11

Cuando acabo de hablar, ya son altas horas de la noche. Sakura, con el codo hincado en la mesa de la cocina, escucha atentamente mi relato. Sólo tengo quince años, estudio enseñanza media, le robé dinero a mi padre y me escapé de casa, del distrito de Nakano. Me alojaba en un hotel de la ciudad de Takamatsu y, durante el día, iba a leer a la biblioteca. De repente, me encontré tumbado en el recinto de un santuario sintoísta, cubierto de sangre. Eso es todo. Claro que son muchas las cosas que me callo. Cuesta mucho decir las cosas que importan de veras.

—¿O sea que tu madre se fue de casa llevándose sólo a tu hermana mayor? ¿Dejándoos a tu padre y a ti, que acababas de cumplir cuatro años?

Saco de la cartera la fotografía de la playa y se la enseño.

—Ésta es mi hermana. —Sakura la contempla unos instantes. Luego me la devuelve sin decir nada—. Y no he vuelto a verla —digo—. Tampoco a mi madre. Jamás he tenido noticias de ella, tampoco sé dónde está. No recuerdo cómo era su rostro. No me queda ninguna fotografía suya. Pero recuerdo su olor. Y su tacto. Pero de su cara no logro acordarme de ninguna de las maneras.

—¡Humm! —dice ella. Aún con el codo hincado en la mesa me mira entrecerrando los ojos—. Esto es muy fuerte.

—Tal vez.

Ella continúa mirándome en silencio.

—¿Y con tu padre no te llevabas bien? —me pregunta ella un poco después.

¿No me llevaba bien? ¿Qué diablos debería responderle? Me limito a sacudir la cabeza sin decir nada.

—No, claro. Vaya estupidez. Si te hubieras llevado bien con él, no te habrías escapado de casa —concluye Sakura—. Es decir, que te fuiste de casa y hoy, de repente, has perdido el conocimiento o la memoria.

—Sí.

—¿Y te había sucedido antes una cosa así?

—Sí, a veces —le respondo con sinceridad—. Se me sube la sangre a la cabeza, es como si se me cruzaran los cables. Alguien aprieta un interruptor dentro de mi cabeza y mi cuerpo empieza a ir por delante de mis pensamientos. El que está allí soy yo, pero, al mismo tiempo, es como si no lo fuera.

—¿Pierdes el control de ti mismo y actúas de manera violenta?

—Algunas veces me ha sucedido —reconozco.

—¿Has hecho daño a alguien?

Asiento.

—Dos veces. Pero no fue gran cosa.

Ella reflexiona un poco.

—¿Entonces crees que esta vez te ha ocurrido algo parecido?

Sacudo la cabeza.

—Nunca había sido tan terrible. Es que, esta vez…, ni siquiera sé cómo he perdido el conocimiento, tampoco puedo recordar qué he hecho mientras tanto. Se me ha borrado por completo de la memoria. Jamás me había sucedido algo tan espantoso.

Ella mira la camiseta que he sacado de la mochila. Inspecciona cuidadosamente los restos de sangre que no se han llegado a quitar.

—Y, entonces, lo último que recuerdas es haber cenado. Al anochecer, en el local cerca de la estación.

Asiento.

—Y no recuerdas nada más. A continuación, ya estabas detrás del santuario, tumbado entre las plantas. Y habían transcurrido unas cuatro horas. Tu camiseta estaba empapada en sangre y sentías un dolor sordo en el hombro izquierdo.

Vuelvo a asentir. Ella saca de algún sitio un plano de la ciudad, lo despliega sobre la mesa y calcula la distancia que hay entre la estación y el santuario.

—No está muy lejos, pero es una distancia considerable para recorrerla andando. ¿Por qué habrás ido hasta allí? Tomando la estación como punto de partida, el hotel se encuentra justo en la dirección opuesta. ¿Habías estado allí antes?

—Nunca.

—A ver, quítate la camisa —dice ella.

Me la quito y, cuando quedo desnudo de cintura para arriba, ella se pone a mis espaldas y me estruja el hombro izquierdo con fuerza. Las puntas de sus dedos me muerden la carne, se me escapa un gemido. Sakura tiene bastante fuerza.

