26

Como ya era entrada la tarde, lo primero que hicieron fue buscar alojamiento. El joven Hoshino se dirigió a la oficina de turismo de Takamatsu y pidió que les reservaran una habitación en un ryokan que le pareció adecuado. Entre los que tenían la ventaja de estar cerca de la estación, no había ninguno que valiera gran cosa, pero ni al joven Hoshino ni a Nakata les importó. Mientras tuviera futón donde acostarse y poder dormir, cualquier lugar les parecía bien. Igual que en el ryokan anterior, el desayuno estaba incluido, pero la cena no. Claro que, en el caso de Nakata, que podía caer dormido en cualquier instante, esto era lo mejor.

Al entrar en la habitación, Nakata hizo que el joven se tendiera sobre el tatami boca abajo, se le subió encima y le puso los pulgares de ambas manos sobre las vértebras de la parte baja de la espalda. Fue resiguiendo la espina dorsal, a partir de la zona de la cadera, arriba y abajo, inspeccionando detalladamente cada uno de los músculos y de las articulaciones. Esta vez, apenas hizo presión con la punta de los dedos. Se limitó a comprobar la forma de los huesos, la elasticidad de los músculos.

—¡Eh! ¿Algún problema? —preguntó el joven con inquietud. Tenía miedo de que empezara aquel dolor de improviso.

—No, no hay ningún problema. Nada. Todos los huesos ya están en su sitio —respondió Nakata.

—¡Menos mal! ¡La verdad, no querría que volvieras a hacerme semejante daño! —dijo el joven.

—Lo siento muchísimo. Pero usted me dijo que no le importaba que le doliera, así que Nakata apretó con todas sus fuerzas.

—Sí, ya sé que dije eso. Lo dije, pero escucha, abuelo, todo tiene un límite. Un poco de sentido común, hombre. Claro que me arreglaste la espalda y no tengo ningún derecho a quejarme. Pero es que aquello fue espantoso. ¡Horrible! No me lo podía ni imaginar. Fue como si me hubieran hecho picadillo. Sentí que me había muerto, después que resucitaba.

—Nakata, una vez, estuvo muerto durante tres semanas.

—¡Vaya! —exclamó el joven. Tendido aún de bruces sobre el tatami tomó un sorbo de té y siguió picando pipas y cacahuetes que había comprado en una de esas tiendas que no cierran nunca—. Así que abuelo, estuviste muerto durante tres semanas.

—Sí.

—Y, mientras tanto, ¿dónde estabas?

—Eso Nakata no lo recuerda bien. Me da la impresión de que fui a alguna parte y de que allí hice algo distinto. Pero la cabeza me flotaba y no logro recordar nada. Luego regresé aquí, me volví tonto y dejé de saber leer y escribir.

—La facultad de leer y escribir debiste de dejártela allí. Seguro.

—Es posible.

Por unos instantes, ambos enmudecieron. Había llegado un punto en que el joven Hoshino sentía que lo mejor era creer, en principio, cualquier cosa que le dijera el anciano, por estrafalaria e insólita que fuera. Pero, en algún rincón de su corazón, anidaba la inquietud al imaginar a qué terreno caótico y fuera de control podía llevarlo abundar en aquello de que «una vez estuve muerto durante tres semanas». Así que cambió de tema y trató de reconducir la conversación a un campo más cotidiano y realista.

—¿Qué, Nakata? Ya nos encontramos en Takamatsu. ¿Y ahora qué piensas hacer?

—No lo sé —dijo—. Nakata no sabe qué tiene que hacer.

—Pero ¿no teníamos que encontrar la «piedra de la entrada»?

—Sí, en efecto. Nakata lo había olvidado por completo. Debemos buscar esa piedra. Pero Nakata no sabe adónde tiene que ir para encontrarla. Siento como si la cabeza me flotase. Yo, en principio, no soy inteligente, y con la cabeza así no puedo hacer nada.

—¡Pues bonita situación!

—Sí. No es una situación bonita.

