldados, ¿qué hiciste?

—¿Que qué hice cuando vi a los soldados? —repite mi pregunta.

Asiento, espero su respuesta. Sada observa algo por el retrovisor, vuelve a dirigir la mirada al frente.

—Hasta ahora no se lo he contado a nadie —dice—. Ni siquiera a mi hermano. Bueno, a mi hermano o a mi hermana, es igual. A mi hermano. Él no sabe nada de lo de los soldados.

Asiento en silencio.

—Y tal vez tampoco ahora quiera contárselo a nadie. Ni siquiera a ti. Y es posible que tú tampoco quieras hablar de ello en toda tu vida. Ni siquiera conmigo. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

—Me parece que sí —digo.

—¿Qué crees que es aquello?

—Lo que hay allí es imposible de explicar con palabras. La verdadera respuesta no se puede describir con palabras.

—Exacto —dice Sada—. De eso se trata. Y lo que no se puede explicar con palabras, mejor no tratar de explicarlo de ninguna forma.

—¿Ni siquiera a uno mismo? —digo yo.

—Ni siquiera a uno mismo —dice Sada—. Mejor no explicarte nada ni siquiera a ti mismo.

Sada me ofrece un chicle de menta. Tomo uno, lo masco.

—¿Has hecho surf alguna vez? —me pregunta.

—No.

—Cuando te vaya bien, te enseñaré —dice—. Bueno, si te apetece, claro. En la costa de Kôchi hay olas muy altas, y no hay mucha gente. El surf es un deporte con más trasfondo de lo que parece. A través del surf aprendemos a no ir en contra de la naturaleza. Ni siquiera cuando más violenta se muestra.

Saca un cigarrillo del bolsillo de su camiseta, se lo pone en la comisura de los labios, le prende fuego con el encendedor del salpicadero.

—Ésta es otra de las cosas que no se pueden explicar con palabras. Una de esas que es imposible responder con un sí o con un no —dice.

Entrecierra los ojos, exhala el humo del tabaco, despacio, por la ventanilla.

—En Hawái hay un lugar que se llama Toilet Bowl. Allí chocan las olas que se retiran con las que llegan a la playa y se forman unos remolinos impresionantes. El agua se arremolina como en la taza del váter. A la que en un wipe out[54] la espiral te succiona hasta el fondo, cuesta mucho salir a flote. Según la fuerza de las olas, es posible que no lo consigas jamás. Allá estás tú, en el fondo del mar, zarandeado por las olas, impotente. Lo único que puedes hacer es debatirte a la desesperada contra la potencia del agua. Y tus fuerzas van menguando. Cuando lo vives en tu propia piel, comprendes lo terrible que es. Pero, mientras no seas capaz de superar ese pánico, no puedes considerarte un surfista hecho y derecho. Estás solo y te enfrentas a la muerte, la conoces, logras superarlo. En el fondo del remolino piensas en muchas cosas. En cierto sentido te haces amigo de la muerte, empiezas a poder hablar con ella con el corazón en la mano.

Cuando llegamos a la valla, Sada baja del todoterreno, cierra la puerta, echa la llave del candado. Sacude la puerta varias veces para asegurarse de que está bien cerrada.

Después permanecemos en silencio todo el rato. Pone un programa de música en FM, conduce. Sé que apenas la escucha. Sólo la ha puesto como signo de algo. Ni siquiera le presta atención cuando, al pasar el túnel, la emisión se entrecorta y hay interferencias. Como tiene el aire acondicionado estropeado, tras entrar en la autopista deja todo el rato la ventanilla abierta de par en par.

—Si quieres aprender a hacer surf, ven a verme —dice Sada cuando empieza a verse el mar Interior—. Tengo una habitación libre, puedes quedarte todo el tiempo que quieras.

—Gracias —digo—. Algún día iré. Pero no sé cuándo.

—¿Estás muy ocupado?

—Tengo que resolver algunas cosas.

—Yo también —me hace saber Sada—. Y lo digo sin ánimo de presumir.

Volvemos a quedarnos en silencio durante un buen rato. Él piensa en sus problemas, yo pienso en los míos. Él permanece con la vista al frente, las manos en el volante, fumando un cigarrillo de vez en cuando. A diferencia de Ôshima, corre poco. Con el codo apoyado en el marco de la ventanilla abierta, circula a la velocidad permitida, sin prisas. Sólo cuando tiene delante algún vehículo que circula muy despacio cambia de carril, pisa el acelerador con expresión de fastidio, adelanta y vuelve al carril lento.