—¿Duele?

—Bastante —digo.

—O bien chocaste con todo tu ímpetu contra algo o bien te golpearon.

—No lo recuerdo.

—Sea como sea, no creo que te hayas roto nada —dice ella.

Palpa de diversas formas la zona dolorida. El tacto de sus dedos, acompañado o no de dolor, es extrañamente agradable. Cuando se lo digo sonríe.

—Se me dan muy bien los masajes. Tengo bastante talento. Por eso puedo vivir trabajando de peluquera. Si sabes hacer masajes, eres bien recibida vayas a donde vayas. —Continúa masajeándome el hombro. Luego dice—: ¡Bah! No es nada serio. Posiblemente bastará con que duermas una noche para que te deje de doler.

Coge la camiseta, la mete en la bolsa de plástico y la tira al cubo de la basura. La camisa tejana, tras una breve inspección, la arroja dentro de la lavadora del cuarto de baño. Luego abre el cajón de la cómoda y, tras rebuscar un poco en su interior, saca una camiseta blanca y me la da. Todavía está nueva. Pone: MAUI WHALE WATCHING CRUISE. En ella hay dibujada la cola de una ballena emergiendo de la superficie del mar.

—Es la camiseta más grande que hay. No es mía, pero no creo que le importe. Tiene toda la pinta de ser un souvenir que le trajo alguien. Aunque no te guste, póntela.

Me la paso por la cabeza. Es de mi talla.

—Si quieres, puedes dejártela puesta —dice.

Le doy las gracias.

—Eso de no recordar lo que has hecho durante tanto tiempo, ¿te había sucedido antes?

Asiento. Cierro los ojos, experimento el tacto nuevo de la camiseta, aspiro su olor.

—¿Sabes, Sakura? Tengo mucho miedo —le confieso—. Tanto que no sé qué hacer. Durante ese vacío de cuatro horas, tal vez le haya hecho daño a alguien. No recuerdo en absoluto qué he hecho. Pero yo estaba cubierto de sangre. Suponiendo que haya cometido un crimen, por más que no recuerde nada, desde el punto de vista legal sigo siendo responsable de mis actos, ¿verdad?

—Es posible que sólo sea sangre de la nariz. Que alguien caminara distraído, se golpeara contra un poste eléctrico, le saliera sangre de la nariz y que tú simplemente lo ayudaras. ¿No te parece posible? Entiendo a la perfección que estés preocupado, pero hasta mañana es mejor que trates de no pensar en nada malo. Por la mañana traen el periódico, dan las noticias por televisión y enseguida sabrás si ha pasado algo grave por esta zona. Y luego ya pensarás con calma qué debes hacer. ¿No crees que es mejor esperar? La sangre puede derramarse por varias causas y, a menudo, las cosas no son tan graves como parecen. Yo soy mujer y estoy acostumbrada a ver todos los meses cantidades parecidas de sangre. ¿Entiendes a qué me refiero?

Asiento. Noto que me he sonrojado un poco. Sakura echa Nescafé dentro de un tazón y pone agua a calentar en un cazo. Atiende fumando hasta que el agua rompe a hervir. Da unas cuantas caladas al cigarrillo y lo apaga sumergiéndolo en el agua. Huele a humo mezclado con mentol.

—Oye, ¿puedo hacerte una pregunta indiscreta? ¿Te importa?

Le respondo que no.

—Tu hermana mayor era adoptada, ¿verdad? Es decir, que la habían adoptado antes de que tú nacieras.

—Sí —le digo.

No sé por qué, pero mis padres adoptaron una niña. Después nací yo.

Posiblemente sin buscarlo ellos.

—¿Entonces tú eres sin duda hijo de tu madre y de tu padre?

—Sí, que yo sepa —digo.

—Y a pesar de ello tu madre, cuando se fue de casa, no te llevó a ti consigo sino a tu hermana, que no era hija suya —dijo Sakura—. Por lo habitual, una mujer no haría eso.

Permanezco en silencio.

