23

Aquella noche, yo vi un espectro.

No sé si la palabra «espectro» es la correcta. Pero, como mínimo, aquello no era un ser vivo. No pertenecía a este mundo… Se apreciaba de una sola ojeada.

De pronto algo me despierta, abro los ojos y veo a aquella jovencita. Pese a ser medianoche, en la habitación reina una extraña claridad. Es la luz de la luna, que penetra a través de la ventana. Antes de acostarme había corrido las cortinas, pero ahora están abiertas de par en par. La silueta de la niña se recorta limpiamente en el claro de luna, bañada por una luz de una blancura ósea.

Debe de tener la misma edad que yo, unos quince o dieciséis años. Seguro que son quince, decido. Hay una gran diferencia entre los quince y los dieciséis años. Es menuda y delicada, pero yergue la espalda y no ofrece una impresión de fragilidad. Tiene el pelo liso, hasta los hombros, y el flequillo le cae sobre la frente. Lleva un vaporoso vestido de color azul claro. Ni largo ni corto. No lleva zapatos ni calcetines. Los botones de los puños están cuidadosamente abrochados. El escote del vestido, grande y redondo, le realza la bella línea de la nuca.

Está sentada frente a la mesa, con la barbilla apoyada en la palma de la mano y la vista clavada en un punto de la pared. Está pensando en algo. Nada complicado, al parecer. Más bien diría que se halla sumida en algún agradable recuerdo no muy lejano. De vez en cuando, una especie de sonrisa, aunque muy tenue, aflora a sus labios. Pero, oculta a la sombra de la luz de la luna, desde donde yo estoy, no puedo apreciarlo al detalle. Finjo dormir. No quiero estorbarla, esté haciendo lo que esté haciendo. Contengo el aliento, trato de pasar inadvertido.

Es evidente que se trata de un «espectro». En primer lugar, es demasiado hermosa. No se trata sólo de que posea bellas facciones. Toda ella es demasiado perfecta para ser real. Parece salida de un sueño. Su belleza pura me provoca un sentimiento de tristeza. Un sentimiento muy natural. Pero, por más natural que sea, es una sensación que nada normal y corriente podría despertar.

Me acurruco entre las sábanas, contengo la respiración. Ella sigue con el codo hincado en la mesa, sin cambiar de postura. De vez en cuando desplaza un poco la barbilla dentro de la palma de la mano, y el ángulo de su cabeza cambia de forma casi inapreciable. Es el único movimiento que se percibe en el interior de la habitación. La gran planta que hay junto a la ventana brilla en silencio bañada por la luz de la luna. No corre aire. A mis oídos no llega sonido alguno. Me siento como si, sin darme cuenta, me hubiese muerto. He muerto y me he hundido con ella en el fondo de un lago volcánico.

De improviso, ella aparta el codo de encima de la mesa y apoya ambas manos sobre las rodillas. Por el dobladillo asoman un par de rodillas blancas. Y ella, como si se le hubiese ocurrido de súbito una idea, deja de contemplar la pared, cambia de posición y mira hacia donde yo me encuentro. Se lleva la mano a la frente y se toca el flequillo. Sus dedos delgados, tan juveniles, se posan un instante sobre su frente como si rebuscasen algún recuerdo en la memoria. Me está mirando. Mi corazón late con un sonido seco. Pero, cosa extraña, no tengo la sensación de ser yo el observado. Tal vez no me esté mirando a mí, sino más allá de mí.

En el fondo del lago volcánico donde ella y yo nos hemos hundido todo es silencio. El volcán hace mucho tiempo que está inactivo. Capas de soledad se acumulan en su fondo como un suave lodo. La tenue luz que penetra en las profundidades irradia una luz blanca que induce a pensar en reminiscencias de recuerdos lejanos. En el abismo no hay señales de vida. ¿Cuánto tiempo permaneció la niña mirándome, a mí o al lugar donde me encontraba yo? Me doy cuenta de que he perdido la noción del tiempo. Aquí, a instancias de las necesidades de la mente, el tiempo se expande, o bien se contrae. Pero ella, al final, sin previo aviso, se levanta de la silla y se encamina hacia la puerta con pasos silenciosos. La puerta no se abre. Pero ella desaparece, sin hacer ruido, a través de ella.

