25

Duermo un rato, me despierto, vuelvo a dormirme, me despierto de nuevo. Esto se repite una y otra vez. Quiero sorprenderla en el instante en que aparezca. A la que me doy cuenta, la jovencita ya está sentada en la misma silla de anoche. Las agujas fosforescentes del reloj, en la cabecera de la cama, señalan poco más de las tres. Las cortinas, que estoy seguro de haber corrido antes de acostarme, han sido descorridas en algún instante. Como anoche. Pero hoy no hay luna. Ésta es la única diferencia. Gruesos nubarrones cubren el cielo, incluso es posible que esté lloviznando. En la habitación reina una oscuridad mucho más profunda que anoche, matizada solamente por las luces del jardín que, desde lo lejos, llegan a través de los árboles. Pasa cierto tiempo hasta que mis ojos se acostumbran a la oscuridad.

La jovencita está con el codo hincado en la mesa, la barbilla apoyada en la palma de la mano, mirando el óleo de la pared. El vestido que lleva también es el mismo que la víspera. Debido a la oscuridad de la habitación no logro distinguir sus facciones por mucho que fije la vista. Pero, por el contrario, los contornos del rostro y del cuerpo destacan en las tinieblas, llenos de volumen, con una nitidez asombrosa. La que está ahí es, sin duda alguna, la señora Saeki cuando era joven.

Parece hallarse sumida en profundas reflexiones. O tal vez sólo esté en medio de un largo y profundo sueño. No, quizás ella sea, en sí misma, el largo y profundo sueño de la señora Saeki. En todo caso, permanezco inmóvil, conteniendo el aliento, para no romper el equilibrio de la escena. No hago un solo movimiento. Únicamente lanzo de vez en cuando una mirada al reloj para comprobar la hora. El tiempo va transcurriendo despacio, aunque uniforme y certero.

De repente, sin previo aviso, el corazón me empieza a latir desacompasado. Con un latido duro y seco, como si alguien estuviera golpeando la puerta sin cesar. Y este sonido, dueño de una especie de determinación, resuena con fuerza en la silenciosa estancia durante la madrugada. La persona más asustada por el ruido soy yo mismo y a punto estoy de saltar temerariamente de la cama.

La negra silueta de la niña oscila un poco. Levanta la cabeza, aguza el oído en las tinieblas. Los latidos de mi corazón han llegado a sus oídos. Ladea un poco la cabeza, como un animal del bosque que, concentra toda su atención en un ruido extraño. Luego se vuelve hacia mi cama. Pero mi figura no se reflejará en sus pupilas. Lo sé. Porque yo no formo parte de su sueño. Ella y yo pertenecemos a dos mundos distintos, separados por una línea divisoria.

Poco después, los furiosos latidos de mi corazón remiten tan deprisa como se han desbocado. El ritmo de mi respiración vuelve a la normalidad. Me hago invisible de nuevo. Y la jovencita deja de aguzar el oído. Vuelve a dirigir la mirada a Kafka en la orilla del mar. Con el codo hincado en la mesa, su corazón vuela hacia el muchacho en el verano del cuadro.

Tras permanecer unos veinte minutos en la misma posición, la hermosa niña desaparece. Como anoche, se levanta descalza de la silla, se encamina en silencio hacia la puerta y, sin abrirla, desaparece al trasponerla. Dejo pasar un rato, me incorporo, salto de la cama. Sin encender la luz, rodeado de tinieblas, me siento en la silla donde estaba sentada la niña. Poso ambas manos sobre la mesa, me sumerjo en la resonancia que ha dejado en la habitación. Cierro los ojos, capto el temblor que allí queda del corazón de la niña y lo hago mío. Permanezco con los ojos cerrados.

Al menos, aquella jovencita y yo tenemos algo en común. Caigo en la cuenta. Sí, es cierto. Los dos estamos enamorados de alguien que ya no está en este mundo.

Poco después me duermo. Mi sueño es inestable. Mi cuerpo reclama un sueño profundo, mi mente se lo niega. Y yo oscilo entre ambos como un péndulo. Al acercarse el alba, los pájaros del jardín empiezan su frenética actividad y sus trinos acaban por despejarme del todo.

