38

Hoshino buscó en una guía telefónica que había en la habitación algunas agencias de alquiler de coches, eligió la que le pareció más apropiada y llamó.

—Quiero alquilar un coche para dos o tres días. Me basta con un sedán normal y corriente. Que no sea muy grande y, sobre todo, que no llame la atención.

—Nosotros sólo trabajamos con coches de Mazda —le dijo su interlocutor—. En nuestras agencias no tenemos ni un solo sedán que llame la atención. No se preocupe usted por eso.

—Bien.

—¿Qué le parece un modelo Familia? Se trata de un coche seguro y le garantizo que es muy discreto.

—Sí, de acuerdo. Que sea un Familia.

La agencia quedaba cerca de la estación.

—En una hora paso a recogerlo —les dijo el joven.

Cogió un taxi él solo, fue hasta la agencia, mostró la tarjeta de crédito y el permiso de conducir, alquiló el coche, de momento, para dos días nada más. El Familia blanco estacionado en el aparcamiento era discreto de verdad. Parecía la máxima expresión del anonimato. Una vez que apartabas la vista de él, te resultaba imposible recordar cómo era.

De vuelta a casa al volante del Familia se detuvo en una librería que había a mitad de camino, compró un plano de la ciudad de Takamatsu y un mapa de carreteras de la isla de Shikoku. Cerca de allí descubrió una tienda de discos compactos, así que se acercó para buscar el Trío del archiduque interpretado por el Trío del millón de dólares. La sección de música clásica de aquella tienda de discos compactos al lado mismo de la carretera no era muy grande, sólo tenían una versión del Trío del archiduque y a precio de saldo. Aunque el Trío del millón de dólares no era, desgraciadamente, el que ejecutaba la pieza, el joven adquirió el CD por mil yenes.

De regreso a casa se encontró a Nakata en la cocina preparando con mano experta, un nimono de daikon y aburaage.[47] Un olor exquisito flotaba por el apartamento.

—Nakata no tenía nada que hacer, así que ha preparado algo para el almuerzo —dijo Nakata.

—¡Qué bien! Estoy harto de comer por ahí. A mí ya me apetecía un plato casero, sencillo. Uno de ésos, vamos —dijo el joven—. Ah, abuelo. Ya he alquilado el coche. Lo he dejado a la puerta. ¿Vamos a necesitarlo enseguida?

—No, podemos esperar hasta mañana. Hoy quiero hablar un poco más con la piedra.

—¡Ah, buena idea! Hablar es bueno. Es mucho mejor hablar que no hablar. Sea con quien sea. O con lo que sea. Yo, ¿sabes?, cuando conduzco el camión, le hablo mucho al motor. Al escuchar con la oreja bien abierta me entero de muchas cosas.

—Sí. Nakata también opina lo mismo. Nakata no puede hablar con los motores, pero cree que hablar es bueno, no importa con quién.

—Y, con la piedra esa, ¿os habéis llegado a entender?

—Sí. Tengo la impresión de que, poco a poco, nos vamos comprendiendo.

—Pues eso es lo principal. Entonces dime, Nakata, ¿crees que la piedra está enfadada, o disgustada, porque la hayamos traído hasta aquí así por las buenas?

—No, en absoluto. Nakata diría que a la piedra le da igual el lugar donde esté.

—¡Uff! ¡Menos mal! —exclamó el joven, aliviado de escucharlo—. Sólo faltaría que ahora nos cayera encima una desgracia por culpa de la piedra esa.

El joven estuvo escuchando hasta el atardecer el Trío del archiduque que había comprado. La interpretación no era tan bonita, tan ágil como la del Trío del millón de dólares. Era más sobria y sólida, pero no estaba mal. Se sentó en el sofá, aguzó el oído a los ecos del piano y de la cuerda. Aquella bella y profunda melodía se infiltró en su corazón y el exquisito entrelazado de la fuga avivó sus sentidos.

«Hace una semana quizá no hubiera entendido una mierda de esta música», se dijo el joven. Probablemente, ni siquiera se habría molestado en intentarlo. Pero había entrado en una cafetería que había encontrado por casualidad, se había sentado en un cómodo sofá, se había tomado un buen café y, gracias a ello, había aprendido de manera espontánea a apreciar esa música. Se trataba de un acontecimiento que tenía una gran significación para él.