—¿A qué crees que se debió?

Niego con la cabeza.

—No lo sé —respondo.

Era una pregunta que me había hecho a mí mismo millones de veces.

—Y tú te sientes herido por ello, claro.

¿Me siento herido?

—No lo sé. Pero yo, aunque me casara, no querría tener hijos. Porque no tengo la menor idea de cómo debería tratarlos.

Sakura dice:

—Mi caso no es tan complicado como el tuyo, yo jamás me llevé bien con mis padres y, por ese motivo, hice un montón de tonterías. Así que te entiendo muy bien. A pesar de todo, te diré que es mejor no tomar decisiones tajantes tan pronto. Porque en este mundo no existen los absolutos.

Todavía de pie ante la cocina de gas, Sakura se toma un tazón grande y humeante de Nescafé. En el tazón hay un dibujo de Moomin. No dice nada. Yo tampoco.

—¿No tienes a nadie que te pueda ayudar, algún pariente por ejemplo? —pregunta poco después.

—No —le digo. Por lo visto, mis abuelos paternos murieron hace mucho tiempo y mi padre no tiene ni hermanos, ni hermanas, ni tíos, ni tías. Jamás he intentado comprobar si era verdad o mentira. Pero, como mínimo, lo que sí es cierto es que jamás hemos mantenido contacto alguno con ningún pariente. Y de la familia de mi madre nunca hemos hablado. Ni siquiera sé cómo se llamaba ella. Así que no tengo ni la más remota idea de si tenía parientes.

—Por lo que cuentas, tu padre parece un extraterrestre —dice Sakura—. Llega solo a la Tierra procedente de alguna estrella, adopta forma humana, secuestra a una terrícola y te tiene a ti. Para reproducir su especie. Tu madre se entera y huye aterrada. Parece una película negra de ciencia ficción.

No sé qué decir. Permanezco en silencio.

—Es sólo una broma —dice. Y, para subrayarlo, esboza una sonrisa—. En resumen, que en este mundo sólo te tienes a ti mismo.

—Creo que sí.

Ella permanece un rato apoyada en el fregadero tomándose el café.

—Tendría que dormir un poco —dice Sakura como si se acordara de repente. Las agujas del reloj marcan las tres—. Me levanto a las siete y media y mucho no podré dormir, pero es mejor que dé una cabezada. Es muy duro trabajar habiendo pasado la noche en blanco. ¿Qué vas a hacer tú?

Le respondo que llevo un saco de dormir y que, si le parece bien, puedo instalarme en un rincón de la habitación y que intentaré no molestarla. Saco de la mochila un saco de dormir plegado muy pequeño, lo extiendo y lo hincho. Ella me contempla impresionada.

—Pareces un boy scout —dice.

Apaga la luz, se mete en la cama y yo, dentro del saco, cierro los ojos e intento dormir. Pero no puedo conciliar el sueño. Tras los párpados tengo impresa la imagen de la camiseta blanca manchada de sangre. Noto en la palma de la mano aquella sensación a quemado. Abro los ojos y contemplo el techo. En algún lugar rechina el suelo. En algún lugar corre el agua. En algún lugar vuelve a oírse la sirena de una ambulancia. Muy lejos, pero en la oscuridad de la noche resuena de un modo extrañamente vívido.

—Oye, ¿no puedes dormir? —me pregunta en voz baja desde el otro lado de la oscuridad.

Le respondo que no.

—Yo tampoco. Quizá sea porque he tomado café. Debería habérmelo pensado dos veces.

Enciende la luz de la cabecera de la cama, mira la hora y vuelve a apagarla.

—No pienses lo que no es —dice—. Pero si quieres, ven. Dormiremos juntos. Yo tampoco puedo pegar ojo.

Salgo del saco y me meto en su cama. Voy en camiseta y bóxers. Ella lleva puesto un pijama de color rosa pálido.

—¿Sabes? Yo tengo un novio en Tokio. No es gran cosa, pero es mi novio. O sea, que yo no hago el amor con otros hombres. Aunque no lo parezca, soy una persona muy seria con respecto a esas cosas. Chapada a la antigua. Hace tiempo hice mucho el loco, pero eso se acabó. Ahora soy una persona formal. Así que no pienses cosas raras. Tú y yo somos como hermanos, ¿entiendes?