—Estar aquí parados, mirándonos las caras, no es muy divertido que digamos. Y además no nos llevará a ninguna parte.

—Tiene usted razón.

—Entonces, vaya, ¿por qué no se lo preguntamos a la gente? Si por aquí se encuentra la piedra esa.

—Si usted lo dice, Nakata también quiere hacerlo. Iré preguntando a la gente. No es que me enorgullezca de ello, pero, como Nakata no es inteligente, está acostumbrado a preguntar a los demás.

—Sí. Mi abuelo acostumbraba decir: «Preguntar es vergüenza de un instante; no preguntar es vergüenza de una vida».

—Exacto. Tiene usted razón. Cuando te mueres, todo lo que sabes desaparece.

—Bueno, no significa exactamente eso —dijo el joven rascándose la cabeza—. Pero en fin… Por cierto, no hace falta que seas muy preciso, pero ¿tienes más o menos una idea de cómo es esa piedra? ¿De qué tipo de piedra se trata, qué tamaño tiene, qué forma, qué color, o, si no, cuáles son los efectos que produce? Si no tenemos cierta idea, de nada nos servirá ir preguntándole a la gente. Si sólo les decimos: «¿Hay por aquí una piedra de entrada?», no nos entenderán y, encima, a lo mejor nos toman por locos. ¿No te parece?

—Sí. Nakata es tonto, pero no está loco.

—Claro.

—La piedra que Nakata está buscando es una piedra especial. No es muy grande. Es de color blanco, no huele. Sobre sus efectos, no sé mucho. Y tiene la forma de un mochi redondo.

Nakata dibujó con los dedos de ambas manos un círculo del tamaño de un LP.

—¡Vaya! Y si la vieras, ¿crees que la reconocerías? ¿Crees que dirías?: «¡Oh! ¿Ésta es la piedra?».

—Sí, la reconocería nada más verla.

—Debe de ser una piedra con historia, con una tradición. Seguro que es una piedra famosa, que está adornando algún santuario sintoísta como objeto de exposición o algo así.

—Tal vez. Nakata no lo sabe bien, pero quizá sea así.

—O, si no, tal vez se halle en alguna casa y la utilicen como peso en los barriles para conservar cosas en adobo.

—No, eso no.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque esa piedra no la puede mover cualquiera.

—Pero tú sí puedes moverla.

—Sí, yo, posiblemente, pueda moverla.

—¿Y qué pasará entonces?

Nakata reflexionó, cosa infrecuente en él. O, al menos, puso cara de estar reflexionando. Mientras tanto, se acariciaba los cortos cabellos canos con la palma de la mano.

—Eso no lo sé muy bien. Lo único que Nakata sabe es que ha llegado el momento de que alguien la mueva.

El joven reflexionó.

—¿Y ese alguien eres tú? Ahora, al menos.

—Sí, en efecto.

—¿Y esa piedra se halla sólo en Takamatsu? —preguntó.

—No, no. Yo diría que el lugar no importa. Si ahora está aquí es sólo por casualidad. Claro que habría sido mucho más cómodo que estuviera más cerca, en el distrito de Nakano.

—¿Y no puede ser peligroso mover así, por las buenas, una piedra tan especial?

—Sí, señor Hoshino, tiene usted razón. Puede ser muy peligroso.

—¡Me rindo! —dijo el joven sacudiendo despacio la cabeza. Luego se puso la gorra de los Chûnichi Dragons e hizo pasar su cola de caballo por la abertura de detrás—. Esto se parece a una película de Indiana Jones.

Al día siguiente por la mañana, los dos se dirigieron a la oficina de turismo de la estación y preguntaron si en la ciudad de Takamatsu, o en sus alrededores, había alguna piedra famosa.

—¿Una piedra? —dijo la joven del mostrador haciendo una pequeña mueca. Se había quedado perpleja, a todas luces, ante aquella pregunta tan concreta. Ella no había recibido más que una pequeña preparación para informar a los turistas sobre breves visitas a las ruinas históricas de la zona.

