I

Estaba en mi segundo día, absolutamente tranquila respecto a los temores que había sentido al principio de ser perseguida; hacía un calor extraordinario, y siguiendo mi costumbre ahorrativa, me había alejado del camino para encontrar una sombra donde pudiera efectuar una ligera comida que me permitiera aguardar la noche. Un bosquecillo a la derecha del camino, en medio del cual serpenteaba un límpido arroyuelo, me pareció adecuado para refrescarme. Tranquilizada por el agua pura y fresca, alimentada con un poco de pan, la espalda apoyada en un árbol, dejaba circular por mis venas un aire puro y sereno que me descansaba, y calmaba mis sentidos. Allí, meditaba sobre aquella fatalidad casi sin parangón que, pese a las espinas que me rodeaban en la carrera de la virtud, me llevaba siempre, sea como fuere, al culto de esa divinidad, y a unos actos de amor y de resignación hacia el Ser Supremo del que emana, y del cual es la imagen. Una especie de entusiasmo acababa de apoderarse de mí: «¡Ay!», me decía, «ese buen Dios al que adoro no me abandona, ya que en ese mismo instante acabo de encontrar los medios para reparar mis fuerzas. ¿Acaso no le debo a él este favor? ¿Y no existen en la Tierra seres a los que se les niega? Así que no soy totalmente desgraciada, ya que los hay que todavía son más de compadecer que yo… ¡Ah! ¿Acaso no lo soy mucho menos que las desdichadas a las que dejo en esa guarida del vicio de la que la bondad de Dios me ha hecho salir como por una especie de milagro…?». Y llena de gratitud, me había prosternado; contemplando el sol como la obra más hermosa de la divinidad, como la que mejor manifiesta su grandeza, arrancaba de la sublimidad de ese astro nuevos motivos de oraciones y de acciones de gracias, cuando de repente me siento agarrada por dos hombres que, después de cubrirme la cabeza para impedirme ver y gritar, me atan como a una criminal y me arrastran sin decir palabra.

Caminamos así cerca de dos horas sin que me sea posible ver qué camino emprendemos, cuando uno de mis guías, oyéndome respirar con esfuerzo, propone a su camarada liberarme del velo que me oprime la cabeza; él lo permite, respiro y descubro finalmente que estamos en medio de un bosque donde seguimos un camino bastante ancho, aunque poco frecuentado. Mil funestas ideas se presentan entonces a mi mente, temo que se han apoderado de mí los agentes de aquellos indignos frailes… temo que me devuelven a su odioso convento.

—¡Ah! —le digo a uno de mis guías—, señor, ¿puedo suplicaros que me digáis dónde me lleváis? ¿Puedo preguntaros qué pretendéis hacer conmigo?

—Cálmate, hija mía —me dice el hombre—, y no te asustes por las precauciones que nos vemos obligados a tomar. Te llevamos hacia un buen amo. Graves problemas le obligan a buscar camareras para su esposa sólo con este aparatoso misterio, pero estarás bien allí.

—¡Ay, señores! —contesté—, si estáis procurando mi felicidad, es inútil que me forcéis: soy una pobre huérfana, muy digna de compasión, sin duda. No pido más que un empleo: si me lo dais, ¿por qué teméis que pueda escapar?

—Tiene razón —dice uno de los guías—, dejémosla más cómoda, atémosle solamente las manos.

Lo hacen, y prosigue la caminata. Al verme tranquila, responden incluso a mis preguntas, y acabo por enterarme de que el amo al que me destinan se llama el conde de Gernande, nacido en París, pero propietario de considerables bienes en esta comarca, y con más de quinientas mil libras de renta, que come a solas, me dice uno de los guías.

—¿A solas?

—Sí, es un hombre solitario, un filósofo; jamás ve a nadie. A cambio, es uno de los mayores glotones de Europa; no existe otro en el mundo que sea capaz de competir con él. Es inútil que te lo cuente, ya lo verás.

—Pero ¿qué significan estas precauciones, señor?

—Te lo cuento. Nuestro amo tiene la desgracia de tener una mujer que se ha vuelto loca. Hay que vigilarla, no sale jamás de su habitación, nadie quiere servirla. Por mucho que te lo hubiéramos propuesto, si hubieras sabido algo, jamás habrías aceptado. Nos vemos obligados a secuestrar jóvenes a la fuerza para ejercer este funesto empleo.

—¿Cómo? ¿Estaré cautiva al lado de esa dama?

—A decir verdad, sí, por eso te tenemos así, pero estarás bien… tranquilízate, perfectamente bien. Salvo esa molestia, no te faltará nada.

—¡Ah, justo cielo! ¡Qué opresión!

—Vamos, vamos, criatura, valor, un día saldrás y con una fortuna encima.

Mi guía no había terminado sus palabras, cuando descubrimos el castillo. Era un soberbio y vasto edificio en medio del bosque, pero le faltaba mucho a ese gran edificio para estar tan poblado como su tamaño permitía. Sólo vi un poco de movimiento, un poco de afluencia en torno de las colinas situadas en unos porches, en la mitad del cuerpo del edificio. Todo el resto estaba tan solitario como la situación del castillo: nadie se fijó en nosotros cuando entramos; uno de mis guías se fue a las cocinas, y el otro me presentó al conde. Estaba en el fondo de un vasto y soberbio aposento, envuelto en un batín de satén de las Indias, echado en una otomana, y tenía a su lado dos jóvenes tan indecentemente, o, mejor dicho, tan ridículamente vestidos, peinados con tanta elegancia y tanto arte, que al principio los tomé por muchachas; un examen más detenido me hizo finalmente reconocerlos como dos muchachos, uno de los cuales podía tener quince años, y el otro dieciséis. Me pareció que tenían un rostro encantador, pero en tal estado de blandura y de abandono, que al principio creí que estaban enfermos.

—Aquí tenéis a una joven, monseñor —dijo mi guía—. Nos parece que os conviene: es dulce, honrada, y sólo pide colocarse. Confiamos en que os contentará.

—Está bien —dijo el conde, sin mirarme apenas—. Al retirarte, cierra la puerta, Saint-Louis, y di que nadie entre si no llamo.

Después el conde se levantó y se acercó a examinarme. Mientras él me observa, yo puedo describíroslo: la singularidad del retrato merece por un instante vuestras miradas. El señor de Gernande era entonces un hombre de cincuenta años, de unos seis pies de altura, y una obesidad monstruosa. Nada más terrible que su rostro, la longitud de su nariz, la espesa oscuridad de sus cejas, sus ojos negros y malvados, su gran boca casi desdentada, su frente tenebrosa y desnuda, el sonido de su voz terrible y ronca, sus enormes brazos y manos; todo contribuye a hacer de él un individuo gigantesco, cuya cercanía inspira más miedo que seguridad. No tardaremos en ver si la moral y los actos de esta especie de centauro respondían a su terrible caricatura. Después de un examen de lo más brusco y de lo más insolente, el conde me preguntó mi edad.

Y añadió a esta primera pregunta otras sobre mi persona. Le puse al corriente de todo lo que me concernía. Ni siquiera olvidé la deshonra que había recibido de Rodin; y cuando le hube descrito mi miseria, cuando le hube demostrado que la desdicha me había perseguido constantemente, el malvado me dijo con dureza:

—¡Tanto mejor, tanto mejor! Así serás más flexible aquí. Es un minúsculo inconveniente que la desdicha persiga a esta raza abyecta del pueblo que la naturaleza condena a arrastrarse cerca de nosotros por el mismo suelo: así es más activa y menos insolente, cumple mejor sus deberes hacia nosotros.

—Pero, señor, ya os he contado mi cuna, no es en absoluto abyecta.

—Sí, sí, ya me conozco la historia. Siempre se hace uno pasar por mucho cuando no es nada, o está en la miseria. Es preciso que las ilusiones del orgullo acudan a consolar de los embates de la fortuna; luego nos toca a nosotros creernos lo que nos parezca de esas cunas abatidas por los golpes de la suerte. Por otra parte, todo eso me da igual: te he encontrado al aire libre, y más o menos vestida como una sirvienta. De modo que así te tomo, si te parece bien. Sin embargo —prosiguió con dureza aquel hombre—, sólo de ti depende ser feliz; ten paciencia, discreción, y en unos pocos años te despediré de aquí en situación de prescindir de servir.

Entonces cogió mis dos brazos, y arremangándome las mangas hasta el codo, los examinó con atención preguntándome cuántas veces me habían sangrado.

—Dos veces, señor —le contesté, bastante sorprendida por esa pregunta; y le cité las épocas, refiriéndole las circunstancias de mi vida en que eso había ocurrido.

Apoya sus dedos sobre las venas como cuando se quiere hincharlas para realizar esa operación, y cuando alcanzan el punto que él desea, les aplica la boca chupándolas. A partir de entonces, ya no dudé de que el libertinaje estaba relacionado con las prácticas de ese mal hombre, y los tormentos de la inquietud se despertaron en mi corazón.

—Tengo que saber cómo estás hecha —prosiguió el conde, mirándome con un aire que me hizo temblar—. Para el puesto que vas a ocupar, es preciso que no tengas ningún defecto. Así que muéstrame cómo eres.

Me defendí; pero el conde, entregando a la cólera todos los músculos de su terrible rostro, me anuncia duramente que me aconseja que no me haga la mojigata con él, porque dispone de medios seguros para convencer a las mujeres.

—Lo que me has contado —me dijo— no anuncia una virtud muy elevada. Así que tus resistencias quedarían tan fuera de lugar como ridículas.

Con esas palabras, hace un signo a sus muchachos, que, acercándoseme inmediatamente, se ocupan de desnudarme. Con unos individuos tan débiles, tan desmadejados como los que me rodean, la defensa no es seguramente difícil; pero ¿de qué serviría? El antropófago que me los enviaba me habría pulverizado, de haber querido, de un puñetazo. Así que comprendí que tenía que ceder. Me desnudan en un instante. Tan pronto como acaban, descubro que provoco las risas de los dos Ganímedes.

—Amigo mío —le decía el más joven al otro—, ¡no está mal una joven!… ¡Pero qué lástima que ahí esté vacía!

—¡Oh! —decía el otro—, no hay nada tan infame como ese vacío. No tocaría a una mujer ni que me fuera la fortuna en ello.

Y mientras mi parte delantera era tan ridiculizada por sus sarcasmos, el conde, íntimo partidario del trasero (¡ay!, desdichadamente como todos los libertinos), examinaba el mío con la mayor atención. Lo manipulaba duramente, lo manoseaba con fuerza; y, pellizcando unos trozos de carne con sus cinco dedos, los reblandecía hasta magullarlos. Después me ordenó caminar unos pasos, y volver hacia él a reculones, a fin de no perder la perspectiva que se le ofrecía. Cuando llegué a su lado, me hizo agachar, levantar, apretar, abrir. A menudo se arrodillaba ante esta parte que era la única que le interesaba. La besaba en varios lugares diferentes, a veces incluso en el orificio más secreto; pero todos estos besos eran del tipo de la succión, no daba ni uno que no tuviera esta acción por objetivo: era como si mamara de cada una de las partes donde se posaban sus labios. Fue durante este examen cuando me preguntó muchos detalles sobre lo que me habían hecho en el convento de Santa María de los Bosques, y sin darme cuenta de que lo excitaba doblemente con esos relatos, tuve el candor de hacérselos todos con ingenuidad. Hizo acercar a uno de los jóvenes y, colocándolo a mi lado, soltó el nudo corredizo de un gran lazo de cinta rosa que sostenía un calzón de gasa blanca, y dejó al descubierto todos los encantos velados por esa prenda. Después de unas suaves caricias en el mismo altar donde el conde sacrificaba conmigo, cambió de repente de objeto y comenzó a chupar al muchacho en la parte que caracterizaba su sexo. No dejaba de tocarme: fuera costumbre en el joven, fuera habilidad por parte del sátiro, en muy pocos minutos, la naturaleza vencida derramó en la boca de uno lo que salía del miembro del otro. Así es como ese libertino agotaba a los desdichados niños que tenía consigo, cuyo nombre no tardaremos en conocer; así es como los debilitaba, y esta era la causa del estado de languidez en que los había encontrado. Veamos ahora qué hacía para poner a las mujeres en el mismo estado, y cuál era la auténtica razón del retiro en que tenía a la suya.

El homenaje que me había rendido el conde había sido largo, pero sin la menor infidelidad al templo que había elegido para sí: ni sus manos, ni sus besos, ni sus deseos se apartaron de él un solo instante. Después de haber igualmente chupado al otro joven, y haber recogido y devorado de la misma manera su semen, me dijo, llevándome a un gabinete vecino, sin dejarme recoger mis ropas.

—Ven, voy a mostrarte de qué se trata.

No conseguí disimular mi turbación, fue espantoso; pero no había manera de hacer cambiar la cara a mi suerte, tenía que beber hasta la hez el cáliz que me habían ofrecido.

Otros dos jóvenes de dieciséis años, no menos bellos ni exhaustos que los dos primeros que habíamos dejado en el salón, tejían un tapiz en aquel gabinete. Se levantaron cuando entramos.

—Narcisse —le dijo el conde a uno de ellos—, esta es la nueva camarera de la condesa. Tengo que probarla, dame mis lancetas.

Narcisse abre un armario, y saca inmediatamente de él todo lo necesario para sangrar. Dejo que vos misma penséis cómo me puse. Mi verdugo vio mi apuro, y se limitó a reírse.

—Colócala, Zéphire —dijo el señor de Gernande al otro joven.

Y aquel niño, al acercarse a mí, me dijo sonriendo:

—No tenga miedo, señorita, eso sólo puede hacerle bien. Póngase así.

Se trataba de estar ligeramente apoyada sobre las rodillas, en el borde de un taburete colocado en el centro de la habitación, con los brazos atados por dos cintas colgadas del techo.

Así que estoy colocada, el conde se me acerca, con la lanceta en la mano. Apenas respiraba, sus ojos soltaban chispas, su rostro daba miedo. Venda mis dos brazos, y en menos de un abrir y cerrar de ojos pincha los dos. Tan pronto como ve la sangre, lanza un grito acompañado de dos o tres blasfemias. Se sienta a seis pies, frente a mí. El ligero ropaje que le cubre no tarda en abrirse: Zéphire se arrodilla entre sus piernas, le chupa; y Narcisse, con los dos pies sobre el sillón de su amo, le presenta para mamar el mismo objeto que él ofrece a chupar al otro. Gernande agarraba los riñones de Zéphire, lo abrazaba, lo apretaba contra sí, pero lo abandonaba de vez en cuando para arrojarme unas miradas encendidas. Mientras tanto mi sangre manaba a grandes chorros y caía sobre dos cuencos blancos colocados debajo de mis brazos. No tardé en debilitarme.

—¡Señor, señor! —exclamé—, tened piedad de mí, me mareo…

Y me tambaleé; retenida por las cintas, no pude caer; pero como mis brazos se movían y mi cabeza flotaba sobre mis hombros, mi cara se inundó de sangre. El conde estaba en plena ebriedad… Sin embargo, no presencié el final de la operación, me desmayé antes de que llegara a buen fin; ¿es posible que sólo pudiera alcanzarlo viéndome en este estado, es posible que su éxtasis supremo dependiera de este cuadro de muerte? Sea como fuere, cuando recuperé el sentido, me encontré en una cama excelente y con dos viejas a mi lado. Así que me vieron con los ojos abiertos, me ofrecieron un caldo, y cada tres horas, durante dos días, sabrosas sopas. En aquel momento, el señor de Gernande me hizo decir que me levantara y que fuera a hablarle al mismo salón donde me había recibido al llegar. Me acompañaron allí: seguía estando un poco débil, pero por lo demás bastante bien; llegué.

—Thérèse —me dijo el conde, haciéndome sentar—, repetiré muy pocas veces pruebas semejantes contigo; tu persona me es útil para otros menesteres; pero era esencial que te hiciera conocer mis gustos y la manera como acabarás un día en esta casa, si me traicionas, si desgraciadamente te dejas sobornar por la mujer a cuyo lado voy a colocarte.

»Esta mujer es la mía, Thérèse, y este título es sin duda el más funesto que pueda tener, ya que le obliga a prestarse a la pasión extravagante de la que tú acabas de ser víctima. No imagines que la trato así por venganza, por desprecio, o por algún sentimiento de odio: es simplemente la historia de las pasiones. Nada iguala el placer que experimento al derramar su sangre… cuando mana me siento embriagado; jamás he disfrutado de ninguna mujer de otra manera. Hace tres años que me casé con ella y exactamente cada cuatro días sufre el tratamiento que tú has experimentado. Su gran juventud (sólo tiene veinte años) y los cuidados especiales que se le dan, todo eso la sostiene; y como se la repara en la misma medida de lo que se la obliga a perder, se va manteniendo bastante bien. Con una sujeción semejante, ya puedes darte cuenta de que no puedo dejarla salir, ni dejar que nadie la vea. Así que la hago pasar por loca, y su madre, la única pariente que le queda, que vive en su castillo a seis leguas de aquí, está tan convencida de ello que ni siquiera se atreve a venir a verla. La condesa implora con mucha frecuencia su perdón, no hay nada que no haga por enternecerme; pero jamás lo conseguirá. Mi lujuria ha decretado su arresto, es invariable, seguirá así mientras pueda: nada le faltará en toda su vida, y como me gusta agotarla, la aguantaré lo más posible; cuando ya no pueda aguantar, ¡mala suerte! Es la cuarta, pronto tendré una quinta, nada me inquieta tan poco como la suerte de una mujer; ¡hay tantas en el mundo, y es tan agradable cambiarlas!