—¿Hace mucho que practicas surf? —le pregunto.

—Pues, mira —contesta. Se queda callado. Y, cuando empiezo a creer que se ha olvidado de mi pregunta, me responde finalmente—: Hacía surf desde el instituto. Como pura diversión. Pero empecé a dedicarme al surf en serio hace seis años. Estaba en Tokio. Trabajaba en una gran agencia de publicidad. Pero el trabajo me aburría, lo dejé, volví aquí y empecé a hacer surf. Con mis ahorros y el dinero que me prestaron mis padres abrí una tienda de artículos de surf. Como estoy solo, puedo hacer, más o menos, lo que quiero.

—¿Querías volver a Shikoku?

—Eso también influyó —dice—. En un sitio que haya mar pero que no tenga las montañas cerca, yo no acabo de sentirme del todo a gusto. El hombre, hasta cierto punto, está determinado por el lugar donde ha nacido. Probablemente, la manera de pensar y de sentir de una persona funcionen de modo sincrónico a la configuración del terreno, la temperatura y los vientos. ¿Dónde has nacido tú?

—En Tokio. En Nogata, en el distrito de Nakano.

—¿Y quieres volver a Nakano?

Sacudo la cabeza.

—No —digo.

—¿Por qué?

—No tengo ninguna razón para volver.

—Ya —dice.

—Creo que la configuración del terreno y los vientos no tienen mucho que ver conmigo —deduzco.

—Vaya —dice.

Después vuelve a enmudecer. Pero a Sada no parece importarle que el silencio se prolongue. Tampoco a mí. Escucho la música de la radio lánguidamente, sin pensar en nada. Sada sigue con la vista clavada al frente. Al final dejamos la autopista, nos dirigimos hacia el norte y entramos en la ciudad de Takamatsu.

Llegamos a la biblioteca Kômura alrededor de la una de la tarde. Tras dejarme frente a la biblioteca, Sada regresa a Kôchi sin bajar del coche, sin detener siquiera el motor.

—¡Gracias! —le digo.

—¡Hasta pronto! —exclama. Saca la mano por la ventanilla, se despide con un único y pequeño movimiento de la mano y se va, haciendo rechinar las grandes ruedas del todoterreno. Vuelve a sus grandes olas, a su mundo, a sus propios problemas.

Me cargo la mochila a la espalda, cruzo el portal de la biblioteca. Aspiro el aroma de los arbustos bellamente recortados del jardín. Me da la impresión de que hacía meses que no veía la biblioteca. Pero, pensándolo bien, sólo han transcurrido cuatro días.

Ôshima está sentado detrás del mostrador. Lleva corbata, cosa que no suele hacer. Camisa blanca y una corbata a rayas verdes y amarillo mostaza. Lleva las mangas arremangadas hasta el codo, sin americana. Delante de él, la acostumbrada taza de café y dos lápices recién afilados.

—¡Hola! —me saluda Ôshima. Sonríe como siempre.

—Buenas tardes —lo saludo yo.

—¿Te ha traído mi hermano?

—Sí.

—No ha hablado mucho, supongo —dice Ôshima.

—Sí, un poco sí que hemos charlado —digo.

—¡Qué bien! Eres una persona afortunada. Según con quién o según cuándo, es muy capaz de no abrir la boca.

—¿Ha sucedido algo? —pregunto—. Me ha dicho que se trataba de algo urgente.

Ôshima asiente.

—Tengo que decirte varias cosas. La primera, que la señora Saeki ha muerto. De un ataque al corazón. El martes por la tarde me la encontré en el estudio del primer piso, de bruces sobre la mesa, muerta. Murió de repente. No parecía que hubiese sufrido en absoluto.

Me quito la mochila del hombro, la dejo en el suelo.

—¿Martes por la tarde? —pregunto—. Hoy es viernes, ¿verdad?

—Sí, hoy es viernes. La señora Saeki murió el martes, poco después de terminar la visita guiada. Quizá debería haberte avisado antes, pero me sentía completamente incapaz de ordenar mis ideas.

Hundido en la silla, no puedo mover ni un músculo. Tanto Ôshima como yo permanecemos en silencio durante un buen rato. Desde donde me encuentro se ven las escaleras que llevan al primer piso. La barandilla negra bien pulida, la vidriera del descansillo. Estas escaleras tienen un profundo significado para mí. Porque, subiéndolas, podía ver a la señora Saeki. Ahora han perdido todo significado, se han convertido en unas escaleras vulgares. Ella ya no está allí.

