Efectivamente, a partir de la «puerta de entrada» el camino es mucho más intrincado. De hecho, el camino deja de existir por completo. El bosque se vuelve más profundo, se hace inmenso. A mis pies, las pendientes son más abruptas, el suelo está cubierto de arbustos y hierbajos. El cielo ha dejado de verse y está tan oscuro como al anochecer. Las telarañas son más espesas, las plantas despiden un olor más intenso. El silencio va haciéndose más y más denso, el bosque repudia con decisión al humano invasor. Pero los soldados, con el fusil en bandolera, siguen adelante, escurriéndose sin esfuerzo por cualquier vericueto del bosque. Avanzan sorprendentemente rápido. Se deslizan por debajo de las ramas colgantes, trepan por las rocas, sortean los huecos de un salto, cruzan los matorrales espinosos abriéndose camino entre la espesura con destreza.
Tengo que esforzarme mucho para no perderlos de vista. Los soldados ni siquiera comprueban si los estoy siguiendo. Es como si pusieran a prueba mis fuerzas. Están midiendo hasta dónde puedo resistir. Incluso (aunque no sé por qué) parece que estén enfadados conmigo. No se dirigen la palabra. No sólo no me hablan a mí, tampoco hablan entre sí. Avanzan obcecados. Se van alternando en el puesto de cabeza sin intercambiar ni una sola palabra. Ante mis ojos, los fusiles que cuelgan a sus espaldas se van balanceando rítmicamente de izquierda a derecha. Parecen dos metrónomos. Andar con la vista clavada en ellos me produce un efecto hipnótico. Siento cómo me abandona la conciencia, alejándose de mí como si resbalara por encima del hielo. Pero yo me concentro en no perder el paso y avanzo en silencio, con el sudor manando de mis axilas.
—¿Vamos demasiado deprisa? —me pregunta, al fin, el soldado fornido tras volverse hacia mí. En su voz no se advierte el menor sofoco.
—No —contesto—. No hay problema. Os voy siguiendo.
—Eres joven, pareces fuerte —dice el alto sin dejar de mirar hacia delante.
—Nosotros estamos acostumbrados a ir y venir por este camino y, sin darnos cuenta, quizás apretemos el paso —dice el soldado fornido en tono de disculpa—. Así que, si andamos demasiado deprisa, tú nos lo dices, ¿de acuerdo? No te lo pienses dos veces. Y reduciremos la marcha. Sólo es que, en principio, no queremos andar más despacio de la cuenta, ¿comprendes?
—Si no puedo seguiros, ya os avisaré —respondo. Intento, sin conseguirlo, acompasar mi respiración para que no se den cuenta de que estoy sin aliento—. ¿Falta todavía mucho?
—No, no mucho —dice el alto.
—Llegamos enseguida —dice el otro.
Pero no me puedo fiar mucho de su opinión. Tal como ellos mismos han dicho, aquí el tiempo no es un factor importante.
Caminamos durante un rato en silencio. Pero el ritmo no es tan agotador como antes. Al parecer, ya ha finalizado la prueba.
—¿Hay serpientes venenosas en este bosque? —pregunto, porque es algo que me viene preocupando.
—¿Serpientes venenosas? —repite, sin volverse, el soldado alto de las gafas. Siempre anda con la mirada clavada al frente, como si esperara que, ante él, algo importante se le fuera a aparecer de un salto—. Pues nunca me lo había preguntado, la verdad.
—Quizá sí las haya —dice el soldado fornido volviéndose—. Aunque yo nunca he visto ninguna. Claro que eso a nosotros no nos afecta.
—Lo que queremos decir —dice el alto con tono despreocupado—, es que este bosque no tiene ninguna intención de hacernos daño.
—Así que no nos preocupan ni las serpientes venenosas ni nada por el estilo —dice el soldado fornido—. ¿Te has quedado tranquilo?
—Sí —digo.
—Ni serpientes venenosas, ni arañas venenosas, ni insectos venenosos, ni setas venenosas. Aquí, nada ajeno nos va a hacer daño —aclara el soldado alto. Sin volverse, claro.
—¿Nada ajeno? —repito. Posiblemente se deba al cansancio, pero me cuesta captar el sentido de las palabras.
—Nada ajeno. Lo que no somos nosotros —dice—. En resumen, que aquí nada ajeno nos va a hacer daño. Estamos en el punto más profundo del corazón del bosque. Nadie, ni siquiera tú mismo podrías hacerte daño.