»En cualquier caso, Thérèse, tu trabajo es cuidarla: pierde regularmente dos paletas de sangre cada cuatro días, ahora ya no se desmaya; la costumbre le confiere fuerzas, su agotamiento dura veinticuatro horas, está bien los tres días restantes. Pero puedes entender fácilmente que esta vida le disgusta; no hay nada que no haga por librarse de ella, nada que no emprenda para conseguir comunicar su auténtica situación a su madre. Ya ha seducido a dos de sus camareras, pero sus maniobras fueron descubiertas con el tiempo suficiente para impedir que triunfaran: ella ha sido la causa de la pérdida de las dos desdichadas, ahora se arrepiente de ello, y, aceptando la invariabilidad de su suerte, ha tomado una decisión, y promete no volver a intentar seducir las personas de las que la rodearé. Pero este secreto, lo que puede ocurrir si me traicionan, todo eso, Thérèse, me obliga a colocar a su lado a personas secuestradas como tú lo has sido, a fin de evitar con ello las persecuciones. No habiéndote quitado a nadie, no teniendo que responder de ti a nadie, estoy más capacitado para castigarte, si lo mereces, de una manera que, aunque te arrebate la vida, no me pueda suponer pesquisas ni ningún tipo de sospechas. A partir de este momento, ya no existes en el mundo, dado que puedes desaparecer de él por el más ligero acto de mi voluntad: esta es tu suerte, hija mía, ya ves; afortunada si te portas bien, muerta si intentas traicionarme. En cualquier otro caso, te pediría una respuesta: en la situación en que te encuentras no tengo ninguna necesidad de hacerlo; estás en mi poder, tienes que obedecerme, Thérèse… Pasemos a ver a mi mujer.

Sin nada que objetar a un discurso tan preciso, seguí a mi amo. Cruzamos una larga galería, tan sombría y tan solitaria como el resto del castillo; se abre una puerta, entramos en una antecámara en la que reconozco a las dos viejas que me atendieron durante mi desfallecimiento. Se levantaron y nos introdujeron en un soberbio aposento donde encontramos a la desdichada condesa bordando en un bastidor sobre una tumbona; se levantó cuando vio a su marido.

—Sentaos —le dijo el conde—, os permito que me escuchéis así. Aquí está, al fin, una camarera que os he encontrado, señora —prosiguió—. Confío en que os acordaréis de la suerte que habéis hecho correr a las otras, y que no intentaréis sumir a esta en las mismas desdichas.

—Eso sería inútil —dije entonces, llena de deseos de servir a esa infortunada, y queriendo disimular mis intenciones—; sí, señora, me atrevo a asegurarlo delante de vos, sería inútil, no diréis una sola palabra sin que yo la comunique inmediatamente a vuestro señor esposo, y tened por seguro que no arriesgaré mi vida por serviros.

—No intentaré nada que pueda colocaros en esa situación, señorita —dijo la pobre mujer, que todavía no entendía los motivos que me hacían hablar así—; estad tranquila: sólo pido vuestros cuidados.

—Serán enteramente para vos, señora —contesté—, pero nada más.

Y el conde, encantado conmigo, me estrechó la mano diciéndome al oído:

—Bien, Thérèse, has hecho tu fortuna si te portas como dices.

Después el conde me mostró mi habitación, contigua a la de la condesa, y me hizo observar que el conjunto de este apartamento, cerrado por unas puertas excelentes y rodeado de dobles rejas en todas sus aberturas, no dejaba ninguna esperanza de evasión.

—Aquí hay una terraza —prosiguió el señor de Gernande, acompañándome a un pequeño jardín que estaba a la altura del apartamento—, pero no creo que su altura te dé ganas de medir sus muros. La condesa puede venir a respirar el aire fresco siempre que quiera, tú la acompañaras… Adiós.

Regresé al lado de mi dueña, y como en un principio las dos nos examinamos sin hablar, en este primer instante la estudié lo bastante bien como para poder describirla.

La señora de Gernande, con diecinueve años y medio de edad, poseía el más bello talle, el más noble y más majestuoso que había podido ver; ni uno de sus gestos, ni uno de sus ademanes que no fuera una gracia, ni una de sus miradas que no fuera un sentimiento. Sus ojos eran de la más bella negrura: aunque fuera rubia, nada igualaba su expresión; pero una especie de languidez, consecuencia de sus infortunios, que suavizaba su resplandor, los hacía mil veces más interesantes; tenía la piel muy blanca, y los más hermosos cabellos, la boca muy pequeña, demasiado quizá, me hubiera sorprendido un poco que le hubieran encontrado este defecto: era una bonita rosa todavía poco crecida, pero los dientes de una frescura… ¡los labios de un rosicler!… diríase que el Amor la había coloreado con matices robados a la diosa de las flores. Su nariz era aquilina, estrecha, ceñida por arriba, y coronada por dos cejas de ébano; la barbilla perfectamente bonita, un rostro, en una palabra, bellamente ovalado, en cuyo conjunto reinaba una especie de encanto, de ingenuidad, de candor, que habrían hecho tomar esa cara encantadora, más por la de un ángel que por la fisonomía de una mortal. Sus brazos, su seno, su trasero eran de un esplendor… de una redondez capaz de servir de modelo a los artistas; un vello suave y negro cubría el monte de Venus, sostenido por dos muslos torneados; y, cosa que me sorprendió, pese a la ligereza del talle de la condesa, pese a sus desdichas, nada alteraba su lozanía: sus nalgas redondas y rollizas eran tan carnosas, tan abundantes, tan firmes como si su cintura hubiera sido más marcada y ella hubiera vivido siempre en el seno de la felicidad. Mostraba, sin embargo, sobre todo ello espantosas marcas del libertinaje de su esposo, pero, lo repito, nada alterado… la imagen de un bello lirio donde la abeja ha dejado algunas manchas. A tantos dones, la señora de Gernande sumaba un carácter dulce, una mente novelesca y tierna, ¡un corazón de una sensibilidad!… Instruida, con talento… un arte innato para la seducción, a la que sólo su infame esposo era capaz de resistir, un sonido de voz encantador y mucha piedad. Así era la desdichada esposa del conde de Gernande, así era la criatura angelical contra la que había conspirado; parecía que cuantas más cosas inspiraba, más encendía su ferocidad, y que la abundancia de dones que había recibido de la naturaleza sólo servía de motivos suplementarios para las crueldades de aquel malvado.

—¿Qué día fuisteis sangrada, señora? —le dije, a fin de mostrarle que estaba al corriente de todo.

—Hace tres días —me dijo—, y me toca mañana… —A continuación, con un suspiro—: Sí, mañana… señorita, mañana… seréis testigo de esa bonita escena.

—¿Y la señora no se debilita?

—¡Oh, cielos! Aún no he cumplido veinte años, y estoy segura de que no se está más débil a los setenta. Pero me consuela saber que eso terminará; es absolutamente imposible que viva mucho tiempo así: iré a reunirme con mi padre, iré a buscar en los brazos del Ser Supremo un reposo que los hombres me han negado tan cruelmente en la Tierra.

Estas palabras me rasgaron el corazón; queriendo mantener mi personaje, disimulé mi turbación, pero, en el fondo de mí misma, me prometí a partir de entonces perder mil veces la vida, si era preciso, a cambio de arrebatar del infortunio a esta desdichada víctima de los excesos de un monstruo.

Era el momento de la cena de la condesa. Las dos viejas vinieron a avisarme de que la hiciera pasar a su gabinete: se lo dije. Ella estaba acostumbrada a todo aquello, salió inmediatamente, y las dos viejas, ayudadas por los dos lacayos que me habían detenido, sirvieron una comida suntuosa en una mesa donde mi cubierto estaba colocado en frente del de mi dueña. Los lacayos se retiraron, y las dos viejas me avisaron de que ellas no se moverían de la antecámara a fin de estar a disposición de recibir las órdenes de la señora sobre todo lo que ella pudiera desear. Advertí a la condesa, se sentó, y me invitó a hacer lo mismo con un aire de amistad y de afabilidad que acabó de conquistarme el alma. Sobre la mesa había por lo menos veinte platos.

—A este respecto, ya veis que me cuidan, señorita —me dijo.

—Sí, señora —contesté—, y sé que la voluntad del señor conde es que no os falte nada.

—¡Oh, sí! Pero como los motivos de estas atenciones son tan crueles, me conmueven poco.

La señora de Gernande agotada, y vivamente estimulada por la naturaleza a unas constantes reparaciones, comió mucho. Quiso unas perdices y un ánade de Rouen que le sirvieron inmediatamente. Después de la comida, fue a tomar el aire en la terraza, pero cogida de mi mano: le hubiera sido imposible dar diez pasos sin esta ayuda. Fue en ese momento cuando me enseñó todas las partes de su cuerpo que acabo de describiros; me mostró sus brazos, estaban llenos de cicatrices.

—¡Ah!, no acaba ahí —me dijo—, no hay una sola parte de mi desdichada persona de la que no le guste ver correr la sangre.

Y me mostró sus pies, su cuello, la parte inferior de su seno y otras zonas carnosas igualmente cubiertas de cicatrices. El primer día me limité a algunas protestas suaves, y nos acostamos.

El siguiente era el día fatal de la condesa. El señor de Gernande, que sólo realizada esta operación al final de su cena, terminada siempre antes que su mujer, me hizo decir que me sentara a la mesa con él; allí fue, señora, donde vi operar a aquel ogro de una manera tan terrible que, pese a estar viéndolo, me costó esfuerzo creerlo. Cuatro lacayos, entre los que estaban los dos que me habían conducido al castillo, servían la asombrosa comida. Merece ser detallada: voy a hacerlo sin exagerar; seguramente no habían añadido nada para mí. Así que lo que vi era la historia de todos los días.

Sirvieron dos sopas, una de pasta al azafrán, y la otra de cangrejos con caldo de jamón; en medio un solomillo de buey a la inglesa, ocho entremeses, cinco grandes entrantes, cinco disfrazados y más ligeros, una cabeza de jabalí en medio de ocho platos de asados, a los que siguieron dos servicios de dulces, y dieciséis platos de frutas; helados, seis tipos de vino, cuatro clases de licores, y café. El señor de Gernande probó todos los platos, y algunos los vació por completo; bebió doce botellas de vino, cuatro de Borgoña, con los primeros platos, y cuatro de champagne en el asado; el tokai, el mulseau, el hermitage y el madeira fueron consumidos con la fruta. Terminó con dos botellas de licores de las Islas y diez tazas de café.

Tan fresco al levantarse como si acabara de despertarse, el señor de Gernande me dijo:

—Vamos a sangrar a tu ama; te pido que me digas si lo hago tan bien con ella como contigo.

Dos muchachos a los que todavía no había visto, de la misma edad que los anteriores, nos esperaban a la puerta de los aposentos de la condesa: fue allí donde el conde me contó que tenía doce que le cambiaban cada año. Estos me parecieron aún más lindos que ninguno de los que había visto anteriormente: estaban menos exhaustos que los demás; entramos… Todas las ceremonias que aquí voy a detallaros, eran las que exigía el conde: se respetaban regularmente todos los días, y lo máximo que se cambiaba era el local de las sangrías.

La condesa, envuelta simplemente en una tela de muselina flotante, se arrodilló así que el conde entró.

—¿Estáis preparada? —le preguntó su esposo.

—A todo, señor —contestó humildemente—: Sabéis perfectamente que soy vuestra víctima, y que no tenéis más que mandar.

Entonces el señor de Gernande me dijo que desnudara a su mujer y que se la trajera. Por mucha repugnancia que yo sintiera ante todos estos horrores, ya sabéis señora, que no tenía otra opción que la más total resignación. Vedme siempre, os lo suplico, como una esclava en todo lo que os he contado y en todo lo que me queda por referiros: sólo me prestaba a ello cuando no podía hacer otra cosa, pero no actuaba de buena gana en nada de todo ello.

Así que despojé a mi ama de su túnica y la conduje desnuda al lado de su esposo, ya instalado en un gran sillón: al corriente del ceremonial, ella se subió al sillón, y ella misma le presentó a besar aquella parte favorita que tanto había celebrado en mí, y que me parecía interesarle igualmente en todos los seres y en todos los sexos.

—Ábrase pues, señora —le dijo brutalmente el conde…

Y celebró largo tiempo lo que deseaba ver haciéndole tomar sucesivamente diferentes posiciones. Entreabría, cerraba; con la punta del dedo, o con la lengua, cosquilleaba el estrecho orificio; y otras veces, arrastrado por la ferocidad de sus pasiones, cogía un pellizco de carne, lo apretaba y lo arañaba. Así que había producido una leve herida, su boca se posaba inmediatamente sobre ella. Durante estos crueles preliminares, yo aguantaba a su desdichada víctima, y los dos garzones completamente desnudos se relevaban a su lado; sucesivamente de rodillas entre sus piernas, utilizaban las bocas para excitarlo. Fue entonces cuando vi, no sin una asombrosa sorpresa, que aquel gigante, aquella especie de monstruo, cuyo mero aspecto bastaba para echarse a temblar, apenas era, sin embargo, un hombre: la más menuda, la más ligera excrecencia de carne, o, para que la comparación sea más exacta, lo que se le vería a un niño de tres años, era lo máximo que se descubría en aquel individuo tan enorme y tan corpulento, por otra parte, en todo; pero no por ello sus sensaciones eran menos vivas, y cada vibración de placer significaba para él un ataque de espasmo. Después de esta primera sesión, se tendió sobre el canapé, y quiso que su mujer, a caballo sobre él, mantuviera el trasero sobre su cara, mientras que con su boca le devolvería, por medio de la succión, los mismos ultrajes que acababa de recibir de los jóvenes Ganímedes, los cuales eran excitados, a derecha e izquierda, con sus manos; las mías trabajaban durante ese rato en su trasero: lo cosquilleaba, lo masturbaba en todos los sentidos. Como esta actitud, proseguida durante más de un cuarto de hora, no producía ningún efecto, hubo que cambiarla; por orden del conde, tendí a la condesa sobre una tumbona, acostada de espaldas, con los muslos abiertos al máximo. La visión de lo que se entreabría colocó al conde en una especie de rabia; mira… sus miradas despiden fuego, blasfema; se precipita como un loco furioso sobre su mujer, la pincha con su lanceta en cinco o seis lugares del cuerpo, pero todas estas heridas eran superficiales, apenas dejaban escapar una o dos gotas de sangre. Estas primeras crueldades cesaron finalmente para ser sustituidas por otras. El conde se tranquiliza, deja respirar un instante a su mujer; y ocupándose de sus dos favoritos, los obligaba a chuparse mutuamente, o bien los colocaba de tal modo que a la vez que él chupaba a uno, el otro le chupaba a él, y el que le chupaba volvía con su boca a prestar el mismo servicio al que era chupado: el conde recibía mucho, pero no daba nada. Su saciedad y su impotencia eran tales que ni los mayores esfuerzos conseguían sacarle de su embotamiento: parecía sentir unas titilaciones muy violentas, pero no se manifestaba nada; a veces me ordenaba que yo misma chupara a sus miñones y que corriera inmediatamente a devolver a su boca el incienso que recogiera. Al fin los arroja a los dos sobre la desdichada condesa. Los jóvenes se acercan, la insultan, llevan su insolencia hasta golpearla, y abofetearla, y cuanto más la molestan, más elogiados y aplaudidos son por el conde.

Gernande estaba entonces ocupado conmigo; yo me colocaba frente a él, con mis riñones a la altura de su cara, y él rendía homenaje a su dios, pero no me hizo daño; no sé por qué tampoco atormentó a sus Ganímedes: sólo se metía con la condesa. Es posible que el honor de pertenecerle fuera un título para ser maltratada por él; es posible que sólo le impulsaran a la crueldad los vínculos que conferían fuerza a sus ultrajes. Cabe suponerlo todo en semejantes cabezas, y apostar casi siempre a que lo que les parezca un crimen mayor será lo que más los excite. Al fin nos coloca a sus jóvenes y a mí a los lados de su mujer, entremezclados los unos con los otros: aquí un hombre, allí una mujer, y los cuatro ofreciéndole el trasero; los examina primero de frente, un poco distante, después se acerca, toca, compara, acaricia; los jóvenes y yo no teníamos que sufrir nada, pero cada vez que llegaba a su mujer, la molestaba, la vejaba de una u otra manera. La escena cambia de nuevo: hace colocar a la condesa boca abajo sobre un canapé, y tomando sucesivamente a cada uno de los jóvenes, él mismo los introduce en el estrecho camino ofrecido por la posición de la señora de Gernande: les permite calentarse, pero el sacrificio sólo debe consumarse en su boca; los chupa igualmente a medida que sale. Mientras el uno actúa, se hace chupar por el otro, y su lengua se pierde en el trono de voluptuosidad que le presenta el agente. Este acto es largo, el conde se enfada, se levanta, y quiere que yo sustituya a la condesa; le suplico insistentemente que no me lo exija, no hay manera. Coloca a su mujer de espaldas a lo largo del canapé, me hace pegarme a ella, con los riñones vueltos hacia él, y allí ordena a sus muchachos que me sondeen por el camino prohibido: me los presenta, sólo se introducen guiados por sus manos; es preciso entonces que yo excite a la condesa con mis dedos, y que la bese en la boca. Para él, su ofrenda es la misma; como cada uno de sus miñones sólo puede actuar mostrándole uno de los más dulces objetos de su culto, lo aprovecha lo mejor que puede, y al igual que con la condesa hace que el que me perfora, después de unas cuantas idas y venidas, acuda a derramar en su boca el incienso encendido por mí. Cuando los jóvenes han terminado, se pega a mis riñones y parece querer sustituirlos.

—¡Esfuerzos superfluos! —exclama—… ¡No es eso lo que necesito!… ¡Acción!… ¡Acción!… Por lamentable que parezca mi estado… ya no aguanto más… ¡Vamos, condesa, vuestros brazos!

La cogió entonces con ferocidad, la coloca como había hecho conmigo, los brazos colgados del techo por dos cintas negras: yo estoy encargada de colocarle las vendas; examina las ataduras: viéndolas poco apretadas, las aprieta más, a fin, dice, de que la sangre salga con mayor fuerza; pulsa las venas, y pincha las dos casi al mismo tiempo. La sangre salta muy lejos: él se extasía; y colocándose de nuevo de frente, mientras que los dos manantiales manan, me hace arrodillarme entre sus piernas, a fin de que le chupe; él hace lo mismo a cada uno de sus queridos, sucesivamente, sin apartar la mirada de los chorros de sangre que lo excitan. Por mi parte, convencida de que el instante en que la crisis que espera se produzca significará el cese de los tormentos de la condesa, pongo todo mi esfuerzo en precipitar esa crisis, y me vuelvo, como veis, señora, ramera por beneficencia y libertina por virtud. Al fin llega el desenlace tan esperado, del que yo no conocía ni sus peligros ni su violencia; la última vez que se había producido, estaba desvanecida… ¡Oh, señora! ¡Qué extravío! Gernande llevaba cerca de diez minutos en pleno delirio, debatiéndose como un hombre enfermo de epilepsia, y lanzando unos gritos que se oirían a una legua de distancia; sus juramentos eran excesivos, y golpeando todo lo que le rodeaba, desplegaba unos esfuerzos terribles. Los dos miñones caen patas arriba; quiere arrojarse sobre su mujer, le retengo; acabo de chupársela: la necesidad que siente de mí hace que me respete; al fin lo devuelvo a la razón, desprendiéndole de aquel fluido encendido, cuyo calor, cuyo espesor, y sobre todo cuya abundancia, le ponen en tal estado de frenesí, que yo creía que iba a expirar; siete u ocho cucharas apenas habrían bastado para contener la dosis, y el potaje más espeso describiría mal su consistencia; con todo ello nada de erección, la apariencia misma del agotamiento: son unas contradicciones que explicarán los médicos mejor que yo. El conde comía en exceso, y sólo se desahogaba cada vez que sangraba a su mujer, o sea cada cuatro días. ¿Estaba ahí la causa del fenómeno? Lo ignoro, y no atreviéndome a explicar lo que no entiendo, me limitaré a referir lo que vi.