Permanezco inmóvil entre las sábanas. Los ojos entreabiertos, inmóvil. Ella aún puede volver. Pienso. ¡No! Lo que yo quiero es que vuelva. Pero, por más que la espero, no regresa. Levanto la cabeza y miro las agujas fosforescentes del despertador. Son las tres y veinticinco. Salto de la cama y palpo la silla donde ha estado sentada. No queda rastro de calor. Miro encima de la mesa. ¿No habrá dejado tras de sí aunque sólo sea un cabello? No encuentro nada. Me siento en la silla, me froto la mejilla con la palma de la mano y exhalo un largo suspiro.

No puedo dormir. Dejo la habitación a oscuras y me escurro entre las sábanas. Pero no logro conciliar el sueño. Comprendo que la enigmática niña ejerce un extraño poder de atracción sobre mí. Jamás había experimentado nada parecido. Tengo la sensación real de que algo que posee un poder salvaje ha brotado en mi corazón, ha echado raíces en él y ahora está creciendo con fuerza. Encerrado en la jaula de mi caja torácica, un corazón ardiente se dilata y se contrae desvinculado de mi voluntad.

Vuelvo a encender la luz y, sentado en la cama, espero a que amanezca. No puedo leer, no puedo escuchar música. No puedo hacer nada. Lo único que puedo hacer es quedarme así, aguardando a que llegue la mañana. Una vez que el cielo se ha teñido de una tonalidad lechosa, logro, finalmente, dormir un poco. Por lo visto, he llorado en sueños. Al despertarme, la almohada estaba mojada y fría. Pero no sé por qué razón he vertido esas lágrimas.

A las nueve pasadas llega Ôshima acompañado del ronroneo del motor de su Road Star y, juntos, hacemos los preparativos para abrir la biblioteca. Al terminar le preparo un café. Él me enseña cómo hacerlo. Se muele el grano en un molinillo, se calienta el agua en una cafetera especial, de pitón muy estrecho, se deja reposar unos instantes y, a continuación, se va vertiendo el agua muy despacio a través de un filtro. Al café recién hecho Ôshima le echa un poco de azúcar. Apenas una pizca, casi como de muestra. Y ni una gota de crema de leche. Es la mejor manera de tomarse el café, me explica. Yo me bebo un té Earl Grey. Ôshima lleva una camisa brillante de color marrón de manga corta y unos pantalones de lino blanco. Se limpia los cristales de las gafas con un pañuelo novísimo que se saca del bolsillo y vuelve a mirarme.

—Tienes cara de sueño —me dice.

—He de pedirte un favor —le digo.

—Lo que sea.

—Quiero escuchar Kafka en la orilla del mar. ¿Hay manera de conseguir el disco?

—¿No te va bien el cedé?

—A ser posible, preferiría el disco antiguo. Es que quiero oírlo tal como sonaba entonces. Claro que también necesitaré un tocadiscos.

Ôshima reflexiona unos instantes apoyando los dedos sobre las sienes.

—Pues, ahora que lo dices, creo que hay uno en el trastero. Aunque no estoy muy seguro de que funcione.

El trastero es un pequeño cuarto que da al aparcamiento con una única ventana que, en realidad, es un tragaluz alto. En el trastero se acumulan, sin orden ni concierto, objetos de diversas épocas que, por una u otra razón, han caído en desuso. Muebles, vajilla, revistas, ropa, cuadros… Tal vez haya algún objeto que posea cierto valor, pero los otros (la mayor parte de ellos, en realidad) no valen nada.

—Un día, alguien tendría que arreglar un poco todo esto, pero no hay nadie que tenga el valor necesario para hacerlo —dice Ôshima con voz sombría.

En esta habitación, donde el tiempo se ha detenido, encontramos un viejo equipo de música Sansui. Es un aparato de fabricación muy buena, pero deben de haber transcurrido unos veinticinco años desde que salió al mercado este modelo. Una fina capa de polvo blanco cubre el aparato. Hay auriculares, amplificador, plato giratorio y altavoces. Junto con el aparato encontramos una vieja colección de LP. Los Beatles, los Rolling Stones, los Beach Boys, Simon y Garfunkel, Stevie Wonder… Todo música de los 60. Habrá unos treinta discos. Los saco de la funda. Al parecer, los cuidaron bien, no están rayados. Tampoco están cubiertos de moho.

