—Así pues, ¿no le importa que Nakata le llame señor Kawamura? —le preguntó Nakata por segunda vez a un gato a rayas marrones. Despacio, separando las palabras, con una voz fácil de entender.
El gato le había dicho que creía haber visto por allí cerca a Goma. (Un año de edad. Rayas negras, marrones y blancas. Hembra). Sin embargo, el gato —o al menos eso le parecía a Nakata— hablaba de una manera bastante rara. Por lo visto, tampoco él acababa de entender lo que estaba diciéndole Nakata. Así pues, su conversación se limitaba a ratos a un cruce de palabras incomprensibles.
—No tengo problema. Cabeza alta.
—Lo siento. Pero Nakata no entiende a qué se refiere. Mil perdones, pero es que Nakata no es muy inteligente.
—Vamos, caballa.
—¿Me está usted diciendo que le apetecería comer caballa?
—¡No! Las manos agarran, más adelante.
Nakata no tenía, ya de buen principio, grandes expectativas con respecto a la calidad de su comunicación con los gatos. En una conversación entre un ser humano y un gato sería pedir demasiado que no existiera ni el más mínimo problema. Para empezar, la capacidad comunicativa del propio Nakata —hablase con un hombre o con un gato— no era gran cosa. La semana anterior había sido capaz de mantener una conversación fluida y distendida con el señor Ôtsuka, pero se trataba más bien de una excepción. Sumaban más las veces en que le costaba sudor y lágrimas intercambiar mensajes sencillos. En casos extremos era como si un día de fuerte viento estuviese de pie junto a un canal hablando con alguien que se encontrara en la orilla opuesta. Y hoy era uno de esos días.
Tras haber clasificado a los gatos por tipos, a Nakata, vete a saber por qué, le resultaba especialmente difícil sintonizar con los gatos a rayas marrones. Con los gatos negros no solía tener problemas. Y con los que mejor se entendía era con los siameses, aunque, por desgracia, andando por la calle no tenía muchas oportunidades de encontrarse con gatos callejeros de esa especie. Los gatos siameses solían estar en las casas, mimados por sus dueños. Y entre los gatos callejeros, por una u otra razón, abundaban los gatos a rayas marrones.
Pero, al tal señor Kawamura, Nakata no lo entendía en absoluto. Su pronunciación era deficiente, sus frases, una ristra de palabras inconexas. Más que frases parecían enigmas. Sin embargo, Nakata era de natural muy paciente y, además, tenía todo el tiempo del mundo. Así pues, le repetía lo mismo a su interlocutor una y otra vez y éste hacía lo propio. Los dos llevaban ya cerca de una hora sentados en el bordillo que enmarcaba un parque infantil construido dentro de una manzana de casas, y la conversación seguía casi en el mismo punto.
—Lo de Kawamura es sólo un nombre. No significa nada en especial. Es que Nakata, para acordarse de los gatos, tiene que llamarlos de algún modo. No querría molestarle, bajo ningún concepto. Sólo le estoy pidiendo que me deje llamarlo señor Kawamura.
Kawamura empieza a refunfuñar no se sabe qué al respecto y, como parece que la cosa va para largo, Nakata pasa con decisión a la siguiente fase. Y le enseña de nuevo la fotografía de Goma.
—Señor Kawamura, ésta es Goma. La gata que Nakata está buscando. Es una gatita de un año a rayas marrones, negras y blancas. Estaba en casa de los señores Koizumi, en Nogata 3-chôme, pero hace días que no se conoce su paradero. Se escapó saltando por una ventana que la señora de la casa había dejado abierta. Así que se lo preguntaré una vez más. Señor Kawamura, ¿ha visto usted a este gato?
Kawamura vuelve a mirar la fotografía, y luego asiente.
—Kwamura, si es caballa, agarra. Si agarra, busco.
—Perdone, pero tal como le he dicho antes, Nakata es muy estúpido y no entiende bien lo que usted le dice. ¿Podría repetírmelo otra vez?
—Kwamura, caballa. Si encuentra, ata.
—Por caballa, ¿se refiere usted al pescado?
—Caballa, caballa. Si ata, Kwamura.
Nakata reflexionó pasándose la palma de la mano por los cortos cabellos negros entreverados de gris. ¿Cómo salir de aquella conversación laberíntica sobre la misteriosa caballa? Pero por más vueltas que le dio, no pudo encontrar la clave. Por lo general, el pensamiento lógico no era su fuerte. Mientras tanto, ajeno a todo, Kawamura había levantado la pata de atrás y estaba rascándose bajo la barbilla con fruición.