Mientras tanto corro hacia la condesa, restaño su sangre, la desato y la coloco sobre un canapé en un gran estado de debilidad; pero el conde, sin preocuparse, sin dignarse arrojar ni una mirada sobre la desdichada víctima de su rabia, sale bruscamente con sus miñones, dejándome ordenarlo todo como yo quiera. Esta es la fatal indiferencia que caracteriza, mejor que cualquier otra cosa, el alma de un auténtico libertino: ¿sólo está arrastrado por la fogosidad de sus pasiones? El remordimiento se dibujará en su rostro, cuando vea en estado de calma los funestos efectos del delirio; ¿su alma está enteramente corrompida? Semejantes consecuencias no le horrorizarán en absoluto: las contemplará sin pena y sin pesar, quizás incluso todavía con alguna emoción por las infames voluptuosidades que las produjeron.

Hice acostar a la señora de Gernande. Por lo que ella me dijo, esta vez había perdido mucho más que de costumbre; pero se le prodigaron tantos cuidados y tantos reconstituyentes que, al cabo de dos días, ya no lo parecía. Aquella misma noche, así que ya no tuve nada que hacer al lado de la condesa, Gernande me comunicó que fuera a hablar con él. Cenaba; yo tenía que servir aquella cena consumida por él con aún mayor intemperancia que el almuerzo; cuatro de sus miñones se sentaban a su mesa, y allí, regularmente todas las noches, el libertino bebía hasta emborracharse: pero veinte botellas de los más excelentes vinos apenas bastaban para conseguirlo, y más de una vez le vi vaciar treinta. Sostenido por sus favoritos, el libertino se acostaba luego cada noche en la cama con dos de ellos. Pero él no daba nada por su parte, y todo ello no eran más que vehículos que le preparaban para la gran escena.

Mientras tanto, yo había descubierto el secreto de agradar de manera increíble a aquel hombre: confesaba espontáneamente que pocas mujeres le habían gustado tanto. Con ello adquirí derecho a su confianza, de la que sólo me aproveché para servir a mi ama.

Una mañana que Gernande me había hecho ir a su gabinete para comunicarme unos nuevos proyectos de libertinaje, después de haberle escuchado y aplaudido calurosamente, quise, viéndole bastante tranquilo, intentar enternecerle sobre la suerte de su desdichada esposa:

—¿Es posible, señor —le dije—, que podáis tratar a una mujer de esta manera, independientemente de todos sus vínculos con vos? Dignaos pensar en las gracias conmovedoras de su sexo.

—¡Oh, Thérèse! —me contestó el conde—. Sé inteligente. ¿Cómo puedes utilizar como razones para calmarme las que precisamente más me excitan? Atiéndeme, querida muchacha —prosiguió haciéndome sentar a su lado—, sean cuales sean los insultos que me oirás proferir contra tu sexo, no te acalores. Dame razones, y si son buenas, me rendiré a ellas.

»¿Con qué derecho, por favor, pretendes, Thérèse, que un marido esté obligado a procurar la felicidad de su mujer? ¿Y qué títulos se atreve a alegar esa mujer para exigirlo de su marido? La necesidad de hacerse recíprocamente felices sólo puede existir legalmente entre dos seres igualmente dotados de la facultad de hacerse daño, y por consiguiente entre dos seres de idéntica fuerza. Una asociación semejante sólo puede producirse si se establece inmediatamente el pacto entre esos dos seres de comportarse entre sí de modo que el uso de sus respectivas fuerzas no pueda dañar a ninguno de los dos; pero es imposible que exista esta convención entre el ser fuerte y el ser débil. ¿Con qué derecho exigirá el último que el otro le trate con miramientos? ¿Y por qué imbecilidad se comprometería el primero a hacerlo? Puedo consentir en no utilizar mis fuerzas contra aquel que es capaz de hacérseme temible con las suyas; pero ¿por qué motivo debilitaría sus efectos con el ser cuya naturaleza me sirve? Tú me contestarás: ¿por piedad? Ese sentimiento sólo es compatible con el ser que se me asemeja, y como es egoísta su efecto sólo se produce con la condición tácita de que el individuo que me inspirará conmiseración también la sienta respecto a mí: pero si yo lo domino constantemente con mi superioridad, al serme inútil su conmiseración, jamás debo, por poseerla, consentir en ningún sacrificio. ¿No sería un engaño sentir piedad del pollo que degüellan para mi cena? Un individuo tan inferior a mí, privado de cualquier relación conmigo, jamás puede inspirarme ningún sentimiento. Pues bien, las relaciones de la esposa con el marido no tienen una consecuencia diferente que la del pollo conmigo; ambos son unos animales familiares que hay que utilizar, que hay que emplear para el uso indicado por la naturaleza, sin diferenciarlos en lo más mínimo. Vaya, me pregunto que si la intención de la naturaleza fuera la de que vuestro sexo hubiera sido creado para la dicha del nuestro, y viceversa, ¿habría cometido, esta naturaleza ciega, tantas inepcias en la construcción de uno y otro sexo?, ¿les habría conferido mutuamente unos errores tan graves de los que debían resultar indefectiblemente el alejamiento y la antipatía mutuas? Sin ir a buscar unos ejemplos más lejos, con la conformación que tú me conoces, dime, por favor, Thérèse, ¿a qué mujer podría yo hacer feliz, y, a la inversa, qué hombre podrá encontrar dulce el goce de una mujer, si no está dotado de las gigantescas proporciones necesarias para contentarla? ¿Serán, en tu opinión, las cualidades morales las que la compensarán de los defectos físicos? ¿Y qué ser razonable, conociendo una mujer a fondo, no exclamará con Eurípides: “Aquel de los dioses que ha puesto la mujer en el mundo, puede vanagloriarse de haber producido la peor de todas las criaturas, y la más molesta para el hombre”? Si, por consiguiente, está demostrado que los dos sexos no se convienen mutuamente en absoluto, y que no existe querella fundada, por parte de uno, que no convenga inmediatamente al otro, es falso, pues, a partir de ahí, que la naturaleza los haya creado para su felicidad recíproca. Puede haberles permitido el deseo de juntarse para concurrir al objetivo de la propagación, pero en absoluto el de unirse con la intención de que el uno procure la felicidad del otro. Así, pues, no teniendo el más débil ningún título a reclamar para obtener la piedad del más fuerte, y no pudiendo ya oponerle que puede hallar su felicidad en él, no tiene otra opción que la sumisión; y como, pese a la dificultad de esta felicidad mutua, está en la esencia de los individuos de uno y otro sexo trabajar en procurársela, el más débil debe reunir sobre él, mediante esta sumisión, la única dosis de felicidad que le sea dable recoger, y el más fuerte debe trabajar en la propia, por la vía de opresión que le plazca emplear, ya que está demostrado que la única dicha de la fuerza reside en el ejercicio de las facultades del fuerte, es decir en la más completa opresión. Así, esa felicidad que los dos sexos no pueden encontrar conjuntamente, la encontrarán, el uno con su obediencia ciega, el otro con la más absoluta energía de su dominación. ¡Qué!, si no estuviera en la intención de la naturaleza que uno de los sexos tiranizara al otro, ¿acaso no los habría creado de fuerza igual? Al hacer a uno de ellos inferior al otro en todos los puntos, ¿no ha indicado de manera suficiente que su voluntad era que el más fuerte utilizara los derechos que ella le daba? Cuanto más extiende este su autoridad, más desdichada hace, con ello, a la mujer unida a su suerte, y mejor ejecuta así los designios de la naturaleza. No es a partir de las quejas del ser débil que hay que juzgar el procedimiento; en tal caso los juicios sólo podrían ser viciosos, ya que sólo tomaríais, al hacerlos, las ideas del débil: hay que juzgar la acción por el poder del fuerte, por la amplitud que ha dado a su poder, y cuando los efectos de esta fuerza recaen sobre una mujer, examinar entonces lo que es una mujer, la manera como este ser despreciable ha sido vista, tanto en la antigüedad como en nuestros días, por las tres cuartas partes de los pueblos de la Tierra.

»Ahora bien, ¿qué veo al proceder con sangre fría a este examen? Una criatura enclenque, siempre inferior al hombre, infinitamente menos hermosa que él, menos ingeniosa, menos buena, constituida de una manera asquerosa, enteramente opuesta a lo que puede gustar al hombre, a lo que debe deleitarle…, un ser malsano las tres cuartas partes de su vida, incapaz de satisfacer a su esposo todo el tiempo en que la naturaleza le obliga al embarazo, de un humor agrio, desabrido, imperioso; tirana, si se le conceden unos derechos, baja y rastrera si se la cautiva; pero siempre falsa, siempre malvada, siempre peligrosa; una criatura tan perversa en fin, que fue muy seriamente discutido durante varias sesiones del concilio de Mâcon, si este individuo extravagante, tan diferente del hombre como del hombre lo es el simio de la selva, podía pretender al título de criatura humana, y se debía razonablemente concedérselo. Pero ¿fue esto un error del siglo, y la mujer había sido mejor vista en los que lo precedieron? ¿Los persas, los medas, los babilonios, los griegos, los romanos honraban a este sexo odioso que hoy nos atrevemos a convertir en nuestro ídolo? ¡Ay!, lo veo oprimido en todas partes, en todas partes alejado rigurosamente de la administración, en todas partes despreciado, envilecido, encerrado; en una palabra, tratadas en todas partes las mujeres como unas bestias que se utilizaban en el instante necesario, y que se encierran acto seguido en el redil. Si me detengo un momento en Roma, oigo al sabio Catón gritarme desde el seno de la antigua capital del mundo: “Si los hombres estuvieran sin mujeres, seguirían conversando con los dioses”. Escucho a un senador romano comenzar su arenga con estas palabras: “Señores, si nos fuera posible vivir sin mujeres, entonces conoceríamos la auténtica felicidad”. Oigo a los poetas cantar en los teatros de Grecia: “¡Oh, Júpiter! ¿Qué razón pudo obligarte a crear mujeres? ¿No podías dar el ser a los humanos por unos caminos mejores y más cuerdos, por unos medios, en una palabra, que nos hubieran evitado el azote de las mujeres?”. Veo a estos mismos pueblos, los griegos, sentir por ese sexo tal desprecio que se precisan leyes para obligar a un espartano a la propagación, y que una de las penas de estas sabias repúblicas es obligar al malhechor a vestirse de mujer, es decir, a disfrazarse del ser más vil y más despreciado que conocen.

»Sin seguir buscando ejemplos en unos siglos tan alejados de nosotros, ¿con qué mirada este desgraciado sexo es visto todavía ahora en la superficie del globo? ¿Cómo es tratado? Lo veo, encerrado en toda Asia, servir allí de esclavo a los bárbaros caprichos de un déspota que lo molesta, lo atormenta, y se ríe de sus dolores. En América, veo unos pueblos naturalmente humanos, los esquimales, practicar entre los hombres todos los actos posibles de beneficencia, y tratar a las mujeres con toda la dureza imaginable; las veo humilladas, prostituidas a los extranjeros en una parte del universo, servir de moneda en otra. En África, mucho más envilecidas sin duda, las veo ejerciendo la función de bestias de carga, trabajar la tierra, sembrarla y servir a sus maridos de rodillas. ¿Seguiré al capitán Cook en sus nuevos descubrimientos? ¿La encantadora isla de Otaïti, donde el embarazo es un crimen que vale a veces la muerte a la madre, y casi siempre al hijo, me ofrecerá unas mujeres más dichosas? En otras islas descubiertas por ese mismo marino, las veo golpeadas y vejadas por sus propios hijos, y al propio marido juntarse a su familia para atormentarla con mayor rigor.

»¡Oh, Thérèse!, no te asombres en absoluto de todo eso, no te sorprendas más del derecho absoluto que tuvieron, en todos los tiempos, los esposos sobre sus mujeres: cuanto más próximos están los pueblos a la naturaleza, mejor siguen sus leyes; la mujer no puede tener con su marido otras relaciones que las del esclavo con su dueño; carece decididamente de ningún derecho para pretender a títulos más queridos. No hay que confundir con unos derechos algunos ridículos abusos que, degradando nuestro sexo, enaltecieron por un instante el vuestro: hay que buscar la causa de estos abusos, proclamarla, y retornar más constantemente después a los sabios consejos de la razón. Y ahí tienes, Thérèse, la causa del respeto momentáneo que obtuvo tiempo atrás tu sexo, y que sigue engañando, sin que se den cuenta, a los que prolongan este respeto.

»Antaño en las Galias, o sea en la única parte del mundo que no trataba del todo a las mujeres como esclavas, ellas tenían el hábito de profetizar, de decir la buena ventura: el pueblo se imaginó que triunfaban en este oficio gracias al comercio íntimo que sostenían sin duda con los dioses; a partir de ahí fueron, por decirlo de algún modo, asociadas al sacerdocio, y disfrutaron de una parte de la consideración dedicada a los sacerdotes. La Caballería se estableció en Francia sobre estos prejuicios, y considerándolos favorables a su espíritu, los adoptó; pero ocurrió con esto como con todo: las causas se apagaron y los efectos se mantuvieron; la Caballería desapareció, y los prejuicios que había alimentado se incrementaron. El antiguo respeto concedido a unos títulos quiméricos no pudo ni siquiera aniquilarse, cuando se disipó lo que sustentaba estos títulos: dejamos de respetar a las brujas, pero se veneró a las rameras, y lo que es peor, seguimos degollándonos por ellas. Que semejantes banalidades cesen de influir sobre la mente de los filósofos, y, devolviendo las mujeres a su auténtico lugar, vean únicamente en ellas, tal como indica la naturaleza, tal como admiten los pueblos más sabios, unos individuos creados para sus placeres, sometidos a sus caprichos, cuya debilidad y maldad sólo deben merecer de ellos el desprecio.

»Pero no únicamente, Thérèse, todos los pueblos de la tierra disfrutaron de los derechos más amplios sobre sus mujeres, ocurrió incluso que las condenaban a muerte así que venían al mundo, conservando únicamente el pequeño número necesario para la reproducción de la especie. Los árabes, conocidos con el nombre de koreihs, enterraban a sus hijas a partir de la edad de siete años, en una montaña cerca de La Meca, porque un sexo tan vil les parecía, decía, indigno de ver el día. En el serrallo del rey de Aquem, por la mera sospecha de infidelidad, por la más ligera desobediencia en el servicio de las voluptuosidades del príncipe, o tan pronto como inspiran repugnancia, los más espantosos suplicios les sirven al instante de castigo. En las orillas del Ganges, están obligadas a inmolarse ellas mismas sobre las cenizas de sus esposos, como inútiles al mundo, así que sus amos ya no pueden disfrutar de ellas. En otras partes se las expulsa como animales salvajes, y es un honor matar muchas de ellas; en Egipto, se las inmola a los dioses; en Formosa, se las pisotea si quedan embarazadas. Las leyes germanas sólo condenaban a diez escudos de multa a quien mataba a una mujer ajena, a nada si era la propia o una cortesana. En todas partes, repito, en una palabra, en todas partes, veo las mujeres humilladas, maltratadas, por doquier sacrificadas a la superstición de los sacerdotes, a la barbarie de los esposos o a los caprichos de los libertinos. Y porque yo tenga la desdicha de vivir en un pueblo todavía lo bastante grosero como para no atreverse a abolir el más ridículo de los prejuicios, ¿me privaré de los derechos que la naturaleza me concede sobre ese sexo?, ¿renunciaré a todos los placeres que nacen de esos derechos?… No, no, Thérèse, eso no es justo: ocultaré mi conducta, ya que es necesario, pero me desquitaré en silencio, en el retiro en que me exilio, de las cadenas absurdas a que me condena la legislación, y allí trataré a mi mujer como autoriza el derecho en todos los códigos del universo, en mi corazón y en la naturaleza.

—¡Oh, señor! —le dije—, vuestra conversión es imposible.

—Por consiguiente no te aconsejo que la emprendas, Thérèse —me contestó Gernande—: El árbol es demasiado viejo para ser doblegado; a mis años es posible dar unos cuantos pasos más en el camino del mal, pero ni uno solo en el del bien. Mis principios y mis gustos hicieron mi felicidad desde mi infancia, fueron siempre la única base de mi comportamiento y de mis acciones: tal vez vaya más lejos, percibo que es posible, pero retroceder, no; siento demasiado horror por los prejuicios de los hombres, odio con excesiva sinceridad su civilización, sus virtudes y sus dioses, para sacrificarles jamás mis inclinaciones.

A partir de este momento vi perfectamente que no tenía otra posición que tomar, tanto para escapar de esta casa como para liberar a la condesa, que utilizar la astucia y ponerme de acuerdo con ella.