—Tal como te expliqué una vez, esto probablemente ya estaba decidido de antemano —dice Ôshima—. Lo sabía yo, lo sabía ella. Pero no hace falta decir que, cuando finalmente sucede, es muy duro.

Ôshima hace una pausa. Pienso que debería decir algo. Pero no logro articular palabra.

—De acuerdo con sus últimos deseos, no ha habido funeral —prosigue Ôshima—. La han incinerado y basta. Su testamento estaba dentro del cajón del escritorio que hay en el estudio del primer piso. Todos sus bienes los ha donado a la fundación que administra la biblioteca Kômura. A mí me ha dejado su pluma Montblanc como recuerdo. Y, a ti, una pintura al óleo. El cuadro de aquel muchacho a la orilla del mar. ¿Te lo quedarás?

Asiento.

—Lo tengo aquí envuelto, para que te lo lleves cuando quieras.

—Gracias —logro decir finalmente.

—Oye, Kafka Tamura —dice Ôshima. Coge un lápiz y lo hace rodar entre los dedos como siempre—. ¿Te importaría que te hiciera una pregunta?

Niego con un movimiento de cabeza.

—Tú ya sabías que ella había muerto, ¿verdad? Antes de que yo te lo dijera.

Vuelvo a asentir.

—Creo que lo sabía.

—Ésa es la impresión que me daba —dice Ôshima exhalando un profundo suspiro—. ¿Quieres beber agua o algo? Si te soy sincero, tienes cara de haber acabado de cruzar el desierto.

—Sí, gracias. Lo cierto es que tengo una sed espantosa. —Al decírmelo Ôshima, me he dado cuenta de ello.

Me bebo de un trago el vaso de agua con hielo que me ha traído Ôshima. Me duele un poco el fondo de la garganta. Dejo el vaso encima de la mesa.

—¿Quieres más?

Sacudo la cabeza.

—¿Qué vas a hacer ahora? —me pregunta Ôshima.

—Volver a Tokio —respondo.

—¿Y qué harás una vez que te encuentres en Tokio?

—Primero iré a la policía y lo explicaré todo. Si no, tendré que pasarme toda la vida huyendo de la policía. Luego, probablemente, tenga que volver a la escuela. No es que me apetezca volver, pero aún no he terminado la enseñanza obligatoria y no creo que me quede más remedio. Si aguanto unos meses, en cuanto me gradúe podré hacer lo que quiera.

—Desde luego —dice Ôshima. Me mira a la cara con los ojos entrecerrados—. Creo que es lo mejor que puedes hacer.

—Cada vez he ido teniendo más claro que era eso lo que debía hacer.

—Por más que huyas, no vas a ninguna parte.

—Es probable.

—Parece que has madurado —dice.

Sacudo la cabeza. No me salen las palabras.

Ôshima se da algunos golpecitos en la sien con la goma de la punta del lápiz. El teléfono empieza a sonar, pero Ôshima lo ignora.

—Cada uno de nosotros sigue perdiendo algo muy preciado —dice cuando el teléfono deja de sonar—. Oportunidades importantes, posibilidades, sentimientos que no podrán recuperarse jamás. Esto es parte de lo que significa estar vivo. Pero dentro de nuestra cabeza, porque creo que es ahí donde debe de estar, hay un pequeño cuarto donde vamos dejando todo esto en forma de recuerdos. Seguro que es algo parecido a las estanterías de esta biblioteca. Y nosotros, para localizar dónde se esconde algo de nuestro corazón, tenemos que ir haciendo siempre fichas catalográficas. Hay que limpiar, ventilar la habitación, cambiar el agua de los jarrones de flores. Dicho de otro modo, tú deberás vivir hasta el fin de tus días en tu propia biblioteca.

Miro el lápiz que Ôshima tiene en la mano. Verlo me destroza el corazón. Pero puedo dejar de ser el chico de quince años más fuerte del mundo, al menos por un tiempo. O fingirlo. Tomo una gran bocanada de aire, me lleno los pulmones, empujo el nudo de sentimientos hacia dentro.

—¿Podré volver algún día? —pregunto.