Me pongo unos tejanos, una camisa de manga larga sobre la camiseta y salgo afuera. Son poco más de las cinco de la mañana, todavía no hay nadie por los alrededores. Atravieso la hilera de casas antiguas, el bosque de protección contra el viento, cruzo el rompeolas, salgo a la playa. El viento apenas me acaricia la piel. El cielo está cubierto por una capa uniforme de nubes grises, pero no parece que vaya a llover. Una mañana silenciosa. Las nubes absorben los diversos ruidos de la superficie de la tierra.

Mientras camino por el paseo que bordea la costa, me pregunto si aquel muchacho recorrería el mismo camino que yo, si más adelante sacaría la silla de lona y se sentaría en algún punto de la playa. Sin embargo, no puedo precisar dónde. En el fondo del cuadro sólo aparecen la arena, el horizonte, el cielo y las nubes. Y una isla. Pero islas hay varias, no logro recordar con exactitud qué forma tenía la del cuadro. Me siento en la arena, miro hacia el mar y trazo con el dedo, a mi capricho, un marco. Coloco dentro del marco la figura del muchacho sentado. Y un cielo sin viento, una golondrina que lo cruza sin decisión. Y pequeñas olas que rompen en la playa a intervalos regulares, que dibujan suaves curvas en la arena y se retiran dejando un pequeño rastro de espuma.

Me doy cuenta de que tengo celos del muchacho.

—Tienes celos del chico del cuadro —cuchichea el joven llamado Cuervo.

Tienes celos de un desgraciado muchacho que apenas había cumplido los veinte años —y de eso, encima, han pasado treinta años—, lo asesinaron de una forma absurda, confundiéndolo con otra persona. Unos celos tan violentos que te quitan la respiración. Es la primera vez que envidias a alguien. Ahora, por fin, has comprendido qué son los celos. Y ahora abrasan tu corazón como el fuego en el campo.

Jamás en la vida habías envidiado a nadie, jamás habías querido ser otra persona. Pero tú, ahora, envidias con todas tus fuerzas a ese muchacho. Si te fuera posible, te cambiarías por él. Aunque supieras que a los veinte años ibas a ser torturado, golpeado hasta la muerte con una tubería de hierro. Ni siquiera así te importaría. Serías él y, de los quince a los veinte años, amarías sin reservas a la señora Saeki de carne y hueso, y tú, a tu vez, serías amado sin reservas por ella. Te unirías a ella libremente, haríais el amor una y otra vez. Tus dedos recorrerían cada rincón de su cuerpo, los suyos recorrerían cada rincón del tuyo. E, incluso después de muerto, vuestro amor seguiría vivo en su corazón como una historia, como una imagen. Y tú serías amado por ella noche tras noche en sus recuerdos.

Sí, te encuentras en una situación muy curiosa. Tú te has enamorado de una muchacha que ya no existe, estás celoso de un muchacho que ya ha muerto. Con todo, estos sentimientos son los más reales que has experimentado en toda tu vida, y los más dolorosos. Y no hay salida. No hay posibilidad alguna de hallar una salida. Estás perdido en el laberinto del tiempo. Y el problema más grave es que tú no tienes ganas en absoluto de encontrar la salida. ¿Me equivoco?

Ôshima llega más tarde que ayer. Antes de que lo haga he pasado la aspiradora por la planta baja y por el primer piso, he fregado las mesas y las sillas, he abierto las ventanas y las he limpiado, he hecho la limpieza de los lavabos, he vaciado las papeleras, he cambiado el agua de los jarrones. He encendido las luces, conectado los ordenadores. Sólo falta abrir la puerta. Ôshima lo inspecciona todo, una cosa tras otra, y asiente satisfecho.

—Aprendes enseguida. Y, además, trabajas rápido.

Caliento agua y le preparo un café. Yo me tomo un té Earl Grey, como ayer. Fuera, ya ha empezado a llover. Bastante fuerte. A lo lejos se oye un trueno. Aún no es mediodía, pero está tan oscuro como al anochecer.