En el trastero también se ve una guitarra. Como mínimo tiene todas las cuerdas. También hay una pila de revistas antiguas cuyo título no había oído nunca, y también una vieja raqueta. Todo esto parecen las ruinas de un pasado reciente.

—Los discos, la guitarra y la raqueta debían de pertenecer al novio de la señora Saeki —comenta Ôshima—. Tal como te dije, él vivía en este edificio. Por lo visto, dejaron todas sus pertenencias aquí. Claro que el estéreo es de una época más reciente.

Llevamos el equipo y la colección de discos a la habitación. Le quitamos el polvo, lo enchufamos, conectamos el plato al amplificador, apretamos el interruptor. Se enciende la luz verde del piloto del amplificador y el plato empieza a girar suavemente. El estroboscopio que marca las revoluciones también vacila unos instantes, pero, pronto, como si hubiera tomado una determinación, se queda fijo. Después de comprobar que la aguja está en, más o menos, buen estado, pongo sobre el plato un disco de vinilo rojo de Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Por los altavoces suena la familiar entrada de guitarra. El sonido es mucho más límpido de lo que esperaba.

—Nuestro país tendrá muchos problemas, pero, al menos, en lo que se refiere a la tecnología merece un respeto —dijo Ôshima admirado—. Pensar que suena tan bien un aparato que lleva tanto tiempo fuera de uso.

Escuchamos Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Es tan diferente del Sergeant Pepper’s que había escuchado en disco compacto que diría que es otra música.

—Bueno, ya tenemos aparato reproductor. Ahora nos falta el single de Kafka en la orilla del mar. Y creo que nos va a ser difícil encontrarlo. Hoy en día es una especie de reliquia. Le preguntaré a mi madre. Quizás ella lo tenga. Y, si ella no lo tiene, quizá conozca a alguien que sí lo tenga.

Asiento.

Y Ôshima, con el dedo índice levantado como un maestro que llama la atención a un alumno, me dice:

—Sólo que, y creo que ya te lo he advertido antes, no quiero que pongas, bajo ningún concepto, este disco cuando se encuentre aquí la señora Saeki. ¿Te ha quedado claro?

Asiento.

—Esto es como Casablanca —dice Ôshima. Y tararea los primeros compases de As Time Goes by—. Ésta no la toques.

—Oye, Ôshima, ¿puedo hacerte una pregunta? —me decido a preguntarle—. ¿Hay alguna niña de unos quince años que venga por aquí a menudo?

—¿Por aquí te refieres a la biblioteca?

Asiento. Ôshima ladea ligeramente la cabeza y reflexiona sobre ello.

—Que yo sepa, por aquí no hay ninguna niña de unos quince años —responde. Y me clava una mirada como si estuviera atisbando hacia el interior de una habitación a través de la ventana—. ¿Por qué me preguntas una cosa tan rara?

—Es que me ha parecido verla últimamente —digo.

¿Últimamente? ¿Cuándo?

—Anoche.

—¿Anoche viste por aquí a una niña de unos quince años?

—Sí.

—¿Y cómo era?

Me ruborizo un poco.

—Pues era una niña normal. Con el pelo hasta los hombros. Llevaba un vestido azul.

—¿Era bonita?

Asiento.

—Tal vez fuera una fantasía erótica —dice Ôshima sonriendo—. En este mundo suceden cosas muy extrañas. Y, además, algo así, en un chico de tu edad, sano y heterosexual, tampoco es tan raro.

Me acuerdo de que Ôshima me vio desnudo aquel día en la montaña y vuelvo a ruborizarme.

Durante el descanso del mediodía, Ôshima me entrega a escondidas un single de Kafka en la orilla del mar metido en un sobre cuadrado.

—Tal como pensaba, mi madre lo tenía. Y cinco copias más, por añadidura. Es muy cuidadosa con las cosas. Mi madre nunca tira nada. Es una mala costumbre, según como lo mires, pero ahora nos ha ido la mar de bien.

—Gracias —digo.