—De acuerdo —le digo.

Ella me pasa un brazo alrededor de los hombros y me atrae suavemente hacia sí. Luego me apoya la mejilla en la frente.

—Pobrecillo —comenta.

No hace falta decir que tengo una erección. Y mi pene acaba topando con su muslo.

—¡Ostras! —exclama ella.

—No tengo mala intención —me disculpo yo—. Pero no puedo evitarlo.

—Ya lo sé —dice—. Es un engorro. Lo sé muy bien. Eso no hay modo de pararlo.

Asiento en la oscuridad.

Tras pensárselo un poco, Sakura me baja los bóxers, me saca el pene duro como una piedra y lo sujeta con delicadeza. Como si quisiera comprobar algo. Como cuando un médico te toma el pulso. Siento el tacto de la palma de su mano, liviano como un pensamiento, alrededor de mi pene.

—¿Cuántos años tiene ahora tu hermana?

—Veintiuno —digo—. Seis más que yo.

Sakura reflexiona unos instantes.

—¿Te gustaría verla?

—Tal vez —le digo.

—¿Tal vez? —Me agarra el pene con un poco más de fuerza—. ¿Qué quieres decir con «tal vez»? ¿Acaso no te apetece mucho verla?

—Es que no sabría qué decirle y, además, quizá sea ella la que no quiera verme a mí. Y lo mismo por lo que respecta a mi madre. Quizá ni la una ni la otra quieran verme. Quizá ni la una ni la otra me necesiten. En primer lugar, fueron ellas las que se fueron, ¿sabes?

«Sin mí», pienso.

Ella permanece en silencio. La mano me agarra el pene con menos fuerza, luego aumenta la presión. Según la presión, mi pene se relaja un poco, después arde endurecido.

—Tienes ganas de eyacular, ¿verdad?

—Tal vez.

—¿Tal vez?

—Sí, muchas —corrijo.

Ella exhala un ligero suspiro y empieza a mover la mano despacio. Es una sensación maravillosa. No se limita a moverla arriba y abajo. Es algo más global. Sus dedos me tocan suavemente, con sentimiento, el pene y los testículos, me palpan cada centímetro. Cierro los ojos y exhalo un profundo suspiro.

—No me toques. Y, cuando vayas a eyacular, dímelo. No quiero que se manchen las sábanas. Es un engorro.

—Sí —le digo.

—¿Qué? Soy buena, ¿verdad?

—Muchísimo.

—Ya te he dicho que tengo muy buenas manos por naturaleza. Pero esto para nada está relacionado con el sexo, ¿eh? Sólo te estoy ayudando a relajarte. Hoy ha sido un día muy largo para ti y debes de tener los nervios a flor de piel. Y así no hay quien duerma. ¿Entiendes?

—Sí —digo—. ¿Puedo pedirte un favor?

—¿Qué?

—¿Puedo imaginarte desnuda?

Ella detiene un momento el movimiento de la mano y me mira.

—¿Imaginarme desnuda mientras te hago esto?

—Sí. Desde hace rato intento dejar de pensar en ello, pero no puedo.

—¿Que no puedes?

—No. Es como una televisión que no pudiera apagarse.

Ella ríe divertida.

—No lo entiendo. ¿No podías pensar lo que te diera la gana sin decírmelo a mí? No hace falta que me estés pidiendo permiso para esto y lo otro, ni tampoco que me cuentes lo que estás imaginando.

—Pero a mí me preocupa. Me da la sensación de que es importante imaginar algo. Y he pensado que sería mejor pedirte permiso antes. No se trata de que lo sepas o no lo sepas.

—Eres un chico muy bien educado —comentó ella con admiración—. Ahora que lo dices, no está mal que me pidas permiso de antemano. De acuerdo. Puedes imaginarme desnuda a tu gusto. Te doy permiso.

—Gracias —digo.