—Ôshima, me gustaría pedirte un favor.

—¿De qué se trata?

—¿Crees que podría conseguir la partitura de Kafka en la orilla del mar?

Ôshima piensa unos instantes.

—Quizá puedas encontrarla en internet. Si estuviera en el catálogo de la web de algún editor de partituras, pagando una tarifa te la podrías bajar. Luego te lo miro.

—Gracias.

Ôshima se sienta en un extremo del mostrador, se pone un minúsculo terrón de azúcar en el café, luego lo remueve cuidadosamente con una cucharilla.

—¿Qué? ¿Te ha gustado la canción?

—Mucho.

—A mí también. Es preciosa y, a la vez, original. Sencilla, pero profunda. Dice mucho de la persona que la ha compuesto.

—Claro que la letra es muy simbólica —digo.

—La poesía y el simbolismo siempre han estado indivisiblemente unidos. Como los piratas y el ron.

—¿Crees que la señora Saeki comprendía el significado de los versos?

Ôshima alza la cabeza, aguza el oído para escuchar un trueno que retumba a lo lejos, calcula la distancia y, luego, me mira.

—No necesariamente. El simbolismo y el significado son dos cosas distintas. Es posible que ella lograra encontrar las palabras precisas sin usar procedimientos redundantes como el significado y la lógica. Debió de capturar las palabras de los sueños, como si agarrara suavemente por las alas una mariposa que volara por el espacio. Los artistas son capaces de evitar la redundancia.

—O sea, que crees que la señora Saeki encontró las palabras en una dimensión distinta, un sueño, por ejemplo.

—En los grandes poemas siempre sucede más o menos de esa forma. Si las palabras que contiene el poema no logran encontrar un túnel profético que las conecte con el lector, el poema no cumple su función como tal.

—Pero hay muchos poemas que se limitan a fingirlo —digo.

—Exacto. Fingirlo es fácil. Basta con aprenderse el truco. Se utilizan palabras que parecen simbólicas y ya se tiene algo que se parece a un poema.

—Pero en la poesía de Kafka en la orilla del mar puedo percibir algo sincero.

—Soy de la misma opinión. Las palabras de ese poema no son palabras vacías. Claro que ya no puedo calibrar con exactitud el poder de persuasión que poseen las palabras del poema por sí solas. Porque, dentro de mi cabeza, la letra y la melodía ya se han fundido en una sola cosa —dice Ôshima—. En fin, sea como sea, la señora Saeki poseía un enorme talento natural y, a la vez, un gran sentido musical. También tenía el suficiente sentido práctico como para saber aprovechar la oportunidad cuando se le presentó. Si no hubiera sucedido aquel desgraciado suceso que la dejó fuera de circulación, su talento se habría manifestado en toda su amplitud. Aquello representó, en diferentes sentidos, una gran pérdida.

—¿Y ese talento adónde ha ido a parar? —pregunto.

Ôshima me mira.

—Me estás preguntando que adónde ha ido a parar el talento de la señora Saeki después de la muerte de su novio. ¿Es eso?

Asiento.

—Si consideramos que el talento es energía natural, alguna salida deberá de encontrar, ¿no crees?

—No lo sé —dice Ôshima—. Nadie puede predecir adónde se dirigirá el talento. A veces desaparece sin más. Otras, al igual que una corriente subterránea, se hunde en las profundidades de la tierra y fluye, tal cual, hacia otra parte.

—Quizá la señora Saeki haya encauzado su talento hacia otra cosa diferente de la música —digo.

—¿Otra cosa? —dice Ôshima intrigado frunciendo el entrecejo—. ¿Como qué?

No se me ocurre nada.

—Pues no lo sé. Sólo me ha dado esa impresión. No sé, en algo…, algo que no tiene forma.

—¿En algo que no tiene forma?

—O sea, algo que no se puede ver, una búsqueda personal. Tal vez se la podría llamar una labor interna.