Regreso a mi habitación y saco el disco del sobre. El disco está sorprendentemente nuevo. Es muy posible que lo hubieran guardado en algún sitio sin escucharlo ni una sola vez. Primero miro la fotografía de la funda. Es una fotografía de la señora Saeki a los diecinueve años. Está sentada ante el piano del estudio de grabación, mirando hacia la cámara. Tiene el codo hincado en el atril, el mentón apoyado en la mano, la cabeza ligeramente ladeada y esboza una sonrisa algo tímida pero natural. Los labios cerrados se extienden hacia los lados con agradable expresión y, en las comisuras, se le dibujan unas finas arrugas llenas de encanto. No parece maquillada. Lleva el flequillo sujeto con un pasador de plástico para que no le caiga sobre la frente. A través del pelo le asoma un poco la oreja derecha. Lleva un vestido suelto, cortito, de color azul claro. En la muñeca izquierda luce un fino brazalete de plata, el único adorno. Tiene los bonitos pies desnudos. Junto a las patas de la banqueta, un par de ligeras sandalias.

Parece el símbolo de algo. Lo que simboliza probablemente sea cierto lugar, cierto momento. O cierta manera de ser. Parece un hada surgida de un feliz encuentro casual. Pensamientos llenos de ingenuidad e inocencia, que jamás serán defraudados, flotan a su alrededor como las esporas en primavera. En la fotografía, el tiempo se ha detenido en un punto. 1969… Mucho antes de nacer yo.

Claro que yo ya sabía desde el principio que la jovencita que me visitó anoche era la señora Saeki. No me cabía la menor duda. Sólo quería asegurarme.

La joven Saeki de diecinueve años tiene unas facciones un poco más adultas. Los contornos del rostro —hilando muy fino— tal vez sean más definidos. Tal vez haya desaparecido aquella ligera sensación de desvalimiento que ofrecía a los quince años. Pero, en líneas generales, es casi idéntica, a los quince y a los diecinueve. La sonrisa de la fotografía es la misma que vi anoche en labios de la niña, también la manera de apoyar la barbilla en la mano y la manera de ladear la cabeza son idénticas. Y, tanto sus facciones como la atmósfera que la envuelve son, cosa natural donde la haya, casi idénticas a las de la señora Saeki del presente. En la señora Saeki actual puedo descubrir la expresión y los gestos de cuando tenía quince y diecinueve años. Sigue poseyendo aquella correcta fisonomía y aquella magia desvinculada de la realidad. Tampoco su figura ha cambiado apenas. Y yo me siento feliz por ello.

Con todo, en la fotografía de la funda del disco se trasluce algo que la señora Saeki actual ha perdido. Y no es más que una especie de fluido de energía. Nada llamativo. Algo puro y natural que se clava directamente en el corazón de las personas, algo incoloro y transparente como un manantial de aguas límpidas que brota escondido entre las rocas. Esta fuerza se materializa en una luz especial que emana de todo el cuerpo de la Saeki de quince años sentada frente al piano. Sólo con contemplar la sonrisa que aflora a sus labios puedes trazar el hermoso camino que seguiría un corazón feliz. Al igual que puedes inmovilizar en el fondo de tus pupilas el rastro de luz que ha dejado una luciérnaga en la oscuridad.

Permanezco unos instantes sentado a los pies de la cama con la funda del disco en la mano. Dejo transcurrir el tiempo sin pensar en nada. Abro los ojos, me acerco a la ventana, lleno los pulmones de aire fresco. El viento huele a mar. Es un viento que atraviesa el bosque de pinos. La que vi anoche en esta habitación es, sin ningún género de dudas, la señora Saeki cuando tenía quince años. La señora Saeki real está viva, por supuesto. Es una mujer de más de cincuenta años que lleva una vida real en un mundo real. Ahora debe de estar trabajando frente a su mesa en una habitación del primer piso. Si saliera de mi cuarto y subiera las escaleras podría verla. Podría hablar con ella. Pero, a pesar de ello, lo que yo vi aquí fue su «espectro». «Una persona no puede estar en dos lugares a la vez», me dijo Ôshima. Pero hay casos en que sí es posible. Yo lo he comprobado. Una persona puede convertirse en un espectro a pesar de estar viva.

