Los negros y gigantescos nubarrones cruzaron la ciudad con lentitud y, como si quisieran averiguar los entresijos de una moralidad perdida, soltaron todos los relámpagos en rápida sucesión, de tal forma que, pronto, sólo quedaron unos pálidos ecos de la ira que llegaba desde el cielo del este. Al mismo tiempo, la violenta lluvia cesó de repente. Siguió una extraña calma. El joven Hoshino se levantó, abrió la ventana para que entrara un poco de aire fresco. Ya no quedaba ni rastro de los oscuros nubarrones, el cielo volvía a estar cubierto por una membrana de tonalidad pálida. Todos los edificios que aparecían ante sus ojos estaban empapados de lluvia, las grietas que recorrían las paredes estaban ennegrecidas, como las venas de un anciano. Los postes de la electricidad goteaban, se habían formado charcos por doquier. Los pájaros que huyendo de la lluvia se habían refugiado en alguna parte empezaban a salir de nuevo y trinaban buscando los insectos que la lluvia había empapado.
El joven Hoshino giró varias veces la cabeza de un lado a otro, comprobó en qué estado se encontraban sus huesos. Luego se desperezó tanto como pudo. Se sentó junto a la ventana, permaneció unos instantes contemplando el paisaje tras la lluvia, se sacó un Marlboro del bolsillo, le prendió fuego con el mechero.
—Pero oye, Nakata, yo casi me mato dándole la vuelta a la piedra para abrir la «entrada» esa, y ¿qué ha pasado? Pues nada. Ni ranas, ni demonios ni cosas raras. Nada. Con todos esos truenos terroríficos reventando por ahí, el decorado era cojonudo, pero luego va y no hay espectáculo. Si te digo la verdad, me he quedado con las ganas.
No hubo respuesta. Al volverse vio a Nakata sentado todavía sobre sus piernas, pero en ese momento estaba inclinado hacia delante, tenía ambas manos apoyadas en el suelo y los ojos cerrados. Parecía un insecto mojado por la lluvia.
—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? —preguntó entonces el joven Hoshino.
—Disculpe, pero Nakata está cansado. No se encuentra muy bien A ser posible, le gustaría acostarse y dormir un rato.
Ciertamente, la sangre parecía haber huido del rostro de Nakata, que estaba blanco como una sábana. Tenía los ojos hundidos, incluso le temblaban un poco los dedos. Tenía aspecto de haber envejecido años en cuestión de unas pocas horas.
—Vale. Ahora mismo te extiendo el futón y te acuestas. Y duerme tanto como quieras —dijo Hoshino—. Pero ¿estás bien? No te dolerá la cabeza, o tendrás vómitos, o te silbarán los oídos, o querrás hacer caca… ¿Nada de eso? ¿No? ¿Quieres que llame a un médico? ¿Tienes cartilla del seguro?
—Sí. El señor gobernador me dio una cartilla de la sanidad pública, la tengo guardada dentro de la bolsa.
—¡Ah, muy bien! Sin embargo, ya sé que no es el momento de andarse con estas chorradas, pero las cartillas del seguro no las da el gobernador. La sanidad pública es para todos los japoneses, es el gobierno japonés quien da las cartillas. No conozco muy bien el tema, pero es así como creo que va. No tiene por qué ser el gobernador quien siempre te lo esté dando todo. Así que intenta olvidarte un poco de él, ¿vale? —dijo el joven sacando el futón del armario empotrado y tendiéndolo en el suelo.
—Sí. De acuerdo. La cartilla sanitaria no la da el gobernador. Y yo intentaré olvidarme un poco del gobernador. Pero, señor Hoshino, en cualquier caso, Nakata no necesita ningún médico. Sólo con acostarse y dormir se pondrá bien.
—Escucha, Nakata. ¿Vas a dormir tanto como el otro día? ¿Treinta y seis horas seguidas o así?
—Mil perdones, pero Nakata no puede responderle a esto. Es que Nakata no decide de antemano cuánto tiempo va a dormir.