—Por supuesto —dice Ôshima, y deja el lápiz sobre el mostrador. Cruza las manos por detrás de la nuca, me mira de frente—. Por lo visto, voy a dirigir la biblioteca yo solo durante un tiempo. Es muy posible que necesite un ayudante. Cuando te hayas librado de la policía y de la escuela, si quieres, puedes volver aquí. Ni la ciudad ni yo pensamos irnos a ninguna parte. Una persona debe pertenecer a algún lugar, en mayor o menor medida.

—Gracias —digo.

—No hay de qué —dice.

—Además, tu hermano tiene que enseñarme a hacer surf.

—¡Caramba! A él no le suele gustar la gente. Tiene un carácter un poco difícil.

Asiento. Sonrío. Un par de hermanos muy parecidos, sí, señor.

—Escucha, Tamura —dice Ôshima mirándome fijamente—. Tal vez me equivoque, pero me parece que es la primera vez que te veo sonreír, aunque sea un poquito.

—Quizá sí —digo. He sonreído. Es cierto. Me sonrojo.

—¿Cuándo volverás a Tokio?

—Ahora mismo.

—¿No puedes esperar hasta la noche? Después de cerrar la biblioteca podría llevarte a la estación en coche.

Tras pensármelo unos instantes niego con la cabeza.

—Gracias, pero es mejor que me vaya enseguida.

Ôshima asiente. De una habitación del fondo me trae el cuadro cuidadosamente envuelto. También me entrega un single de Kafka en la orilla del mar metido en un sobre.

—Un regalo.

—Gracias —digo—. Por último, me gustaría subir a ver otra vez el estudio de la señora Saeki. ¿Te importa?

—Claro que no. Míralo tanto como quieras.

—¿Me acompañas?

—Vamos.

Subimos al primer piso, entramos en el despacho de la señora Saeki. Me planto delante del escritorio, toco la superficie con suavidad. Pienso en las cosas que ha ido absorbiendo a lo largo del tiempo. Me represento la última imagen de la señora Saeki, de bruces sobre esta mesa. La recuerdo escribiendo febrilmente, de espaldas a la ventana. Yo siempre le traía el café aquí. Cuando me veía entrar por la puerta, siempre abierta, ella levantaba la vista, me miraba, esbozaba una sonrisa.

—¿Qué era lo que se pasaba el día escribiendo aquí la señora Saeki? —pregunto.

—No lo sé —dice Ôshima—. Lo único que puedo decirte es que ella se fue al otro mundo llevándose consigo muchos secretos.

Llevándose consigo varias hipótesis, añado para mis adentros.

La ventana está abierta, la brisa de junio hace ondear en silencio los bajos de las cortinas blancas de encaje. Huele a mar. Recuerdo el tacto de la arena en mi mano. Me aparto de la mesa, me acerco a Ôshima, lo abrazo con fuerza. El cuerpo esbelto de Ôshima me trae un sinfín de nostálgicos recuerdos. Ôshima me acaricia el pelo en silencio.

—El mundo es una metáfora, Kafka Tamura —me dice Ôshima al oído—. Pero ¿sabes? Tanto para ti como para mí, esta biblioteca es lo único que no es la metáfora de nada. Esta biblioteca es sólo esta biblioteca. Eso quiero que quede bien claro entre nosotros.

—Por supuesto —digo.

—Es una biblioteca muy sólida, muy personal, muy especial. Y nada puede reemplazarla.

Asiento.

—Adiós, Kafka Tamura —se despide Ôshima.

—Adiós, Ôshima —digo yo—. Me gusta mucho tu corbata.

Él se separa de mí, me mira fijamente a la cara y sonríe.

—Me estaba preguntando cuándo lo dirías al fin.

Con la mochila a la espalda voy andando hasta la estación, cojo el tren, me dirijo a Takamatsu. En la ventanilla compro un billete para Tokio. El tren llegará por la noche, tarde. De momento me alojaré en alguna parte y, luego, posiblemente vuelva a mi casa, en Nogata. Regresaré a aquella enorme casa desierta, donde no hay un alma, estaré solo de nuevo. Nadie aguarda mi regreso. Pero no tengo ningún otro lugar adonde volver.

Desde el teléfono público de la estación, llamo al móvil de Sakura. Está muy ocupada. Pero dispone de unos minutos. Aunque no podrá hablar mucho rato. Le digo que es suficiente con unos minutos.

—Vuelvo a Tokio —digo—. Ahora estoy en la estación de Takamatsu. Sólo quería decírtelo.

—¿Qué? ¿Ya has dado por concluida la fuga?