Y existe otro hecho crucial: yo me siento atraído por este espectro. Me siento atraído, no por la señora Saeki que está aquí ahora, sino por la Saeki de quince años que no está aquí ahora. Y la atracción es fortísima. Tanto que no logro expresarla con palabras. Y éste sí es un hecho real. Aquella jovencita quizá no sea real. Pero lo que late con violencia dentro de mi pecho, eso sí es mi corazón real. Igual que era real la sangre que empapaba mi pecho aquella noche.

Se acerca la hora de cerrar la biblioteca y la señora Saeki baja. Sus tacones resuenan con el sonido acostumbrado por el hueco de la escalera. Al contemplar su rostro, mi cuerpo se paraliza por completo y los latidos de mi corazón resuenan con fuerza en mis oídos. Acabo de descubrir en la señora Saeki a la niña de quince años. Duerme acurrucada en un pequeño hoyo, como un animalito hibernando dentro del cuerpo de la señora Saeki. Lo veo.

La señora Saeki me pregunta algo. No logro responder. Ni siquiera he entendido la pregunta. Las palabras han llegado a mis oídos, por supuesto. Han hecho vibrar mis tímpanos, la vibración se ha transmitido al cerebro y se ha traducido en lenguaje. Pero no se ha producido la relación entre palabra y significado. Me desconcierto, me sonrojo, digo algo que no viene a cuento. Ôshima le responde por mí. Y yo asiento. La señora Saeki sonríe, se despide de nosotros y se va. Del aparcamiento llega el ruido del motor del Volkswagen Golf. El ruido se aleja y, al final, desaparece. Ôshima se queda y me ayuda a cerrar la biblioteca.

—¿Estás enamorado o qué? —pregunta Ôshima—. Tienes la cabeza en las nubes.

Como no sé qué responderle, me quedo callado. Y le pregunto a mi vez:

—Oye, Ôshima. Voy a hacerte una pregunta muy extraña. ¿Crees que una persona que está viva puede transformarse en un espectro?

Ôshima deja de ordenar el mostrador y me mira.

—Una pregunta muy interesante. Te refieres al espíritu del hombre en sentido literario, metafórico, supongo. ¿O quieres decir en la realidad?

—Más bien en la realidad.

—Esto, dando por supuesto que los espectros existan, claro.

—Sí.

Ôshima se quita las gafas, se las limpia con un pañuelo y se las vuelve a poner.

—A eso lo llaman «espíritus vivos». No sé en la literatura extranjera, pero en la japonesa salen de vez en cuando. El Genji Monogatari, por ejemplo, está lleno de espíritus vivos. En la época Heian,[29] o al menos en la mentalidad de la gente de la época Heian, era posible que una persona viva se convirtiera en un espectro y se desplazara por el espacio para realizar su misión. ¿Has leído el Genji Monogatari?

Sacudo la cabeza.

—Léelo. En esta biblioteca hay varias versiones actualizadas. La dama Rokujô, por ejemplo, sentía unos violentos celos por la esposa principal del príncipe Genji, la dama Aoi, y, convertida en un espíritu maligno, la atormentó. Noche tras noche la atacaba en su lecho hasta que acabó con su vida. La dama Aoi esperaba un hijo del príncipe Genji y la noticia despertó el odio de Rokujô. Hikaru Genji reunió a monjes budistas para que, a través de las plegarias, ahuyentaran a aquel espíritu maligno, pero el odio era demasiado intenso y todo fue inútil.

»Pero el punto más interesante del relato es que la dama Rokujô no era consciente de que se había convertido en un espíritu vivo. Cuando despierta atormentada por las pesadillas y descubre que su larga cabellera negra huele a incienso, no entiende por qué, se muestra confusa. Era el olor del incienso que quemaban para rezar por la dama Aoi. Ella, sin saberlo, se había desplazado por el espacio, se había sumergido hasta los más profundos estratos de la consciencia y había viajado, una y otra vez, hasta el lecho de Aoi. Éste es uno de los episodios más siniestros y emocionantes del Genji Monogatari. Cuando Rokujô se entera de lo que ha hecho sin saberlo, se siente horrorizada ante la monstruosidad de su pecado, se corta la cabellera y entra en un convento.