—Sí, claro. Tienes razón —dijo el joven—. La gente no calcula lo que podrá dormir. Vale, vale. Duerme tanto como quieras. Hoy ha sido un día muy duro. Con todos esos truenos y, además, la historia de la piedra. Pero, bueno, hemos abierto la piedra esa. Y una cosa así no pasa todos los días, ¿no? Has hecho trabajar mucho la cabeza y ahora debes de estar hecho polvo. Así que no te preocupes por nada y duerme hasta que el corazón te diga basta. Del resto ya me encargaré yo solito. Tú duerme tranquilo.
—Muchas gracias, señor Hoshino. No he dejado de ocasionarle molestias ni un solo instante. Por más que se lo agradezca, nunca se lo agradeceré bastante. Si no hubiera sido por usted, Nakata se habría encontrado completamente perdido. Teniendo en cuenta, además, que usted tiene un trabajo importante que hacer.
—¡Jo! ¡Pues sí! —exclamó el joven con voz fúnebre. Habían sucedido tantas cosas, sin tregua entre una y otra, que Hoshino había olvidado por completo su trabajo—. Ahora que lo dices, es cierto. Ya va siendo hora de que vuelva al trabajo. El patrón debe de estar hecho una furia. Le solté de repente por teléfono que tenía un compromiso, que me cogía dos o tres días de fiesta. Y no me ha vuelto a ver el pelo. Cuando regrese, me va a pegar una bronca descomunal.
Hoshino se encendió otro Marlboro. Exhaló el humo despacio. Luego le hizo muecas a un cuervo que estaba posado en lo alto de un poste eléctrico.
—¡En fin! Que diga el patrón lo que le venga en gana. Y si quiere explotar de la rabieta, pues que explote. Ya llevo demasiados años sacándole las castañas del fuego y trabajando como un burro. «¡Eh, Hoshino! Que falta personal. ¿Podrías ir tú esta noche a Hiroshima?». «Sí, patrón. Ahora voy». Haciendo siempre lo que me dice, sin rechistar. Así he acabado con la espalda hecha polvo. Suerte que el otro día me la arreglaste tú, que si no… ¡Ya me dirás por qué tengo que arruinarme la salud, a los veinticinco años, por un trabajo de mierda! No se va a hundir el mundo porque me tome unas vacaciones, digo yo. Pero, escucha, Nakata…
Al decir eso, el joven se dio cuenta de que Nakata ya estaba profundamente dormido. Con los ojos cerrados con fuerza, la cara vuelta hacia el techo, los labios apretados formando una línea horizontal, respiraba apaciblemente por la nariz. Junto a su almohada permanecía la piedra vuelta del otro lado.
—¡Caray! Éste se duerme en un periquete —dijo el joven admirado. Sin saber qué hacer, se quedó un rato tumbado viendo la televisión, pero los programas de la tarde eran todos tan aburridos que Hoshino no los pudo soportar y decidió salir. Además se había quedado sin una sola muda de ropa interior, ya iba siendo hora de renovar existencias. Nada se le daba peor a Hoshino que hacer la colada. Antes que lavarse los calzoncillos prefería comprarse unos calzoncillos nuevos baratos. Fue a la recepción del hotel, pagó el alojamiento del día siguiente, les dijo que su compañero estaba muy cansado y que dormía, que no lo molestaran.
—Claro que, aunque intentarais despertarlo, no lo lograríais —añadió.
Hoshino recorrió las calles sin rumbo, aspirando el olor a lluvia. Con su gorra de los Chûnichi Dragons, sus Ray-Ban de cristales verdes y su camisa hawaiana. Fue a parar delante de la estación, compró el periódico en el quiosco. En la sección de deportes miró cómo iba el Chûnichi Dragons (había perdido en el campo del Hiroshima), y luego echó una ojeada a la cartelera de cine. Daban la última película protagonizada por Jackie Chan y decidió ir a verla. La hora del pase le iba de maravilla. En el puesto de policía preguntó dónde estaba el cine y, como resultó que se encontraba muy cerca de la estación, decidió ir andando. Compró la entrada, entró en el local, vio la película mientras se comía unos cacahuetes tostados con mantequilla.
Cuando acabó la película, al salir del cine, anochecía. No tenía mucho apetito, pero, ya que no se le ocurría nada mejor, decidió ir a comer algo. Entró en una sushi-ya que vio por las inmediaciones, pidió una ración de nigirizush[44] y una cerveza. Apenas pudo beberse media. Debía de estar más cansado de lo que se pensaba.