Ôshima se lleva la mano a la frente y se echa el pelo para atrás. Algunos mechones asoman entre sus finos dedos.

—Una opinión muy interesante. Es muy posible que, después de abandonar la ciudad, en algún lugar que desconocemos, la señora Saeki encauzara su talento, su capacidad hacia eso que tú dices, hacia algo que no tiene forma. Pero ella permaneció fuera ni más ni menos que veinticinco años, o sea, que a menos que se lo preguntes a ella, no hay manera de saber qué estuvo haciendo o dónde.

Tras dudar unos instantes, me lanzo.

—Oye, ¿puedo preguntarte algo terriblemente estúpido?

—¿Algo terriblemente estúpido?

Me sonrojo.

—Una cosa absurda.

—No importa. Yo no tengo nada en contra de las estupideces absurdas.

—¿Sabes, Ôshima? Ni yo mismo acabo de creerme que vaya a preguntarle esto a alguien.

Ôshima ladea un poco la cabeza.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que la señora Saeki sea mi madre? —digo.

Ôshima enmudece. Apoyado en el mostrador, busca las palabras despacio. Mientras tanto, yo sólo escucho el tictac del reloj.

Él dice:

—A lo que tú te refieres, en resumen, es lo siguiente: la señora Saeki, a los veinte años, desesperada, se va de Takamatsu y lleva una vida solitaria en alguna parte, pero, por casualidad, conoce a tu padre, el señor Kôichi Tamura, se casan y naces felizmente tú. Sin embargo, cuatro años después, por una razón u otra, ella se marcha de casa y te abandona. Luego, tras un misterioso vacío, ella regresa a su tierra, a Shikoku. Viene a ser eso, ¿no?

—Sí.

—¡Imposible no es! Quiero decir que, en el punto donde nos encontramos, no tengo ningún fundamento para rebatir tu hipótesis. Eso es todo. Gran parte de su vida está envuelta en el misterio. Había rumores de que estaba viviendo en Tokio. Además, tiene la misma edad aproximadamente que tu padre. Sólo que ella volvió sola a Takamatsu. Claro que también existe la posibilidad de que tenga una hija y de que ésta lleve una vida independiente en alguna parte. Por cierto, ¿qué edad tendría tu hermana?

—Veintiún años.

—Como yo —dice Ôshima—. Pero yo, por lo que parece, no soy tu hermana. Tengo padres, y un hermano mayor. Todos son de mi sangre, una familia demasiado buena para mí.

Ôshima se cruza de brazos y se me queda mirando unos instantes.

—Por cierto, yo también quiero preguntarte una cosa —dice Ôshima—. ¿Has mirado en el registro civil? Si lo haces, enseguida podrás saber cómo se llama tu madre y la edad que tiene.

—Pues claro que lo he mirado.

—¿Y cuál era el nombre de tu madre?

—No constaba ningún nombre —digo.

Ôshima se sorprende al oírlo.

—¿Que no constaba ningún nombre? ¡Pero si eso es imposible!

—Pues no había ninguno. De verdad. Por qué no lo había, eso yo no lo sé. Pero, según el registro civil, yo no tengo madre. Ni tampoco hermana mayor. Allí sólo aparecen el nombre de mi padre y el mío. Es decir, que legalmente yo soy hijo natural. Hijo ilegítimo, vamos.

—Pero tú, en realidad, tenías madre y una hermana.

Asiento.

—Hasta los cuatro años yo tenía, en efecto, una madre y una hermana. Vivíamos los cuatro, como una familia, en la misma casa. Lo recuerdo muy bien. No son imaginaciones mías ni nada parecido. Y, justo después de cumplir yo los cuatro años, ellas dos se marcharon.

Saco de mi cartera la fotografía en la que aparecemos mi hermana y yo jugando en la playa. Ôshima la contempla unos instantes, sonríe y me la devuelve.

Kafka en la orilla del mar —me dice Ôshima.

Asiento y vuelvo a guardar la vieja fotografía en la cartera. El viento danza lanzando ráfagas de lluvia contra los cristales. Las luces del techo proyectan nuestras sombras en el suelo. Parece que las dos mantengan una funesta conversación secreta en un mundo invertido.