»El mundo fantástico son las tinieblas que hay en el interior de nuestra mente. Antes de que en el siglo XIX Freud y Jung arrojaran luz sobre todo esto con sus análisis del subconsciente, la correlación entre ambas tinieblas era, para la mayoría de personas, un hecho tan obvio que no valía la pena pararse a reflexionar sobre él. Ni siquiera era una metáfora. Y si nos remitimos a épocas anteriores, ni siquiera era una correlación. Hasta que Edison inventó la luz eléctrica, la mayor parte del mundo vivía, literalmente, envuelto en unas tinieblas tan negras como la laca. Y no existía frontera alguna entre las tinieblas físicas del exterior y las tinieblas interiores del alma, ambas se entremezclaban. Más aún, se confundían en una. De esta manera. —Y Ôshima aprieta la palma de una mano contra la otra—. En la época en que vivía Murasaki Shikibu, los espíritus vivos eran a la vez un fenómeno fantástico y una disposición del espíritu de lo más normal, algo que estaba allí. Pensar en estas dos clases de oscuridad como algo separado era algo que, probablemente, no pudiera hacer la gente de aquella época. Pero para nosotros, que estamos en el mundo actual, las cosas son distintas. Las tinieblas del mundo exterior han desaparecido, pero las tinieblas de nuestra alma continúan inalteradas. Una gran parte de lo que llamamos yo o consciencia permanece oculta en el reino de las tinieblas, como un iceberg. Esta disociación, en algunos casos, crea en nosotros confusión y grandes contradicciones.

—Alrededor de tu cabaña hay una oscuridad casi total.

—Sí, exacto. Allí todavía hay auténticas tinieblas. A veces voy allí sólo para verlas —dice Ôshima.

—¿La gente se convierte en espíritus vivos impulsada sólo por sentimientos negativos? —pregunto.

—No tengo suficientes elementos de juicio para sacar una conclusión. Pero por lo que yo sé, dentro de mis limitaciones intelectuales, en la mayoría de los casos eso parece. Las pasiones que sienten los hombres son, por lo general, individuales y negativas. Y los espíritus vivos surgen espontáneamente de las pasiones. Por desgracia, no hay una sola persona que se haya convertido en un espíritu vivo en aras de la consecución de la paz entre los hombres o del triunfo de la lógica.

—¿Y por amor?

Ôshima se sienta en un sillón y reflexiona.

—Es una pregunta difícil. No sabría responderte. Lo único que puedo asegurarte es que no conozco ni un solo caso concreto. En Cuentos de la lluvia y de la luna[30] hay una historia llamada «La promesa del crisantemo». ¿Los has leído?

—No.

—Los Cuentos de la lluvia y de la luna fueron escritos por Ueda Akinari a finales de la época Edo,[31] pero la obra se sitúa en el periodo Sengoku.[32] En este sentido, Ueda Akinari era un autor de tendencias algo nostálgicas, románticas.

»Dos guerreros se hacen amigos y juran ser hermanos de por vida. Entre samuráis, este juramento era muy importante. Hacer esta promesa equivalía a poner la vida en manos del otro, a entregarla gustosamente por el otro de ser necesario. Eso significaba.

»Los dos viven en regiones muy alejadas y sirven a dos señores diferentes. “Cuando el crisantemo esté en flor, iré a visitarte”, le anuncia uno al otro. “Te espero”, responde el otro. Sin embargo, el samurái que tenía que ir a visitar a su amigo se ve envuelto en problemas en su señorío y es arrestado. No puede salir. Tampoco le está permitido escribir una carta. Pronto acaba el verano, avanza el otoño y llega la estación en que florecen los crisantemos. El samurái no puede cumplir la promesa que le ha hecho a su amigo. Para un samurái, una promesa tiene una importancia capital. La fidelidad tiene más valor que la propia vida. El samurái se suicida abriéndose el vientre y su espíritu recorre una larga distancia para reunirse con su amigo. Ambos, ante las flores del crisantemo, hablan hasta la saciedad, y luego el espíritu desaparece de la faz de la Tierra. Es una historia preciosa.

—Pero, para convertirse en espíritu, el samurái tuvo que morir.

—Cierto —dice Ôshima—. Parece ser que las personas no se convierten en espíritus vivos por sentimientos como la fidelidad, el amor o la amistad. Para ello tienen que morir primero. Quitarse la vida y convertirse en fantasmas. Para pasar a ser un espíritu estando vivo, por lo que sé, siempre es necesario el mal. Un sentimiento negativo. —Reflexiono sobre ello—. Pero es posible que haya algún caso en que una persona se transforme en un espíritu vivo impulsada por un amor constructivo. Yo tampoco he seguido tanto este tema. Quizás exista —dice Ôshima—. El amor puede reconstruir el mundo. El amor lo puede todo.