Como si quisiera poner a prueba una capacidad recién adquirida, escuchó el CD una y otra vez. Aparte del Trío del archiduque contenía un trío de piano del mismo compositor, se llamaba Trío de los espíritus. Tampoco esa melodía estaba nada mal. Pero el joven prefería el Trío del archiduque. Le encontraba una mayor profundidad. Mientras tanto, Nakata permanecía sentado en un rincón de la habitación, rezongándole algo a la piedra blanca y redonda. De vez en cuando asentía y se acariciaba la cabeza con la palma de la mano. Nakata y Hoshino se hallaban en la misma habitación, absortos cada uno en una actividad distinta.

—¿No te molesta la música para hablar con la piedra? —preguntó el joven a Nakata.

—No, no se preocupe. La música no me molesta. La música es para mí como el viento.

—¡Ah! —exclamó el joven—. ¿Como el viento?

A las seis, Nakata empezó a preparar la cena. Salmón a la plancha y ensalada. Además sirvió en platitos diversos nimono que él mismo había preparado. Hoshino puso la televisión en marcha, estuvo mirando las noticias. Quería comprobar si la investigación del asesinato del distrito de Nakano del que acusaban a Nakata había experimentado algún avance, pero no dijeron ni una sola palabra sobre el suceso. El rapto de una niña, las mutuas represalias entre israelíes y palestinos, un accidente de tráfico de grandes proporciones en la región de Chûgoku,[48] el robo de coches perpetrado por una banda compuesta por extranjeros, la discriminatoria metedura de pata de un ministro, el despido temporal de obreros de una gran empresa relacionada con la industria de la información. Sólo eso. Ni una sola noticia alegre.

Ambos cenaron, mesa de por medio.

—¡Joder! ¡Qué bueno! —dijo Hoshino admirado—. Abuelo, tienes un gran talento, ¿eh?, para esto de la cocina.

—Muchas gracias. Es la primera vez que alguien come lo que Nakata prepara.

—¿No había nadie que pudiera comer contigo, abuelo? ¿Ningún amigo o pariente?

—No. Tenía un gato, pero Nakata y el gato comían cosas muy diferentes.

—Sí, ¡ya! —dijo el joven—. En fin, que está muy bueno. Sobre todo los nimono.

—Me alegro mucho de que le guste, señor Hoshino. Como no sabe leer, Nakata hace a veces disparates. Y entonces puede salir cualquier cosa rara. Así que Nakata tiene que utilizar siempre los mismos ingredientes y hacer la comida de la misma forma. Si supiera leer, podría cocinar una variedad mucho mayor de platos.

—Pero a mí me da lo mismo.

—Señor Hoshino —dijo Nakata con voz seria, enderezando la espalda.

—¿Qué?

—No saber leer es algo muy duro, ¿entiende?

—Sí, lo supongo —respondió el joven—. Pero, según las explicaciones del CD, Beethoven era sordo. Beethoven era un gran compositor y, de joven, llegó a ser considerado el mejor pianista de Europa. También tenía una merecida reputación como intérprete. Sin embargo, cierto día, a causa de una enfermedad, se quedó sordo. Apenas podía oír. Y, para un compositor, quedarse sordo es algo muy jodido. ¿No te parece?

—Sí, creo que puedo imaginármelo.

—Para un compositor no poder oír debe de ser como para un cocinero perder el olfato. O, para una rana, quedarse sin membrana interdigital. O, para un conductor de camiones de largo recorrido, que le retiren el permiso de conducir. Cualquier persona vería cómo se vuelve todo negro ante sus ojos. ¿No crees? Pero Beethoven no. Él no se rindió. Bueno, un poco sí que se deprimió al principio, pero no se rindió ante el infortunio. «¿Un problema? ¿Eso?», se dijo. Y, a pesar de todo, siguió componiendo una obra tras otra, creando melodías fabulosas, mejores incluso, de un contenido todavía más profundo que antes. ¡Qué grande era Beethoven! Sin ir más lejos, la obra que he puesto antes, el Trío del archiduque, la compuso cuando ya no podía oír nada. Así pues, abuelo, no poder leer es un gran inconveniente y debe de ser muy duro, pero hay más cosas en este mundo. Porque tú no sabrás leer, pero hay cosas que sólo tú, abuelo, eres capaz de hacer. Y es en eso en lo que te tienes que fijar. Por ejemplo, tú, Nakata, puedes hablar con la piedra.