—¿Una piedra? ¿Y qué clase de piedra?

—Una piedra redonda de este tamaño —dijo el joven, y dibujó con ambas manos un círculo del tamaño de un LP, tal como había hecho Nakata—. Se la conoce como «la piedra de la entrada».

—¿La piedra de la entrada?

—Sí, así se llama. Creo que es una piedra bastante famosa.

—¿Entrada? ¿Entrada adónde?

—Si lo supiéramos, se nos habrían acabado los problemas.

La chica del mostrador estuvo reflexionando unos instantes. Hoshino no apartó la mirada de su rostro. No era nada fea, pero tenía los ojos demasiado separados. Eso le confería un aspecto de herbívoro cauteloso. Llamó a diferentes sitios y preguntó si alguien conocía una piedra llamada «la piedra de la entrada». Pero no logró recabar ninguna información válida.

—Lo siento mucho, pero nadie ha oído hablar de una piedra que se llame de ese modo —dijo la chica.

—¿Nadie?

Ella sacudió la cabeza.

—No, lo siento mucho. Disculpe, pero ¿han venido ustedes de lejos expresamente para buscar esa piedra?

—Sí, bueno, no sé si expresamente, pero yo vengo de Nagoya. Y el abuelo, aquí donde lo ves, pues él viene, ni más ni menos, que del distrito de Nakano, Tokio.

—Sí, Nakata ha venido desde el distrito de Nakano, Tokio —afirmó Nakata—. Han tenido la amabilidad de llevarlo en camión y, a medio camino, lo han invitado a comer anguila. Nakata ha llegado hasta aquí sin gastarse ni un céntimo.

—¿Ah, sí? —musitó la chica.

—En fin, dejémoslo. Si nadie conoce la piedra, qué le vamos a hacer. No es culpa tuya, guapa. Pero, suponiendo que no se llamara «la piedra de la entrada», ¿sabes si hay alguna piedra famosa por aquí? Una piedra con historia, una piedra que tenga tradición, que sea parte del folclore, una piedra que goce del favor divino, ¡yo qué sé!, cualquier cosa nos vale.

La joven del mostrador recorrió medrosamente, con aquel par de ojos demasiado separados, la gorra de los Chûnichi Dragons, la cola de caballo, las gafas de sol de cristales verdes, el pendiente, la camisa hawaiana de rayón.

—Lo siento mucho, pero ¿por qué no se dirigen ustedes a la biblioteca municipal y lo consultan allí? Si lo desean, les indico el camino. Es que yo no sé nada de piedras.

Tampoco en la biblioteca recolectaron una buena cosecha. En la biblioteca municipal no había un solo libro especializado en las piedras de los alrededores de la ciudad de Takamatsu. El bibliotecario encargado de las consultas les dijo: «Es posible que en algún lugar haya alguna descripción de las piedras esas. Búsquenlo ustedes mismos», y les plantó delante un montón de libros del tipo Leyendas de la prefectura de Kagawa, Leyendas de Kôbô Daishi[36] en Shikoku, Historia de Takamatsu y otros similares. El joven Hoshino los estuvo hojeando, entre hondos suspiros, hasta última hora de la tarde. Mientras tanto, Nakata, como no sabía leer, estuvo estudiando aplicadamente cada una de las páginas de un álbum de fotografías titulado Piedras famosas de Japón.

—Como Nakata no sabe leer, es la primera vez que entra en una biblioteca —explicó Nakata.

—Pues yo, aunque sepa leer, también es la primera vez que entro. Y no es que me enorgullezca de ello —dijo el joven Hoshino.

—A mí me parece un lugar muy entretenido.

—¿Ah, sí? Pues me alegro.

—En el distrito de Nakano también hay una biblioteca. A partir de ahora iré de vez en cuando. Lo principal es que no hay que pagar entrada. Nakata no sabía que también podían entrar las personas que no supieran leer ni escribir.