Entonces se oyó una risita a sus espaldas. Al volverse, Nakata vio una preciosa gata siamesa de cuerpo alargado sentada sobre el muro bajo de bloques de cemento de la casa vecina, que los estaba mirando con los ojos entornados.
—Perdone, pero usted ha dicho que es el señor Nakata, ¿no es cierto? —preguntó la gata siamesa con voz aterciopelada.
—Sí, en efecto. Me llamo Nakata. Buenas tardes.
—Buenas tardes —dijo la gata siamesa.
—Desde esta mañana está nublado, por desgracia, pero no parece que vaya a llover —dijo Nakata.
—Esperemos que no.
Era una gata más o menos de mediana edad, a sus espaldas erguía orgullosamente la cola y, alrededor del cuello, llevaba un collar con una placa donde se leía su nombre. Sus facciones eran hermosas y a su cuerpo no le sobraba ni un gramo.
—Llámeme Mimí. Mimí, de La Bohème. Incluso me dedican una canción: «Me llamo Mimí…».
—¡Aah! —exclamó Nakata.
—Hay una ópera de Puccini que se llama así. Es que a mis dueños les gusta la ópera —dijo Mimí sonriendo afablemente—. Me gustaría cantársela, pero por desgracia carezco de aptitudes para ello.
—Lo importante es que la haya conocido a usted, señorita Mimí.
—Lo mismo digo, señor Nakata.
—¿Vive usted por aquí cerca?
—Sí, en aquella casa de dos plantas de allá. Mis dueños se llaman Tanabe. Mire, delante del portal hay un BMW 530 de color crema, ¿lo ve usted?
—¡Aah! —exclamó Nakata. No acababa de entender qué significaba BMW, pero allá se veía un coche de color crema. Quizás era aquello a lo que llamaban BMW.
—Oiga, señor Nakata —comenzó a hablar Mimí—. Yo, por así decirlo, soy muy independiente y lo cierto es que tengo un carácter un tanto peculiar y no me gusta meterme donde no me llaman. Pero ese chico, ése al que usted llama señor Kawamura, si le soy sincera, ése no tiene grandes luces. El pobre, cuando era pequeño, chocó con un niño del barrio que iba en bicicleta, salió disparado y dio de cabeza contra un canto de hormigón. Desde entonces ha sido incapaz de articular una frase coherente. Así que, por más que se esfuerce, dudo que usted saque de él nada en claro. Desde hace un rato que los estoy observando y la verdad es que no he podido evitar intervenir. Dudaba en hacerlo, ya que no es propio de mi carácter actuar de este modo.
—¡Oh, no! No diga eso. Muchísimas gracias por su consejo. Yo, al igual que el señor Kawamura, soy muy estúpido y no sé qué sería de mí si no me ayudaran. El señor gobernador, por ejemplo, cada mes me da un subsidio. Y ni que decir tiene que también sus opiniones, señorita Mimí, me son de gran valor.
—Está buscando un gato, ¿verdad? —dijo Mimí—. No es que estuviese escuchando a hurtadillas, no crea. Sólo que me encontraba ahí, durmiendo la siesta, y no he podido evitar oírlo. Una gatita que se llama Goma, ¿verdad?
—Sí, en efecto.
—Y el señor Kawamura dice que la ha visto, ¿no es cierto?
—Sí, eso ha afirmado hace un rato. Sólo que lo que ha añadido a continuación no alcanza a entenderlo una persona tan estúpida como Nakata. Y no sé qué hacer.
—Mire, señor Nakata. ¿Y si yo hablara con él? Entre gatos es más fácil entenderse y, además, yo ya estoy acostumbrada a esa manera tan rara de hablar. Así pues, ¿qué le parecería si yo escuchara lo que tenga que contarme y luego se lo explicase, en términos generales, a usted?
—¡Oh, sí! Me haría un gran favor.
La gata siamesa hizo un breve gesto de asentimiento y bajó ágilmente al suelo saltando desde el muro como si marcara un paso de ballet. Y, con su negro rabo levantado como el asta de una bandera, se fue acercando despacio a Kawamura y se sentó a su lado. Éste alargó enseguida el hocico e hizo ademán de olerle el trasero, pero, al momento, la gata siamesa lo detuvo y le dio una bofetada en la mejilla. Luego, sin perder un instante, le atizó con la palma de la mano en el hocico.