—¿Y qué? ¿Qué tal estoy? ¿Guapa?

—Muchísimo —respondo.

Pronto siento cierta languidez en la zona de las caderas. Como si estuviera flotando en un líquido denso. Cuando se lo digo, Sakura coge unos pañuelos de papel que tiene cerca de la almohada y me conduce hasta la eyaculación. Eyaculo una y otra vez, con fuerza. Poco después, ella va a la cocina, tira los pañuelos de papel y se lava las manos con agua.

—Lo siento —me disculpo.

—No pasa nada —me tranquiliza ella ya de vuelta a la cama—. Y deja de pedirme perdón. Esto sólo es una parte más del cuerpo, así que no le des tanta importancia. ¿Te sientes más relajado?

—Mucho más.

—Perfecto —dice ella. Luego se queda pensando en algo—. Será una tontería, pero se me acaba de ocurrir que ojalá fueras mi hermano, ¿sabes?

—A mí también me gustaría —digo yo.

Ella me acaricia el pelo.

—Vete a tu saco que quiero echar una cabezada. Si no estoy sola, no puedo dormir bien. Además, no soportaría que antes del amanecer volviera a acosarme esa cosa tan dura.

Regreso a mi saco y cierro los ojos. Esta vez, logro conciliar el sueño enseguida. Un sueño muy profundo. Quizá sea el sueño más profundo desde que me he ido de casa. Tengo la sensación de estar bajando despacio al centro de la Tierra en un ascensor grande y silencioso. Pronto, todas las luces se apagan, y todos los sonidos también.

Cuando me despierto, ella ya no está. Se ha ido a trabajar. El reloj señala las nueve. El hombro ya casi no me duele. Tal como Sakura me había anunciado. Encima de la mesa de la cocina está doblada la edición matutina del periódico junto con una nota. Esto y la llave del piso.

«He visto las noticias de las siete por la tele y me he leído el periódico de cabo a rabo. En los alrededores no ha habido ningún incidente sangriento. O sea, que seguro que la sangre no tiene ninguna importancia. Qué bien, ¿no? Dentro de la nevera no encontrarás gran cosa, pero come lo que quieras. Todo lo que hay en el piso puedes usarlo. Y, si no tienes adonde ir, puedes quedarte unos días aquí. Cuando salgas, deja la llave debajo del felpudo».

Saco leche de la nevera y, tras comprobar que no está caducada, la mezclo con cereales. Pongo agua a hervir y me tomo un té de bolsita Darjeeling. Me preparo dos tostadas, las unto con margarina light. Luego despliego el periódico y miro la sección de sociedad. Efectivamente, no ha habido ningún incidente violento por los alrededores. Exhalo un suspiro, pliego el periódico y lo dejo donde estaba. Al menos no tendré que ir de aquí para allá huyendo de la policía. Sin embargo, opto por no regresar al hotel. Debo ser precavido. Porque aún no recuerdo qué he hecho durante aquellas cuatro horas.

Llamo al hotel. Se pone un hombre cuya voz desconozco. Le digo que ha surgido un imprevisto y que deseo dejar la habitación. Intento hablar como un adulto. He pagado por adelantado, así que no tendría que haber ningún problema. Dentro de la habitación he dejado algunos objetos personales, pero no los necesito; pueden disponer de ellos como les plazca. Él mira en el ordenador y comprueba que no hay ningún problema con la liquidación. «De acuerdo, señor Tamura. La reserva de su habitación queda anulada», me dice. Como la llave es de tipo tarjeta, no hace falta que la devuelva. Le doy las gracias y cuelgo.

Después me ducho. En el lavabo hay tendidos unos calcetines y ropa interior de Sakura. Intento no mirarla y me lavo a conciencia cada centímetro del cuerpo tomándome tiempo. También trato de no acordarme de lo de anoche. Me lavo los dientes, me cambio de ropa interior. Pliego bien el saco de dormir y lo meto en la mochila. Lavo la ropa sucia en la lavadora. No hay secadora, así que, cuando acaba el centrifugado, pliego la ropa escurrida, la meto en una bolsa de plástico y la guardo en la mochila. Me bastará con secarla en cualquier lavandería.