«Es normal. La piedra pesaba como un muerto. Pues claro que estoy cansado», se dijo el joven. «Me siento como aquella porquería de casa que hizo el mayor de Los tres cerditos. Al primer soplo del malvado lobo feroz me iría a parar a Okayama».
Al salir de la sushi-ya vio un pachinko y entró. Perdió dos mil yenes en un abrir y cerrar de ojos. Por lo visto no estaba en forma. Resignado, salió del pachinko, empezó a vagar de nuevo por las calles. Mientras andaba, recordó de repente que aún no había comprado la ropa interior. «¡Qué desastre! Pero si he salido justamente para eso», se dijo. Entró en una tienda del barrio comercial que anunciaba grandes descuentos, compró calzoncillos, camisetas de color blanco y calcetines. Por fin podría tirar la ropa sucia. También iba siendo hora de cambiarse la camisa hawaiana, pero, tras husmear por varias tiendas, llegó a la conclusión de que en Takamatsu no le iba a ser fácil encontrar una camisa que le gustara. Tanto en verano como en invierno solía llevar camisas hawaianas, pero eso no quería decir que se conformara con cualquiera.
Entró en una panadería del barrio comercial y, barajando la posibilidad de que Nakata se despertara a medianoche con hambre, compró algunos panecillos. También compró un pequeño tetrabrik de zumo de naranja. Luego entró en el banco, retiró cincuenta mil yenes del cajero automático y se los metió en la cartera. Al mirar el saldo comprobó que aún le quedaba bastante dinero. Durante los últimos años había estado tan ocupado que apenas había tenido tiempo de gastarse el sueldo.
Ya había anochecido por completo. De repente, le entraron ganas de tomarse un café. Buscando por los alrededores, descubrió el letrero de una cafetería en una zona un poco apartada del barrio comercial. Se trataba de una cafetería antigua, de esas que apenas se ven hoy en día. Entró, se sentó en un sillón mullido y confortable, pidió café. Por unos altavoces de fabricación inglesa de madera de nogal sonaba música de cámara. Hoshino era el único cliente. Apoltronado en el sillón, el joven se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, se sentía completamente en paz. La calma y la naturalidad que emanaban de todas las cosas del local le producían una sensación muy placentera. El café, servido en una preciosa taza, era espeso y exquisito. Con los ojos cerrados y la respiración tranquila aguzó el oído para escuchar aquel antiguo entrelazado. Apenas había escuchado música clásica a lo largo de su vida, pero aquella melodía, no sabía por qué, lo relajaba. Incluso se podía decir que lo invitaba a reflexionar.
Hundido en el mullido sillón, mientras escuchaba la música con los ojos cerrados, dejó correr sus pensamientos. Se centró básicamente en su persona. Pero, cuantas más vueltas le daba, más carente de sustancia se encontraba a sí mismo. Le dio la impresión de no ser más que un apéndice sin sentido en relación con lo que allí había.
«Por ejemplo, yo, hasta ahora, he sido un gran hincha de los Chûnichi Dragons. Pero ¿qué son, para mí, en realidad, los Chûnichi Dragons? ¿Seré mejor persona si ganan a los Yomiuri Giants? ¡Qué va!», pensó el joven. «Entonces, ¿por qué, hasta ahora, los he apoyado como si formaran parte de mí mismo?».
»Nakata dice que está vacío. Tal vez sea cierto. Pero, en ese caso, ¿que diablos soy yo? Nakata dice que se quedó vacío a raíz de un accidente que tuvo cuando era niño. Pero a mí no me ha pasado nada. Si Nakata tiene la mente vacía, yo, lo mire como lo mire, la tengo mucho más vacía. Nakata, como mínimo… Nakata, como mínimo, posee ese algo que me hizo seguirlo expresamente hasta Shikoku. Algo especial. Algo que ni yo mismo acabo de entender de qué se trata».
El joven pidió otro café.
—¿Le gusta nuestro café? —le preguntó el dueño, de pelo canoso acercándosele. (Hoshino, por supuesto, no lo sabía, pero era un antiguo funcionario del Ministerio de Educación que, al jubilarse, había vuelto a su Takamatsu natal y había abierto una cafetería donde se servía buen café y se podía escuchar música clásica).