—¿Recuerdas la cara de tu madre? —pregunta Ôshima—. Si viviste con ella hasta los cuatro años, debes de acordarte aunque sólo sea un poco de su rostro, ¿no?

Sacudo la cabeza.

—Por más que lo intento no logro acordarme. No sé por qué, pero en mi memoria sus rasgos están teñidos de negro, como una sombra.

Ôshima reflexiona un poco sobre ello.

—Oye, ¿podrías explicarme con un poco más de detalle en qué te basas para suponer que la señora Saeki es tu madre?

—Ya basta, Ôshima —digo—. Cambiemos de tema. Seguro que estoy yendo demasiado lejos.

—No importa. Saca todo lo que tienes en la cabeza —dice Ôshima—. Después ya decidiremos entre los dos si estás yendo demasiado lejos o no.

La sombra de Ôshima que se refleja en el suelo se mueve al menor movimiento de su dueño. Pero lo hace de forma un poco más exagerada que el original.

—Es que entre la señora Saeki y yo hay un número increíblemente grande de coincidencias —digo—. Son como piezas de un rompecabezas que van encajando a la perfección. Lo comprendí escuchando Kafka en la orilla del mar. Mira, en primer lugar, yo vine a esta biblioteca arrastrado por el destino. Casi en línea recta, del distrito de Nakano a Takamatsu. Esto, pensándolo bien, es muy, muy extraño.

—Sí, la verdad es que parece el conflicto de una tragedia griega —comenta Ôshima.

Entonces digo:

—Y creo que estoy enamorado de ella.

—¿De la señora Saeki?

—Sí, quizá sí.

—¿Quizá? —pregunta Ôshima frunciendo el entrecejo—. ¿Quieres decir que la persona de quien estás enamorado es quizá la señora Saeki? ¿O que quizás estas enamorado de la señora Saeki?

Me sonrojo.

—No sé explicarme bien —digo—. Es todo muy complicado, hay muchas cosas que no entiendo todavía.

—¿Pero tú quizás estás enamorado de la señora Saeki?

—Sí —digo—. Muchísimo.

¿Quizá, pero muchísimo?

Asiento.

—A pesar de que, al mismo tiempo, creas que es posible que ella sea tu madre.

Asiento una vez más.

—Estás acarreando solo un fardo demasiado pesado para un niño de quince años al que aún no le ha salido el bigote. —Ôshima bebe con cuidado un sorbo de café, deja la taza en el platillo—. No digo que esté mal. Pero todas las cosas tienen un límite.

Permanezco en silencio.

Ôshima se queda reflexionando unos instantes con los dedos posados en las sienes. Luego cruza los finos dedos sobre el pecho.

—¡Intentaré conseguirte lo antes posible la partitura de Kafka en la orilla del mar! A partir de ahora ya me encargaré yo del trabajo. Tú mejor que vuelvas a tu habitación.

A la hora del almuerzo sustituyo a Ôshima detrás del mostrador. A causa de la lluvia hay menos visitantes de lo habitual. Al volver del descanso, Ôshima me entrega un sobre de gran tamaño con una copia de la partitura. Dice que la ha impreso directamente desde el ordenador.

—¡Qué práctico es este mundo! —exclama Ôshima.

—Gracias —le digo.

—Si no te importa, ¿podrías llevar una taza de café arriba? Haces un café muy bueno.

Vuelvo a preparar café, lo pongo en una bandeja y se lo llevo a la señora Saeki al primer piso. Sin azúcar ni crema de leche. La puerta está abierta de par en par, como de costumbre. Ella se encuentra sentada frente a la mesa escribiendo. Cuando le dejo el café sobre la mesa, alza la cabeza y me sonríe. Luego le pone el capuchón a la estilográfica, la deja sobre el papel.

—¿Qué tal? ¿Te vas acostumbrando a la biblioteca?

—Sí, poco a poco —contesto.

—¿Tienes un momento?

—Sí, sí que lo tengo —digo.