—Sí. Es cierto que Nakata puede hablar un poco con la piedra. Y antes también podía hablar con los gatos.

—Pues eso son cosas que probablemente sólo tú sepas hacer. Por más libros que lean, las personas normales nunca podrían hablar con las piedras ni con los gatos.

—Sí, pero ¿sabe, señor Hoshino? Últimamente, Nakata tiene a menudo un sueño. En el sueño, Nakata sabe leer. No sabe qué ha pasado, pero ya puede leer. Y tampoco es tan tonto. Nakata está muy, muy contento, va a la biblioteca y lee muchos libros. Piensa en lo maravilloso que es poder leer. Y devora un libro y otro libro. Sin embargo, de repente, la luz se apaga de golpe y la habitación queda a oscuras. Alguien ha apagado la luz. No se ve nada. Ya no puedo leer más. En ese punto me despierto. Aunque sólo sea un sueño, saber leer es algo fabuloso.

—¡Mira por dónde! —dice el joven—. Yo sé leer, pero nunca cojo un libro. Qué mal repartido está el mundo.

—Señor Hoshino —dice Nakata.

—¿Qué?

—¿Qué día de la semana es hoy?

—Sábado.

—Entonces, ¿mañana será domingo?

—Bueno, eso sería lo normal.

—¿Le importaría conducir ya temprano por la mañana?

—No. ¿Adónde vamos?

—Eso Nakata tampoco lo sabe. Una vez que Nakata haya subido al coche lo pensará.

—Es posible que no me creas —dijo el joven Hoshino—, pero habría jurado que ibas a responderme así.

A la mañana siguiente, Hoshino se despertó pasadas las siete. Nakata ya se había levantado, estaba de pie en la cocina y preparaba el desayuno. El joven fue al lavabo, se lavó la cara con abundante agua fría, se afeitó con una maquinilla eléctrica. El desayuno consistió en arroz recién hervido, misoshiru con berenjena, jurel seco y tsukemono.[49] El joven repitió de arroz.

Después del desayuno, mientras Nakata fregaba los cacharros, Hoshino volvió a mirar la televisión. Esa vez dieron una breve información sobre el asesinato del distrito de Nakano. «Ya han transcurrido diez días desde que tuvo lugar el crimen, pero la policía no posee todavía ninguna pista importante», decía con desapego el locutor de NHK. En la pantalla aparecía una imagen del fabuloso portal de la casa. Delante del portal acordonado había un policía de guardia. «Continúa la búsqueda del hijo de la víctima, de quince años de edad y desaparecido poco antes del crimen, aunque sin resultado hasta el momento. Se está investigando a su vez el paradero de un hombre de sesenta a setenta años, vecino del barrio, que poco después del crimen se presentó en la comisaría para ofrecer información sobre el suceso. Aún no se ha podido establecer la posibilidad de que exista relación alguna entre ambos. La ausencia de signos de violencia en la casa hace pensar que el móvil del crimen pueda ser la venganza, y, por este motivo, la policía está llevando a cabo una investigación exhaustiva entre los amigos y conocidos de la víctima. Por otra parte, en el Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio se efectuará, en homenaje a la contribución del señor Tamura al mundo del arte a lo largo de su vida…».

—¡Eh, abuelo! —llamó el joven a Nakata que estaba trasteando en la cocina.

—¿Sí? ¿Qué sucede?

—Abuelo, ¿no conocerás por casualidad al hijo del hombre asesinado en Nakano? Dicen que tiene quince años.

—Nakata no conoce al hijo. A los únicos que conoce Nakata, tal como le dije el otro día, son al señor Johnnie Walken y al perro.

—¡Humm! —dijo Hoshino—. Aparte de buscarte a ti, abuelo, la policía está buscando también al hijo. Por lo visto es hijo único y no tiene hermanos. Tampoco tiene madre. El chico se escapó de casa antes del crimen y nadie sabe dónde está.

—¿Ah, sí?

—¡Qué caso tan raro! —exclamó el joven—. Pero la policía seguro que sabe mucho más de lo que dice. Siempre dan la información con cuentagotas. Según el Colonel Sanders, ya saben que estás en Takamatsu. Y también deben de haberse enterado de que vas por ahí con un atractivo joven igualito que yo que te trajo hasta Takamatsu. Pero esa información no se la pasan a los medios de comunicación. Porque si se hiciera público que estamos en Takamatsu, nosotros pondríamos pies en polvorosa. Así que hacen ver que no saben dónde estamos ¡Mala gente!