—¡Compórtate y presta atención! ¡Imbécil! ¡Pedazo de cojones podridos! —le gritó a Kawamura con voz amenazadora—. A este chico, si de buen principio no lo pones en su sitio, la cosa no marcha —dijo Mimí, en tono de disculpa, dirigiéndose a Nakata—. Se relaja y empieza a decir cosas raras. Lo cierto es que él no tiene la culpa, pobrecillo. Me da pena, pero no hay más remedio.
—Sí —convino Nakata sin saber muy bien en qué.
Luego empezó la conversación entre los dos gatos, pero hablaban tan rápido y en voz tan baja que Nakata no pudo entenderlos. Mimí inquiría con voz cortante, Kawamura contestaba en tono medroso. A poco que se demorara en la respuesta, Mimí le arreaba, implacable, un papirotazo. Era una gata siamesa muy válida en cualquier terreno. Tenía cultura. Nakata había conocido muchos gatos, pero ninguno sabía de marcas de coches o escuchaba ópera. Nakata se quedó contemplando con admiración aquel expeditivo modo de trabajar.
Cuando Mimí consideró que ya había oído lo suficiente, se lo quitó de encima con ademán de decirle: «Ya basta. Ahora, lárgate». Y Kawamura se fue con aire abatido. Luego, Mimí, muy de hacerse querer, se subió a las rodillas de Nakata.
—Ya sé dónde puede estar —informó Mimí.
—Muchas gracias —dijo Nakata.
—A este chico…, al señor Kawamura, le ha parecido ver a la gatita Goma entre unos matorrales que hay más allá. En un solar donde tienen previsto construir un edificio. Una empresa inmobiliaria adquirió los almacenes de piezas de una empresa automovilística y los derribó con la intención de levantar un gran rascacielos de apartamentos de lujo, pero los vecinos están en contra, se han enzarzado en pleitos muy complicados y las obras aún no han comenzado. Es algo que hoy en día pasa mucho, ¿verdad? Así que el solar se ha cubierto de maleza y la gente no entra dentro, por lo que se ha convertido en centro de actividades de los gatos callejeros. Yo no tengo muchas amistades y, además, me preocupa que me peguen las pulgas, así que no me acerco. Como usted podrá comprender, lo de las pulgas es un engorro. Una vez las coges ya no puedes deshacerte de ellas. Son igual que un vicio.
—Sí —respondió Nakata.
—Dice que vio una gatita muy mona a rayas blancas, marrones y negras, todavía joven, con un collar antipulgas, como en la fotografía, y que estaba terriblemente asustada. Tanto que ni siquiera podía hablar bien. Y que saltaba a la vista que era un gato casero sin experiencia que se había extraviado.
—¿Cuándo fue?
—Pues debe de hacer tres o cuatro días. Este chico es tan imbécil que no se aclara con las fechas. Pero dice que fue un día despejado después de la lluvia, o sea, que debió de ser el lunes. Porque recuerdo que el domingo llovió mucho.
—Sí. No podría precisarle qué día fue, pero Nakata también cree que llovió. ¿Y no volvió a verla?
—Dice que ésa fue la última vez. Esto lo corroborarán todos los gatos de los alrededores. Este chico es más corto que el rabo de una boina, así que me he asegurado bien, pero creo que es tal como dice.
—Muchísimas gracias.
—De nada. Ha sido un placer. En general sólo suelo hablar con los imbéciles de los gatos del barrio y, como no tenemos los mismos temas de conversación, siempre acabo impacientándome. Tener la oportunidad de hablar con un ser humano racional como usted me abre el mundo.
—¡Aah! —exclamó Nakata—. Por cierto, cuando el señor Kawamura hablaba con tanta insistencia de la caballa, ¿se refería al pescado? Eso no he acabado de entenderlo.
Mimí levantó grácilmente la pata izquierda delantera y, mostrando su almohadilla rosada, soltó una risita.
—Es que este chico tiene poco vocabulario y…
—¿Vocabulario?
—Es que conoce pocas palabras —se corrigió educadamente Mimí— y a cualquier alimento que le gusta lo llama caballa. Porque, para él, la caballa es el manjar más exquisito que pueda imaginarse. Vamos, como que el besugo o el lenguado ni siquiera sabe que existen.
Nakata carraspeó.
—A decir verdad, a Nakata también le gusta mucho la caballa. Pero también le gusta la anguila.
—La anguila también me gusta a mí. Claro que no es algo que puedas comer todos los días.
—Exacto. No es algo que puedas comer todos los días.