Al cabo de un año de estar a su lado, yo le había dejado leer en demasía en mi corazón como para que ella no se convenciera del deseo que yo sentía de servirla, y como para que no adivinara lo que en un principio me había hecho actuar de manera diferente. Me abrí más, ella se entregó: acordamos nuestros planes. Se trataba de informar a su madre, de abrirle los ojos sobre las infamias del conde. La señora de Gernande no tenía la menor duda de que esta dama infortunada correría inmediatamente a romper las cadenas de su hija; pero cómo conseguirlo, ¡estábamos tan bien encerradas, tan vigiladas! Acostumbrada a salvar muros, medí con la mirada los de la terraza: apenas tenían treinta pies; ninguna valla apareció ante mis ojos; creo que una vez al pie de esas murallas, nos hallábamos en los caminos del bosque; pero como la condesa había llegado de noche a su apartamento, y jamás había salido de él, no pudo confirmar mis ideas. Me decidí a intentar la escalada. La señora de Gernande escribió a su madre la carta más idónea del mundo para enternecerla y decidirla a acudir en ayuda de una hija tan desdichada; yo metí la carta en mi seno, abracé a la querida y cautivadora mujer, y ayudada después por nuestras sábanas, así que se hizo de noche, me dejé deslizar a la parte inferior de esa fortaleza. ¡Qué fue de mí, oh, cielos, cuando descubrí que faltaba mucho para que estuviera fuera del recinto! Sólo me hallaba en el parque, y en un parque rodeado de muros cuya visión me había sido ocultada por el espesor de los árboles y por su cantidad: esos muros tenían más de cuarenta pies de altura, completamente sembrados de cristales en la cresta, y de un espesor prodigioso… ¿Qué sería de mí? El día estaba a punto de aparecer: ¿qué pensarían de mí al verme en un lugar en el que sólo podía estar con el proyecto seguro de una evasión? ¿Podía escapar al furor del conde? ¿Qué probabilidad había de que aquel ogro no se abrevara con mi sangre para castigarme por una falta semejante? Regresar era imposible, la condesa había retirado las sábanas; llamar a las puertas, significaba traicionarse aún con mayor seguridad: poco faltó entonces para que no perdiera la cabeza por completo y no cediera con violencia a los efectos de la desesperación. Si había descubierto alguna compasión en el alma del conde, es posible que la esperanza me hubiera engañado por un instante, pero un tirano, un bárbaro, un hombre que detestaba a las mujeres y que, decía, llevaba mucho tiempo buscando la ocasión de inmolar una, haciéndole perder su sangre, gota a gota, para ver cuántas horas podría vivir así… Era indudable que yo iba a servir para la prueba. Sin saber, pues, qué hacer conmigo, descubriendo peligros en todas partes, me arrojé a los pies de un árbol, decidida a esperar mi suerte, y resignándome en silencio a las voluntades del Eterno… Llega al fin el día: ¡santo cielo!, el primer objeto que se presenta ante mí… es el propio conde: había hecho un calor terrible durante la noche; había salido para tomar el aire. Cree engañarse, cree ver un espectro, retrocede: rara vez es el valor la virtud de los traidores. Me levanto temblorosa, me precipito a sus rodillas.

—¿Qué haces ahí, Thérèse? —me dice.

—¡Oh, señor, castigadme! —contesté—, soy culpable, y no tengo nada que decir.

Desgraciadamente había olvidado, en mi turbación, romper la carta de la condesa: se lo imagina, me la pide, quiero negarme; pero Gernande, viendo asomar la carta fatal por el pañuelo de mi seno, la coge, la devora, y me ordena que le siga.

Regresamos al castillo por una escalera oculta que daba debajo de los porches; todavía reinaba en él el mayor de los silencios; después de unos cuantos rodeos, el conde abre un calabozo y me arroja a él.

—Joven imprudente —me dijo entonces—, ya te había prevenido de que el crimen que acabas de cometer se castigaba aquí con la muerte: prepárate, pues, a sufrir el castigo en que has querido incurrir. Mañana, al levantarme de la mesa, vendré a despedirte.

Me precipito de nuevo a sus rodillas, pero cogiéndome por los cabellos, me arrastra por el suelo, me obliga a dar así dos o tres vueltas a mi prisión, y acaba por arrojarme contra las paredes como para aplastarme.

—Merecerías que te abriera ahora mismo las cuatro venas —dijo al cerrar la puerta—, y si demoro tu suplicio, puedes estar bien segura de que sólo es para hacerlo más horrible.

Está fuera, y yo en la más violenta agitación. No os describo la noche que pasé; los tormentos de la imaginación unidos a los males físicos que las primeras crueldades de aquel monstruo acababan de hacerme padecer, la convirtieron en una de las más espantosas de mi vida. No es posible imaginar las angustias de un desdichado que espera su suplicio en cualquier momento, a quien se le ha arrebatado la esperanza, y que no sabe si el minuto que respira será el último de sus días. Inseguro acerca de su suplicio, se lo imagina de mil maneras a cual más horrible; el más mínimo ruido que escucha le parece ser el de sus verdugos; su sangre se detiene, su corazón se apaga, y la espada que terminará con sus días es menos cruel que esos funestos instantes en que la muerte le amenaza.

Es muy probable que el conde comenzara por vengarse de su mujer; el acontecimiento que me salvó os convencerá de ello como a mí: ya llevaba treinta y seis horas en la crisis que acabo de describiros sin que me hubiera llegado la menor ayuda, cuando se abrió mi puerta y apareció el conde; estaba solo, el furor brillaba en sus ojos.

—Ya debes imaginarte —me dijo— el tipo de muerte que sufrirás: es preciso que tu sangre perversa mane con todo detalle; serás sangrada tres veces por día, quiero ver cuánto tiempo podrás vivir de esta manera. Es una experiencia que ardía en deseos de hacer, ya lo sabes, te agradezco que me ofrezcas los medios.

Y el monstruo, sin ocuparse de momento de más pasiones que de su venganza, me hace tender un brazo, me pincha, y venda la herida después de dos paletas de sangre. Apenas había terminado, cuando se oyen unos gritos.

—¡Señor!… ¡señor! —le dijo al aparecer una de las viejas que nos servían—, venid cuanto antes, la señora se muere, quiere hablar con vos antes de entregar su alma.

Y la vieja regresa corriendo al lado de su ama.

Por acostumbrado que esté al crimen, es raro que la noticia de su cumplimiento no asuste al que acaba de cometerlo. Este terror venga a la virtud: es el instante en que recupera sus derechos. Gernande sale desorientado, se olvida de cerrar las puertas. Me aprovecho de la circunstancia, por más debilitada que esté por un ayuno de más de cuarenta horas y por una sangría: me precipito fuera de mi calabozo, todo está abierto, atravieso los patios, y ya estoy en el bosque sin que nadie me haya descubierto. «Adelante», me dije, «adelante con valor; si el fuerte desprecia al débil, existe un Dios poderoso que protege a este y que no le abandona jamás». Pletórica con estas ideas, avanzo con ardor, y antes de que la noche se cierre, me encuentro en una choza a cuatro leguas del castillo. Me restaba un poco de dinero, me hice cuidar lo mejor que pude: unas pocas horas me restablecieron. Salí de allí al arrancar el día, y habiéndome hecho indicar el camino, y renunciando a todos los proyectos de denuncias, tanto antiguas como nuevas, me encaminé hacia Lyon adonde llegué al octavo día, muy débil, muy enferma, pero afortunadamente sin ser perseguida. Allí sólo pensé en restablecerme antes de llegar a Grenoble, donde siempre había pensado que me aguardaba la felicidad.

Un día que hojeaba por casualidad una gaceta extranjera, ¡cuál no sería mi sorpresa al reconocer una vez más en ella el crimen coronado, y descubrir en lo más alto a uno de los principales autores de mis males! Rodin, aquel cirujano de Saint-Marcel, aquel infame que me había castigado tan cruelmente por haber querido evitarle el asesinato de su hija, acababa, decía el diario, de ser nombrado primer cirujano de la emperatriz de Rusia, con unos emolumentos considerables. «¡Que sea afortunado el malvado», me dije, «que lo sea, ya que así lo quiere la Providencia! Y tú, desdichada criatura, sufre, sufre sin quejarte, ya que está dicho que las tribulaciones y las penas deben ser el espantoso patrimonio de la virtud; no importa, jamás me cansaré de ella».

No habían terminado todavía para mí esos ejemplos sorprendentes del triunfo de los vicios, ejemplos tan descorazonadores para la virtud, y la prosperidad del personaje que estaba a punto de reencontrar tenía que contrariarme y sorprenderme más que cualquier otra, sin duda, ya que era uno de los hombres de los que había recibido los más sangrantes ultrajes. Sólo me ocupaba ya de mi partida, cuando recibí una noche un billete que me fue entregado por un lacayo vestido de gris, absolutamente desconocido por mí; al entregármelo, me dijo que su amo le había encarecido que obtuviera sin falta una respuesta mía. El billete decía así:

«Un hombre que tiene algunas deudas con vos, que cree haberos reconocido en la plaza de Bellecour, arde en deseos de veros y reparar su conducta: apresuraos a encontrarle; tiene cosas que deciros, que tal vez le absolverán de lo que os debe».

El billete no iba firmado, y el lacayo no daba mayores explicaciones. Después de comunicarle que estaba decidida a no responder nada si no sabía quién era su amo, me dijo:

—Es el señor de Saint-Florent, señorita. Tuvo el honor de conoceros hace tiempo en los alrededores de París. Según dice, le prestasteis unos servicios de los que arde en deseos de compensaros. Ahora está a la cabeza del comercio de esta ciudad, y disfruta a la vez de una consideración y de un patrimonio que le ponen en la situación de demostraros su gratitud. Os espera.

No tardé en tomar una decisión. Si este hombre no tenía buenas intenciones conmigo, me decía, ¿sería verosímil que me escribiera, que me hablara de esta manera? Siente remordimientos por sus infamias anteriores, recuerda con espanto haberme arrancado lo que yo más quería, y haberme reducido, por el encadenamiento de sus horrores, al más cruel estado en que pueda hallarse una mujer… Sí, sí, no hay duda, son remordimientos, sería culpable hacia el Ser supremo si no me prestara a aplacarlos. ¿Me hallo en situación, además, de rechazar la ayuda que se presenta? ¿No debo más bien apresurarme a coger todo lo que se me ofrece para consolarme? Este hombre quiere verme en su mansión: su fortuna debe rodearle de personas delante de las cuales se respetará demasiado para atreverse a faltarme una vez más, y en el estado en que me hallo, ¡Dios mío!, ¿puedo inspirarle otra cosa que conmiseración? Aseguré, pues, al lacayo de Saint-Florent que a las once de la mañana del día siguiente tendría el placer de ir a saludar a su amo, que lo felicitaba por los favores que había recibido de la Fortuna, que estaba muy lejos de haberme tratado a mí como a él.

Regresé a la posada, pero tan preocupada por lo que quería contarme aquel hombre que no pegué ojo en toda la noche. Llego finalmente a la dirección indicada: una mansión soberbia, una multitud de lacayos, las miradas humillantes de esta rica canalla sobre el infortunio que desprecia, todo ello se impone y estoy a punto de retirarme, cuando el mismo lacayo que me había hablado la víspera me aborda y me conduce, tranquilizándome, a un suntuoso gabinete donde reconozco perfectamente a mi verdugo, aunque entonces con cuarenta y cinco años de edad, y cerca de nueve sin haberlo visto. No se levanta en absoluto, pero ordena que nos dejen solos, y me indica con un gesto que vaya a sentarme en una silla al lado del vasto sillón que lo contiene.

—He querido volverte a ver, hija mía —dijo, con el tono humillante de la superioridad—, no porque crea tener grandes deudas contigo, ni porque una molesta reminiscencia me obligue a unas reparaciones de las cuales me creo por encima; sino porque recuerdo que en el escaso tiempo en que nos conocimos, me demostraste tu inteligencia: la necesitarás para lo que voy a proponerte, y si aceptas, la necesidad que entonces tendré de ti te permitirá encontrar en mi fortuna los recursos que te son necesarios, y que en vano podrías contar sin eso.

Quise contestar con algunos reproches a la frivolidad de este comienzo; Saint-Florent me impuso silencio.

—Dejemos a un lado lo ocurrido —me dijo—, es la historia de las pasiones, y mis principios me llevan a creer que ningún freno debe detener su fogosidad; cuando hablan, hay que servirlas, esa es mi ley. Cuando los ladrones con los que estabas me atraparon, ¿me viste quejarme de mi suerte? Consolarse y actuar astutamente, si se es el más débil, disfrutar de todos sus derechos si se es el más fuerte, ese es mi sistema. Tú eras joven y bonita, Thérèse, nos hallábamos en el fondo de un bosque, no hay voluptuosidad en el mundo que inflame mis sentidos como la violación de una virgen: lo eras, te violé; es posible que hubiera hecho algo peor, si lo que intentaba no hubiera tenido éxito, y tú me hubieras puesto resistencia. Pero te robé, te dejé sin recursos en plena noche, en un camino peligroso; dos motivos provocaron este nuevo delito: necesitaba dinero, no lo tenía; en cuanto a la otra razón que pudo llevarme a esta actitud, te la explicaría inútilmente, Thérèse, y no la entenderías. Sólo los seres que conocen el corazón del hombre, que han estudiado sus dobleces, que han desenredado los rincones más impenetrables de este dédalo oscuro, podrían explicarte esta especie de extravío.

—¡Cómo, señor!, os había ofrecido dinero… acababa de haceros un favor… ser pagada por todo lo que había hecho por vos con una traición tan negra… ¿decís que es algo que puede entenderse, que puede justificarse?

—¡Pues sí, Thérèse, pues sí! La prueba de que es algo que puede justificarse es que al acabar de robarte, de maltratarte… (porque te pegué, Thérèse), ¡pues bien!, a veinte pasos de allí, pensando en el estado en que te dejaba, reencontré inmediatamente en esas ideas fuerzas para nuevos ultrajes, que, sin eso, tal vez jamás hubiera hecho. Tú sólo habías perdido una de tus primicias… ya me iba, retrocedí, y te hice perder la otra… ¡Así que es cierto que en determinadas almas la voluptuosidad puede nacer en el seno del crimen! ¿Qué digo? Lo cierto es que sólo el crimen la despierta y determina, y que no existe una sola voluptuosidad en el mundo que no inflame y que no mejore…

—¡Oh, señor, qué horror!

—¿Acaso no podía cometer otro mayor?… Estuve a punto, te lo confieso; pero estaba convencido de que ibas a quedar reducida a los últimos extremos: esta idea me satisfizo, te abandoné. Dejemos eso, Thérèse, y pasemos al objeto que me ha hecho desear verte.

»Este gusto increíble que siento por las dos virginidades de una jovencita no me ha abandonado en absoluto, Thérèse —continuó Saint-Florent—; ocurre con esto como con todos las restantes extravíos del libertinaje: cuanto más envejeces, más fuerza adquieren; de los antiguos delitos nacen nuevos deseos, y nuevos crímenes de estos deseos. Todo eso carecería de importancia, querida, si lo que se utiliza para satisfacerlo no fuera en sí mismo muy culpable. Pero como la necesidad del mal es el primer móvil de nuestros caprichos, cuanto más criminal es lo que nos empuja, más excitados nos sentimos. Una vez ahí, sólo deploramos la mediocridad de los medios: cuanto más se extiende su atrocidad, más excitante se vuelve nuestra voluptuosidad, y más nos hundimos así en el cenagal sin el más leve deseo de salir de él.

»Es mi historia, Thérèse; cada día, mis sacrificios precisan dos jovencitas. ¿He disfrutado?, no sólo no vuelvo a ver los objetos, sino que se hace incluso esencial para la absoluta satisfacción de mis fantasías que estos objetos salgan inmediatamente de la ciudad: saborearía mal los placeres del día siguiente si imaginara que las víctimas de la víspera siguen respirando el mismo aire que yo. El medio de liberarme de ellas es fácil. ¿Lo creerías, Thérèse? Son mis excesos los que llenan el Languedoc y la Provenza de la multitud de objetos de libertinaje que encierra su seno[5]: una hora después de que estas jovencitas me hayan servido, unos emisarios de confianza las embarcan y las venden a las alcahuetas de Nîmes, de Montpellier, de Toulouse, de Aix y de Marsella. Este comercio, en el que llevo dos tercios del beneficio, me compensa ampliamente de lo que los sujetos me cuestan, y así satisfago dos de mis más queridas pasiones, la lujuria y la codicia. Pero los descubrimientos y las seducciones me dan trabajo; además, la clase de sujetos es extremadamente importante para mi lubricidad: quiero que todas ellas procedan de estos asilos de la miseria en los que la necesidad de vivir y la imposibilidad de conseguirlo, absorbiendo el valor, el orgullo y la delicadeza, enervando finalmente el alma, determina, en la esperanza de una subsistencia indispensable, a todo lo que parece tener que asegurarla. Hurgo despiadadamente en todos estos reductos: no puedes imaginar lo que me dan. Voy más lejos, Thérèse: la actividad, la industria, un poco de bienestar, enfrentándose a mis sobornos, me arrebatarían una gran parte de los sujetos; yo opongo a estos escollos el crédito de que disfruto en esta ciudad, provoco unas oscilaciones en el comercio, o unas carestías en los víveres, que, multiplicando las clases de pobreza, quitándole por una parte los medios de trabajo, y dificultándole por otra los de la vida, aumentan en proporción igual la suma de los sujetos que la miseria me entrega. La astucia es conocida, Thérèse: estas escaseces de leña, de trigo y de otros comestibles, que han estremecido a París durante tantos años, no tenían otro objetivo que los que me animan; la avaricia, el libertinaje, estas son las pasiones que, desde el seno de los dorados artesonados, tienden una maraña de redes hasta el humilde techo del pobre. Pero, por mucha habilidad que ponga en práctica para apretar por un lado, si mis manos diestras no arrancan rápidamente del otro, me quedo sin nada que llevarme a la boca, y la máquina funciona tan mal como si yo no agotara mi imaginación en recursos y mi crédito en operaciones. Así que necesito una mujer lista, joven, inteligente, que, habiendo pasado ella misma por los espinosos senderos de la miseria, conozca mejor que nadie los medios de seducir a las que transitan por ellos; una mujer cuya mirada penetrante adivine la adversidad en sus géneros más tenebrosos, y cuya mente sobornadora decida a las víctimas a escapar de la opresión por los medios que yo presento; una mujer inteligente finalmente, tan carente de escrúpulos como de piedad, que no descuide nada para triunfar, ni siquiera cortar los escasos recursos que, apoyando todavía la esperanza de estas infortunadas, les impide decidirse. Yo tenía una excelente, y segura: acaba de morir. Es imposible imaginar hasta donde llevaba esta inteligente criatura su desvergüenza; no solamente aislaba a esas miserables hasta el punto de obligarlas a acudir a implorarlas de rodillas, sino que si esos medios no aparecían con suficiente rapidez para acelerar su caída, la malvada no vacilaba en robarlas. Era un tesoro: yo sólo necesito dos sujetos por día, ella me hubiera dado diez, de haberlos querido. Se deducía de ahí que yo tenía las mejores opciones, y que la superabundancia de materia prima de mis operaciones me compensaba de la mano de obra. A esa mujer hay que sustituir, querida; tendrás cuatro a tus órdenes, y dos mil escudos de emolumentos: ya te lo he dicho, contesta, Thérèse, y sobre todo que unas quimeras no te impidan aceptar tu dicha cuando el azar y mi mano te la ofrecen.