—Entonces, siéntate aquí —me indica la señora Saeki señalando una silla de madera que está al lado de la mesa—. Hablaremos un rato.

Vuelven a oírse truenos. Aún retumban a lo lejos, pero parece que se van acercando. Me siento en la silla, tal como me ha dicho.

—Por cierto, ¿cuántos años tenías? ¿Dieciséis?

—La verdad es que tengo quince. Acabo de cumplirlos —respondo.

—Y te has escapado de casa, ¿verdad?

—Sí, así es.

—¿Y tenías alguna razón concreta para hacerlo?

Sacudo la cabeza. ¿Qué diablos debería decirle?

La señora Saeki coge la taza y, mientras espera mi respuesta, toma un sorbo de café.

—Es que tenía la sensación de que, si me quedaba, acabaría perdiéndome sin posibilidad de retroceder —digo.

—¿Perderte? —pregunta la señora Saeki entornando los ojos.

—Sí —digo.

Ella hace una pequeña pausa, luego dice:

—Me resulta extraño oír la palabra «perdido» en boca de un chico de tu edad. Podríamos decir que me intriga… ¿A qué te refieres concretamente con ese «perdido»?

Busco las palabras. Ante todo, reclamo la presencia del joven llamado Cuervo. Pero él no aparece por ninguna parte. Debo hallar las palabras por mí mismo. Tardo tiempo. Pero la señora Saeki espera pacientemente. Centellea un relámpago y, poco después, retumba un trueno a lo lejos.

—Pues que harían que fuera como no debo ser.

La señora Saeki me mira con interés.

—Pero, en la medida en que el tiempo exista, todo el mundo irá perdiéndose al fin, pasando a ser algo distinto. Antes o después.

—Sin embargo, aunque acabes perdiéndote alguna vez, necesitas un lugar al que poder retroceder.

—¿Un lugar al que poder retroceder?

—Un lugar al que valga la pena volver.

Me mira de frente, con fijeza.

Me sonrojo. Pero me armo de valor y alzo la cara. La señora Saeki lleva un vestido de manga corta de color azul marino. Al parecer, tiene vestidos de diferentes tonalidades de azul. Un fino collar de plata y un reloj de pulsera con la correa de piel de color negro son sus únicos adornos. Busco en ella a la jovencita de quince años. Enseguida la descubro. Está oculta en el bosque de su corazón como un dibujo de «buscar la figura escondida», durmiendo en secreto. Pero, si fijo la mirada, puedo distinguir su figura. Mi corazón vuelve a latir con un sonido seco. Alguien está clavando un largo clavo con un martillo en las paredes de mi corazón.

—Para tener quince años recién cumplidos, hablas con mucha sensatez. —No sé qué responderle. Permanezco callado—. Yo también, cuando tenía quince años, quería irme a un mundo distinto —dice la señora Saeki sonriendo—. A un lugar donde nadie pudiera encontrarme. A un lugar donde no transcurriera el tiempo.

—Pero, en este mundo, no existe ningún lugar así.

—Exacto. Por eso vivo aquí. En un mundo donde las cosas no dejan de perderse, los sentimientos no dejan de cambiar, donde el tiempo transcurre sin pausa. —Y, como si quisiera aludir al paso del tiempo, permanece unos instantes en silencio—. Pero, a los quince años, yo estaba segura de que en este mundo existía un lugar así. De que la entrada a un mundo distinto estaba escondida en alguna parte y de que yo podría encontrarla.

—¿Estaba usted sola a los quince años?

—En cierto sentido sí. Lo estaba. No es que no tuviera a nadie a mi lado, pero me encontraba terriblemente sola. Y era porque sabía que jamás volvería a ser tan feliz como lo estaba siendo entonces. Era lo único que sabía con certeza. Por eso quería encontrar un lugar donde aquellos momentos se hicieran eternos, donde el tiempo no transcurriese.

—Lo que yo quiero es crecer lo más rápido posible.

La señora Saeki se echa un poco para atrás para leer la expresión de mi cara.