A continuación, ambos se sumieron en sendas reflexiones sobre la anguila. Entre los dos discurrió un tiempo durante el que la anguila estuvo omnipresente en sus pensamientos.
—Lo que quería decir este chico —Mimí reemprendió el hilo de su discurso— es que poco después de que los gatos del barrio empezaran a reunirse en el solar apareció por allí un hombre malvado que atrapaba a los gatos. Y que los gatos se preguntan si ese tipo no se llevaría a Goma. Por lo visto, el hombre ese usa deliciosos manjares como cebo y, cuando atrapa un gato, lo mete en un gran saco. Su manera de cazarlos es muy hábil y los gatos inexpertos y hambrientos caen fácilmente en la trampa. Incluso dicen que ha conseguido llevarse a algunos gatos callejeros de los alrededores, que son mucho más precavidos. Se trata de algo muy cruel. Para un gato no hay nada peor que acabar metido en un saco.
—¡Aah! —exclamó Nakata, y volvió a acariciarse su cabeza cana con la palma de la mano—. ¿Y qué hace ese hombre con los gatos que atrapa?
—No lo sé. Antiguamente atrapaban gatos para hacer shamisen, pero hoy en día ese instrumento musical ya no está muy de moda y, además, en su fabricación se utiliza sobre todo el plástico. Por otra parte, he oído decir que en algunas partes del mundo aún se comen a los gatos, pero en Japón, afortunadamente, no existe esa costumbre. Así que pueden excluirse estas dos posibilidades. Luego, lo único que se me ocurre es, pues, no sé, hay mucha gente que utiliza los gatos para experimentos científicos. En este mundo se realizan muchos experimentos científicos con gatos. Yo tengo un amigo al que lo utilizaron para hacer unas pruebas de psicología en la Universidad de Tokio. Es una historia espeluznante, pero ¡en fin!, si empiezo a contarla no acabaré, así que dejémoslo. Y, luego, no es que sean muchos, pero también están los pervertidos que sólo disfrutan maltratando a los gatos. Cogen a un gato y, por ejemplo, le cortan la cola con unas tijeras.
—¡Aah! —exclamó Nakata—. ¿Y qué hacen luego con las colas?
—Pues nada. Lo único que buscan es hacer daño a los gatos, hacerles sufrir. Se divierten de ese modo. Personas de mente retorcida también te las encuentras en este mundo.
Nakata reflexionó unos instantes sobre todo aquello, pero no logró entender de ninguna de las maneras qué diversión podía encontrar alguien en cortarle con unas tijeras la cola a un gato.
—Entonces, ¿cabe pensar que a Goma se la ha llevado una de esas personas de mente retorcida? —preguntó Nakata.
Mimí hizo una mueca combando sus grandes bigotes blancos.
—Sí. No me gusta pensarlo. No quiero ni imaginármelo, pero no podemos excluir esa posibilidad. Señor Nakata, yo no he vivido muchos años, pero he presenciado las escenas más horribles que imaginarse pueda. La mayoría de personas piensan que los gatos son seres indolentes que se pasan el día tendidos al sol, sin preocupaciones, pero nuestra vida no es tan bucólica. Somos seres humildes, impotentes y frágiles. No tenemos caparazón como las tortugas, ni alas como los pájaros. No podemos ocultarnos bajo tierra como los topos, ni cambiar de color como los camaleones. El mundo desconoce cuántos gatos son maltratados día tras día y cuántos tienen una muerte miserable. Yo he tenido la suerte de ir a parar al cálido hogar de los Tanabe, allí los niños me miman, no me falta de nada, pero, no obstante, mi vida no siempre es fácil. Por eso pienso que, para un gato callejero, la lucha por la supervivencia debe de ser muy dura.
—Señorita Mimí, es usted muy inteligente —dijo Nakata admirado ante la elocuencia de la gata siamesa.
—¡Oh, no! ¡Qué va! —dijo Mimí tímidamente entrecerrando los ojos—. Me he vuelto así al pasarme el día en casa tumbada ante la tele. Es horrible no acumular más que conocimientos superficiales. ¿Ve usted la televisión, señor Nakata?
—No, Nakata no ve la televisión. La gente que hay dentro habla demasiado rápido y no puedo seguirlos. Nakata es un idiota y no sabe leer, y, si no sabes leer, no puedes entender bien la televisión. Alguna que otra vez, escucho la radio, pero también hablan demasiado deprisa y enseguida me canso. A mí me divierte mucho más salir de casa y hablar con los gatos bajo el cielo, como estoy haciendo ahora.