—¡Oh, señor! —dije a aquel hombre deshonesto, estremeciéndome ante sus discursos—, ¿cómo es posible que podáis concebir tales voluptuosidades, y que os atreváis a proponerme servirlas? ¡Qué horrores acabáis de hacerme oír! Hombre cruel, bastaría con que fuerais desdichado sólo dos días y veríais como estos sistemas de inhumanidad no tardarían en aniquilarse en vuestro corazón: la prosperidad es lo que os ciega y os endurece; os aburrís con el espectáculo de los males de los que os creéis al amparo, y como confiáis en no sentirlos jamás, os suponéis en el derecho de infligirlos; ¡ojalá jamás me llegue la felicidad si es capaz de corromperme hasta este punto! ¡Oh, cielo santo! ¡No contentarse con abusar del infortunio! ¡Llevar la audacia y la ferocidad hasta incrementarlo, hasta prolongarlo, por la única satisfacción de vuestros deseos! ¡Qué crueldad, señor! Los animales más feroces no nos dan ejemplos de una barbarie semejante.

—Te equivocas, Thérèse, no hay astucias que el lobo no invente para atraer al cordero a sus trampas: estas tretas están en la naturaleza, y la beneficencia no cuenta entre ellas; sólo es una característica de la debilidad preconizada por el esclavo para enternecer a su amo y predisponerle a una mayor dulzura. Sólo se anuncia en el hombre en dos casos: si es el más débil, o si teme serlo. La prueba de que esta supuesta virtud no existe en la naturaleza es que es ignorada por el hombre más próximo a ella. El salvaje, despreciándola, mata sin piedad a su semejante, bien por venganza, bien por avidez… ¿Acaso no respetaría esa virtud si estuviera inscrita en su corazón? Pero jamás apareció, jamás se encontrará allí donde los hombres sean iguales. La civilización, al depurar a los individuos, al distinguir los rangos, al ofrecer un pobre a los ojos de un rico, al hacer temer a este una variación de estado que podía precipitarle en la nada del otro, colocó inmediatamente en su mente el deseo de aliviar al infortunado para ser aliviado a su vez, en el caso de que perdiera sus riquezas. Entonces nació la beneficencia, fruto de la civilización y del temor: así pues, sólo es una virtud circunstancial, pero no, en absoluto, un sentimiento de la naturaleza que jamás emplazó en nosotros otro deseo que el de satisfacernos, al precio que fuera. Sólo confundiendo así todos los sentimientos, y sin analizar jamás nada, podemos cegarnos sobre todo y privarnos de todos los goces.

—¡Ah, señor! —le interrumpí acaloradamente—. ¿Puede haber alguno más dulce que el de aliviar el infortunio? Dejemos a un lado el horror de sufrirlo uno mismo: ¿existe una satisfacción más grande que la de complacer?… Disfrutar de las lágrimas de la gratitud, compartir el bienestar que se acaba de esparcir entre unos desdichados que, semejantes a vos, carecían sin embargo de las cosas que para vos son vuestras primeras necesidades, oírles entonar vuestros elogios y llamaros padre, reinstaurar la serenidad sobre unas frentes oscurecidas por el desfallecimiento, por el abandono y por la desesperación. No, señor, ninguna voluptuosidad en el mundo puede igualarla: es la de la propia divinidad, y la dicha que promete a quienes la hayan servido en la tierra sólo será la de ver o de hacer dichosos en el cielo. Todas las virtudes nacen de esa, señor; se es mejor padre, mejor hijo, mejor esposo, cuando se conoce el encanto de aliviar el infortunio. Al igual que los rayos del sol, diríase que la presencia del hombre caritativo esparce, en todo lo que lo rodea, la fertilidad, la dulzura y la alegría; y el milagro de la naturaleza, a partir de este foco de la luz celeste, es el alma honesta, delicada y sensible cuya felicidad suprema es trabajar en favor de la de los demás.

—¡Cuentos, Thérèse! Los placeres del hombre están en relación con el tipo de órganos que ha recibido de la naturaleza; los del individuo débil, y por consiguiente de todas las mujeres, deben llevar a unas voluptuosidades morales, más excitantes, para tales seres, que las que sólo influirían sobre un físico totalmente desprovisto de energía: ocurre lo contrario con las almas fuertes, que, mucho mejor complacidas con los choques vigorosos impresos sobre lo que las rodea de lo que lo estarían por las impresiones delicadas percibidas por esos mismos seres que existen a su alrededor, prefieren inevitablemente, a partir de esta constitución, lo que afecta a los demás en sentido doloroso a lo que sólo los conmovería de una manera más dulce. Esta es la única diferencia entre las personas crueles y las personas bondadosas; unas y otras están dotadas de sensibilidad, pero cada cual a su manera. Yo no niego que existan goces en ambas clases, pero sostengo, al igual que, sin duda, muchos filósofos, que los del individuo constituido de la manera más vigorosa serán incontestablemente más vivos que todos los de su adversario; y una vez establecidos estos sistemas, puede y debe encontrarse un tipo de hombres que encuentre tanto placer en todo lo que inspira la crueldad como los otros lo saborean en la beneficencia. Pero estos serán unos placeres suaves, y los otros unos placeres muy vivos: los primeros serán los más seguros, los más auténticos sin duda, ya que caracterizan las inclinaciones de todos los hombres todavía en la cuna de la naturaleza, y de los mismos niños, antes de que hayan conocido el dominio de la civilización; los otros sólo serán el efecto de esta civilización, y por tanto unas voluptuosidades engañosas y sin ninguna finura. Por otra parte, hija mía, como estamos aquí menos para filosofar que para consolidar una determinación, sé tan amable como para darme tu última palabra… ¿Aceptas, o no, el encargo que te propongo?

—Con toda seguridad lo rechazo, señor —respondí levantándome—… Soy muy pobre… ¡oh, sí, muy pobre, señor!; pero, más rica por los sentimientos de mi corazón que por todos los dones de la Fortuna, jamás sacrificaré los primeros para poseer los otros: sabré morir en la indigencia, pero no traicionaré la virtud.

—Vete —me dijo fríamente aquel hombre detestable—, y sobre todo que no tenga que temer indiscreciones tuyas: no tardarías en ir a dar a un lugar donde ya no tendría que temerlas.

Nada estimula tanto la virtud como los temores del vicio: mucho menos tímida de lo que habría supuesto, me atreví, prometiéndole que no tendría nada que temer de mí, a recordarle el robo que me había hecho en el bosque de Bondy, y contarle que, en la circunstancia en que me hallaba, ese dinero me resultaba indispensable. Entonces el monstruo me contestó duramente que sólo de mí dependía ganarlo, y que me negaba a ello.

—No, señor —contesté con firmeza— os lo repito, moriré mil veces antes que salvar mis días a este precio.

—Y yo —dijo Saint-Florent— no hay nada que no prefiriera a la pena de dar mi dinero sin que se lo ganen: pese al rechazo que has tenido la insolencia de darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora contigo. Vamos, pues, al tocador, y unos instantes de obediencia pondrán tus fondos en una mejor situación.

—Tengo tan pocas ganas de servir a vuestros excesos en un sentido como en otro, señor —repliqué altivamente—: No es caridad lo que os pido, hombre cruel; no, no os concedo este goce; sólo reclamo lo que se me debe, lo que me robasteis de la más cruel de las maneras… Quédatelo, cruel, quédatelo, si te parece: contempla sin compasión mis lágrimas; escucha sin conmoverte, si eres capaz, los tristes acentos de la necesidad, pero recuerda que si cometes esta nueva infamia, habré comprado, al precio que vale, el derecho de despreciarte para siempre.

Furioso, Saint-Florent me ordenó que saliera, y pude leer en su horrible cara que, sin las confidencias que me había hecho, y cuya propagación temía, tal vez hubiera pagado con algunas brutalidades de su parte el atrevimiento de haberle hablado demasiado sinceramente… Salí. En aquel mismo instante llevaban al libertino una de las desdichadas víctimas de su sórdida crápula. Una de aquellas mujeres, cuya horrible condición me proponía compartir, le traía una pobre chiquilla de unos nueve años, con todos los atributos del infortunio y de la languidez… «¡Oh, cielos!» pensé al verlo, «¡cómo es posible que semejantes objetos puedan inspirar otros sentimientos que la piedad! ¡Infeliz el ser depravado que pueda sospechar unos placeres en un seno consumido por la necesidad; que quiera recoger besos de una boca reseca por el hambre, y que sólo se abre para maldecirlo!».

Corrieron mis lágrimas: hubiera querido arrebatar esta víctima al tigre que la esperaba, pero no me atreví. ¿Habría podido? Regresé rápidamente a mi posada, tan humillada por un infortunio que me suscitaban tales proposiciones como rebelada contra la opulencia que se atrevía a hacerlas.

Salí de Lyon al día siguiente para tomar el camino del Delfinesado, imbuida siempre de la loca esperanza de que un poco de dicha me aguardaba en esta provincia. Así que estuve a dos leguas de Lyon, a pie como de costumbre, con un par de camisas y unos cuantos pañuelos en mis bolsillos, me encontré con una anciana que me abordó con aire de dolor y que me imploró una limosna. Lejos de la dureza de la que tan crueles ejemplos acababa de recibir, sin conocer otra dicha en el mundo que la de complacer a un desdichado, saqué al instante mi bolsa con la intención de sacar de ella un escudo y dárselo a esta mujer; pero la indigna criatura, mucho más rápida que yo, aunque en un primer momento la hubiera juzgado vieja y sin fuerzas, salta ágilmente sobre mi bolsa, se apodera de ella, me derriba de un vigoroso puñetazo en el estómago, y sólo reaparece a mis ojos a cien pasos de allí, rodeada de cuatro tunantes que me amenazan si me atrevo a avanzar.

«¡Dios mío!», exclamo con amargura, «¡así que es imposible que mi alma se abra a algún sentimiento virtuoso sin que yo sea al instante castigada con los más severos castigos!». En ese momento fatal me abandonó todo mi valor: todavía hoy pido muy sinceramente perdón al cielo; pero la desesperación me cegó. Me sentí tentada de abandonar una carrera en la que se ofrecían tantas espinas: se presentaban dos opciones, la de juntarme con los bribones que acababan de robarme, o la de retroceder a Lyon para aceptar allí la proposición de Saint-Florent. Dios me concedió la gracia de no sucumbir, y aunque la esperanza que encendió de nuevo en mí fuera engañosa, ya que me seguían esperando tantas adversidades, le agradezco, sin embargo, que me hubiera apoyado: la fatal estrella que me condujo, aunque inocente, al cadalso, no me valdrá más que la muerte; otras opciones me hubiesen valido la infamia y la primera es mucho menos cruel que las restantes.

Sigo dirigiendo mis pasos hacia la ciudad de Vienne, decidida, para llegar a Grenoble, a vender allí lo que me quedaba. Caminaba entristecida, cuando, a un cuarto de legua de esa ciudad, descubro en la llanura, a la derecha del camino, dos jinetes que maltrataban a un hombre a los pies de sus caballos, y que, después de haberlo dejado como muerto, escaparon a galope tendido; este espantoso espectáculo me enterneció hasta las lágrimas. «¡Ay!», me dije, «he aquí un hombre más digno de lástima que yo; a mí me queda por lo menos la salud y la fuerza, puedo ganarme la vida, y si este desdichado no es rico, ¿qué será de él?».

Por mucho que hubiera debido precaverme de los impulsos de la conmiseración, por funesta que resultara para mí entregarme a ellos, no pude vencer el extremo deseo que experimentaba de acercarme a ese hombre y de prodigarle mis auxilios. Corro hacia él, respira gracias a mis cuidados un poco de aguardiente que llevaba conmigo: abre finalmente los ojos, y sus primeras palabras son de agradecimiento; todavía más deseosa de serle útil, desgarro una de mis camisas para vendar sus heridas y restañar su sangre: sacrifico por este desgraciado una de las pocas pertenencias que me quedan. Cumplidos estos primeros cuidados, le hago beber un poco de vino; el infortunado ha recuperado por completo el sentido; lo observo y le conozco mejor. Aunque fuera a pie, y con un equipaje bastante ligero, no parecía sin embargo de pobre condición, tenía algunos objetos de valor, unas sortijas, un reloj, unas cajas, aunque todo ello muy estropeado por su aventura. Me pregunta, así que puede hablar, quién es el ángel benefactor que le aporta esta ayuda, y qué puede hacer por demostrarle su gratitud. Poseyendo todavía la simplicidad de creer que un alma encadenada por el reconocimiento debería ser mía sin rodeos, creo poder disfrutar con seguridad del dulce placer de hacer compartir mis lágrimas a quien acaba de derramarlas en mis brazos: le pongo al corriente de mis desdichas, las escucha con interés, y cuando he llegado a la última catástrofe que acaba de sucederme, cuyo relato le permite ver el estado de miseria en que me hallo, exclama:

—¡Qué feliz soy de poder por lo menos agradecer cuanto acabáis de hacer por mí! Me llamo Roland —prosigue el aventurero—, poseo un castillo muy hermoso en la montaña, a unas quince leguas de aquí, os invito a seguirme; y para que esta propuesta no alarme vuestra delicadeza, voy a contaros inmediatamente en qué me seréis útil. Yo soy soltero, pero tengo una hermana a la que amo apasionadamente, que se ha entregado a mi soledad, y que la comparte conmigo: necesito alguien para servirla; acabamos de perder a la que desempeñaba este empleo, os ofrezco su puesto.

Di las gracias a mi protector, y me tomé la libertad de preguntarle por qué eventualidad un hombre como él se exponía a viajar sin séquito, y, tal como acababa de ocurrirle, a ser molestado por unos malandrines.

—Un poco cargado de peso, aunque joven y vigoroso, hace varios años —me dijo Roland— que tengo la costumbre de viajar de mi casa a Vienne de esta manera. Con ello mejoran mi salud y mi bolsa: no es que esté en la obligación de vigilar mis gastos, porque soy rico; no tardaréis en ver la prueba, si me hacéis el favor de venir a mi casa; pero el ahorro jamás estropea nada. En cuanto a los dos hombres que acaban de ofenderme, son dos gentilhombres del cantón, a los que gané cien luises la pasada semana, en una casa de juego de Vienne; me conformo con su palabra, hoy los encuentro, les pido lo que me deben, y así es como me tratan.

Yo deploraba con ese hombre la doble desgracia de que era víctima, cuando me propuso continuar el viaje:

—Gracias a vuestros cuidados, me siento algo mejor —me dijo Roland—; la noche se acerca, lleguemos a una posada que debe estar a dos leguas de aquí. Mediante los caballos que allí tomaremos mañana, podremos llegar a mi casa por la noche.

Absolutamente decidida a aprovechar unos auxilios que el cielo parecía enviarme, ayudo a Roland a ponerse en marcha, le sostengo durante el camino, y encontramos efectivamente a dos leguas de allí la posada que había indicado. Allí cenamos correctamente los dos juntos; después de la comida, Roland me confía a la dueña de la posada, y de mañana, montando dos mulas de alquiler que escoltaba el criado de la posada, cruzamos la frontera del Delfinesado, encaminándonos siempre hacia las montañas. Como la tirada era demasiado larga para hacerla en un día, nos detuvimos en Virieu, donde recibí los mismos cuidados y las mismas consideraciones de mi amo, y al día siguiente proseguimos nuestra marcha siempre en la misma dirección. A las cuatro de la tarde, llegamos al pie de las montañas: allí, haciéndose el camino casi impracticable, Roland recomendó al mulero que no se separara de mí por miedo a un accidente y penetramos en las gargantas. No hicimos más que dar vueltas, subir y bajar durante más de cuatro leguas, y hasta tal punto habíamos abandonado cualquier morada y cualquier camino hollado, que me creí al final del universo. A mi pesar, una cierta inquietud se apoderó de mí; Roland no pudo dejar de notarla, pero no decía palabra, y su silencio aún me asustaba más. Al fin divisamos un castillo encaramado en la cresta de una montaña, al borde de un precipicio espantoso, en el que parecía a punto de desplomarse: ningún camino parecía llevar a él; el que seguíamos, utilizado únicamente por las cabras, totalmente lleno de guijarros, llegaba sin embargo a esa terrorífica guarida, que se parecía más a un asilo de ladrones que a la morada de personas virtuosas.

—Ahí está mi casa —me dijo Roland, así que creyó que el castillo había tropezado con mis miradas.

Y cuando yo le expliqué mi asombro por verle habitar una soledad semejante, me contestó con brusquedad:

—Es lo que me conviene.

Esta respuesta reduplicó mis temores: nada escapa en la desdicha; una palabra, una inflexión más o menos acusada en aquellos de quienes dependemos, sofoca o reanima la esperanza. Pero como ya no podía tomar una opción diferente, me contuve. A fuerza de dar vueltas, la antigua mansión apareció de repente ante nosotros: a lo máximo nos separaba de ella un cuarto de legua. Roland se apeó de su mula, y, diciéndome que hiciera otro tanto, devolvió las dos al criado, le pagó y le ordenó que se volviera. Este nuevo gesto aún me inquietó más; Roland se dio cuenta.

—¿Qué os pasa, Thérèse? —me dijo, mientras nos encaminábamos a su casa—. No os halláis fuera de Francia; este castillo está en las fronteras del Delfinesado, depende de Grenoble.

—De acuerdo, señor —contesté—; pero ¿cómo se os ha ocurrido estableceros en un sitio tan peligroso?

—Es que los que lo habitan no son personas muy honradas —dijo Roland—; es muy posible que no te sientas edificada por su conducta.

—¡Ah, señor! —le dije temblando—. Me hacéis estremecer, ¿adónde me estáis llevando?