—Oye, Ôshima —le pregunto—. ¿Has estado enamorado alguna vez?

Ôshima se me queda mirando con pasmo.

—¡Pero, vamos! ¿Tú de qué te crees que está hecha la gente? No soy ni una estrella de mar, ni un árbol de la pimienta. Soy un ser humano con sangre en las venas. Pues claro que sí. Hasta ahí llego.

—No lo decía en ese sentido —me disculpo enrojeciendo.

—Ya lo sé —me dice. Y me sonríe con cariño.

Cuando Ôshima se va a su casa, vuelvo a mi habitación, aprieto el interruptor del estéreo y coloco el disco de Kafka en la orilla del mar sobre el plato giratorio. Lo pongo a cuarenta y cinco revoluciones, hago descender la aguja. Escucho la canción mientras leo la letra.

Kafka en la orilla del mar

Cuando tú estás en el borde del mundo

Yo estoy en el cráter de un volcán muerto

A la sombra de la puerta

Se yerguen las palabras que han perdido sus letras

Al dormir, la luna ilumina las sombras

Pececillos caen del cielo

Al otro lado de la ventana

Hay soldados con el corazón endurecido

(Estribillo)

Kafka está sentado en una silla a la orilla del mar

Pensando en el péndulo que hace oscilar el mundo

Cuando el círculo del mundo se cierra

La sombra de la esfinge sin destino

Se convierte en cuchillo

Y atraviesa tus sueños

Los dedos de la niña ahogada

Buscan la piedra de la entrada

Alza las mangas de su vestido azul

Y mira a Kafka en la orilla del mar

Escucho el disco tres veces seguidas. Me asalta una duda. ¿Cómo pudo convertirse una canción con una letra así en un gran éxito y llegar a vender un millón de copias? La letra, sin llegar a ser difícil de entender, es bastante simbólica, su contenido puede calificarse, incluso, de surrealista. Como mínimo, no es el tipo de letra que la gente se aprende y tararea enseguida. Pero, conforme la escucho, va cobrando un eco familiar. Las palabras van hallando, una a una, su lugar dentro de mi corazón. Es una sensación extraña. Imágenes que trascienden su propio significado se van poniendo en pie, como dibujos recortables, y empiezan a caminar por sí mismas. Como cuando estás inmerso profundamente en un sueño.

Ante todo, la melodía es maravillosa. Una música hermosa, carente de artificios. Pero, a la vez, nada convencional. Y la voz de la señora Saeki se sume en ella con naturalidad. Comparada con una cantante profesional, le falta potencia vocal, y técnica. Pero su voz va lavando la mente con suavidad como la lluvia de primavera humedece las piedras planas de un camino en un jardín. Primero, ella cantaba y tocaba el piano y, luego, le añadieron un pequeño acompañamiento de cuerda y oboe. Es muy posible que influyeran cuestiones de presupuesto, pero los arreglos son muy sobrios, incluso para la época. Sin embargo, esta falta de artificiosidad consigue un efecto muy natural.

Luego, en el estribillo aparecen dos acordes muy extraños. El resto de acordes son normales y corrientes, sin particularidad alguna, sólo estos dos son inesperados y distintos. No son de los que, al poco de escuchar la melodía, ya sabes cómo están hechos. Pero yo, al escucharlos por primera vez, me siento confuso por un instante. Exagerando un poco, diría que me siento traicionado. La heterogeneidad inesperada de aquellos sonidos me agita, me provoca desazón. Como cuando se filtra de un modo inesperado una corriente de aire frío por una rendija. Pero el estribillo acaba, vuelve la hermosa melodía y yo me siento transportado de nuevo a un mundo de armonía y de intimidad. La corriente de aire deja de soplar. Finalmente, la letra acaba, el piano teclea la nota final, las cuerdas desgranan los últimos acordes y el oboe concluye la canción dejando una ligera reverberación en el aire.