Me esfuerzo en comprender sus palabras. Pero aquel reiterado efecto hipnótico ha mermado en gran manera mi capacidad de comprensión. Soy incapaz de hilvanar mis ideas.
—Cuando éramos soldados, nos hicieron practicar con frecuencia la manera de abrirle el vientre a un enemigo en un ataque con bayoneta —dijo el soldado fornido—. ¿Sabes cómo se clava la bayoneta?
—No —digo.
—Primero le clavas con todas tus fuerzas la bayoneta en el vientre al enemigo. Una vez está bien clavada, la empujas hacia un lado. Luego vas retorciéndola hasta hacerle trizas las vísceras. El enemigo morirá en medio de terribles sufrimientos. Es una muerte horrible. La agonía se prolonga y el sufrimiento es enorme. Pero sólo con clavarla no basta. El enemigo puede levantarse de golpe y ser tú quien acabe con la bayoneta clavada en el estómago. Éste es el mundo en el que hemos caído.
Las vísceras. Ôshima me explicó que son la metáfora del laberinto. Dentro de mi cabeza hay varias cosas que se van entrelazando y que acaban por embrollarse. Ya no sé discernir bien lo que es de lo que no es.
—¿Sabes por qué una persona tiene que hacerle a otra cosas tan crueles? —pregunta el soldado alto.
—No lo sé —digo.
—Yo tampoco —dice el soldado alto—. Me daba igual un soldado chino, que uno ruso o que uno americano. Yo no quería trincharle las tripas a nadie. Pero vivíamos en un mundo así. De modo que tuvimos que desertar. Pero no te equivoques. Nosotros no somos débiles. Éramos muy buenos soldados. Sólo que no podíamos soportar algo que conllevara tanta violencia. Tú tampoco eres débil, ¿verdad?
—No lo sé. Es difícil juzgarse a uno mismo —contesto con franqueza—. Pero durante toda mi vida me he esforzado en ser cada vez más fuerte, aunque sólo fuera un poco más.
—Eso es muy importante —dice el soldado fornido volviéndose hacia mí—. Muy importante. Eso de esforzarse en ser cada vez más fuerte.
—A ti no hace falta que te digan que eres fuerte. Ya se ve —dice el alto—. A tu edad, cualquiera no puede llegar hasta aquí.
—Muy recio, sí —dice el soldado fornido con admiración.
Por fin se detienen. El soldado alto se quita las gafas, se frota las aletas de la nariz, se vuelve a poner las gafas. Ninguno de los dos respira de forma entrecortada, ni siquiera sudan.
—¿Tienes sed? —me pregunta el soldado alto.
—Un poco —admito. En realidad, me siento terriblemente sediento. Es que he tirado la mochila donde llevaba la cantimplora. El soldado alto coge la cantimplora de aluminio que lleva prendida a la cintura y me la ofrece. Tomo algunos sorbos de agua tibia. El agua apaga la sed de todos los rincones de mi cuerpo. Limpio el gollete de la cantimplora y se la devuelvo—. Gracias —digo.
El soldado alto asiente en silencio.
—Estamos en la cresta de estas montañas —me informa el soldado fornido.
—Bajaremos derechos hasta abajo, ve con cuidado para no resbalar —dice el soldado alto.
Y empezamos a descender la resbaladiza pendiente con gran precaución.
En medio de la empinada pendiente tomamos una gran curva y, tras cruzar un bosque, aquel mundo aparece de repente ante nuestros ojos.
Los dos soldados se detienen, se vuelven y me miran a la cara. No dicen nada. Pero sus ojos me transmiten un mensaje mudo. Éste es el lugar. Tú vas a entrar en él. Yo también me detengo y contemplo ese mundo.
Es una cuenca llana que se ha aprovechado utilizando la configuración original del terreno. No sé cuánta gente vivirá ahí, pero, a juzgar por las dimensiones, seguro que no mucha. Hay varias calles, a cuyos lados se levantan aquí y allá unos cuantos edificios. Las calles son pequeñas, los edificios también. No se ve un alma. Todos los edificios son inexpresivos, parecen haber sido construidos pensando más en que sirvieran como protección frente a las inclemencias meteorológicas que en la belleza. El conjunto es demasiado pequeño como para adoptar el nombre de «pueblo». No hay tiendas ni edificios públicos. No hay ni carteles ni letreros. Sólo aquellos edificios sobrios, de idéntico tamaño e idéntica forma que se han agrupado, como si de pronto se le hubiera ocurrido a alguien, formando una población. Ningún edificio tiene jardín, en las calles no se ve un solo árbol. Como si hubiesen decidido que ya tienen bastante vegetación a su alrededor.