—Te llevo a servir unos monederos falsos de los que soy el jefe —me dijo Roland, cogiéndome del brazo y haciéndome cruzar a la fuerza un pequeño puente levadizo que se bajó a nuestra llegada y se alzó inmediatamente después—. ¿Ves este pozo? —prosiguió así que hubimos entrado, mostrándome una grande y profunda gruta situada en el fondo del patio, donde cuatro mujeres desnudas y encadenadas hacían mover una rueda—; ahí tienes a tus compañeras, y ahí tienes tu trabajo, gracias a que trabajarás diariamente diez horas en hacer girar esta rueda, y satisfarás al igual que esas mujeres todos los caprichos a los que me complazca someterte, se te darán seis onzas de pan negro y un plato de habas por día. En cuanto a tu libertad, renuncia a ella; no la tendrás jamás. Cuando mueras agotada, serás arrojada al agujero que ves al lado del pozo, con otras sesenta u ochenta bribonas de tu ralea que allí te esperan, y sustituida por una nueva.

—¡Oh, Dios todopoderoso! —exclamé, arrojándome a los pies de Roland—. Dignaos recordar, señor, que os he salvado la vida; que, conmovido un instante por el agradecimiento, parecisteis ofrecerme la dicha, y que compensáis mis servicios precipitándome a un eterno abismo de males. ¿Es justo lo que estáis haciendo, y el remordimiento no acude ya a vengarme en el fondo de vuestro corazón?

—¿Qué entiendes, dime, por este sentimiento de agradecimiento con el que imaginas haberme cautivado? —dijo Roland—. Razona mejor, pobre criatura; ¿qué hiciste cuando acudiste en mi ayuda? Entre la posibilidad de proseguir tu camino y la de acercarte a mí, ¿no elegiste la última como un gesto inspirado por tu corazón? Te entregabas, pues, a un goce. ¿Por qué diablos pretendes que yo estoy obligado a recompensarte por los placeres que te concedes? ¿Y cómo se te ocurrió jamás que un hombre que, como yo, nada en el oro y en la opulencia, se dignara rebajarse a deber algo a una miserable de tu ralea? Aunque me hubieras devuelto la vida, yo no te debería nada, ya que sólo has actuado por y para ti: es trabajar, esclava, ¡a trabajar! Descubre que la civilización, incluso alterando los principios de la naturaleza, no le arrebata, sin embargo, sus derechos. Creó en su origen unos seres fuertes y unos seres débiles, con la intención de que estos estuvieran siempre subordinados a los otros. La astucia y la inteligencia del hombre variaron la posición de los individuos, y ya no fue la fuerza física la que determinó los rangos, sino la del oro; el hombre más rico se convirtió en el más fuerte, y el más pobre en el más débil. Pese a los cambios de los motivos que sustentaban el poder, la prioridad del fuerte siempre estuvo en las leyes de la naturaleza, a la que le daba igual que la cadena que cautivaba al débil fuera sostenida por el más rico o por el más vigoroso, y que aplastara al más débil o al más pobre. Pero, Thérèse, la naturaleza desconoce estos gestos de gratitud con los que tú quieres crearme unas obligaciones; jamás constó entre sus leyes que el placer a que uno se entregaba complaciendo a otro, se convirtiera en un motivo para el que recibía de relajar sus derechos respecto al primero. ¿Ves en los animales, que nos sirven de ejemplo, estos sentimientos que tú reclamas? Cuando yo te domino por mis riquezas o por mi fuerza, es natural que te abandone mis derechos, bien porque has disfrutado complaciéndome, o bien porque, siendo desafortunada, ¿has imaginado que ganarías algo con tu actitud? Aunque el servicio fuera prestado de igual a igual, jamás el orgullo de un alma elevada se dejará inclinar por la gratitud; ¿no queda para siempre humillado el que recibe?, ¿y la humillación que experimenta no compensa suficientemente al bienhechor que, sólo por ello, se sitúa encima del otro? ¿No es un goce para el orgullo elevarse por encima de su semejante? ¿Necesita todavía más el que complace? Y si el complacimiento, humillando a quien lo recibe, se convierte en un fardo para él, ¿con qué derecho obligarlo a conservarlo? ¿Por qué tengo yo que consentir en dejarme humillar cada vez que me encuentran las miradas del que me ha complacido? Así pues, la ingratitud, en lugar de ser un vicio, es la virtud de las almas altivas, con tanta seguridad como la gratitud es la de las almas débiles: que me complazcan tanto como quieran, si alguien descubre en ello un placer, pero que no exijan nada de mí.

Después de estas palabras, a las que Roland no me dio tiempo de contestar, obedeciendo sus órdenes dos criados se apoderan de mí, me desnudan, y me encadenan con mis compañeras, a las que me veo obligada a ayudar inmediatamente, sin que ni siquiera se me permita descansar de la extenuante marcha que acabo de hacer. Roland se me acerca entonces, me manosea brutalmente en todas las partes que el pudor impide nombrar, me abruma con sarcasmos e impertinencias respecto a la marca infamante e inmerecida que Rodin había grabado sobre mí, y armándose después con un vergajo que estaba siempre ahí me propina veinte vergajazos en el trasero.

—Así es como serás tratada, bribona —me dijo—, cuando faltes a tu deber. No te hago esto por ninguna falta que ya hayas cometido, sino sólo para mostrarte cómo me comporto con las que las cometen.

Lanzo unos gritos estridentes debatiéndome bajo mis grilletes; mis contorsiones, mis aullidos, mis lágrimas, las crueles expresiones de mi dolor sólo sirven de diversión a mi verdugo…

—¡Ah!, ya verás lo que te espera, buscona —dijo Roland—. Tus penas no han hecho sino comenzar, y quiero que conozcas hasta los más bárbaros refinamientos de la desdicha.

Me deja.

Seis oscuros reductos, situados debajo de una gruta alrededor del vasto pozo, y que se cerraban como calabozos, nos servían de retiro durante la noche. Como esta llegó poco después de que yo estuviera en la funesta cadena, vinieron a soltarme, igual que a mis compañeras, y nos encerraron después de darnos la ración de agua, de habas y de pan que había mencionado Roland.

Apenas estuve sola, me abandoné a mis anchas al horror de mi situación. ¿Es posible, me decía, que existan hombres tan duros como para sofocar en su interior el sentimiento de la gratitud?… Una virtud a la que yo me entregaría con tanto placer, si alguna vez un alma honrada me colocara en el caso de sentirla, ¿es posible, pues, que sea ignorada por algunos seres, y quienes la sofocan con tanta inhumanidad pueden ser otra cosa que unos monstruos?

Estaba sumida en esas reflexiones, cuando de repente oigo abrir la puerta de mi calabozo: es Roland. El malvado viene a acabar de ultrajarme utilizándome para sus odiosos caprichos: ya podéis suponer, señora, que debían ser tan feroces como sus actitudes, y que para un hombre semejante los placeres del amor mostraban necesariamente los tintes de su odioso carácter.

—Pero ¿cómo abusar de vuestra paciencia para contaros nuevos horrores? ¿Acaso ya no he manchado en exceso vuestra imaginación con infames relatos? ¿Debo atreverme a más?

—Sí, Thérèse —dijo el señor de Corville—, sí, exigimos de ti estos detalles, tú los enmascaras con una decencia que lima todo su horror, y sólo queda lo que es útil para quien quiera conocer al hombre. Nadie imagina lo útiles que son estas descripciones para el desarrollo del espíritu. Es posible que sigamos siendo tan ignorantes en esta ciencia por el estúpido pudor de quienes quisieron escribir sobre estas materias. Encadenados por absurdos temores, sólo nos hablan de unas puerilidades conocidas por todos los necios, y no se atreven, llevando una mano osada al corazón humano, a ofrecer ante nuestros ojos sus gigantescos extravíos.

—Bien, señor, voy a obedeceros —continuó Thérèse conmovida—, y comportándome como ya he hecho, intentaré ofrecer mis esbozos bajo los colores menos repugnantes.

Roland, a quien tengo que comenzar por describiros, era un hombre pequeño, rechoncho, de treinta y cinco años de edad, de un vigor incomprensible, velludo como un oso, el aspecto sombrío, la mirada feroz, muy moreno, de facciones viriles, una nariz larga, la barba hasta los ojos, cejas negras y espesas, y esa parte que diferencia a los hombres de nuestro sexo de una tal longitud y de un grosor tan desmesurado, que no sólo jamás nada semejante se había ofrecido a mis ojos, sino que incluso era absolutamente cierto que jamás la naturaleza había creado nada tan prodigioso: mis dos manos apenas podían abrazarlo, y su longitud era la de mi antebrazo. A ese físico, Roland sumaba todos los vicios que pueden ser los frutos de un temperamento fogoso, de mucha imaginación, y de una opulencia siempre excesivamente considerable para no haberle sumido en grandes defectos. Roland consumía su fortuna; su padre, que la había comenzado, le había dejado muy rico, con lo cual ese joven ya había vivido mucho: hastiado de los placeres normales, ya sólo recurría a los horrores; sólo ellos conseguían devolverle unos deseos extenuados por un exceso de goces; todas las mujeres que le servían estaban entregadas a sus excesos secretos, y para satisfacer los placeres algo menos deshonestos en los que el libertino pudiera encontrar la sal del crimen que le deleitaba más que nada, Roland tenía su propia hermana como querida, y era con ella que acababa de apagar las pasiones que encendía a nuestro lado.

Estaba casi desnudo cuando entró; su rostro, muy inflamado, mostraba a un tiempo pruebas de la gula intemperante a la que acababa de entregarse, y de la abominable lujuria que le dominaba. Me mira un instante con unos ojos que me hacen estremecer.

—Quítate la ropa —me dijo, arrancándome él mismo la que había recuperado para cubrirme durante la noche—… sí, quítate todo eso y sígueme. Antes te he hecho sentir lo que arriesgabas dándote a la pereza; pero si te entraran ganas de traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo debería ser proporcional. Así pues, ven a ver de qué tipo sería.

Yo me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo el tiempo de estallar, me coge inmediatamente del brazo y me arrastra. Me conducía con la mano derecha; con la izquierda sostenía una pequeña linterna que nos iluminaba débilmente. Después de varias vueltas nos hallamos a la puerta de una bodega; la abre, y haciéndome pasar en primer lugar, me dice que baje mientras él cierra esta primera cerca; obedezco. A unos cien peldaños hallamos una segunda, que se abre y cierra de la misma manera; pero después de esta, ya no había escalera: sólo un pequeño camino tallado en la roca, lleno de sinuosidades, y cuya pendiente era extremadamente pronunciada. Roland no decía palabra, su silencio aún me horrorizaba más. Nos iluminaba con su linterna. Así viajamos cerca de un cuarto de hora. El estado en que me encontraba me hacía sufrir aún más vivamente la horrible humedad de aquellos subterráneos. Al final habíamos bajado tanto, que no temo exagerar afirmando que el lugar al que llegamos debía estar a más de ochocientos pies en las entrañas de la tierra. A derecha e izquierda del sendero que recorríamos había varios nichos, en los que vi unos cofres que contenían las riquezas de aquellos malhechores. Al final se presenta una última puerta de bronce, y estuve a punto de quedarme patidifusa al descubrir el espantoso local al que me conducía aquel indecente; viéndome vacilar, me empuja con rudeza, y así entro, sin quererlo, en aquel espantoso sepulcro. Imaginaos, señora, un panteón redondo, de veinticinco pies de diámetro, cuyos muros tapizados de negro sólo estaban decorados por los más lúgubres objetos, esqueletos de todo tipo de tamaños, osamentas en forma de aspa, cráneos, haces de varas y de látigos, sables, puñales, pistolas: esos eran los horrores que se veían en los muros que iluminaba una lámpara de tres mechas, colgada de una de las esquinas de la bóveda. De la cimbra partía una larga soga que caía a tres o cuatro metros del suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no tardaréis en ver, sólo estaba ahí para servir espantosas maniobras. A la derecha había un ataúd que entreabría el espectro de la Muerte armado con una guadaña amenazadora; tenía al lado un reclinatorio; y encima se veía un crucifijo, colocado entre dos velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una mujer desnuda, tan natural que durante largo rato me confundió: estaba atada a una cruz por la parte delantera, de modo que se veían fácilmente todas sus partes posteriores, cruelmente magulladas; la sangre parecía manar de varias heridas y correr a lo largo de sus muslos; mostraba la más bella cabellera del mundo, su hermosa cabeza estaba vuelta hacia nosotros y parecía implorar su merced: se distinguían todas las contorsiones del dolor grabarías en su bello rostro, y hasta las lágrimas que lo inundaban. Ante el aspecto de la terrible imagen, estuve a punto de desmayarme por segunda vez; el fondo del panteón estaba ocupado por un amplio sofá negro, desde el cual se abrían a las miradas todas las atrocidades de aquel lúgubre lugar.

—Aquí es donde perecerás, Thérèse —me dijo Roland—, si alguna vez concibes la fatal idea de abandonar mi casa. Sí, aquí es donde yo mismo vendré a matarte, donde te haré sentir las angustias de la muerte mediante todo lo más duro que me resulte posible inventar.

Al pronunciar esta amenaza, Roland se excitó; su agitación y su desorden le asemejaban al tigre dispuesto a devorar su presa: fue entonces cuando descubrió el temible miembro de que estaba dotado; me lo hizo tocar y me preguntó si había visto algo semejante.

—Tal como es, puta —me dijo enfurecido—, te lo meteré, sin embargo, por la parte más estrecha de tu cuerpo, aunque tenga que partirte en dos. Mi hermana, mucho más joven que tú, lo sostiene en ese mismo lugar. Yo jamás disfruto de otra manera de las mujeres: así que también tendré que perforarte.

Y para no dejarme dudas sobre el local a que se refería, introdujo en él tres dedos armados con uñas muy largas, diciéndome:

—Sí, ahí, Thérèse, ahí hundiré inmediatamente ese miembro que te espanta. Penetrará en toda su longitud, te desgarrará, te ensangrentará, y yo me sentiré lleno de ebriedad.

Echaba espumarajos de la boca al decir estas palabras, mezcladas con juramentos y blasfemias odiosas. La mano con la que rozaba el templo que parecía querer atacar se extravió entonces por todas las partes contiguas, las arañaba. Me hizo lo mismo en el pecho, lo magulló de tal manera que durante quince días sufrí unos dolores horribles. Después me colocó en el borde del sofá, frotó con alcohol aquel musgo con que la naturaleza adornó el altar donde nuestra especie se regenera. Le prendió fuego y lo quemó. Sus dedos agarraron la excrecencia de carne que corona ese mismo altar, la restregó con dureza; desde allí, metió sus dedos en el interior, y sus uñas irritaban la membrana que lo tapiza. Ya sin poder contenerse, me dijo que puesto que me tenía en su guarida, era mejor que ya no me saliera de ella, que eso le evitaría el esfuerzo de bajarme de nuevo. Me arrojé a sus rodillas, me atreví a recordarle una vez más los servicios que yo le había prestado… Descubrí que le excitaba aún más al volver a hablarle de unos derechos que yo suponía a su piedad; me dijo que me callara, derribándome sobre las baldosas de un rodillazo asestado con todas sus fuerzas en el hueco de mi estómago.

—¡Vamos! —me dijo, levantándome por los cabellos—, ¡vamos! Prepárate; es seguro que voy a inmolarte…

—¡Ay, señor!

—No, no, tienes que morir. No quiero oírte reprocharme más tus miserables favores; no me gusta deber nada a nadie, son los demás quienes deben depender por completo de mí… Morirás, te digo, métete en este ataúd, que yo vea si cabes en él.

Me lleva allí, me encierra, luego sale del panteón, y finge que me deja allí. Jamás me había creído tan cerca de la muerte. ¡Ay!, no tardaría en verla, sin embargo, bajo un aspecto todavía más real. Roland regresa, me saca del ataúd.

—Estarás muy bien ahí dentro —me dice—; diríase que está hecho a tu medida; pero dejarte acabar ahí tranquilamente, sería una muerte demasiado hermosa. Voy a hacerte sentir otra diferente que no deja de tener también sus dulzuras. ¡Vamos!, implora a tu Dios, ramera, ruégale que acuda a vengarte, si realmente tiene poder…

Me arrojo sobre el reclinatorio y mientras en voz alta abro mi corazón al Eterno, Roland incrementa sobre las partes traseras que le expongo sus vejaciones y sus suplicios de una manera aún más cruel. Con todas sus fuerzas flagela estas partes con unas disciplinas armadas con puntas de acero, cada uno de cuyos azotes hacía saltar mi sangre hasta la bóveda.

—¡Así que tu Dios no te ayuda! —proseguía blasfemando—. Permite sufrir a la virtud infortunada, la abandona en manos de la maldad. ¡Ah! ¡Qué Dios, Thérèse, qué clase de Dios es ese Dios! Ven —me dijo a continuación—, ven, ramera, ya has rezado bastante —y al mismo tiempo me coloca sobre el estómago, en el borde del sofá que estaba al fondo del gabinete—; ya te lo he dicho, Thérèse, ¡tienes que morir!

Se apodera de mis brazos, los ata sobre mis riñones, luego pasa alrededor de mi cuello un cordón de seda negra cuyos dos extremos, siempre sostenidos por él, pueden, apretándolos a su voluntad, comprimir mi respiración y mandarme al otro mundo en el mayor o menor tiempo que se le antoje.

—Este tormento es más dulce de lo que te crees, Thérèse —me dijo Roland—; sólo sentirás la muerte en medio de inefables sensaciones de placer. La compresión que esta cuerda efectuará sobre la masa de tus nervios encenderá los órganos de la voluptuosidad. Es un efecto seguro. Si todas las personas condenadas a este suplicio supieran en qué ebriedad hace morir, menos asustados de este castigo que de sus crímenes, los cometerían con mayor frecuencia y con mucha mayor seguridad. Esta deliciosa operación, Thérèse, al comprimir también el local donde voy a introducirme —añade acercándose a una ruta criminal, tan digna de semejante malvado—, doblará también mis placeres.