Lavo todos los platos apilados en el fregadero y, tras dejarlos escurrir bien, los seco con un trapo y los meto en la alacena. Ordeno el interior de la nevera, tiro la comida estropeada. Entre ella hay algo que despide un olor nauseabundo. El brócoli está enmohecido. Los pepinos parecen de goma. El tôfu ya ha caducado. Cambio los recipientes, friego la salsa vertida. Tiro las colillas del cenicero, apilo los periódicos viejos desperdigados por la habitación. Paso la aspiradora. Es muy posible que Sakura tenga talento para los masajes, pero para las tareas domésticas es una completa nulidad. Plancho todas sus camisas apiladas de cualquier manera dentro de la cómoda y me entran ganas de hacer la compra y de preparar la cena de aquella noche. Mientras estaba en casa, aprendí a realizar las tareas del hogar con la finalidad de poder vivir solo algún día, así que hacerlas no me supone ningún problema. Sin embargo, puede que esté yendo demasiado lejos.

Al terminar el trabajo me siento frente a la mesa de la cocina y lanzo una mirada a mí alrededor. Pienso que no puedo quedarme aquí indefinidamente. Está bastante claro. No puedo permanecer en esta casa entre erecciones y fantasías perpetuas. No puedo seguir apartando la vista de sus pequeñas bragas negras tendidas en el lavabo. No puedo seguir pidiéndole permiso para imaginarme cosas. Y, ante todo, no puedo olvidar lo que me hizo Sakura anoche.

Le dejo una carta. Se la escribo con el lápiz de punta roma de un bloc de notas que hay junto al teléfono.

«Gracias. Has sido una gran ayuda. Siento muchísimo haberte llamado ayer a medianoche. Pero no tenía a nadie más».

Tras escribir esto hago una pausa y pienso cómo debo proseguir.

«Me has hecho un gran favor al dejarme pasar la noche en tu casa y te agradezco de todo corazón que me hayas ofrecido quedarme un tiempo. Ojalá pudiera hacerlo. Pero no quiero ocasionarte más molestias. No soy capaz de explicártelo bien, pero hay diversas razones para que actúe así. Tengo que salir adelante por mí mismo. Me sentiría muy feliz si guardaras un poco de tu buena disposición hacia mí para la próxima vez que lo necesite realmente».

Hago otra pausa. Alguien del vecindario tiene puesto a todo volumen un talk show matinal dirigido a las amas de casa. Todos los participantes braman a voz en grito y los anuncios hacen lo imposible para no quedarse atrás. Frente a la mesa ordeno mis pensamientos mientras le doy vueltas al lápiz de punta roma entre los dedos.

«Pero lo cierto es que no soy digno de tus atenciones. Trato de ser mejor persona, pero no lo consigo de ninguna de las maneras. La próxima vez que nos veamos, quiero portarme lo mejor que pueda. Pero no sé cómo me irán las cosas. Lo de anoche fue fantástico. Gracias».

Dejo la nota debajo de una taza. Cojo la mochila y salgo del apartamento. Dejo la llave bajo el felpudo, tal como ella me ha indicado. A media escalera hay un gato blanco moteado de negro haciendo la siesta. Debe de ser muy manso porque, al verme bajar, no hace ademán de levantarse. Me siento a su lado y acaricio a ese gran gato macho. Un tacto añorado. El gato entorna los ojos y empieza a ronronear. Permanecemos largo tiempo en la escalera disfrutando de nuestra intimidad. Poco después me despido de él y salgo a la calle. Fuera empieza a lloviznar.

Ahora que he dejado el hotel barato y que he abandonado el apartamento de Sakura, no tengo ningún lugar donde pasar la noche. Antes de que anochezca debo hallar un lugar bajo techo donde poder dormir tranquilo. No tengo la menor idea de adónde debo ir. Pero decido coger el tren y dirigirme a la biblioteca Kômura. Tal vez la solución esté allí. Es sólo un presentimiento sin fundamento alguno.

El destino me lleva por derroteros cada vez más extraños.