Sopla una ligera brisa. La brisa cruza el bosque y hace temblar las hojas de los árboles, aquí y allá, a mi alrededor. El anónimo susurro que produce deja ondas en la piel de mi corazón, como las dejaría el viento en la superficie de una duna. Apoyo una mano en el tronco de un árbol y cierro los ojos. Esta impronta del viento parece un signo. Pero yo aún no puedo descifrar su significado. Para mí es como un idioma extranjero que desconozco totalmente. Resignado, abro los ojos, vuelvo a contemplar este mundo nuevo que se abre ante mí. En mitad de la pendiente, con la vista clavada en ese lugar junto con los soldados, siento que la impronta del viento que se encuentra en mi interior se está desplazando. De manera simultánea, los signos se recomponen, las metáforas se transforman. Tengo la sensación de que me voy alejando de mí mismo, de que floto. Soy una mariposa que aletea en el borde del mundo. Más allá de la linde del mundo se encuentra un espacio donde el vacío y la sustancia se superponen a la perfección. Donde el pasado y el futuro forman un círculo continuo y sin límite. Por allí vagan los signos que nadie ha leído, los acordes que nadie ha escuchado jamás.
Acompaso mi respiración. Mi corazón todavía no ha acabado de adoptar una única forma. Pero ya no tengo miedo.
Los soldados, sin pronunciar palabra, vuelven a emprender la marcha y yo los sigo en silencio. Conforme vamos bajando la pendiente, el pueblo se acerca. Un riachuelo con un muro de protección de piedra fluye a lo largo de la calle. Se oye un agradable murmullo de agua. Un agua limpia, transparente. Aquí todo es sencillo y pequeño. Aquí y allá se levantan postes de la electricidad con hilos tendidos entre poste y poste. Es decir, que la electricidad llega hasta aquí. ¿La electricidad? Me produce cierta sensación de extrañeza.
La alta cresta verde de las montañas rodea el lugar por los cuatro costados. Una uniforme capa gris vuelve a cubrir el cielo. Mientras los soldados y yo andamos por las calles, no nos cruzamos con nadie. El lugar está silencioso y tranquilo, sin un ruido. Tal vez la gente esté encerrada dentro de sus casas, esperando, con el aliento contenido, a que pasemos de largo.
Los dos soldados me conducen hasta un edificio. Se parece muchísimo, en el tamaño y la forma, a la cabaña de Ôshima. Tanto que se podría pensar que uno ha estado hecho a imagen y semejanza del otro. En la fachada hay un porche y, en éste, una silla. Es una construcción de una sola planta, la chimenea de la estufa sale por el tejado. La diferencia es que aquí el dormitorio está separado de la salita de estar, que hay lavabo, que hay corriente eléctrica. En la cocina hay un refrigerador eléctrico. No muy grande, un modelo antiguo. Hay lámparas colgando del techo. Incluso hay un televisor. ¿Televisor?
En el dormitorio veo una sencilla cama individual, sin adornos, ya hecha.
—De momento, quédate aquí y relájate —me indica el soldado fornido—. No por mucho tiempo. De momento.
—Tal como te hemos dicho antes, aquí el tiempo no es tan importante —dice el soldado alto.
—No tiene ninguna importancia —conviene el soldado fornido.
¿De dónde viene la electricidad?
Los dos se miran.
—Hay una pequeña central eólica. Produce electricidad en el corazón de las montañas. Allá siempre sopla el viento —explica el soldado alto—. Uno no puede estar sin electricidad, ¿verdad?
—Sin electricidad no hay neveras, y sin neveras no se pueden conservar los alimentos —me explica el soldado fornido.
—No es que no puedas vivir sin nevera, claro —dice el soldado alto—. Pero es muy útil.
—Si tienes hambre, hay comida en la nevera. Come lo que quieras. Pero me temo que no habrá gran cosa —dice el soldado fornido.
—Aquí no tenemos carne, ni pescado, ni café, ni alcohol —dice el soldado alto—. Al principio, es un poco duro, pero luego te acostumbras.
—Pero hay huevos, queso y leche —dice el soldado fornido—. Es que las proteínas de origen animal son, hasta cierto punto, necesarias.