—Tú eres más fuerte de lo que yo era entonces, y eres independiente. Yo, a tu edad, tenía la cabeza llena de fantasías, quería evadirme de la realidad, y tú, en cambio, miras la realidad de frente y luchas. Hay una gran diferencia.

Yo no soy fuerte, ni tampoco independiente. Sólo que la realidad me ha empujado, a la fuerza, hacia delante. Sin embargo, no digo nada.

—Me recuerdas a un chico de quince años a quien yo conocía.

—¿Se parecía a mí? —pregunto.

—Tú eres más alto y más fuerte. Pero sí, en algo te pareces. Él no tenía mucho que decirles a los otros chicos de su edad y siempre estaba solo en su habitación, leyendo y escuchando música. Cuando hablaba de algún tema complicado, se le marcaba una arruga en el entrecejo, como a ti. Y me han dicho que también a ti te gusta mucho leer.

Asiento.

La señora Saeki mira el reloj.

—Gracias por el café.

Me levanto y me dispongo a salir de la habitación. La señora Saeki coge la estilográfica de color negro, le quita el capuchón y empieza a escribir de nuevo. Al otro lado de la ventana centellea un relámpago y, por un instante, la habitación se tiñe de un color irreal. Tras una breve pausa retumba el trueno. El intervalo entre ambos parece haberse reducido.

—Oye, Tamura —me llama la señora Saeki. Ya en el umbral, me detengo y me doy la vuelta—. Me acaba de venir algo a la cabeza. Hace tiempo escribí un libro sobre rayos.

Permanezco en silencio. ¿Un libro sobre rayos?

—Busqué a personas que hubieran sufrido la descarga de un rayo y que hubiesen sobrevivido. Recorrí el país entero, entrevistando a la gente. El trabajo me llevó años. Llegué a reunir un gran número de entrevistas, todos los testimonios eran muy interesantes. El libro lo publicó una pequeña editorial, pero apenas se vendió. No tenía conclusión. Y nadie quiere leer un libro que no tenga conclusión. A pesar de que a mí me parecía muy normal que no la tuviera.

Un pequeño martillo va golpeando algún cajón dentro de mi cabeza. Con perseverancia. Estoy a punto de recordar algo de importancia crucial. Pero ni yo mismo sé de qué se trata. La señora Saeki vuelve a sus escritos y yo me resigno y regreso a mi habitación.

La fuerte tormenta de rayos, truenos y lluvia duró alrededor de una hora. Los truenos retumbaban con tanta fuerza que temí que los cristales de la biblioteca quedaran reducidos a añicos. Cada vez que un relámpago rasgaba el cielo, la vidriera del descansillo de la escalera arrojaba una luz espectral sobre la pared blanca. Sin embargo, antes de las dos de la tarde dejó de llover, los elementos se reconciliaron y la luz amarillenta del sol empezó a brillar a través de las nubes. Dentro de esa suave luz, sólo los goterones de agua que caían del tejado siguieron oyéndose hasta la eternidad.

Pronto llega la tarde, hago los preparativos para cerrar la biblioteca. La señora Saeki se despide de Ôshima y de mí y regresa a casa. Se oye el motor de su Volkswagen Golf. Me la imagino en el asiento del conductor, dando la vuelta a la llave de contacto. Le digo a Ôshima que puedo acabar de ordenar yo solo. Él se lava las manos y la cara en el lavabo canturreando el aria de una ópera. Y se marcha. Se oye el ronroneo de su Road Star, disminuye el volumen, se apaga. Y la biblioteca es toda mía. Reina en ella un silencio más profundo que de costumbre.

