Capítulo 31

Xander está sentado en los escalones de mi casa.

Me resulta familiar verlo ahí en verano, y también su postura, con las piernas estiradas y los codos apoyados en un escalón. La sombra que proyecta es menor que él, una versión más oscura y compacta del Xander de carne y hueso.

Me observa mientras me aproximo por el camino y, cuando estoy cerca, aún veo dolor en sus ojos, una sombra detrás del azul.

Desearía que la pastilla roja le hubiera borrado más que las doce últimas horas. Que no recordara lo que le dije ni cuánto le dolió. Casi. Pero no del todo. Aunque decir la verdad ha sido doloroso para los dos, no veo de qué otro modo podría haber actuado con él. Era todo lo que podía darle, y él merecía saberlo.

—Te estaba esperando —dice—. Me he enterado de lo de tu familia.

—Estaba en la ciudad —le informo.

—Siéntate a mi lado —sugiere.

Vacilo. ¿Lo dice de verdad? ¿Quiere que me siente a su lado, o me está ayudando a guardar las apariencias por si nos vigilan?

—¿Estás seguro? —pregunto.

—Sí —responde.

Entonces lo sé con certeza. Está sufriendo. Yo también. Pienso que esto quizá forme parte de nuestra lucha por poder elegir. Decidir qué dolor sentimos.

No ha transcurrido mucho tiempo desde nuestro banquete, pero ahora somos distintos, desprovistos de nuestra ropa elegante, nuestras reliquias, nuestra fe en el sistema de emparejamientos. Me quedo de pie pensando en las muchas cosas que han cambiado. En lo poco que sabíamos.

—Siempre tengo que ser yo el que rompe el hielo, ¿no? —pregunta con un amago de sonrisa—. Al final, cuando discutimos, siempre ganas tú.

—Xander —digo, y me siento justo a su lado.

Él me rodea con el brazo, yo apoyo la cabeza en su hombro y él apoya la suya en la mía. Suspiro, tan hondo que casi me estremezco, por el alivio que siento. Por lo agradable que es que te abracen así. Nada de esto es por la Sociedad, siempre alerta. Esto es real, mío. Echaré muchísimo de menos a Xander.

Nos quedamos callados mientras miramos nuestra calle juntos por última vez. Quizá regrese, pero ya no volveré a vivir aquí. Cuando te reubican, no regresas salvo para hacer visitas. Las rupturas drásticas son las mejores. Y mi ruptura será la más drástica de todas, cuando parta en busca de Ky. Esa es la clase de infracción que nadie puede ignorar.

—Me he enterado de que os vais mañana —dice, y yo asiento, al mismo tiempo que le rozo la mejilla con la cabeza—. Tengo que decirte una cosa.

—¿Qué? —pregunto.

Miro al frente y noto su hombro moviéndose bajo la camisa mientras cambia ligeramente de postura, pero no me separo de él. ¿Qué va a decirme? ¿Que no puede creer que lo haya traicionado? ¿Que ojalá lo hubieran emparejado con cualquier otra chica? Son cosas que merezco oír, pero no creo que vaya a decírmelas. No él.

—Me acuerdo de lo que ha pasado esta mañana —susurra—. Sé lo que le ha ocurrido a Ky.

—¿Cómo? —Me yergo y lo miro.

—Las pastillas rojas no me hacen efecto —me susurra al oído para que nadie más lo oiga. Mira calle abajo, hacia la casa de los Markham.

—¿Qué? —¿Cómo es posible que estos dos chicos tan distintos estén conectados de una forma tan honda e inesperada? A lo mejor lo estamos todos, pienso, y ya no sabemos percibirlo—. Explícate.

Xander sigue mirando la casita de postigos amarillos donde Ky vivía hasta hace unas horas. Donde Ky observaba y aprendía a sobrevivir. Xander le enseñó parte de eso sin saberlo. Y es posible que también él haya estado aprendiendo de Ky.

—Una vez, hace mucho tiempo, lo desafié a que se la tomara, —susurra—. Fue cuando llegó. Me mostraba amable, pero, en el fondo, tenía celos de él. Veía cómo lo mirabas.

—¿De veras?

No me acuerdo de nada, pero, de pronto, deseo que tenga razón. Deseo que una parte de mí se enamorara de Ky antes de que nadie me ordenara que lo hiciera.