Pero inútilmente intenta abrirla; por más que prepare los accesos, demasiado monstruosamente proporcionado para conseguirlo, sus intentos son siempre rechazados. Entonces es cuando su furor supera los límites; sus uñas, sus manos, sus pies sirven para vengarle de las resistencias que le opone la naturaleza. Se acerca de nuevo, la espada encendida resbala por los bordes del canal vecino, y del vigor del empujón penetra en él cerca de la mitad; yo lanzo un grito. Roland, furioso por el error, se retira con rabia, y en esta ocasión golpea la otra puerta con tanto vigor que el dardo humedecido se sume en ella desgarrándome. Roland aprovecha los éxitos de este primer empujón; sus esfuerzos se hacen más violentos; gana terreno; a medida que avanza, el cordón fatal que me ha pasado alrededor del cuello se estrecha, yo lanzo unos aullidos espantosos; el feroz Roland, a quien le divierten, me anima a aumentarlos, demasiado seguro de su insuficiencia, demasiado dueño de detenerlos cuando quiera; se excita con sus sonidos agudos. Sin embargo, la ebriedad está a punto de apoderarse de él, las compresiones del cordón se modulan según los grados de su placer; poco a poco mi voz se apaga; los apretones se hacen entonces tan vivos que mis sentidos flaquean sin perder por ello la sensibilidad; rudamente zarandeada por el enorme miembro con que Roland desgarra mis entrañas, pese al espantoso estado en que me encuentro, me siento inundada por los chorros de su lujuria; todavía oigo los gritos que lanza al derramarlos. Le sucede un instante de estupor, no sé lo que me pasa, pero pronto mis ojos vuelven a abrirse a la luz, me siento libre, despejada, y mis órganos parecen renacer.

—Así me gusta, Thérèse —me dice mi verdugo—. Apuesto a que, si quieres ser sincera, sólo has sentido placer.

—¡Horror, señor, repugnancia, angustia y desesperación!

—Me engañas, conozco los efectos que acabas de sentir; pero me da igual cuáles hayan sido. Me imagino que ya debes conocerme bastante como para estar bien segura de que, en lo que hago contigo, tu voluptuosidad me preocupa infinitamente menos que la mía, y la voluptuosidad que busco ha sido tan intensa, que voy a seguir con ella un rato más. Sólo de ti, ahora, Thérèse —me dijo el insigne libertino—, sólo de ti dependerá tu vida.

Pasa entonces alrededor de mi cuello la cuerda que colgaba del techo; una vez fuertemente fijada, ata al taburete sobre el que yo ponía los pies y que me había levantado hasta allí, un cordel cuyo cabo sostiene, y se coloca en un sillón frente a mí. Yo tengo en las manos una afilada podadera que debo utilizar para cortar la cuerda en el momento en que, mediante el cordel que él empuña, tire del taburete debajo de mis pies.

—Ya lo ves, Thérèse —me dijo entonces—, si tú fallas, yo no fallaré. Así que no me equivoco al decirte que tu vida depende de ti.

Se excita; llega el momento de su ebriedad en que debe tirar del taburete cuya desaparición me deja colgada del techo. Hace cuanto puede por disimular ese instante; estaría encantado si yo careciera de maña; pero por mucho que haga, lo adivino, la violencia de su éxtasis lo traiciona, le veo realizar el fatal movimiento, el taburete se escapa, yo corto la cuerda y caigo al suelo, totalmente suelta; allí, aunque a más de doce pies de él; ¿lo creeríais, señora?, siento mi cuerpo inundado por las pruebas de su delirio y de su frenesí.

Otra en mi lugar, aprovechando el arma que tenía en las manos, se hubiera sin duda arrojado sobre aquel monstruo; pero ¿de qué me habría valido ese rasgo de valor? Sin contar con las llaves de aquellos subterráneos, ignorando sus vericuetos, moriría antes de conseguir salir de ellos; además Roland iba armado; así que me levanté, dejando el arma en el suelo, para que él no concibiera sobre mí la más ligera sospecha; no la tuvo; había saboreado el placer en toda su amplitud, y contento de mi dulzura, de mi resignación, mucho más quizá que de mi destreza, me indicó que saliera, y subimos.

Al día siguiente, examiné mejor a mis compañeras. Las cuatro mujeres tenían de veinticinco a treinta años; aunque embrutecidas por la miseria y deformadas por el exceso de trabajo, conservaban todavía algunos restos de belleza; sus talles eran bellos, y la más joven, llamada Suzanne, con unos ojos encantadores, conservaba una bellísima cabellera; Roland la había tomado en Lyon, había conseguido sus primicias, y después de haberla arrebatado a su familia, bajo los juramentos de desposarla, la había traído a aquel espantoso castillo. Llevaba allí tres años, y, aún más que sus compañeras, era el objeto de las ferocidades del monstruo: a fuerza de vergajazos, sus nalgas se habían vuelto tan callosas y duras como una piel de vaca secada al sol; tenía un cáncer en el seno izquierdo y un absceso en la matriz que le causaba unos dolores increíbles. Todo eso era la obra del pérfido Roland; cada uno de aquellos horrores era el fruto de sus lubricidades.

Fue ella quien me contó que Roland estaba en vísperas de irse a Venecia, si las sumas considerables que acababa de hacer llegar últimamente a España le reportaban las letras de cambio que esperaba para Italia, porque jamás quiso transportar su oro al otro lado de las montañas; no lo enviaba nunca: hacía llegar sus monedas falsas a un país diferente de aquel donde se proponía habitar; de ese modo, poseedor únicamente en el lugar donde quería establecerse de los papeles de otro reino, sus bribonadas jamás podían descubrirse. Pero todo podía fallar en un instante, y el retiro que meditaba dependía absolutamente de esta última negociación, en la que había comprometido la mayor parte de sus tesoros. Si Cádiz aceptaba sus piastras, sus cequíes, sus luises falsos, y le mandaba a cambio de ello unas letras sobre Venecia, Roland viviría feliz el resto de su vida; si el fraude era descubierto, bastaba un solo día para poner patas arriba el endeble edificio de su fortuna.

—¡Ay! —dije al enterarme de esos detalles—, por una vez la Providencia será justa, no permitirá el éxito de un monstruo semejante, y todas nosotras seremos vengadas…

¡Dios mío! ¡Cómo podía razonar así a partir de la experiencia que había adquirido!

Al mediodía, nos daban dos horas de reposo que aprovechábamos para ir, siempre por separado, a respirar y comer en nuestras habitaciones; a las dos, nos ataban de nuevo y nos hacían trabajar hasta la noche, sin que jamás se nos permitiera entrar en el castillo. Si íbamos desnudas, no sólo era a causa del calor, sino más aún a fin de poder recibir mejor los vergajazos que de vez en cuando venía a asestarnos nuestro feroz amo. En invierno, nos daban un pantalón y un chaleco tan ajustados a la piel, que no por ello nuestros cuerpos quedaban menos expuestos a los golpes de un malvado cuyo único placer consistía en torturarnos.

Pasaron ocho días sin que viera a Roland; al noveno, se presentó en el trabajo, y pretendiendo que Suzanne y yo girábamos la rueda con excesiva laxitud, nos repartió treinta vergajazos a cada una, desde la mitad de los riñones hasta las pantorrillas.

A la medianoche de aquel mismo día, el malvado vino a visitarme a mi calabozo, y excitándose con el espectáculo de sus crueldades, introdujo de nuevo su terrible porra en el antro tenebroso que yo le exponía por la postura en que me tenía examinando los vestigios de su rabia. Cuando sus pasiones quedaron satisfechas, quise aprovechar el instante de calma para suplicarle que cambiara mi suerte. ¡Ay! Yo ignoraba que si en tales almas el momento del delirio hace aún más activa la inclinación que sienten por la crueldad, no por ello la calma les devuelve en mayor medida a las dulces virtudes del hombre honesto; es un fuego más o menos avivado por los alimentos con que se le alimenta, pero que debajo de la ceniza no para de arder.

—¿Y con qué derecho pretendes que alivie tus cadenas? —me contestó Roland—. ¿Se debe a las fantasías que se me antoja pasar contigo? ¿Acaso me prosterno a tus pies para pedirte unos favores por cuya concesión tú puedas implorar algunas compensaciones? Yo no te pido nada, lo tomo, y no veo por qué, dado que utilizo un derecho sobre ti, deba resultar de ahí que tenga que abstenerme de un segundo. No existe el más mínimo amor en mi acción: el amor es un sentimiento caballeresco al que soberanamente desprecio, y cuyas influencias jamás conoció mi corazón. Me sirvo de una mujer por necesidad, de la misma manera que para una necesidad diferente nos servimos de un recipiente redondo y hueco, pero sin conceder jamás a ese individuo, que mi dinero y mi autoridad someten a mis deseos, ni estima ni ternura; debiendo únicamente lo que me quito de mí mismo, y sin exigir otra cosa de él que la sumisión, no puedo estar obligado a partir de ahí a concederle ninguna gratitud. Pregunto a los que quisieran obligarme a ello si un ladrón que arrebata la bolsa a un hombre en un bosque, porque es más fuerte que él, debe algún reconocimiento a ese hombre por el mal que acaba de ocasionarle. Ocurre lo mismo con el ultraje hecho a una mujer: puede ser un motivo para hacerle un segundo, pero jamás una razón suficiente para otorgarle compensaciones.

—¡Oh, señor! —le dije—. ¿Hasta qué punto lleváis vuestra maldad?

—Hasta la última fase —me contestó Roland—: No existe un único extravío en el mundo a que no me haya entregado, ni un crimen que no haya cometido, así como tampoco ninguno que mis principios no excusen o legitimen. He sentido incesantemente por el mal una especie de atracción que siempre redundaba en beneficio de mi voluptuosidad; el crimen enciende mi lujuria; cuanto más espantoso es, más me excita; disfruto cometiéndolo del mismo tipo de placer que la gente normal saborea únicamente en la lubricidad, y me he encontrado cien veces, pensando en el crimen, entregándome a él, o acabando de cometerlo, completamente en el mismo estado en que se está al lado de una hermosa mujer desnuda; excitaba mis sentidos de la misma manera, y lo cometía para inflamarme, al igual que uno se acerca a un bello objeto con las intenciones de la impudicia.

—¡Oh, señor!, lo que decís es espantoso, pero he visto ejemplos de ello.

—Hay mil, Thérèse. No debemos imaginar que sea la belleza de una mujer lo que más excita la mente de un libertino: es más bien el tipo de crimen a que han vinculado las leyes su posesión. La prueba está en que, cuanto más criminal es esa posesión, más excitados nos sentimos. El hombre que disfruta de una mujer que roba a su marido, de una hija que arrebata a sus padres, se siente mucho más complacido sin duda que el marido que disfruta de su mujer; y cuanto más respetables parecen los vínculos que rompe, más aumenta la voluptuosidad. Si es su madre, si es su hermana, si es su hija, añade nuevos atractivos a los placeres experimentados. ¿Alguien ha saboreado todo eso? Quisiéramos que los diques aumentaran aún para encontrar más dificultades y más atractivos en salvarlas. Ahora bien, si el crimen sazona un goce, es posible también que, separado de él, él mismo sea goce; así pues, existirá entonces un goce seguro exclusivamente en el crimen. Pues es imposible que lo que resulta picante, no lo contenga en sí, y en gran cantidad. Por lo que supongo que el rapto de una joven para uno mismo proporcionará un placer muy vivo, pero el rapto por cuenta ajena dará todo el placer con que el goce de esa joven se veía mejorado por el rapto. El rapto de un reloj, de una bolsa, lo darán igualmente, y si he habituado mis sentidos a sentirse conmovidos por una cierta voluptuosidad por el rapto de una joven, en tanto que rapto, este mismo placer y esta misma voluptuosidad aparecerán en el rapto del reloj, en el de la bolsa, etc. Y eso es lo que explica la fantasía de tantas personas honradas que roban sin necesitarlo. Nada más simple, a partir de ahí, tanto que se saborean los mayores placeres en todo lo que sea criminal como que se conviertan, por todo lo que cabe imaginar, los goces simples en lo más criminales posible. Comportándose así, no se hace más que añadir a este goce la dosis de picante que le faltaba y que era indispensable para la perfección de la felicidad. Ya sé que tales sistemas llevan muy lejos, y es posible incluso que dentro de poco te lo demuestre, Thérèse, pero ¿qué importa con tal de que se disfrute? ¿Hay, por ejemplo, querida joven, algo más simple y más natural que verme gozar de ti? Pero tú te opones, me pides que no lo haga; diríase que por las obligaciones que tengo contigo tuviera que concederte lo que exiges. Sin embargo, no me rindo a nada, no escucho nada, rompo todos los nudos que cautivan a los necios, te someto a mis deseos, y convierto el más simple y más monótono de los goces en otro realmente delicioso. Sométete, pues, Thérèse, sométete; y, si alguna vez regresas a este mundo bajo el carácter del más fuerte, abusa de tus derechos, y conocerás el más vivo y picante de todos los placeres.

Después de decir estas palabras Roland salió, y me dejó en unas reflexiones que, como podéis imaginar, no eran nada favorables para él.

Ya llevaba seis meses en esa casa, sirviendo de cuando en cuando los insignes excesos de aquel malvado, cuando una noche le vi entrar en mi habitación con Suzanne.

—Acompáñame, Thérèse —me dijo—, me parece que ya hace mucho que no te he hecho bajar al panteón que tanto te asustaba. Seguidme las dos, pero no confiéis en subir. Es absolutamente necesario que allí se quede una; ya veremos sobre cuál caerá la suerte.

Me levanto, dirijo unos ojos alarmados sobre mi compañera, veo que las lágrimas ruedan de los suyos… salimos.

Tan pronto como nos encerramos en el subterráneo, Roland nos examina a las dos con miradas feroces. Se complacía en repetirnos nuestra sentencia y en convencernos a ambas de que allí se quedaría con toda seguridad una de las dos.

—Vamos —dijo sentándose y haciéndonos permanecer de pie delante de él—, ocupaos cada una de vosotras sucesivamente del desencantamiento de este tullido, y ay de la que consiga devolverle su energía.

—Es una injusticia —dijo Suzanne—; la que mejor os excite debe ser la que obtenga el perdón.

—En absoluto —dijo Roland—; así que quede demostrado quién es la que me inflama mejor, se afirma que es la misma cuya muerte me proporcionará más placer… y a mí sólo me interesa el placer. Por otra parte, si concediera el perdón a la que me excite antes, lo intentaríais una y otra con tal ardor que es posible que sumierais mis sentidos en el éxtasis antes de que el sacrificio fuera consumado, y no debe ser así.

—Es querer el mal por el mal, señor —le dije a Roland—. El complemento de vuestro éxtasis es lo único que debéis desear, y si lo conseguís sin crimen, ¿por qué queréis cometerlo?

—Porque sólo así lo alcanzaré de manera deliciosa, y porque jamás desciendo a esta bodega si no es para cometer uno. Sé perfectamente bien que lo conseguiría sin eso, pero lo quiero para conseguirlo.

Y, durante este diálogo, habiéndome elegido para comenzar, lo excito por delante con una mano, con la otra por detrás, mientras él toca a su capricho todas las partes de mi cuerpo que se le ofrecen a través de mi desnudez.

—Todavía falta mucho, Thérèse —me dijo tocándome las nalgas— para que estas hermosas carnes estén en el mismo estado de callosidad y de mortificación que las de Suzanne. Aunque abrasáramos las de esta querida joven, seguro que no lo notaría; pero tú, Thérèse, pero tú… son todavía rosas que abrazan lirios: ya lo conseguiremos, ya lo conseguiremos.

No podéis imaginaros, señora, cómo me tranquilizó esta amenaza: sin duda Roland no se daba cuenta, al hacerla, de la tranquilidad que esparcía en mí, pero ¿acaso no quedaba claro que, si proyectaba someterme a nuevas crueldades, no tenía ganas todavía de inmolarme? Ya os he dicho, señora, que todo afecta en la desgracia, y a partir de entonces me sentí aliviada. ¡Otro incremento de dicha! Yo no conseguía nada, y aquella masa enorme, blandamente replegada debajo de sí misma, resistía a todas mis sacudidas. Suzanne, en la misma posición, era manoseada en los mismos lugares; pero como sus carnes estaban mucho más endurecidas; Roland la trataba aún con menos consideraciones, pese a que Suzanne fuera más joven.

—Estoy convencido —decía nuestro perseguidor— de que ni los látigos más terribles conseguirían ahora arrancar una gota de sangre de ese culo.

Nos hizo agachar a las dos, y alcanzando con nuestra posición inclinada los cuatro caminos del placer, su lengua coleó en los dos más estrechos, y el malvado escupió en los otros. Nos cogió por delante, nos hizo arrodillarnos entre sus muslos, de modo que nuestros pechos se hallaran a la altura de lo que le excitábamos.

—¡Oh!, en lo que se refiere al pecho —dijo Roland— Suzanne te gana. Jamás tuviste unas tetas tan hermosas. ¡Mira, fíjate lo dotada que está!

Y diciendo eso, apretaba el seno de aquella desdichada hasta magullarlo entre sus dedos. Entonces ya no era yo quien lo excitaba, Suzanne me había sustituido. Apenas se encontró en sus manos cuando el dardo, saliendo del carcaj, ya amenazaba vivamente todo lo que lo rodeaba.

—Suzanne —dijo Roland—, un éxito terrible… Me temo, Suzanne, que es tu sentencia —proseguía aquel hombre feroz pellizcándole y arañándole los pezones.

En cuanto a los míos, sólo los chupaba y mordisqueaba. Coloca finalmente a Suzanne de rodillas en el borde del sofá. Le hace agachar la cabeza, y disfruta de ella en esta posición, de la espantosa manera que le es natural: reavivada por nuevos dolores, Suzanne se debate, y Roland, que sólo quiere escaramuzas, satisfecho con algunas correrías, viene a refugiarse en mí en el mismo templo donde ha sacrificado en el de mi compañera, a la que no cesa de vejar y de maltratar durante todo ese rato.

—Es una buscona que me excita cruelmente —me dijo—; no sé lo que me gustaría hacerle.

—¡Oh, señor, tened piedad de ella! —le dije—. Es imposible que sus dolores sean más intensos.

—¡Oh, claro que sí! —dijo el malvado—. Se podría… ¡Ah!, si yo tuviera aquí al famoso emperador Kie, uno de los peores malvados que la China haya visto en el trono[6], está claro que haríamos algo más. Entre su mujer y él, inmolando cada día sus víctimas, se dice que los dos las hacían vivir veinticuatro horas en las más crueles angustias de la muerte, y en tal estado de dolor que en todo momento estaban dispuestas a entregar el alma sin llegar a conseguirlo, gracias a los cuidados crueles de esos monstruos que, haciéndolas flotar de ayudas en tormentos, sólo les recordaban este minuto a la luz para ofrecerles la muerte en el siguiente… Yo soy demasiado suave, Thérèse, no sé nada de todo eso, sólo soy un colegial.