—Claro que, como aquí no producimos estas cosas, para conseguirlas tenemos que ir a donde los otros —dice el alto—. Y hacemos trueque.
¿Los otros?
El soldado alto asiente.
—Pues, claro. Aquí no estamos aislados del mundo. Existen los otros. Faltaría más. Ya te irás enterando, poco a poco, de muchas cosas.
—Al atardecer, alguien te preparará la comida —dice el soldado alto—. Hasta entonces, si te aburres, puedes ver la televisión.
¿Echan algún programa por la televisión?
—Pues…, ¿qué deben de hacer? —dice el soldado alto con cara de apuro. Con la cabeza ladeada mira al soldado fornido.
El soldado fornido también ladea la cabeza, desconcertado. Pone cara seria.
—La verdad es que todo eso de la televisión yo no lo sé muy bien. Es que no la he visto nunca.
—La pusimos aquí porque pensamos que, a lo mejor, les sería útil a los recién llegados —dice el soldado alto.
—Pero algo podrás ver, seguro —dice el soldado fornido.
—En fin, quédate aquí y descansa —dice el soldado alto—. Nosotros tenemos que volver a nuestro puesto.
Gracias por traerme.
—De nada. Ha sido muy fácil —dice el soldado fornido—. Tienes las piernas mucho más robustas que los demás. Hay un montón de gente que no puede seguirnos. Incluso alguna vez hemos tenido que llevar a alguno a cuestas.
—Decías que aquí había alguien a quien querías ver, ¿verdad? —dice el soldado alto.
Sí.
—Seguro que no tardaréis mucho en encontraros —dice el soldado alto. Y hace varios movimientos afirmativos de cabeza—. Este mundo es muy pequeño.
—Espero que te acostumbres pronto —dice el soldado fornido.
—Una vez te acostumbras, todo es muy fácil —dice el soldado alto.
Muchas gracias.
Los dos juntan los pies, se ponen en posición de firmes y hacen un saludo militar. Salen, de nuevo con el fusil en bandolera. Recorren la calle a paso rápido y vuelven a su puesto. Deben de pasarse día y noche haciendo guardia en la puerta de entrada.
Voy a la cocina y atisbo dentro del frigorífico. Hay un montón de tomates, hay queso. También hay huevos, nabos y zanahorias. Una gran jarra de porcelana llena de leche, y mantequilla. Encuentro pan dentro de una alacena, corto un trozo y lo mordisqueo. Está un poco duro, pero no sabe mal.
En la cocina hay un fregadero con agua corriente. Doy la vuelta al grifo, sale agua. Un agua límpida y helada. Teniendo electricidad, es posible que la bombeen de algún pozo. Lleno un vaso, me lo bebo.
Me acerco a la ventana y contemplo lo que hay al otro lado. El cielo sigue cubierto de nubes grises, pero no parece que vaya a llover. Permanezco largo rato mirando por la ventana pero no consigo ver a nadie. El pueblo parece estar completamente muerto. O, tal vez, la gente, por alguna razón que desconozco, se oculta para que no la vea.
Me aparto de la ventana, me siento en una silla. Una silla de madera, dura, de respaldo recto. Hay tres sillas en total y, delante de las sillas, una mesa. La mesa es cuadrada, parece que la han barnizado repetidas veces. En las paredes estucadas que circundan la habitación no hay colgado ningún cuadro, ninguna fotografía, ningún calendario. Sólo las paredes blancas, desnudas. Del techo pende una bombilla. La bombilla está cubierta por una sencilla pantalla de cristal. La pantalla amarillea a causa del calor.
La habitación está muy limpia. Deslizo un dedo por encima de la mesa, por los marcos de las ventanas, no hay ni una mota de polvo. Ninguna sombra empaña los cristales de las ventanas. Ni los cacharros, ni la vajilla, ni la instalación de la cocina son nuevos, pero todo está reluciente y bien cuidado. En un extremo del tablero de la cocina hay un par de hornillos eléctricos de aire anticuado. Aprieto el interruptor. La luz roja del piloto se enciende al instante.