—No es un recuerdo del que me sienta orgulloso —continúa—. Un día le pedí que fuera a nadar conmigo y, de camino, le dije que sabía lo de su reliquia. Lo sabía porque, una vez, a un distrito de aquí, volvía de llevar algo a un amigo y lo pillé utilizándola, intentando orientarse para volver a casa. Siempre tenía mucho cuidado. Creo que fue la única vez que la sacó, pero lo hizo en mal momento. La vi.

Esta imagen casi me rompe el corazón; es otra faceta de Ky que no he visto nunca: extraviado. Arriesgándose. Por muy bien que lo conozca, por mucho que lo quiera, aún hay partes de él que desconozco. Es así con todos, incluso con Xander, a quien jamás podría haber imaginado siendo tan cruel.

—Lo desafié a que encontrara y robara dos pastillas rojas. Pensaba que sería imposible. Le dije que, si no me las llevaba a la piscina al día siguiente para demostrarme que era capaz de hacerlo, les contaría a todos lo de la brújula, la reliquia, y metería a Patrick en un lío.

—¿Qué hizo?

—Ya conoces a Ky. Jamás pondría en peligro a su tío.

Comienza a reírse. Estupefacta, cierro el puño de indignación. ¿Le parece gracioso? ¿Qué puede tener de cómica esta historia?

—Ky consiguió las pastillas. Y adivina a quién se las robó —añade riéndose todavía—. Adivina.

—No lo sé. Dímelo tú.

—A mis padres. —Deja de reírse—. En ese momento no fue gracioso, claro. Esa noche, mis padres tuvieron un gran disgusto porque les faltaban las pastillas rojas. Yo enseguida supe qué había pasado pero, por supuesto, no podía decir nada. No podía contarles lo del desafío. —Baja la vista y me fijo en que tiene un sobre marrón grande en la mano. Me hace pensar en la historia de Ky. Ahora estoy oyendo otra parte—. Se armó una buena. Vinieron los funcionarios y toda la pesca. No sé si te acuerdas.

Niego con la cabeza. No lo recuerdo.

—Nos examinaron por si nos las habíamos tomado y, no sé cómo, supieron que no lo habíamos hecho. Y mis padres fueron bastante convincentes cuando dijeron que no sabían qué había pasado. Estaban muertos de miedo. Por fin, los funcionarios decidieron que mis padres debían de haber perdido las pastillas esa misma semana en la piscina y se habían descuidado no dándose cuenta antes. Nunca habían causado problemas, así que se libraron de la infracción. Sólo los citaron.

—¿Ky hizo eso? ¿Les quitó las pastillas a tus padres?

—Sí. —Respira hondo—. Al día siguiente fui a su casa dispuesto a hacerlo picadillo. Estaba en el porche esperándome. Cuando llegué, me enseñó las dos pastillas rojas, a la vista de todos.

»Naturalmente, me asusté tanto que las cogí y le pregunté qué pretendía hacer. Fue entonces cuando me dijo que no se juega con la vida de los demás. —Parece avergonzado—. Y luego me dijo que, si yo quería, podíamos volver a empezar. Lo único que teníamos que hacer era tomarnos las pastillas rojas, una cada uno. Me prometió que no nos harían daño.

—Eso también es cruel —digo consternada, pero, para mi sorpresa, Xander discrepa.

—Sabía que las pastillas no le hacían efecto; no sé cómo, pero lo sabía. Creía que a mí me lo harían. Creía que yo no recordaría lo mal que me había portado y podría empezar de cero.

—¿Cuántas otras personas crees que hay paseándose por ahí, fingiendo que las pastillas les hacen efecto cuando no es verdad? —pregunto asombrada.

—Todas las que no quieren meterse en líos —responde. Me mira—. Por lo visto, tampoco te hacen efecto a ti.

—No es eso —digo, pero no quiero contárselo todo. Ya carga con el peso de suficientes secretos míos.

Me escruta un momento, pero, al ver que no añado nada más, continúa:

—Hablando de pastillas —dice—, tengo un regalo para ti. Un regalo de despedida. —Me da el sobre y susurra—: No lo abras aún. He metido algunas cosas para que te acuerdes del distrito, pero el verdadero regalo es un puñado de pastillas azules. Por si tienes que hacer otro viaje largo o algo parecido.