—¡Mmm! Muy bueno. Y tiene muy buen aroma.
—El grano lo tuesto yo mismo. Selecciono los granos a mano, uno a uno.
—¡Ah! Así se entiende que sea tan bueno.
—¿Le molesta la música?
—¿La música? ¡Ah, no! Es muy buena. No me molesta. ¡Qué va! Para nada. ¿Quién toca?
—Un trío compuesto por Rubinstein, Heifetz y Feuermann. En su época los llamaban el «Trío del millón de dólares». Eran grandes artistas. La grabación es de 1941, pero su brillo no se ha apagado en absoluto.
—Sí, eso me parece a mí. Las cosas buenas no envejecen.
—También hay quien prefiere una versión del Trío del archiduque un poco más estructurada, más clásica, más ortodoxa. Como la de Oistrach, por ejemplo.
—¡Qué va! Ésta está bien —dijo el joven—. Tiene algo, no sé, algo dulce.
—Muchas gracias —dijo el dueño, agradeciéndoselo educadamente en nombre del Trío del millón de dólares.
Al retirarse el dueño, Hoshino prosiguió su labor introspectiva mientras saboreaba una segunda taza de café.
«Pero yo, ahora, a Nakata le sirvo para algo. Puedo leer por él. Fui yo, además, quien encontró la piedra. La verdad es que, ayudando a la gente, uno se siente pero que muy bien. Es la primera vez en la vida que me pasa algo así. He dejado el trabajo tirado, he venido expresamente hasta Shikoku, me he visto involucrado en una locura tras otra, pero, a pesar de todo, no me arrepiento.
»No sabría explicarlo, pero es como si ahora tuviese la sensación real de estar en el lugar correcto. La pregunta esa “pero quién diablos soy yo”, cuando estoy junto a Nakata deja de tener importancia. Si he de compararlo con algo, tal vez sea un poco exagerado, pero es como se debían de sentir los discípulos de Buda o Jesucristo. “Cuando estoy con Buda, me siento así”, y todo eso. Antes que hablar de dogmas, verdades y cosas complicadas, tal vez se diera eso.
»Cuando era pequeño, mi abuelo me contaba historias de los discípulos de Buda. Había uno que se llamaba Myôga. Era tan tonto, que ni siquiera podía aprenderse bien los sutras más sencillos. Por eso los otros discípulos se reían de él. Un día, Buda le dijo: “¡Eh, Myôga! Como tú eres tonto, no hace falta que te aprendas los sutras. A cambio te sentarás en la entrada y limpiarás los zapatos de todos nosotros”. Como Myôga era obediente, no le replicó: “¡No me fastidies, tío! ¡Límpialos tú!”. Y durante diez, veinte años, estuvo limpiando como una hormiguita los zapatos de todos, tal como le había dicho Buda. Hasta que un día, de repente, alcanzó la Verdad Absoluta y llegó a ser uno de los discípulos más destacados de Buda».
Hoshino recordaba esa historia. La razón por la cual la recordaba tan bien era porque siempre había pensado que limpiar durante diez o veinte años los zapatos de los demás era, lo miraras por donde lo mirases, una mierda de vida. «Será broma, ¿no?», se había dicho siempre. Pero, ahora, al volver a pensar en la historia, se dio cuenta de que despertaba un eco distinto en su corazón. «La vida siempre es una mierda», pensó el joven. Lo que pasaba era que él, de niño, no lo sabía.
Eso fue lo que pensó antes de que finalizara el Trío del archiduque. Aquella música le ayudaba a pensar.
Cuando se disponía a salir de la cafetería, llamó al dueño:
—¡Eh, oye! ¿Cómo se llamaba?, me lo has dicho antes, pero ya no me acuerdo.
—El Trío del archiduque, de Beethoven.
—¿Trío de archi-buque? ¿De la marina de guerra?