Vuelvo a mi habitación, miro la partitura de Kafka en la orilla del mar que me ha impreso Ôshima. Tal como imaginaba, la mayoría de acordes son muy sencillos. Y en el estribillo hay dos que son increíblemente complicados. Voy a la sala de lectura, me siento ante el piano vertical, pulso las teclas. La digitación es dificilísima. Practico una vez tras otra, domo los músculos de los dedos, al final logro reproducir un sonido similar. Primero, los acordes suenan todos mal, parece que me haya equivocado. Me pregunto incluso si no habrá algún error de impresión. O si, tal vez, el piano está desafinado. Pero a fuerza de ir escuchando con gran atención, una y otra vez, el eco de los acordes de forma alternativa me convenzo de que es justo en estos dos acordes donde reside el interés de la canción. Son estos dos acordes los que confieren a Kafka en la orilla del mar una profundidad de la que carecen las canciones pop más normales. Pero ¿cómo diablos se le pudieron ocurrir a la señora Saeki unos acordes tan fuera de lo común?

Vuelvo a mi habitación, caliento agua en la tetera eléctrica, me preparo un té, me lo tomo. Luego voy poniendo en el plato del tocadiscos, uno tras otro, los discos que me traje del trastero. Blonde on Blonde, de Bob Dylan; White Album, de los Beatles; Dock of the Bay, de Otis Redding; Getz/Gilberto, de Stan Getz. Todos, música que triunfó a finales de los 60. El chico que estaba en esta habitación —junto al cual, con toda seguridad, debía de encontrarse la señora Saeki— ponía estos discos en el plato, igual que estoy haciendo yo ahora, bajaba la aguja y escuchaba la música que salía por los altavoces. Esta música traslada la habitación entera, incluyéndome a mí, a un tiempo extraño. A un mundo de cuando yo aún no había nacido. Escuchando esta música, intento reproducir en mi mente, con la mayor exactitud posible, la conversación que he tenido esta tarde con la señora Saeki en el primer piso.

«Pero, a los quince años, yo estaba segura de que en este mundo existía un lugar así. De que la entrada a un mundo distinto estaba escondida en alguna parte y de que yo podría encontrarla».

Puedo oír su voz junto a mi oído. Algo vuelve a golpear la puerta que hay en mi cabeza. Con fuerza, insistentemente.

—¿La entrada?

Los dedos de la niña ahogada

Buscan la piedra de la entrada

Alza las mangas de su vestido azul

Y mira a Kafka en la orilla del mar

«La niña que visita mi habitación posiblemente haya descubierto la piedra de la entrada», pienso. Ella permanece en este otro mundo como era a los quince años y, al llegar la noche, viene a esta habitación. Con su vestido azul celeste contempla a Kafka en la orilla del mar.

Sin más, lo recuerdo de súbito. Que mi padre decía que una vez había recibido la descarga de un rayo. No lo oí directamente de sus labios. Lo leí por casualidad en una entrevista que le hicieron para alguna revista. Cuando mi padre aún estudiaba Bellas Artes, tenía trabajillo de media jornada como cadi en un campo de golf. Una tarde de julio, cuando recorría los campos detrás de dos golfistas, de repente el aspecto del cielo cambió y se desató una fuerte tormenta. Se refugiaron de la lluvia bajo un árbol que recibió la descarga de un rayo. El enorme árbol se partió en dos y los dos golfistas que acompañaban a mi padre perdieron la vida, pero él tuvo una especie de premonición, saltó de debajo del árbol justo antes de que cayera el rayo y logró salvar la vida. Sólo sufrió quemaduras leves, se le incendió el pelo y, al salir despedido por el impacto, se golpeó fuertemente la cabeza contra una piedra y perdió el conocimiento. Era eso. Aún conservaba una pequeña cicatriz en la frente. Era eso lo que intentaba recordar esta tarde, en el umbral de la puerta de la habitación de la señora Saeki, mientras ella me hablaba de los rayos. Tras recuperarse de aquellas heridas, mi padre inició una carrera seria en el mundo de la escultura.

Quizá la señora Saeki conociera a mi padre cuando estaba reuniendo testimonios para escribir su libro sobre los rayos. Existe la posibilidad. No hay tanta gente en este mundo que haya sobrevivido a la descarga eléctrica de un rayo.

Contengo la respiración, espero a que avance la noche. Las nubes están rasgadas en grandes jirones y la luz de la luna baña los árboles del jardín. Son demasiadas las coincidencias. Son muchas las cosas que empiezan a confluir deprisa en el mismo punto.