—Pues mi primo es ciego de nacimiento, pero va mucho al cine. Claro que no tengo ni puñetera idea de qué gracia le debe de encontrar.

—¿Ah, sí? Nakata no es ciego, pero no ha ido nunca al cine.

—¡No me digas! Pues entonces te llevaré un día de estos.

El bibliotecario se acercó para advertirles de que en el interior de la biblioteca no se podía hablar en voz alta, y los dos dejaron de hablar y se concentraron cada uno en su libro. Nakata, al terminar de mirar las Piedras famosas de Japón, devolvió el libro a la estantería y cogió un volumen titulado Gatos del mundo. El joven, a su vez, fue hojeando las páginas de aquel enorme montón de libros sin dejar de refunfuñar ni un instante. Por desgracia, no abundaban las referencias a las piedras famosas. Había diversos textos sobre la muralla del castillo de Takamatsu, pero era obvio que a Nakata no le resultaría fácil levantar una de aquellas grandes piedras. También había diversas leyendas de Kôbô Daishi relacionadas con las piedras. Una de ellas relataba cómo Kôbô Daishi levantó una piedra de un erial y cómo, de debajo, empezó a manar agua a chorros, de modo que el erial se convirtió en un fértil campo de arroz. En un templo budista había una piedra llamada «Piedra de la bendición de los hijos», pero ésta medía alrededor de un metro de alto y tenía forma fálica, por lo que no podía ser «la piedra de la entrada» a la que se refería Nakata.

Desanimados, el joven y Nakata salieron de la biblioteca, se dirigieron a un sitio cercano de comidas y cenaron. Los dos comieron tendon.[37] El joven pidió, además, unos kakeudon.

—La biblioteca es un lugar muy interesante —dijo Nakata—. En el mundo hay muchas fisonomías diferentes de gato. Nakata eso no lo sabía.

—No hemos conseguido descubrir nada sobre la piedra, pero ¡qué le vamos a hacer! Acabamos de empezar —dijo el joven—. Esta noche dormiremos bien y, mañana, ¡ya veremos!

A la mañana siguiente, los dos volvieron a la biblioteca. El joven Hoshino, al igual que el día anterior, eligió algunos libros que podían tener algo que ver con piedras, los amontonó sobre la mesa y empezó a hojearlos. Era la primera vez en su vida que leía tanto. Gracias a eso, acabó conociendo bastante bien la historia de Shikoku y se enteró de que, en la antigüedad, muchas piedras eran objeto de culto. Pero no encontró nada sobre «la piedra de la entrada» en cuestión. Por la tarde empezó a dolerle la cabeza por leer demasiado. Nada extraño. Salieron de la biblioteca, se tendieron sobre el césped del parque y se quedaron un buen rato contemplando las nubes que pasaban. El joven Hoshino se fumó un cigarrillo y Nakata tomó té caliente del termo.

—Mañana habrá muchos truenos y relámpagos —dijo Nakata.

—¿A ésos también vas a llamarlos tú?

—No, Nakata no va a llamar a los truenos y relámpagos. Nakata no tiene ese poder. Vendrán por sí solos.

—¡Menos mal! —exclamó el joven.

Tras volver al hotel y tomar un baño, Nakata se acostó en el futón y se quedó dormido al instante. Hoshino miró, por televisión, un partido de béisbol a bajo volumen, pero, como los Kyojin[38] le estaban dando una paliza al equipo de Hiroshima, se puso de malhumor y apagó el televisor. Aún no tenía sueño y le apetecía tomarse una cerveza, así que decidió salir del ryokan. Entró en la primera cervecería que encontró y se pidió una cerveza pequeña y una ración de aros de cebolla. Pensó en abordar a una chica que había por allí, pero no le pareció el lugar indicado y desistió. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, tenían que reemprender la búsqueda de la piedra.