Sabe que voy a intentar encontrar a Ky. Y me está ayudando. Pese a todo, no me ha traicionado. Y también reparo en que, mientras corría calle abajo detrás de Ky, jamás me he preguntado si era él quien había desencadenado los acontecimientos. Sabía que no lo había hecho. Me ha sido leal. Es el dilema del prisionero. Este peligroso juego que debo jugar con Ky, y también con él. Pero lo que yo sé, y la funcionaria no sabe, es que todos haremos cuanto podamos para protegernos unos a otros.

—Oh, Xander. ¿Cómo las has conseguido?

—Tienen de sobra en la farmacia del centro médico —responde—. Éstas iban a tirarlas. Están a punto de caducar, pero creo que seguirán surtiendo efecto durante unos meses más después de que caduquen.

—Aun así, los funcionarios las echarán de menos.

Se encoge de hombros.

—Sí. Tendré cuidado, y también deberías tenerlo tú. Siento no haber podido traerte comida de verdad.

—No me puedo creer que estés haciendo todo esto por mí… —digo.

Traga saliva.

—No sólo por ti, sino por todos nosotros.

Ahora todo cobra sentido. Si pudiéramos cambiar las cosas, con el tiempo… quizá podríamos elegir todos.

—Gracias, Xander —digo.

Pienso en que quizá tengo una posibilidad de encontrar a Ky, gracias a su brújula y a las pastillas de Xander, y me doy cuenta de que, en muchos aspectos, Xander es quien ha hecho posible que quiera a Ky.

—Ky pensaba que a lo mejor podías enseñarme a utilizar la reliquia —añado—. Ahora sé por qué. ¿La reconociste el día que te la di?

—Me pareció hacerlo. Pero había pasado mucho tiempo, y cumplí mi promesa de no abrirla.

—Pero sabes utilizarla.

—Deduje los principios básicos de lo que era después de verla. Hice a Ky alguna que otra pregunta sobre su funcionamiento.

—Podría ayudarme a encontrarlo.

—Aunque pudiera enseñarte, ¿por qué iba a hacerlo? —Y ya no puede seguir disimulando; la amargura y la ira se mezclan con su dolor—. ¿Para que puedas irte y ser feliz con él? ¿En qué lugar me deja eso? ¿Qué me deja eso?

—No hables así —le ruego—. Me has dado las pastillas azules para que pueda encontrarlo, ¿no? Si yo no estoy y logramos cambiar las cosas, quizá puedas elegir a alguien también tú.

—Yo ya lo hice —dice mirándome.

No sé qué decir.

—Entonces ¿tengo que desear el fin del mundo que conozco? —pregunta, con un deje de su habitual buen humor.

—No el fin del mundo, sino el principio de uno mejor —digo, y también tengo miedo. ¿Es eso lo que realmente deseamos?—. Un mundo en el que podamos recuperar a Ky.

—Ky —dice, y hay tristeza en su voz—. A veces parece que lo único que he hecho es ayudarte a estar lista para otra persona.

No sé qué decir, cómo explicarle que está equivocado, que yo también lo estaba hace un momento cuando he pensado lo mismo. Porque sí, él nos ha ayudado a Ky y a mí, una y otra vez. Pero ¿cómo puedo explicarle que él también es una de las razones por la que quiero un mundo nuevo? ¿Que es importante para mí? ¿Que lo quiero?

—Puedo enseñarte —dice por fin—. Te enviaré las instrucciones en un mensaje por el terminal.

—Pero podrá leerlas cualquiera.

—Haré que parezca una carta de amor. A fin de cuentas, seguimos emparejados. Y fingir se me da bien. —Baja la voz—: Cassia… si pudiéramos elegir, ¿me habrías elegido a mí en algún momento?

Me sorprende que tenga que preguntármelo. Y entonces me doy cuenta de que no sabe que hubo un momento en que sí lo elegí. Cuando vi su cara en la pantalla seguida de la de Ky, quise lo seguro, lo conocido, lo esperado. Quise lo bueno, lo amable y lo bello. Quise a Xander.

—Por supuesto —respondo.

Nos miramos y nos echamos a reír. No podemos parar. Nos reímos tanto que se nos saltan las lágrimas y él se separa de mí, inclinándose hacia delante para coger aire.

—Aún podríamos terminar juntos —dice—. Después de todo esto.

—Así es —convengo.

—Entonces ¿por qué hacer nada?