—Pues, sí.

—La verdad es que a los quince años es demasiado pronto para largarse de casa —dice—. ¿Y qué harás una vez en Tokio?

—Probablemente vuelva a la escuela.

—De cara al futuro, no es ninguna mala idea. Eso seguro —dice.

—Tú también volverás a Tokio, ¿verdad, Sakura?

—Sí. En septiembre. Este verano pienso irme de viaje a alguna parte.

—¿Podré verte en Tokio?

—Claro. Por supuesto —dice ella—. ¿Me das tu número de teléfono?

Le doy el número de teléfono de la casa de Nogata. Ella toma nota.

—¿Sabes? El otro día soñé contigo —dice ella.

—Yo también soñé contigo.

—Espero que no hayas soñado ninguna guarrada, ¿eh?

—Pues sí, lo era —admito—. Pero no era más que un sueño. ¿Y tú?

—Yo no soñé ninguna guarrada. ¿Qué te crees? Soñé que tú estabas solo en una casa enorme, en una especie de laberinto, dando vueltas. Estabas buscando una habitación especial, pero no eras capaz de encontrarla de ninguna de las maneras. Y dentro de esa casa había alguien que, a su vez, estaba dando vueltas buscándote a ti. Yo gritaba, quería avisarte, pero mi voz no te llegaba. Fue un sueño terrorífico. Mientras soñaba, por lo visto, no dejé de gritar, así que cuando me desperté estaba exhausta. Estaba muy preocupada por ti.

—Gracias —dije—. Pero sólo era un sueño.

—¿No te ha pasado nada malo?

—No me ha pasado nada malo.

No me ha pasado nada malo, me digo a mí mismo.

—Adiós, Kafka —se despide—. Ahora tengo que volver al trabajo, pero cuando tengas ganas de charlar conmigo, llámame cuando quieras.

—Adiós —digo, y añado—: Hermanita.

Paso el puente, cruzo el mar, en la estación de Okayama hago transbordo al Shinkansen.[55] Sentado en mi asiento, cierro los ojos. Me abandono al balanceo del tren. A mis pies, envuelto con esmero, reposa el cuadro Kafka en la orilla del mar. Percibo su roce junto a los pies.

—Quiero que te acuerdes de mí —dice la señora Saeki. Y me mira directamente a los ojos—. Si tú me recuerdas, no me importará que el resto del mundo me olvide.

Un tiempo poseedor de peso específico cae sobre ti como un viejo sueño con múltiples significados. Continúas desplazándote para atravesar ese tiempo. Aunque llegues hasta el fin del mundo, no podrás huir de él. Con todo, tienes que llegar hasta el final. Porque hay algo que no podrás hacer a menos que consigas llegar hasta allí.

Pasada Nagoya empieza a llover. Contemplo cómo los goterones van trazando líneas en el cristal de la ventanilla. Pensándolo bien, cuando salí de Tokio también llovía. Pienso en la lluvia cayendo sobre diferentes lugares. La lluvia que cae en el bosque, la lluvia que cae sobre la superficie del mar, la lluvia que cae en la autopista, la lluvia que cae sobre la biblioteca, la lluvia que cae en el fin del mundo.

Cierro los ojos, dejo que las fuerzas me abandonen, relajo mis músculos en tensión. Me concentro en el monótono traqueteo del tren. Sin previo aviso, una lágrima aflora de un lagrimal. Percibo su cálido tacto en la mejilla. Brota del ojo, se desliza por la mejilla, se detiene junto a mi boca y, allí, con el paso del tiempo, se seca. «No importa», me digo a mí mismo. «Es sólo una lágrima». Incluso podría pensar que no era mía. Podría sentirla como parte de la lluvia que azota los cristales. ¿Habré hecho lo correcto?

—Has hecho lo correcto —me dice el joven llamado Cuervo—. Has hecho lo mejor que podías hacer. Nadie podría haberlo hecho mejor que tú. Porque tú eres el auténtico chico de quince años más fuerte del mundo.

—Pero yo todavía no entiendo el sentido de la vida.

—Mira el cuadro —dice—. Escucha el susurro del viento.

Asiento.

—Podrás hacerlo.

Asiento.

—Es mejor que duermas —dice el joven llamado Cuervo—. Y, al despertar, habrás pasado a formar parte de un mundo nuevo.

Dentro de poco te dormirás. Y, al despertar, habrás pasado a formar parte de un mundo nuevo.