Cuando acabó de tomarse la cerveza, salió del local y empezó a vagar, sin rumbo, luciendo la gorra de los Chûnichi Dragons en la cabeza. Aquel barrio no tenía un gran interés. Pero callejear solo por una ciudad desconocida no está nada mal. Además, a él le gustaba andar. Con un Marlboro en la comisura de los labios y las manos hundidas en los bolsillos, el joven fue pasando de una calle principal a otra calle principal, de una callejuela a otra callejuela. Cuando no fumaba, silbaba. Había zonas concurridas y zonas silenciosas donde no se veía un alma. Pero se tratara de una calle u otra, avanzaba sin alterar el paso. Era joven, libre, estaba sano, no tenía por qué temerle a nada. Cruzó una callejuela donde se alineaban varios karaoke y algunos bares (todos ellos locales de ésos que cambian de nombre cada medio año) y, ya en un paraje oscuro donde no se veía un alma, oyó que alguien le gritaba a sus espaldas: «¡Hoshino! ¡Hoshino!».

Al principio, el joven no creyó que lo estuvieran llamando a él. En Takamatsu no conocía a nadie. Tenía que tratarse de otro Hoshino. Su apellido no era de los más frecuentes, pero tampoco podía considerarse raro. Así que siguió andando sin volverse.

Sin embargo, ese alguien, corriendo detrás de él, seguía gritando con insistencia a sus espaldas: «¡Hoshino! ¡Hoshino!».

El joven, finalmente, se detuvo y se dio la vuelta. Se encontró con un anciano de baja estatura que vestía un traje blanco. Tenía el pelo blanco, llevaba unas gafas serias y tenía barba, evidentemente también de color blanco. Bueno, en realidad, bigote y perilla. Camisa blanca y corbata de lazo negra. Por las facciones parecía japonés, pero su apariencia recordaba a la de un hacendado de Sudamérica. No debía de medir más de metro y medio de estatura, pero, mirando las proporciones de todo su cuerpo, más que bajo, parecía la miniatura de un hombre, un hombre hecho a escala reducida. Tendía ambas manos hacia delante, como si sostuviera una bandeja.

—¡Hoshino! —llamó el anciano. Tenía la voz clara y aguda. Con un poco de acento.

Hoshino se lo quedó mirando, atónito.

—Tú…

—Sí. Soy el Colonel Sanders.

—¡Eres clavado! —exclamó Hoshino con admiración.

—No soy clavado. Soy el Colonel Sanders.

—El del pollo frito…

El anciano asintió con gravedad.

—Efectivamente.

—¡Jo! ¿Y cómo es que me conoces?

—Yo, a todos los hinchas del Chûnichi Dragons los llamo Hoshino. Si fueras de los Kyojin, te llamaría Nagashima.[39] Pero, como eres de los Chûnichi Dragons, pues Hoshino.

—Sí, pero ¿sabes, abuelo? Yo me llamo Hoshino de verdad.

—Esto es pura coincidencia. ¡Qué culpa tengo yo! —dijo el Colonel Sanders con altivez.

—¿Y qué quieres de mí?

—Tengo una chica fantástica para ti.

—¡Ah! ¡Era eso! —dijo Hoshino—. Entiendo. Tú, abuelo, haces de reclamo. Te encargas de pescar clientes. Y por eso te vistes de esta manera.

—Hoshino, te lo repetiré las veces que haga falta. Yo no voy disfrazado. Soy el Colonel Sanders. No te confundas.

—¡Caray! Pero si eres el verdadero Colonel Sanders, ¿qué coño estás haciendo en un callejón de Takamatsu buscando clientes para una tía? Una persona famosa en todo el mundo como tú, con lo forrado que debes de estar por lo de las licencias, debería estar retirada, tumbada junto a la piscina de una mansión alucinante, tan feliz, en algún lugar de América.

—¿Sabes? En este mundo hay una especie de distorsión.

—¿Cómo?

—Tú quizá no lo sepas, pero en este mundo hay una especie de distorsión. Por eso el mundo ha logrado tener, al fin, la profundidad de las tres dimensiones. Si quieres que todo esté recto, deberás vivir en un mundo hecho con escuadra.