Conforme la escucho, voy entendiendo, más o menos, por qué esta canción gustó a tanta gente. Porque era la combinación franca y dulce de un corazón desinteresado y, a la vez, lleno de talento natural. Una combinación tan acertada que casi podía calificarse de «milagrosa». Una tímida jovencita de diecinueve años de una ciudad de provincias escribe un poema pensando en su novio que está muy lejos, se sienta al piano, le pone música y la canta sin presunción alguna. Ella ha compuesto la música para sí misma, no para que la escuchen los demás. Para caldear, aunque sólo sea un poco, su corazón. Y esta inocencia va asestando a los corazones golpes silenciosos pero certeros.

Me preparo una cena sencilla con lo que encuentro en la nevera. Luego vuelvo a poner el disco de Kafka en la orilla del mar en el plato. Sentado en la silla, cierro los ojos y me represento la imagen de la señora Saeki, cuando tenía diecinueve años, en el estudio de grabación, tocando el piano y cantando la canción. Pienso en los dulces sentimientos que debían de embargarla. Y cómo éstos se vieron interrumpidos de modo inesperado por una violencia gratuita.

La canción acaba, la aguja asciende y el brazo vuelve a su sitio.

La señora Saeki debió de escribir la letra de la canción en este cuarto. A medida que voy escuchando el disco una y otra vez me convenzo de ello. Y Kafka en la orilla del mar es el muchacho que está retratado en la pintura al óleo que está colgada en la pared. Me siento en la silla, hinco el codo sobre la mesa tal como lo hizo ella anoche y, desde el mismo ángulo, me pongo a observar. Ante mis ojos está el cuadro. No hay duda. La señora Saeki escribió la letra de Kafka en la orilla del mar en esta habitación, mirando el cuadro y pensando en el muchacho. Posiblemente a altas horas de la noche, cuando las tinieblas son más profundas.

Me planto ante el cuadro, lo contemplo desde muy cerca. El muchacho mira a lo lejos. Sus ojos rebosan de una misteriosa profundidad. En un punto del cielo que él contempla flotan algunas nubes de contornos definidos. Según cómo lo mires, la nube más grande recuerda a una esfinge acurrucada. Esfinge… rebusco en mi memoria… ¿No era la esfinge el enemigo que Edipo derrotó? Edipo resolvió el enigma que la esfinge le había planteado. Cuando ella comprendió que había perdido, se suicidó arrojándose por un barranco. Y Edipo consiguió, de esta forma, el trono de Tebas y se casó con su propia madre.

Con respecto al nombre de Kafka… Deduzco que la señora Saeki debió de relacionar el aura de enigmática soledad que envuelve al muchacho del cuadro con el mundo kafkiano. Por eso lo llamó Kafka en la orilla del mar. Un alma solitaria errando por la orilla donde rompen las olas del absurdo. Quizás eso explique el título de la canción.

Y no sólo es el nombre de Kafka y lo de la esfinge, voy descubriendo otras coincidencias entre la situación en la que yo me encuentro y algunos de los versos de la canción. El trozo que dice: «Pececillos que caen del cielo» puede aplicarse, tal cual, a la lluvia de sardinas y caballas sobre el barrio comercial del distrito de Nakano. Y el trozo que dice: «La sombra se convierte en cuchillo y atraviesa tus sueños» puede referirse al asesinato de mi padre a cuchilladas. Anoto la letra de la canción, línea a línea, en un cuaderno y la releo una vez tras otra. Subrayo con lápiz los trozos que me llaman la atención. Pero es demasiado críptica y acabo sintiéndome completamente desconcertado.

«A la sombra de la puerta / Se yerguen las palabras que han perdido sus letras».

«Al otro lado de la ventana / Hay soldados con el corazón endurecido».

«Los dedos de la niña ahogada / Buscan la piedra de la entrada».

¿Qué significado pueden tener estas líneas? O no se trata más que de una simple coincidencia con visos de ser algo más. Me acerco a la ventana y contemplo el jardín. Una tenue oscuridad empieza a caer sobre el exterior. Me siento en un sofá de la sala de lectura y abro la versión actualizada que hizo Tanizaki del Genji Monogatari. A las diez me meto en la cama, apago la luz de la lamparilla, cierro los ojos. Y espero que la señora Saeki, la de quince años, regrese a la habitación.