—¡Oh! ¿De veras? —preguntó Mimí.
—Sí —dijo Nakata.
—Ojalá no le haya pasado nada a Goma —dijo Mimí.
—Señorita Mimí. Voy a ir a ese solar a vigilar.
—Según dice el chico este, es un hombre alto que lleva un extraño sombrero de copa y unas botas altas de cuero. Anda muy rápido. Por lo visto tiene un aspecto tan raro que es muy fácil reconocerlo. Los gatos que se reúnen en el solar se dispersan a los cuatro vientos en cuanto lo ven. Pero claro, los gatos recién llegados, que desconocen las circunstancias…
Nakata grabó esa información en su cabeza. La guardó bien guardada en el importante cajón de las cosas que no podía olvidar. Un hombre alto que lleva un extraño sombrero de copa y unas botas altas de cuero.
—Espero haberle sido útil —dijo Mimí.
—Gracias de todo corazón. Si usted no hubiera tenido la amabilidad de dirigirme la palabra, yo aún seguiría dándole vueltas a lo de la caballa, incapaz de avanzar un paso. Le estoy muy agradecido.
—Me da la impresión —dijo Mimí alzando los ojos hacia el rostro de Nakata y frunciendo ligeramente el entrecejo— de que ese hombre es peligroso. Pero que muy peligroso. Quizá más de lo que usted, señor Nakata, pueda imaginarse. Yo, en su lugar, no me acercaría al descampado. Ya sé que es usted un ser humano, que se trata de su trabajo y que no tiene más remedio que ir, pero tenga muchísimo cuidado.
—Muchas gracias. Lo tendré.
—Señor Nakata, este mundo es extremadamente violento. Y nadie puede escapar a la violencia. No lo olvide. Por mucho cuidado con que se ande, nunca es suficiente. Y esto es válido tanto para los gatos como para los hombres.
—Sí, lo tendré muy en cuenta —dijo Nakata.
Pero en qué diablos consistía la violencia de este mundo y dónde estaba, Nakata no acababa de entenderlo. Porque había muchas cosas en este mundo que Nakata no entendía, y entre ellas se incluía todo lo relacionado con la violencia.
Nakata se despidió de Mimí y se dirigió al solar que le habían indicado. Tenía la extensión de un campo de deportes pequeño. Estaba rodeado por una alta valla de madera contrachapada con un cartel que decía: PRÓXIMA CONSTRUCCIÓN. PROHIBIDA LA ENTRADA A PERSONAS AJENAS A LA OBRA (cosa que Nakata, por supuesto, no pudo leer). La puerta de acceso estaba cerrada con una pesada cadena. Sin embargo, al rodear el descampado, Nakata encontró, en la parte trasera, una abertura por donde se podía entrar con facilidad. Al parecer, alguien había arrancado un tablón.
Las naves del almacén habían sido demolidas y, en el terreno que seguía sin allanar, crecía, frondosa y verde, la hierba. Había hierbajos que alcanzaban la altura de un niño. Y algunas mariposas revoloteaban alrededor. Montículos de tierra endurecidos por la lluvia se alzaban, aquí y allá, como pequeñas colinas. Era el típico lugar que adoran los gatos. Allí no entraba la gente, en él moraban diversos animalitos, y no faltaban los escondrijos.
No vio a Kawamura por ninguna parte. Sí encontró a dos gatos delgaduchos de pelaje deslucido que respondieron al afable «¡Buenas tardes!», de Nakata con una mirada gélida y desaparecieron entre la maleza sin responderle siquiera. Estaba muy claro. Ninguno quería que lo atrapara un loco y que le cortase la cola con unas tijeras. Tampoco Nakata —aunque no tenía cola, por supuesto— hubiera deseado que le ocurriera una cosa semejante. Con razón los gatos estaban ojo avizor.
Nakata se plantó sobre un pequeño montículo y lanzó una mirada en derredor. Allí no había nadie. Sólo blancas mariposas revoloteando sobre la hierba como si estuviesen buscando algo. Nakata se sentó en el lugar que le pareció apropiado, sacó dos bollos rellenos de la bolsa de lona que llevaba colgada al hombro y se los comió en sustitución del almuerzo. Luego, entornando un poco los ojos, se bebió con calma el té caliente que llevaba en un termo pequeño. Era un apacible panorama de primeras horas de la tarde. Todo reposaba entre la armonía y la calma. A Nakata le costaba creer que en aquel lugar se ocultase alguien que tratara cruelmente a los gatos.