—¡Eh, abuelo! Dices unas cosas muy raras —exclamó Hoshino admirado—. ¡Jo! No me lo puedo creer. Últimamente, parece que mi destino sea ir encontrándome viejos estrafalarios. Si esto continúa así por mucho tiempo, voy a acabar viendo el mundo del revés.

—Y, eso qué más da. ¿Qué, Hoshino? ¿Quieres una chica?

—¿Es una fashion health?

—¿Y qué es eso de la fashion health?

—Pues, vamos, que no entra el número principal. Que si lame-lame, que si frota-frota, y tú te corres. Pero nada de mete-mete.

—¡En absoluto! —dijo el Colonel Sanders sacudiendo la cabeza irritado—. ¡En absoluto! ¡En absoluto! Eso no. No se trata sólo de lame-lame y de frota-frota. Aquí se hace de todo. También hay mete-mete.

—O sea, que es un soapland.

—¿Un soapland?

—Oye, abuelo. Deja de tomarme el pelo. Mira, voy acompañado. Y mañana debo levantarme temprano. Así que no tengo ganas de juergas nocturnas raras.

—¿Entonces no quieres una chica?

—Esta noche no quiero ni chicas ni pollo frito. Me voy a dormir.

—¿Crees que podrás dormir así como así? —preguntó el Colonel Sanders con una voz llena de misterio—. Cuando no se encuentra lo que se busca, Hoshino, no es tan fácil dormir a pierna suelta.

Hoshino se quedó boquiabierto mirando a su interlocutor.

—¿Lo que se busca? Oye, abuelo, ¿y cómo sabes tú que estoy buscando algo?

—Lo llevas escrito en el rostro. Tú, Hoshino, en el fondo, eres una persona honesta. Y estas cosas…, uno lo lleva escrito en el rostro todo. Veo lo que hay en el interior de tu cabeza tan claramente como si fueras una caballa abierta y puesta a secar.

El joven Hoshino, en un acto reflejo, levantó la mano derecha y se frotó la mejilla. Luego se miró la palma de la mano. Pero allí no había nada. ¿Escrito en el rostro?

—Entonces —dijo el Colonel Sanders levantando un dedo en el aire—, lo que tú buscas, ¿no será, por casualidad, duro y redondo?

Hoshino hizo una mueca.

—Oye, abuelo. ¿Quién demonios eres? ¿Cómo sabes estas cosas?

—Ya te lo he dicho. Lo llevas escrito en la cara. Es que tú no entiendes nada, ¿verdad? —dijo el Colonel Sanders blandiendo el dedo—. Escucha, yo no llevo tantos años en este negocio porque sí. Entonces, ¿seguro que no quieres una chica?

—Oye, estoy buscando una piedra. Una piedra que se llama «la piedra de la entrada».

—¡Ah, sí! La conozco.

—¿De verdad?

—Yo no miento. Ni bromeo. Yo soy, de nacimiento, una persona muy consecuentemente directa, que no se anda con tonterías.

—Y tú, abuelo, ¿sabes dónde está la piedra?

—Sí, sé muy bien dónde está.

—¿Y me puedes decir dónde?

El Colonel Sanders se toca con un dedo la montura negra de las gafas y carraspea.

—¿De verdad no quieres una chica?

—Si me dices dónde está la piedra, me lo pensaré —respondió Hoshino sin convicción.

—De acuerdo. Vamos allá.

El Colonel Sanders, sin esperar respuesta, empezó a andar a grandes zancadas por el callejón. Hoshino lo siguió precipitadamente.

—¡Eh, abuelo! Colonel… Que yo sólo llevo veinticinco mil yenes en el bolsillo.

El Colonel Sanders, andando a paso rápido, chasqueó la lengua.

—Por ese dinero, será de primera clase. Una chica rebosante de vida, una belleza de diecinueve años. Te hará un servicio especial. Lame-lame, frota-frota, mete-mete. Entra todo. Y, luego, de premio, te enseñaré dónde está la piedra.

—¡Me rindo! —dijo Hoshino.