A las ocho y media, los dos montaron en el Familia estacionado delante del apartamento. Nakata había preparado té y había llenado el termo. Con la arrugada gorra de alpinista de siempre en la cabeza, el paraguas y la bolsa de lona en la mano, se dejó caer en el asiento del copiloto. El joven Hoshino iba a ponerse la gorra de los Chûnichi Dragons, pero, al lanzar una mirada casual al espejo del recibidor, cayó en la cuenta. La policía quizás haya descubierto también que hay un «hombre joven» que lleva una gorra de los Chûnichi Dragons, unas Ray-Ban verdes y una camisa hawaiana. En la prefectura de Kagawa no debía de haber mucha gente que llevara esa gorra, y, si le añadías las Ray-Ban verdes y la camisa hawaiana, componían un retrato muy peculiar. «El Colonel Sanders se dio cuenta. Por eso no me preparó ninguna camisa hawaiana, sino polos azul marino de lo más discreto. ¡El tío está en todo!», pensó. Y dejó las Ray-Ban y la gorra en su cuarto.

—¿Qué? ¿Adónde vamos? —preguntó el joven.

—No importa adónde. Vaya dando vueltas por la ciudad, por favor.

—¿Por cualquier sitio?

—Sí. Por donde usted prefiera. Nakata irá mirando todo el rato por la ventanilla.

—¡Uff! —gruñó Hoshino—. Llevo conduciendo toda la vida y tanto en el Ejército de Autodefensa como después en la empresa de transporte siempre me he sentido seguro en carretera: pero cada vez que agarro el volante es para dirigirme a algún lugar. Directo al objetivo. Es mi costumbre. Nunca me habían dicho nada parecido a: «No importa adónde. Ve a donde quieras». Y es que yo, al oír eso, me siento perdido.

—Mil perdones.

—En fin. Es igual. No tienes por qué disculparte. Haré lo que pueda —dijo el joven Hoshino. E introdujo el CD del Trío del archiduque en el estéreo del coche—. Yo iré dando vueltas por la ciudad, por donde me dé la gana, y tú, abuelo, irás mirando por la ventanilla. ¿Va bien así?

—Sí. Perfecto

—Cuando encuentres lo que buscas, pararé el coche. Y entonces la historia tomará un rumbo distinto. ¿Va por ahí la cosa?

—Sí. Quizá sea como usted dice —respondió Nakata.

—¡Ojalá! —dijo el joven Hoshino y extendió el plano de la ciudad sobre sus rodillas.

Los dos empezaron a dar vueltas por la ciudad de Takamatsu. El joven Hoshino iba marcando el plano con un rotulador. Cuando acababan de recorrer una barriada entera y él se había asegurado de no haber dejado ni una sola calle, pasaban a la siguiente barriada. De vez en cuando detenía el coche, tomaba un poco de té, se fumaba un Marlboro. Escuchaba, una y otra vez, el Trío del archiduque. A mediodía entraron en una casa de comidas y pidieron arroz con curry.

—Nakata, ¿podrías decirme qué coño estamos buscando? —le preguntó el joven después de la comida.

—Eso, Nakata tampoco lo sabe. Eso…

—Lo sabrás cuando lo veas. Hasta que no lo veas, no lo sabrás.

—Sí. Exactamente.

El joven sacudió la cabeza sin energía.

—Ya conocía la respuesta de antemano. Sólo quería asegurarme.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Es posible que tardemos en encontrarlo.

—¡En fin! ¡Qué más da! Una vez que te embarcas en algo, pues llegas hasta el final.

—¿Vamos a subir a un barco ahora? —preguntó Nakata.

—De momento, no —respondió el joven.

A las tres de la tarde entraron en una cafetería y Hoshino se tomó un café. Tras mucho dudar, Nakata pidió leche helada. En aquellos instantes, Hoshino estaba tan exhausto que no tenía ni ganas de abrir la boca. También estaba harto ya del Trío del archiduque, cosa que, por otro lado, no era de extrañar. Conducir sin parar dando vueltas casi por el mismo sitio no iba con su carácter. Era aburrido, no podía correr, debía mantenerse continuamente en guardia. De vez en cuando se cruzaban con un coche de la policía, pero Hoshino hacía todo lo posible para que sus miradas no se encontrasen. También evitaba pasar por delante de las comisarías. Por más discreto que fuera aquel Mazda Familia, a la que los vieran demasiadas veces probablemente les pidieran los papeles de identificación. Además tenía que estar más alerta que de costumbre para no topar con otro coche.