Aparte de la mesa y de las sillas, el antiguo televisor en color metido en una gran caja de madera es el único mueble de la habitación. Debe de haber sido fabricado hace unos quince o veinte años. No tiene mando a distancia. Diría que lo han recogido de alguna parte. (De hecho, todos los electrodomésticos de la cabaña parecen haber sido rescatados de la basura. Están limpios y funcionan bien, pero todos son modelos antiguos y están descoloridos). Al encender el televisor, veo que están pasando una película antigua. Sonrisas y lágrimas. En Primaria, el profesor nos llevó al cine, la vi en pantalla grande. Es una de las contadas películas que vi de pequeño (porque no tenía a ningún adulto que me llevara al cine). Al severo y testarudo padre, el Colonel Trapp, lo envían a Viena y, mientras tanto, María, la institutriz, lleva a los niños de excursión a la montaña. Sentados en la hierba, todos cantan canciones inocentes al son de la guitarra. Una escena muy conocida. Tomo asiento frente al televisor y me quedo mirando la película como embrujado. Si hubiera tenido a mi lado a una María durante mi infancia, mi vida habría sido muy distinta. (Lo cierto es que pensé lo mismo la primera vez que vi la película). Pero no hace falta decir que nunca apareció nadie así.
Vuelvo a la realidad. ¿Por qué me tengo que quedar aquí, ahora, mirando con tanta seriedad Sonrisas y lágrimas? En primer lugar, ¿por qué Sonrisas y lágrimas? ¿Tendrá esta gente una antena parabólica que esté captando las ondas de algún satélite? ¿O se trata de una cinta de vídeo que ha puesto alguien en alguna parte? Concluyo que es una cinta. Porque, al cambiar de canal, veo que sólo pasan Sonrisas y lágrimas. En los otros canales, lo único que se ve en la pantalla es nieve. Esta inmaculada y áspera imagen, junto con los parásitos acústicos, me hace imaginar, literalmente, una tormenta de nieve.
En la escena en que cantan Edelweiss apago el televisor. El silencio vuelve a la habitación. Como tengo mucha sed me dirijo a la cocina, saco la jarra de leche del frigorífico y bebo. Es una leche espesa y fresca. Su sabor es muy distinto al de la leche que venden en las tiendas abiertas las veinticuatro horas. Mientras bebo un vaso tras otro, me acuerdo de la película Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut. En la película hay una escena en que un muchacho, Antoine, que se ha escapado de casa, tiene mucha hambre y, por la mañana temprano, roba una botella de leche que un repartidor acaba de dejar a la puerta de una casa y se la va bebiendo con ansia en plena huida. Es una botella muy grande y tarda mucho en acabársela. Se trata de una escena triste y angustiosa. Tanto, que cuesta creer que la acción de comer o beber pueda resultar tan desesperante. En quinto año de Primaria, otra de las películas que vi de niño fue Los adultos no me comprenden, atraído por el título. Fui a verla a un cine de arte y ensayo. Cogí el tren, me fui hasta Ikebukuro, vi la película, volví a coger el tren, regresé a casa. Al salir del cine, me compré enseguida una botella de leche y me la bebí. No pude evitarlo.
Al acabarme la leche, me entra un sueño espantoso. Es un sueño tan abrumador que casi me siento mareado. Mis pensamientos se hacen más lentos, como un tren que va reduciendo la velocidad al entrar en la estación y, al final, soy incapaz de hilvanar mis ideas. Es como si la médula de los huesos se me fuera endureciendo deprisa. Voy al dormitorio y, con movimientos confusos, me saco los pantalones, los calcetines, me acuesto sobre la cama. Hundo la cabeza en la almohada, cierro los ojos. La almohada huele como la luz del sol. Un olor añorado. Lo aspiro en silencio, lo espiro. El sueño acude en un instante.
Al despertarme, me hallo envuelto en la oscuridad. Abro los ojos, y, dentro de unas tinieblas desconocidas, me pregunto a mí mismo dónde estoy. Conducido por los dos soldados, he cruzado el bosque y he llegado a un pueblo donde hay un riachuelo. Poco a poco vuelvo a acordarme de las cosas. La escena queda enfocada. Una melodía familiar suena junto a mis oídos. Es Edelweiss. Desde la cocina me llega amortiguado el familiar ruido de cazuelas. A través de la rendija de la puerta se filtra la luz de una lámpara, y dibuja una línea recta de luz amarillenta en el suelo. La luz parece antigua y está llena de polvo.