Mientras masticaba despacio un bollo, se acarició la canosa cabeza rapada con la palma de la mano. De haber tenido un interlocutor, habría sido el momento de decirle: «Es que Nakata es idiota», pero no había nadie, por desgracia. Así que tuvo que dedicarse a sí mismo unos cuantos movimientos afirmativos de cabeza. Luego siguió comiendo bollos en silencio. Cuando terminó, plegó bien la envoltura de celofán y la metió dentro de la bolsa, tapó bien el termo y también lo metió dentro. El cielo estaba cubierto por una capa uniforme de nubes, pero por la tonalidad se comprendía que el sol casi había alcanzado su cénit.
Un hombre alto que lleva un extraño sombrero de copa y unas botas altas de cuero.
Nakata intentó representarse en la cabeza la imagen del hombre. Pero era incapaz de imaginar cómo debía de ser el sombrero de copa, cómo debían de ser las botas de cuero. Porque no los había visto jamás. «Si lo vieras, lo reconocerías», había dicho Mimí, repitiendo las palabras de Kawamura. En ese caso, concluyó Nakata, la cosa era fácil, le bastaba con encontrárselo. Era lo más seguro. Nakata se levantó del suelo y orinó de pie ante la maleza. Fue un largo y recto chorro de orina. Luego se sentó en un extremo del descampado, en un lugar oculto entre la maleza, y decidió pasar la tarde esperando a que apareciera aquel hombre extraño.
Esperar es muy aburrido. Y no había trazas de que el hombre fuera a aparecer. Puede que fuera al día siguiente, o pasada una semana. O quizá no volvía a acercarse jamás. También cabía esa posibilidad. Pero Nakata estaba acostumbrado a esperar sin ningún objetivo, avezado a dejar transcurrir el tiempo sin hacer nada. Y eso no le producía ninguna angustia.
Porque, para Nakata, el tiempo no es una cuestión fundamental. Ni siquiera tiene reloj. Para Nakata, el tiempo discurre a su manera. Al llegar la mañana sale el sol; por la tarde se pone. Y, cuando anochece, va a los baños públicos del vecindario, y a la vuelta le entra sueño. Los baños públicos cierran un determinado día de la semana, y Nakata, ese día, se resigna y vuelve directamente a casa. Cuando llega la hora de la comida le dan ganas de comer y, cuando llega el día de ir a recoger el subsidio (siempre hay alguien que lo avisa amablemente de que el día ese se acerca), comprende que ya ha transcurrido un mes. Y al día siguiente de recibir el subsidio va a la barbería del barrio a cortarse el pelo. Cuando llega el verano, los del ayuntamiento del distrito lo invitan a comer anguila; cuando llega Año Nuevo, le dan mochi.[16]
Nakata relajó todos los músculos, apagó el interruptor de su mente y entró en una especie de estado de conexión panorámica. Para él, aquello era algo normal desde su infancia, una práctica cotidiana que realizaba sin darse cuenta apenas. Poco después estaba errando ya como una mariposa por las lindes del ámbito de la conciencia. Más allá se extendía un negro abismo. A veces trascendía la frontera y flotaba por encima de ese abismo, negro y vertiginoso. Pero Nakata no temía ni la profundidad ni la negrura de éste. ¿Por qué había de temerlas? Aquel mundo oscuro sin fondo, aquel silencio opresivo, aquel caos, eran sus queridos amigos de siempre, ya habían pasado a formar parte de él. Y eso Nakata lo sabía muy bien. En ese mundo no existen las letras, ni existen los días de la semana, ni existe el temible señor gobernador, ni existe la ópera, ni existen los BMW. Tampoco existen las tijeras, ni los sombreros de copa. Pero, por otro lado, tampoco existe la anguila, y tampoco existen los bollos. Allí está todo. Pero no hay partes. Y como no hay partes no hay ninguna necesidad de reemplazar una cosa por otra. Tampoco es preciso quitar o añadir nada. Basta con que el cuerpo se sumerja en el todo. Sin necesidad de razonamientos complicados. Y para Nakata no podía haber nada mejor.
A ratos se amodorraba. Pero, aunque durmiera, sus honestos cinco sentidos mantenían una estrecha vigilancia sobre el solar. Si ocurría algo, si se acercaba alguien, él sería capaz de abrir los ojos y de actuar. El cielo estaba cubierto de unas chatas nubes grises parecidas a una alfombra. Pero, al menos de momento, no parecía que fuera a llover. Los gatos lo sabían y Nakata también.