Mientras Hoshino conducía estudiando el plano, Nakata miraba hacia fuera sin cambiar de posición, apoyando ambas manos en el borde de la ventanilla como lo haría un niño o un perro bien adiestrado. Realmente parecía estar buscando algo muy en serio. Casi sin intercambiar ni una palabra, ambos se centraron en su labor respectiva hasta el atardecer.

—¿Qué estás buscando? —Mientras conducía, el joven, presa de la desesperación, empezó a cantar una canción de Yôsui Inoue. Y como no se acordaba de la letra, se la inventó.

No, no. Todavía no lo encueeentras.

Pronto la noooche caeraaá.

Hoshino de hambre moriraaá.

Gira y gira, todo me da vueeeltas…

A las seis, los dos volvieron al apartamento.

—Señor Hoshino, mañana continuaremos —dijo Nakata.

—Ya llevamos recorrida una buena parte de la ciudad. Creo que mañana podremos acabar de ver el resto —dijo el joven Hoshino—. Pero hay algo que me gustaría preguntarte.

—¿Sí, señor Hoshino? ¿De qué se trata?

—Pues de que si no encontramos eso en Takamatsu, ¿qué se supone entonces que tendremos que hacer?

Nakata se frotó la cabeza con la palma de la mano.

—Pues si no lo encontramos en la ciudad de Takamatsu, creo que, en ese caso, debemos buscar dentro de un círculo más amplio.

—Ya veo —dijo el joven—. Y si seguimos sin encontrarlo, ¿qué haremos entonces?

—Pues, si seguimos sin encontrarlo, creo que tendremos que ampliar el círculo un poco más —dijo Nakata.

—O sea que, hasta que lo encontremos, debemos ir buscando dentro de un territorio cada vez mayor. ¡Uff! Ya lo dicen: «A la que el perro anda, topa con la estaca».

—Sí. Creo que de eso se trata —dijo Nakata—. Pero oiga, señor Hoshino. Nakata no lo acaba de entender. ¿Cómo es que si el perro anda topa con la estaca? A mí me da la sensación de que si el perro ve que hay una estaca delante de él, pues evitará chocar con ella, ¿no cree?

Al oírlo, Hoshino torció la cabeza.

—Pues, ahora que lo dices, sí. Tienes razón. Nunca había caído. ¿Por qué tendrá que topar el perro con la estaca?

—¡Qué extraño! ¿No?

—¡En fin! Dejémoslo —dijo Hoshino—. Cuantas más vueltas le demos, más se complicará el asunto. Olvidémonos ahora del perro y de la estaca. Lo que a mí me gustaría saber es hasta dónde tenemos que llegar. Porque, con eso de los círculos cada vez más grandes, al final acabaremos en la prefectura de Ehime o en la de Kôchi.[50] Pasará el verano y llegará el invierno.

—Es posible. Pero ¿sabe, señor Hoshino? Sea otoño o invierno, Nakata no puede dejar de buscar. Por supuesto, no puedo contar con su ayuda indefinidamente. Después, Nakata buscará solo.

—Bueno, eso ya se verá… —balbuceó el joven—. Pero si la piedra fuese tan amable de darnos alguna información un poco más detallada… De dónde está eso, más o menos. Con que nos diera una idea aproximada bastaría.

—Lo siento mucho, pero es que la piedra es muy callada.

—¡Vaya! Conque la piedra es callada… Sí. Por la pinta que tiene ya me lo imaginaba —dijo Hoshino—. Que sería poco habladora y que no se le daría muy bien la natación. En fin. Da igual. Dejémoslo por hoy. Ahora durmamos largo y tendido y mañana continuaremos buscando.

A la mañana siguiente repitieron lo mismo. Hoshino condujo el coche por la mitad oeste de la ciudad, siguiendo el mismo procedimiento que el día anterior. El mapa de Takamatsu iba llenándose, barriada tras barriada, de marcas amarillas de rotulador. La única diferencia respecto al primer día es que aumentó de forma sensible el número de bostezos del joven. Nakata seguía literalmente pegado a la ventana, buscando algo con expresión seria. Los dos apenas intercambiaron palabra. Hoshino agarraba el volante intentando no llamar la atención de la policía, Nakata proseguía la búsqueda sin desmayo. Pero no logró encontrar nada.