—No, no se trata del Trío del archi-buque sino del Trío del archiduque. Beethoven compuso esta melodía para el archiduque Rodolfo de Austria. Por eso la obra es vulgarmente conocida como Trío del archiduque, aunque el título de verdad sea otro. El archiduque Rodolfo era hijo del emperador Leopoldo II, o sea, que pertenecía a la familia imperial. Era un muchacho muy dotado para la música y, desde los dieciséis años, fue discípulo de Beethoven, de quien aprendió piano y teoría musical. Y llegó a sentir un profundo respeto por su maestro. Pero el archiduque no fue nunca un pianista excelente o un gran compositor, sin embargo, en el terreno práctico le tendió una mano a Beethoven, que se manejaba mal en la vida, y le prestó ayuda tanto en lo público como en lo privado. Si no hubiera sido por el archiduque, las penalidades de Beethoven hubieran sido mucho mayores.
—La verdad es que, en este mundo, también es necesario ese tipo de personas.
—En efecto.
—Si el mundo estuviera compuesto sólo de sabios y genios, andaría muy mal. Hace falta alguien que esté alerta y que despache los asuntos.
—Tiene usted toda la razón. Si todos fuéramos sabios y genios, el mundo se encontraría en una situación muy apurada.
—Es buena esa melodía.
—Es una pieza maravillosa. No te cansas nunca de escucharla. Es el más logrado, el más exquisito terceto para piano que Beethoven escribió jamás. Lo terminó a los cuarenta años y jamás volvió a componer otro terceto para piano. Es posible que él mismo sintiera que con ese terceto había llegado a la cima de la perfección formal.
—Me parece que lo entiendo. Todas las cosas deben tener una cima —dijo el joven Hoshino.
—Visítenos de nuevo.
—Sí, volveré.
De regreso a la habitación, Nakata seguía durmiendo, tal como Hoshino había previsto. Como era la segunda vez que ocurría, el joven no se extrañó demasiado. Bastaba con dejarlo dormir cuanto quisiera. La piedra continuaba en la misma posición, junto a su almohada. El joven dejó la bolsa del pan al lado de la piedra. Luego se metió en el baño y se cambió de ropa interior. Embutió la que había llevado puesta hasta entonces en una bolsa de papel y la tiró a la basura. Se tumbó en el futón y se quedó dormido al instante.
A la mañana siguiente se despertó poco antes de las nueve. En el futón de al lado, Nakata seguía durmiendo sin cambiar de postura. Respiraba de forma tranquila y acompasada. Estaba profundamente dormido. Hoshino desayunó solo y le dijo a la camarera del ryokan que su compañero aún estaba durmiendo, que no lo despertara.
—No hace falta que retires el futón —le dijo.
—¿No hay problema con que duerma tanto tiempo? —preguntó la camarera.
—Tranquila, tranquila. No se nos va a morir. No te preocupes. Tiene que dormir para recuperar las fuerzas. Me lo conozco bien al tipo este.
En la estación compró el periódico, se sentó en un banco y leyó la cartelera. En el cine que se encontraba cerca de la estación pasaban una sesión retrospectiva de François Truffaut. No tenía la menor idea de quién era (ni siquiera si se trataba de un hombre o de una mujer), pero la sesión era doble, ideal para matar el tiempo hasta el anochecer, así que decidió ir a verla. Pasaban Los cuatrocientos golpes y Tirad sobre el pianista. Los espectadores se podían contar con los dedos de una mano. A Hoshino no se le podía considerar un gran aficionado al cine. Pisaba los cines en raras ocasiones y lo único que veía eran películas de kung-fu o de acción. Así que era lógico que hubiera muchas partes o situaciones de aquellas obras del primer Truffaut que le resultaran un poco difíciles de entender, y que encontrara terriblemente lento el tempo de aquellas películas viejas. Sin embargo, disfrutó con la particular atmósfera de la película, con la tonalidad de las imágenes, con los sugestivos retratos psicológicos de los personajes. Al menos no se aburrió ni se le pasó por la cabeza que estarse mirando aquello fuese una pérdida de tiempo. Al contrario. Al acabar de ver la película casi se sentía en disposición de ver otra del mismo director.
Después de salir del cine caminó hasta el barrio comercial y se dirigió a la cafetería de la noche anterior. El dueño se acordaba de él. El joven se sentó en el mismo sillón y pidió un café. También ese día era el único cliente. Por los altavoces sonaba un concierto de violonchelo.