Intento incorporarme sobre la cama, pero mi cuerpo está rígido. Todos mis miembros están entumecidos por igual. Aspiro una gran bocanada de aire, contemplo el techo. Se oye un entrechocar de platos. Se oye cómo alguien se desplaza con aire atareado por el suelo de la estancia. Tal vez esté preparándome la comida. Logro bajar de la cama, me pongo los pantalones, invierto en ello mucho tiempo, me calzo los calcetines y los zapatos. Hago girar suavemente el pomo de la puerta, la abro.
En la cocina hay una jovencita preparando la comida. Está inclinada sobre la cazuela, cuchara en mano, paladeando un guiso, pero al oírme abrir la puerta levanta la cabeza y se vuelve hacia mí. Es la niña que en la biblioteca Kômura visitaba cada noche mi habitación y se quedaba contemplando el cuadro. Sí, la señora Saeki a los quince años. Lleva el mismo vestido que entonces. El vestido azul celeste de manga larga. La única diferencia es que ahora lleva el pelo sujeto con una horquilla. Me mira y esboza una pequeña y cálida sonrisa. Me asalta una emoción tan violenta que siento que el mundo ha cambiado de arriba abajo. En un instante, todas las cosas con forma se han descompuesto en pedazos y, luego, han vuelto a recuperar su forma. Pero la niña no es una ilusión, ni tampoco un fantasma. Es una jovencita de carne y hueso, tangible, que está allí. Al anochecer, en una cocina real, preparándome una comida real. El vestido ligeramente abultado por el pecho, la nuca blanca como la porcelana recién hecha.
—¡Oh! Estás despierto —me dice.
No logro pronunciar palabra. Aún estoy intentando ordenar mis ideas.
—Dormías como un lirón —dice. Después vuelve a darme la espalda y paladea el guiso—. Si no te hubieses despertado, te habría dejado la comida preparada y me habría ido.
—No quería dormir tanto —digo recuperando al fin la voz.
—Es que has cruzado el bosque —dice—. ¿Tienes hambre?
—No lo sé. Probablemente sí.
Me gustaría tocarla. Sólo para comprobar si es algo tangible. Pero no me atrevo. Me quedo allí plantado, mirándola. Aguzando el oído al ruido que hace al moverse.
La jovencita sirve en un plato blanco, sin dibujo, el estofado que ha calentado en la cazuela y lo lleva a la mesa. Lo acompaña de un bol hondo con lechuga y tomate. Y un gran pan. En el estofado hay patata y zanahoria. Un olor que me trae gratos recuerdos. En cuanto ese olor inunda mis pulmones me doy cuenta de que estoy terriblemente hambriento. Tengo que llenar el vacío de mi estómago. Mientras como, sirviéndome de un tenedor y una cuchara viejos y desgastados, ella se sienta en una silla, un poco alejada de mí, y se me queda observando. Con una expresión muy seria, como si verme comer formara parte de su trabajo. De vez en cuando se lleva la mano al pelo.
—Me han dicho que tienes quince años —dice.
—Sí —digo untando el pan con mantequilla—. Quince años recién cumplidos.
—Yo también tengo quince años —dice.
Asiento. Estoy a punto de decirle: «Ya lo sé». Pero todavía es demasiado pronto para pronunciar estas palabras. Continúo comiendo en silencio.
—Pues resulta que, durante un tiempo, yo prepararé la comida aquí —dice la niña—. Haré la limpieza y la colada. En la cómoda del dormitorio tienes ropa para cambiarte, coge lo que quieras. La ropa sucia déjamela en la cesta del lavabo y yo la lavaré.
—¿Y quién te ha asignado este trabajo?
La jovencita se me queda mirando fijamente. No responde. Mi pregunta, como si hubiera errado el circuito, ha sido absorbida por un espacio sin nombre y ha acabado desvaneciéndose.
—¿Cómo te llamas? —cambio de pregunta.
Ella sacude un poco la cabeza.
—No tengo nombre. Aquí nadie tiene nombre.
—Entonces, ¿cómo voy a llamarte?
—No te hará falta —dice—. Cuando me necesites, aquí estaré.
—Entonces, aquí yo tampoco necesitaré un nombre, supongo.
Ella asiente.
—Es que tú eres tú, y no otra persona. Porque tú eres tú, ¿verdad?
—Creo que sí —digo. Pero no me siento muy seguro. ¿Seré yo verdaderamente yo?
Ella me mira a la cara.
—¿Te acuerdas de la biblioteca? —me decido a preguntarle.
—¿La biblioteca? —Ella sacude la cabeza—. No, no me acuerdo. La biblioteca está lejos. Muy lejos de aquí. Pero no está aquí.