—Hoy estamos a lunes, ¿verdad? —preguntó Nakata.

—Sí. Ayer era domingo, así que hoy es lunes —respondió el joven y medio desesperado, puso la melodía que le apeteció a una letra que se había inventado.

Si hoy estamos a lunes,

seguro que mañana será martes.

Trabajador como una hormiguita,

siempre elegante como una golondrina.

Las chimeneas son altas, rojo es el ocaso.

—Señor Hoshino —dijo Nakata un poco después.

—¿Qué?

—Uno no se cansa nunca de ver cómo trabajan las hormigas, ¿verdad?

—Pues, no. Tienes razón —reconoció el joven.

A mediodía, los dos fueron a un restaurante especializado en anguila y comieron el unadon[51] incluido en el menú del día. A las tres entraron en una cafetería y uno tomó café y el otro té. Antes de las seis de la tarde, el mapa acabó lleno de marcas amarillas y no quedaba ningún rincón de la ciudad que no hubieran recorrido los excelentes y anónimos neumáticos del Mazda Familia. Pero seguían sin encontrar nada.

—¿Qué estás buscando…? —Con voz desmayada, Hoshino volvió a cantar otra canción sin pies ni cabeza—:

No, no. Todavía no lo encueeentras.

Ya nada nos queda por recorreeer.

El culo me empieza a doleeer.

Ya a casa es hora de volveeer… ¡ye, ye!

»Como esto continúe, me voy a convertir en un auténtico letrista de canciones.

—¿De verdad? —preguntó Nakata.

—No, hombre, no. Era sólo una pequeña broma.

Resignados, abandonaron Takamatsu y volvieron al apartamento circulando por la carretera nacional. Sin embargo, Hoshino, distraído en sus propios pensamientos, se saltó un cruce donde debía girar a la izquierda. Luego intentó volver como fuera a la autopista, pero el camino empezó a hacer unos meandros de extraño trazado, la mayoría de calles eran de sentido único y Hoshino acabó por no saber dónde estaba. A la que se dieron cuenta, se encontraron en una zona residencial que no les resultaba familiar. En ella se sucedían hileras de elegantes casas antiguas rodeadas de cercas altas. Las calles estaban extrañamente tranquilas, no se veía un alma.

—Nuestro apartamento no creo que se halle muy lejos, pero no tengo ni idea de dónde estamos ahora. —El joven detuvo el coche en un solar, paró el motor, puso el freno de mano, extendió el mapa. Leyó el nombre de la barriada y los números escritos en el poste de la electricidad, luego los buscó en el plano. Tal vez fuera porque tenía los ojos cansados, pero el caso es que no pudo localizarlos.

—Señor Hoshino —lo llamó Nakata.

—¿Qué?

—Siento distraer su atención, pero ¿podría decirme qué pone en el letrero que cuelga de aquel portal?

Hoshino levantó los ojos del plano, miró hacia donde le señalaba Nakata. Una cerca alta, un portal de estilo antiguo, un gran letrero de madera que colgaba a un lado del portal. La puerta negra estaba firmemente cerrada.

—Biblioteca Conmemorativa Kômura… —leyó el joven—. ¡Qué raro! Una biblioteca en un lugar tan tranquilo, tan apartado como éste. Nadie diría que es una biblioteca. Parece una mansión.

—¿Biblioteca Conmemorativa Kômura?

—Sí. La biblioteca debieron de fundarla en conmemoración de ese tal Kômura. Claro que yo no tengo la menor idea de quién coño era ese tío.

—Señor Hoshino.

—¿Qué? —respondió Hoshino mirando todavía el mapa.

—Es aquí.

—¿Aquí? ¿El qué?

—El lugar que Nakata ha estado buscando hasta ahora.

Hoshino apartó la vista del mapa y miró a Nakata a los ojos. Luego, frunciendo las cejas, dirigió la mirada hacia el portal de la biblioteca. Volvió a leer el cartel despacio. Sacó un Marlboro del paquete, se lo puso entre los labios, le prendió fuego con el encendedor de plástico. Inhaló despacio una bocanada de humo, lo expulsó a través de la ventanilla abierta.

—¿De verdad?

—Sí. Sin ninguna duda.

—El azar es algo pavoroso, ¿no crees?

—Tiene usted toda la razón —asintió Nakata.