Me pongo seria. He tardado todo este tiempo en comprender qué quiso decir mi abuelo. Por qué no quiso que conservaran su muestra de tejido; por qué rechazó la oportunidad de vivir eternamente según las condiciones de otras personas.

—Porque se trata de tomar nuestras propias decisiones —respondo—. Ésa es la cuestión, ¿no? Ahora, esto es más importante que nosotros.

Me mira.

—Lo sé.

Para Xander quizá lo haya sido siempre; dado que lleva años viendo más, sabiendo más. Como Ky.

—¿Cuántas veces? —le susurro.

Mueve la cabeza confundido.

—¿Cuántas veces nos hemos tomado la pastilla el resto y no nos acordamos? —pregunto.

—Una, que yo sepa —responde—. No la utilizan mucho con los ciudadanos. Estaba seguro de que nos obligarían a tomarla después de que muriera el hijo de los Markham, pero no lo hicieron. Pero, un día, estoy bastante seguro de que la tomó todo el distrito.

—¿Yo también?

—No lo sé con certeza —responde—. No te vi. No sé.

—¿Qué pasó?

Niega con la cabeza.

—No voy a explicártelo —susurra.

No insisto. Yo no se lo he contado todo (no le he hablado del beso en la Loma ni del poema) y no puedo pedirle que haga lo que no he hecho yo. Es un equilibrio difícil, decir la verdad: cuánta parte desvelar, cuánta reservarse, qué verdades herirán pero no destruirán, cuáles lastimarán demasiado para curarse.

De manera que, en vez de eso, señalo el sobre.

—¿Qué has metido? ¿Además de las pastillas?

Se encoge de hombros.

—No mucho. Básicamente, intentaba esconder las pastillas. Un par de neorrosas, como las que plantamos. No durarán mucho. He impreso uno de los Cien Cuadros, ese sobre el que hiciste un trabajo hace un montón de tiempo. Tampoco durará mucho. —Tiene razón. El papel de los terminales siempre se deteriora enseguida. Me mira triste—. Tendrás que utilizarlo todo en los dos próximos meses.

—Gracias —digo—. Yo no tengo nada para ti. Esta mañana ha pasado todo tan deprisa… —Me quedo callada, porque he dedicado todo el tiempo que tenía a Ky. He vuelto a elegirlo, antes que a él.

—No pasa nada —dice—. Pero quizá… podrías…

Me mira a los ojos fijamente, y sé lo que quiere. Un beso. Pese a saber lo de Ky. Él y yo seguimos conectados; esto continúa siendo una despedida. Ya sé que el beso sería dulce. Sería a lo que él se aferraría, como yo me aferro al de Ky.

Pero eso es algo que no creo que pueda darle.

—Xander…

—Está bien —dice, y se levanta.

Yo también lo hago y él me estrecha entre sus brazos, cálidos, protectores y agradables como siempre.

Seguimos abrazándonos con fuerza.

Luego se separa y echa a andar por el camino, sin decir nada más. No se vuelve. Pero yo lo observo mientras se aleja. No dejo de hacerlo hasta que entra en su casa.

El viaje a nuestro nuevo hogar es bastante sencillo: coger el tren aéreo hasta el centro de la ciudad y luego hacer transbordo a un tren aéreo de larga distancia cuyo destino son los territorios agrarios de la provincia de Keya. Casi todos nuestros objetos personales caben en la maletita que cada uno llevamos; las pocas cosas que no nos enviarán más adelante.

Cuando nos dirigimos los cuatro a la parada del tren aéreo, vecinos y amigos salen a despedirnos y a desearnos buen viaje. Saben que nos han reubicado, pero desconocen la razón; no se considera cortés preguntarlo. Cuando llegamos al final de la calle, vemos que han colocado un cartel nuevo: «Distrito de los Jardines». Sin los árboles y sin el nombre, el distrito de los Arces ya es historia. Es como si nunca hubiera existido. Los Markham ya no están. Y nosotros nos vamos. El resto seguirá viviendo aquí, en el distrito de los Jardines. Ya han plantado más neorrosas en todos los parterres.

La rapidez con que ha desaparecido Ky, con que lo han hecho los Markham, con la que lo haremos todos, me hiela la sangre. Es como si no hubiéramos existido. Y, de pronto, recuerdo que, cuando era pequeña, hubo una época en que me gustaba ver cómo llegaba el tren a nuestro distrito de la Piedra y teníamos caminos hasta casa hechos de losas.