Roland se retira sin concluir el sacrificio, y me hace casi tanto daño con esta precipitada retirada como el que había hecho al introducirse. Se arroja a los brazos de Suzanne, y, sumando el sarcasmo al ultraje, le dijo:

—¡Amable criatura, con qué delicia recuerdo los primeros instantes de nuestra unión! ¡Jamás mujer alguna me dio placeres más intensos; jamás amé a nadie como a ti!… Abracémonos, Suzanne, vamos a separarnos, por mucho tiempo quizá.

—Monstruo —le dijo mi compañera rechazándole horrorizada— aléjate; no sumes a los tormentos que me infringes la desesperación de oír tus horribles palabras. Tigre, satisfaz tu rabia, pero respeta por lo menos mis desdichas.

Roland la tomó, la acostó sobre el sofá, con los muslos muy abiertos, y el taller de la generación absolutamente a su alcance.

—Templo de mis antiguos placeres —exclamó el infame—, tú que me procuraste algunos tan dulces cuando recogí tus primeras rosas, es preciso que te haga también mis adioses…

¡Malvado! Introdujo sus uñas, y revolviéndolas durante varios minutos en el interior, a lo largo de los cuales Suzanne lanzaba los gritos más agudos, las retiró cubiertas de sangre. Saciado por esos horrores, y notando que ya no le era posible contenerse, me dijo:

—Vamos, Thérèse, vamos, querida muchacha, acabemos todo esto con una pequeña escena del juego de cortar la cuerda[7].

Ese era el nombre de la funesta broma que ya os he descrito, la primera vez que os hablé de la bodega de Roland. Me subo al trípode, el malvado me ata la cuerda al cuello, se coloca frente a mí; Suzanne, aunque en un estado espantoso, le excita con sus manos; al cabo de un instante, él tira del taburete sobre el que se posan mis pies, pero armada con la podadera, corto inmediatamente la cuerda y caigo al suelo sin el menor daño.

—Bien, bien —dijo Roland—, ahora te toca a ti, Suzanne. Todo está dicho, y te perdono si te salvas con la misma destreza.

Suzanne se coloca en mi lugar. ¡Oh, señora!, permitid que pase por alto los pormenores de esa espantosa escena… La desdichada ya no volvió.

—Salgamos, Thérèse —me dijo Roland—; sólo volverás aquí cuando sea tu turno.

—Cuando queráis, señor, cuando queráis —contesté—. Prefiero la muerte a la vida espantosa que me dais. ¿Acaso puede resultarnos valiosa la vida a unas desdichadas como nosotras?…

Y Roland me encerró en mi calabozo. Al día siguiente mis compañeras me preguntaron qué había pasado con Suzanne. Se lo conté. No se asombraron; todas esperaban la misma suerte, y todas, siguiendo mi ejemplo, viendo en ello el fin de sus males, la deseaban con urgencia.

Así pasaron dos años, Roland en sus excesos habituales, yo en la horrible perspectiva de una muerte cruel, cuando finalmente se divulgó por el castillo la noticia de que no sólo los deseos de nuestro amo habían sido satisfechos, no sólo recibía con destino a Venecia la inmensa cantidad de pagarés que había deseado, sino que le pedían otros seis millones más de falsas monedas cuyos fondos le harían llegar a su voluntad a Italia. Era imposible que el malvado gozara de una suerte mayor; se iba con más de dos millones de renta, sin contar las esperanzas que podía concebir. Este era el nuevo ejemplo que me ofrecía la Providencia, la nueva manera con la que quería convencerme una vez más de que la prosperidad sólo correspondía al crimen y el infortunio a la virtud.

Así estaban las cosas cuando Roland vino a buscarme para bajar por tercera vez a la bodega. Me estremecí al recordar las amenazas que me había hecho la última vez que habíamos ido allí.

—Tranquilízate —me dijo—, no tienes nada que temer, se trata de algo que sólo me concierne a mí… una voluptuosidad especial de la que quiero disfrutar y que no te hará correr ningún riesgo.

Le sigo. Así que ha cerrado todas las puertas, Roland me dice:

—Thérèse, en toda la casa sólo me atrevo a confiar en ti para este asunto. Necesitaba una mujer muy honrada… Confieso que sólo te he encontrado a ti, a quien prefiero antes incluso que a mi hermana…

Llena de sorpresa, le ruego que se explique.

—Escúchame —me dice—; mi fortuna está hecha, pero por muchos favores que haya recibido de la suerte, esta puede abandonarme de un momento a otro. Es posible que me espíen, es posible que se apoderen de mí en el traslado que voy a hacer de mis riquezas, y, si esta desgracia se produce, lo que me espera, Thérèse, es la soga; el mismo placer que me encanta hacer saborear a las mujeres me servirá de castigo. Estoy convencido, en la medida en que es posible estarlo, de que esta muerte es infinitamente más dulce que cruel; pero, como las mujeres a las que he hecho experimentar las primeras angustias jamás han querido ser sinceras conmigo, quiero conocer la sensación sobre mi propia persona. Quiero saber, por mi propia experiencia, si es o no cierto que esta compresión determina, en el que la experimenta, el nervio erector de la eyaculación. Una vez convencido de que esta muerte no es más que un juego, la afrontaré con mucho mayor valor, pues no es el final de mi existencia lo que me asusta: mis principios están basados en eso, y absolutamente convencido de que la materia sólo puede convertirse en materia, temo tan poco el infierno como espero el paraíso; pero sí me asustan los tormentos de una muerte cruel; no me gustaría sufrir al morir: probémoslo pues. Tú harás conmigo todo lo que he hecho contigo; voy a desnudarme; subiré al taburete, atarás la cuerda, me excitaré un momento, luego, así que veas que las cosas adquieren una cierta consistencia, retirarás el taburete, y quedaré colgado. Me dejarás así hasta que veas o la emisión de mi semen o los síntomas del dolor. En el segundo caso, me soltarás inmediatamente; en el otro, dejarás actuar la naturaleza, y no me soltarás hasta después. Ya ves, Thérèse, voy a poner mi vida en tus manos: tu libertad, tu fortuna, será el precio de tu buen comportamiento.

—¡Ah, señor! —le contesté—, qué proposición tan extravagante.

—No, Thérèse, te lo exijo —replicó desnudándose—, pero pórtate bien. ¡Ya ves qué prueba te doy de mi confianza y de mi estima!

¿De qué hubiera servido titubear? ¿Acaso no era mi dueño? Por otra parte, me parecía que el daño que me disponía a hacer sería inmediatamente compensado por el extremo cuidado que pondría en preservarle la vida. Yo iba a ser la dueña de su vida, pero pese a cualesquiera que fueran sus intenciones respecto a mí, con toda seguridad sólo serviría para devolvérsela.

Nos preparamos: Roland se calienta con algunas de sus caricias normales; sube al taburete, yo lo ato; quiere que durante ese tiempo lo insulte, le reproche todos los horrores de su vida: lo hago. Su dardo no tarda en amenazar el cielo… él mismo me indica que retire el taburete…, obedezco. Creedme, señora, nada más cierto que lo que había imaginado Roland: en su rostro sólo se dibujaron unos síntomas de placer, y casi al mismo instante unos chorros rápidos de semen se lanzaron a la bóveda. Cuando todo está esparcido, sin que yo haya ayudado en nada, corro a soltarlo, cae desvanecido, pero a fuerza de cuidados consigo que pronto recupere el sentido.

—¡Oh, Thérèse! —me dijo al volver a abrir los ojos—, no puedes imaginarte qué sensaciones; están por encima de todo lo que se pueda decir: que hagan ahora conmigo lo que quieran, desafío la espada de Temis. Me creerás aún más culpable hacia la gratitud, Thérèse —me dijo Roland atándome las manos a la espalda—, pero qué quieres, querida mía, a mi edad nadie se corrige… Querida criatura, acabas de devolverme a la vida, y jamás he conspirado tan fuertemente contra la tuya; lamentaste la suerte de Suzanne, pues bien, voy a reunirte con ella; voy a sepultarte viva en la bodega donde ella expiró.

No os describiré mi estado, señora, podéis imaginarlo. Por más que llore, por más que gima, ya no me escucha. Roland abre el panteón fatal, hace descender una lámpara, a fin de que yo pueda divisar mejor la multitud de cadáveres que lo llenan, pasa después una cuerda por debajo de mis brazos, atados, como ya os he dicho, a mi espalda, y mediante esta cuerda me baja a veinte pies del fondo del panteón y a unos treinta de donde él estaba: en esta posición sufría horriblemente, era como si me arrancaran los brazos. ¡Qué espanto se apoderaba de mí, y qué perspectiva se me ofrecía! ¡Trozos de cadáveres en medio de los cuales acabaría mis días y cuyo olor ya me infectaba! Roland amarra la cuerda a un bastón fijado a través del agujero y, después, armado con un cuchillo, oigo que se excita.

—Vamos, Thérèse —me dice—, encomienda tu alma a Dios, el instante de mi delirio coincidirá con aquel en que te arrojaré a este sepulcro, donde te sumiré en el eterno abismo que te espera. ¡Ah, ah… Thérèse, ah…!

Y noté mi cabeza cubierta de las pruebas de su éxtasis sin que, afortunadamente, hubiera cortado la cuerda: me saca de allí.

—¡Bien! —me dice—, ¿has sentido miedo?

—¡Oh, señor!

—Así es como morirás, Thérèse, tenlo por seguro, y me encanta acostumbrarte a ello.

Subimos… ¿Tenía que quejarme, tenía que alegrarme? ¡Vaya recompensa por lo que acababa de hacer por él! Pero ¿podía hacer otra cosa el monstruo? ¿Acaso no podía arrebatarme la vida? ¡Oh, qué hombre!

Roland preparó al fin su marcha. Vino a verme la víspera a medianoche; me arrojo a sus pies, le conjuro con las más vivas instancias que me devuelva la libertad y que le añada el mínimo dinero necesario para llevarme a Grenoble.

—¡A Grenoble! Claro que no, Thérèse, nos denunciarías.

—¡Bien, señor! —le dije regando sus rodillas con mis lágrimas—, os juro que jamás iré allí, y para que os convenzáis, dignaos a llevarme con vos a Venecia; es posible que allí encuentre unos corazones menos duros que en mi patria, y una vez que os hayáis decidido a llevarme allí, os juro por lo más santo que hay en el mundo que jamás volveré a importunaros.

—No te daré ni una ayuda ni un céntimo —me contestó duramente aquel insigne tunante—; todo lo que atañe a la piedad, a la conmiseración, a la gratitud, queda tan lejos de mi corazón que, aunque fuera tres veces más rico de lo que soy, nadie me vería dar un escudo a un pobre: el espectáculo del infortunio me excita, me divierte, y cuando no puedo hacer el mal por mí mismo, disfruto deliciosamente del que comete la mano de la suerte. Sobre ese punto tengo unos principios de los que no me apartaré, Thérèse; el pobre está en el orden de la naturaleza: al crear a los hombres con fuerzas dispares, esta nos ha convencido del deseo que tenía de que esta desigualdad se mantuviera, incluso en los cambios que nuestra civilización aportara a sus leyes; aliviar al individuo es aniquilar el orden establecido; es oponerse al de la naturaleza, es invertir el equilibrio que es la base de sus más sublimes acuerdos; es contribuir a una igualdad peligrosa para la sociedad; es estimular la indolencia y la holgazanería; es enseñar al pobre a robar al rico, cuando a este se le antoje rehusar su ayuda. Y ello a través de la costumbre en que esas ayudas habrán puesto al pobre de obtenerlas sin trabajo.

—¡Oh, señor, qué duros son estos principios! ¿Hablaríais de igual manera si no hubierais sido siempre rico?

—Es posible, Thérèse; cada cual tiene su manera de ver las cosas; esta es la mía, y no la cambiaré. Nos quejamos de los mendigos en Francia: si quisiéramos, pronto no quedaría ni uno; bastaría con ahorcar a siete u ocho mil para que esta infame calaña no tardara en desaparecer. El cuerpo político debe tener sobre eso las mismas reglas que el cuerpo físico. ¿Un hombre devorado por los parásitos los dejaría subsistir sobre él por conmiseración? ¿Acaso no arrancamos en nuestros jardines la planta parásita que daña al vegetal útil? ¿Por qué, en este caso, querer actuar de manera diferente?

—Pero la religión —exclamé—, señor, la beneficencia, la humanidad…

—Son los escollos de todo lo que aspira a la felicidad —dijo Roland—. Si yo he consolidado la mía, sólo es sobre los escombros de todos estos infames prejuicios del hombre; sólo es burlándome de las leyes divinas y humanas; sólo es sacrificando al débil siempre que lo encontraba en mi camino; sólo abusando de la buena fe pública; sólo arruinando al pobre y robando al rico, he alcanzado el escarpado templo de la divinidad que incensaba. ¿Por qué no me imitaste? El estrecho sendero de ese templo se ofrecía tanto a mis ojos como a los tuyos. Las quiméricas virtudes que tú le has preferido ¿te han consolado de tus sacrificios? Ya no tienes tiempo, desdichada, ya no tienes tiempo, llora sobre tus faltas, sufre e intenta encontrar, si es que puedes, en el seno de los fantasmas que reverencias, lo que el culto que tú les has dado te ha hecho perder.

Con estas palabras, el cruel Roland se precipita sobre mí y me veo obligada a servir una vez más a las indignas voluptuosidades de un monstruo que aborrecía con tanta razón; esta vez creía que iba a estrangularme. Cuando su pasión quedó satisfecha, tomó el vergajo y me asestó más de cien latigazos por todo el cuerpo, asegurándome que tenía mucha suerte de que no dispusiera de tiempo para ir más lejos.

Al día siguiente, antes de irse, aquel desdichado nos ofreció una nueva escena de crueldad y de barbarie, como ninguna de las que brindan los anales de los Andrónico, de los Nerón, de los Tiberio y de los Venceslao. Todo el mundo en el castillo creía que la hermana de Roland se iría con él: la había hecho vestir en consecuencia, pero en el momento de subir al caballo, la lleva hacia nosotras.

—Ese es tu lugar, vil criatura —le dijo, ordenándole que se desnudara—. Quiero que mis camaradas se acuerden de mí dejándoles en prenda la mujer de la que me creían más enamorado; pero como aquí sólo se precisan un número determinado, ya que voy a emprender un camino peligroso en el que tal vez mis armas me resulten útiles, tengo que probar mis pistolas sobre una de esas busconas.

Al decir esto, amartilla una de sus armas, la acerca al pecho de cada una de nosotras y, regresando finalmente a su hermana, dijo, abrasándole los sesos:

—¡Vete, puta, vete a contarle al diablo que Roland, el más rico de los malvados de la Tierra, es el que desea con mayor insolencia tanto la mano del cielo como la suya!

La infortunada, que no expiró inmediatamente, se debatió largo rato bajo sus grilletes: horrible espectáculo que el infame contempló con sangre fría y del que se apartó para alejarse definitivamente de nosotras.

Todo cambió al día siguiente de la marcha de Roland. Su sucesor, hombre dulce y razonable, nos hizo soltar al instante.

—Este no es trabajo para un sexo débil y delicado —nos dijo con bondad—; es cosa de animales hacer funcionar esta máquina. El oficio que tenemos es bastante criminal sin necesidad de ofender aún más al Ser supremo con unas atrocidades gratuitas.

Nos instaló en el castillo, y me colocó, sin exigir nada de mí, en posesión de las tareas que realizaba la hermana de Roland. Las restantes mujeres fueron ocupadas en la talla de piezas de moneda, tarea mucho menos fatigante sin duda y de la que, sin embargo, se veían recompensadas, al igual que yo, con buenas habitaciones y una excelente nutrición.

Al cabo de dos meses, Dalville, sucesor de Roland, nos informó de la feliz llegada de su colega a Venecia: ya estaba instalado, había hecho su fortuna, disfrutaba de todo el descanso y de toda la felicidad que había podido desear. La suerte del que le sustituía no fue ni con mucho la misma. El desdichado Dalville era honesto en su profesión: y eso bastaba para que no tardaran en aplastarlo.

Un día que todo estaba tranquilo en el castillo, pues bajo las leyes de aquel buen amo, el trabajo, aunque criminal, se efectuaba, sin embargo, con alegría, las puertas fueron reventadas, los fosos escalados y la casa, antes de que nuestra gente pudiera pensar en su defensa, se llenó con más de sesenta jinetes de la gendarmería. Hubo que rendirse; no cabía hacer otra cosa. Nos encadenaron como animales; nos ataron sobre unos caballos y nos llevaron a Grenoble. «¡Oh, santo cielo!», me dije al entrar allí, «será, pues, el cadalso mi suerte en esta ciudad en la que había cometido la locura de creer que la felicidad debía nacer para mí… ¡Oh, presentimientos humanos, qué engañosos sois!».

El proceso de los monederos falsos no tardó en ser sentenciado; todos fueron condenados a la horca. Cuando vieron la marca que yo llevaba, casi ni se tomaron el esfuerzo de interrogarme, y ya iba a ser tratada como los demás, cuando finalmente intenté conseguir alguna compasión del magistrado famoso, honra de aquel tribunal, juez íntegro, ciudadano querido, filósofo iluminado, cuya sabiduría y cuya beneficencia grabarán para siempre su célebre nombre en letras de oro en el templo de Temis. Me escuchó; convencido de mi buena fe y de la verdad de mis desdichas, se dignó poner en mi proceso algo más de atención que sus colegas… Oh, gran hombre, te debo mi homenaje, la gratitud de una infortunada no será nada onerosa para ti, y el tributo que te ofrezco, dando a conocer tu corazón, será siempre el más dulce goce del suyo.

El señor S*** se convirtió en mi propio abogado; mis protestas fueron atendidas, y su viril elocuencia iluminó las mentes. Las declaraciones generales de los monederos falsos que iban a ejecutar acabaron por apoyar el celo del que quería interesarse por mí: fui declarada seducida, inocente, plenamente liberada de acusación, con una total libertad de hacer lo que se me antojara. Mi protector sumó a estos servicios el de conseguirme una colecta que me valió más de cincuenta luises; al fin veía brillar ante mis ojos la aurora de la felicidad; al fin mis presentimientos parecían cumplirse, y me creía al término de mis males cuando le agradó a la Providencia convencerme de que todavía me hallaba muy lejos de ello.