—Entonces, ¿hay una biblioteca?
—Sí. Pero en esta biblioteca no hay libros.
—Y si no hay libros, ¿qué hay?
No responde. Sólo ladea ligeramente la cabeza. Esta pregunta ha vuelto a ser absorbida por un circuito erróneo.
—¿Has ido allí alguna vez?
—Hace muchísimo tiempo —dice.
—Pero no fuiste para leer libros, ¿verdad?
Asiente.
—No, es que allí no hay libros.
Luego, durante un rato, sigo comiendo en silencio. Estofado, ensalada y pan. Ella me mira en silencio con expresión grave.
—¿Te ha gustado la comida? —me pregunta cuando he acabado.
—Mucho. Estaba muy buena.
—¿Aunque no hubiera carne o pescado?
Le señalo el plato vacío.
—Mira, no he dejado nada.
—La he preparado yo.
—Pues estaba buenísima —repito. Y es la verdad.
El hecho de tenerla delante hace que sienta un agudo dolor en el pecho, como si me clavaran un cuchillo congelado. Es un dolor muy intenso, pero yo más bien agradezco esta intensidad. Puedo solapar mi existencia con ese dolor helado. El dolor se convierte en un ancla que me mantiene firmemente amarrado aquí. Ella se levanta de la silla, pone agua a calentar, prepara un té. Y, mientras me lo bebo, sentado a la mesa, ella lleva los platos sucios al fregadero y los lava. No aparto la mirada de su espalda. Quiero decir algo. Pero me doy cuenta de que, en su presencia, todas las palabras pierden su función original. O tal vez es que el sentido que debe ligar una palabra a la otra acaba perdiéndose. Me contemplo las manos. Me acuerdo de los árboles del otro lado de la ventana que brillaban a la luz de la luna. Es allí donde está el cuchillo congelado que tengo clavado en el corazón.
—¿Podré volver a verte? —le pregunto.
—Claro —responde ella—. Tal como te he dicho antes, cuando me necesites, aquí estaré.
—¿Y no desaparecerás de repente?
Ella no responde. Únicamente me mira con aire de extrañeza, sin responder. Como diciendo: «¿Y adónde quieres que vaya?».
—Yo ya te había visto antes —me aventuro a decir—. En otra tierra, en otra biblioteca.
—Si tú lo dices. —Ella se lleva las manos al cabello y se asegura de que la horquilla sigue allí. Su voz carece casi por completo de expresión. Como si quisiera demostrarme que el tema, a ella, no le interesa lo más mínimo.
—Y he venido hasta aquí para volver a verte. Para verte a ti y a otra mujer.
Ella alza la cabeza y asiente con expresión grave.
—Cruzando un espeso bosque.
—Exacto. Porque yo tenía la absoluta necesidad de veros, a ti y a la otra mujer.
—Y tú me has visto aquí.
Asiento.
—Ya te lo he dicho, ¿no? —dice la jovencita—. Que cuando me necesites, aquí estaré.
Cuando acaba de lavar los platos, mete el recipiente en la bolsa de lona donde antes llevaba la comida y se la cuelga a la espalda.
—Hasta mañana por la mañana —me dice ella—. Espero que pronto te acostumbres a estar aquí.
Plantado en el umbral de la puerta la sigo con la mirada, su figura se va fundiendo en las tinieblas que hay un poco más allá. Me he quedado solo en la cabaña. Estoy dentro de un círculo cerrado. Aquí el tiempo no es un factor importante. Aquí nadie tiene nombre. Ella estará aquí mientras yo la necesite. Aquí ella tiene quince años. Probablemente hasta la eternidad. Pero ¿qué diablos pasará conmigo? ¿Permaneceré también yo sumido para siempre en los quince años? ¿O es que, tal vez, la edad tampoco es aquí un factor importante?
Incluso después de que ella haya desaparecido me quedo en el umbral de la puerta, mirando con ojos distraídos a mi alrededor. En el cielo no hay ni luna ni estrellas. Algunas casas tienen la luz encendida. La luz se derrama por las ventanas. Una luz tan amarillenta y anticuada como la que alumbra mi habitación. Pero sigue sin verse a nadie. Sólo las luces. Fuera de la cabaña reinan las sombras negras. Y yo sé que más allá se yergue, más negra todavía que la oscuridad, la cresta de las montañas, sé que los bosques circundan el pueblo como una espesa muralla.