—Un concierto de Haydn. El número uno. El violonchelo es Pierre Fournier —le dijo el dueño al traerle el café.
—Suena como muy natural —dijo el joven Hoshino.
—Tiene usted toda la razón —convino el dueño de la cafetería—. Pierre Fournier es uno de mis músicos favoritos. Es como un buen vino. Tiene aroma, tiene cuerpo, caldea la sangre, te alienta en silencio. Yo siempre le llamo «maestro Fournier». Por supuesto, no lo conozco personalmente, pero para mí se ha convertido en una especie de maestro vital.
Aguzando el oído al fluido y exquisito violonchelo de Fournier, el joven se acordó de su niñez. De cuando iba todos los días a un río cercano a pescar peces, especialmente lochas. «En aquella época, yo no tenía por qué pensar en nada», se dijo el joven. «Había bastante con ir viviendo. Sólo por el simple hecho de vivir, yo ya era alguna cosa. Era algo espontáneo. Pero, en un momento dado, dejó de ser así. Vivir me fue convirtiendo en nada. ¡Qué cosa tan extraña! La gente nacemos para vivir, ¿verdad? ¿Cómo es que yo, conforme he ido viviendo, he ido perdiendo contenido hasta convertirme en una persona vacía? Y además, de aquí en adelante, a medida que vaya viviendo posiblemente siga convirtiéndome en una persona más vacía aún, que, valga menos todavía. Aquí hay un error. No puede pasar una cosa tan extraña. En alguna parte debe de poder cambiarse la dirección de la corriente».
—¡Eh! ¡Oye! —El joven llamó al dueño, que se encontraba junto a la caja registradora.
—¿Qué desea?
—Si tienes tiempo y no te molesta, te vienes aquí y charlamos un rato, ¿vale? Me gustaría saber cosas de ese Haydn que ha compuesto la melodía.
El dueño se acercó y empezó a hablar con fervor de Haydn y de su música. El dueño era una persona más bien reservada, pero cuando se trataba de música clásica se volvía muy locuaz. Explicó cómo Haydn se había convertido en un músico contratado, cómo había servido a diferentes monarcas a lo largo de su vida y la gran cantidad de obras que, a sus órdenes, había compuesto por encargo de éstos. Habló de lo realista, afable, humilde y magnánimo que era. De cómo, al mismo tiempo, era una persona compleja, con silenciosas tinieblas en su interior.
—En cierto sentido, Haydn es un enigma. A decir verdad, nadie puede comprender el violento pathos que, en su fuero interno, escondía Haydn. Pero en la época feudal en la que nació no le quedaba más remedio que ocultar hábilmente su personalidad bajo una capa de sumisión y vivir de manera alegre y elegante. Si no lo hubiera hecho así, seguro que habría sido aplastado. Mucha gente lo infravalora al compararlo con Bach o con Mozart. Tanto en lo que respecta a su música como en lo que respecta a su vida. Si bien es cierto que, a través de su larga vida, fue moderadamente reformista, jamás se situó en la vanguardia. Pero si se le escucha con amor, y con gran atención, en sus notas puede descubrirse un anhelo oculto hacia un yo moderno. Éste siempre permanece escondido en la música de Haydn como un eco lejano lleno de contradicciones. Escuche, por ejemplo, este acorde. ¡Mire! Es muy suave, pero posee un espíritu obstinado y centrípeto, lleno de una curiosidad abierta como la de un muchacho.
—Como una película de François Truffaut.
—¡Exacto! —exclamó el dueño, y le dio sin pensar un golpecito en el hombro—. ¡Tiene usted toda la razón! También podemos encontrarlo en las obras de Truffaut. Un espíritu obstinado y centrípeto, lleno de una curiosidad abierta como la de un muchacho.
Cuando terminó la música de Haydn, el joven le pidió que le dejara escuchar de nuevo la versión de Rubinstein, Heifetz y Feuermann del Trío del archiduque. Mientras aguzaba el oído para percibir la música, volvió a sumirse en largas reflexiones.
«De momento, voy a seguir a Nakata mientras pueda. ¡Y lo del trabajo, ya se andará!», decidió Hoshino.