«Esto ya ha pasado.»

Este distrito no deja de cambiar de nombre. ¿Qué otras cosas perniciosas acechan bajo su superficie? ¿Qué hemos enterrado bajo nuestras piedras, árboles, flores y casas? La vez de la que Xander no quiere hablar, en la que todos tomamos la pastilla roja, ¿qué sucedió? Cuando otras personas se marcharon, ¿adonde fueron en realidad?

Ellas no sabían escribir su nombre, pero yo sé escribir el mío y volveré a hacerlo en algún lugar donde perdurará para siempre. Encontraré a Ky, y luego encontraré ese lugar.

Una vez dentro del tren de larga distancia, mi madre y Bram se quedan dormidos, exhaustos por la emoción y el esfuerzo del viaje.

Me parece extraño, con todo lo que ha sucedido, que haya sido la obediencia de mi madre la causa de que nos hayan reubicado. Sabía demasiado y lo admitió en aquel informe. No podía hacer otra cosa.

El trayecto es largo y hay otros pasajeros. No soldados como Ky. Ellos viajan en sus propios trenes. Pero hay familias cansadas que se parecen mucho a la nuestra, un grupo de solteros que se ríen y conversan animadamente sobre sus trabajos y, en el último vagón, varias hileras de chicas de una edad parecida a la mía que son trabajadoras itinerantes. Las observo con interés: son chicas que no han conseguido un puesto de trabajo permanente y se desplazan dondequiera que las necesiten por un período de tiempo. Algunas parecen tristes y marchitas, decepcionadas. Otras miran por la ventanilla con interés. Me sorprendo observándolas más de lo debido. Se supone que no somos entrometidos. Y tengo que concentrarme en encontrar a Ky. Ahora dispongo de material: las pastillas azules, la reliquia llamada brújula, la ubicación del río Sísifo, los recuerdos de un abuelo que no entró dócil.

Mi padre advierte que estoy observando a las chicas. Mientras mi madre y Bram duermen, dice en voz baja:

—No recuerdo lo que pasó ayer. Pero sé que los Markham se han marchado del distrito y creo que eso te ha hecho daño.

Intento cambiar de tema. Miro a mi madre.

—¿Por qué no le han dado una pastilla roja? De esa forma, no habríamos tenido que irnos.

—¿Una pastilla roja? —me pregunta sorprendido—. Sólo son para circunstancias extremas. Ésta no lo es. —Luego, para mi asombro, continúa. Me habla como a una adulta; más que eso, como a un igual—. Soy un clasificador nato, Cassia —dice—. Toda la información indica que algo va mal. La forma en que requisaron las reliquias. Los viajes de tu madre a otros arboretos. Mi vacío de memoria del día de ayer. Algo pasa. Están perdiendo la guerra y no sé contra quién es, si es contra personas de aquí o de fuera. Pero hay señales de que esto se hunde.

Asiento. Ky me dijo prácticamente lo mismo.

Mi padre continúa.

—Y también me he fijado en otras cosas. Creo que estás enamorada de Ky Markham. Creo que quieres encontrarlo, donde sea que haya ido. —Traga saliva.

Lanzo una mirada a mi madre. Tiene los ojos abiertos y me mira con amor y comprensión, y me doy cuenta de que sabe lo mismo que mi padre. Sabe lo que quiero. Lo sabe y, aunque no destruiría una muestra de tejido ni querría a nadie más que no fuera su pareja, continúa queriéndonos, aunque hayamos hecho esas cosas.

Mi padre siempre se ha saltado las normas por sus seres queridos, de igual modo que mi madre las ha obedecido por el mismo motivo. Ésa quizá sea otra razón más por la que son una pareja perfecta. Puedo confiar en su amor. Y me parece algo muy importante en lo que confiar, algo muy importante con lo que contar, no importa lo que suceda.

—No podemos darte la vida que quieres —dice mi padre con los ojos llorosos. Mira a mi madre y ella asiente para que continúe—. Ojalá pudiéramos. Pero sí podemos ayudarte dándote la posibilidad de decidir cuál es la vida quieres.

Cierro los ojos y pido fortaleza a los ángeles, a Ky y al abuelo. Luego los abro y miro a mi padre.

—¿Cómo?