Cuando la oscuridad por fin se disipa, amanece un día anodino, caluroso, gris, un día sin dimensión ni profundidad.
Las casas que me rodean podrían ser el decorado de una proyección; podrían ser imágenes en una pantalla cinematográfica. Tengo la sensación de que, si me alejo demasiado, me tropezaré con un lienzo o atravesaré una pared de papel y saldré a una oscuridad vacía y al final de todo.
No sé por qué, pero ya no tengo miedo. En cambio, me siento aletargada, lo que es peor. ¿Por qué habría de importarme un planeta anodino poblado por personas anodinas? ¿A quién le importa un lugar en el que no hay ningún Ky?
Me doy cuenta de que ésta es una de las razones por las que lo necesito. Porque, cuando estoy con él, siento.
Pero Ky no está. Yo he visto cómo sucedía.
Yo he hecho que sucediera.
«¿También tuvo que hacer esto Sísifo? ¿Parar un momento para concentrarse en mantenerse firme, en empujar la piedra sólo lo suficiente para que no retrocediera y lo aplastase, antes de poder siquiera pensar en reanudar el ascenso?»
La pastilla roja ha surtido efecto casi de inmediato después de que los policías y los funcionarios nos hayan acompañado a casa. Los acontecimientos de las últimas doce horas se han borrado en las mentes de mi familia. Hace menos de una hora, ha llegado una remesa de pastilleros nuevos con una carta que explica que los nuestros eran defectuosos y han sido retirados esta misma mañana. El resto de mi familia acepta la explicación sin cuestionarla. Tiene otras cosas de que preocuparse.
Mi madre está confundida: ¿dónde puso su terminal portátil anoche cuando terminó con él? Bram no se acuerda de si acabó de escribir su trabajo en el calígrafo.
—Pues enciéndelo y compruébalo, cielo —dice mi madre aturdida.
Mi padre también parece un poco ausente, pero no tan confuso. Creo que ya ha experimentado esto en su profesión, posiblemente muchas veces.
Aunque la pastilla sigue surtiendo efecto en su organismo, parece menos desconcertado por su desorientación.
Lo cual celebro, porque los funcionarios todavía no han terminado con nuestra familia.
—Mensaje privado para Molly Reyes —dice la voz robótica del terminal.
Mi madre alza la vista sorprendida.
—Voy a llegar tarde al trabajo —protesta, aunque quienquiera que le haya enviado el mensaje no pueda oírla. Tampoco la ve erguirse antes de dirigirse al terminal y ponerse los auriculares.
La pantalla se oscurece y la imagen que aparece en ella sólo es visible desde su posición exacta.
—¿Qué pasa ahora? —pregunta Bram—. ¿Me espero?
—No, vete a clase —dice mi padre—. No debes llegar tarde.
De camino a la puerta, mi hermano se lamenta.
—Siempre me lo pierdo todo.
Ojalá pudiera decirle que eso no es cierto. Aunque, por otro lado, ¿me gustaría que conservara el recuerdo de lo que ha sucedido esta mañana?
Algo me ocurre mientras lo veo salir de casa y las cosas vuelven a tornarse reales. Mi hermano es real. Yo soy real. Ky es real, y tengo que ponerme a buscarlo. ¡Ya!
—Voy a pasar la mañana en la ciudad —digo a mi padre.
—¿No os vais de excursión? —pregunta, y sacude la cabeza como si quisiera despejársela—. Perdona. Ya me acuerdo. Las actividades de este verano han terminado antes, ¿no? Por eso va Bram a clase en vez de a natación. Hoy estoy muy espesa.
No parece sorprendido y vuelvo a pensar en que no es la primera vez que le ocurre esto. También me acuerdo de que ha dejado que mi madre sea la primera en tomarse la pastilla; de algún modo, sabía que no iba a perjudicarle.
—Aún no nos han asignado ninguna otra actividad para sustituir las excursiones —explico—. Así que tengo tiempo de ir a la ciudad antes de que empiecen las clases.
Esto es un descuido, otro desliz en el bien engrasado engranaje de la Sociedad que demuestra que algo va mal en alguna parte.
Mi padre no responde. Se queda mirando a mi madre, que está pálida mientras mira el terminal.
—¿Molly? —dice.
No se puede interrumpir un mensaje privado, pero él se acerca unos pasos. Y unos cuantos más.
Por último, cuando le pone la mano en el hombro, ella se aparta del terminal.
—Esto es culpa mía —dice, y, por primera vez en mi vida, no la veo mirar a mi padre, sino al infinito—. Nos trasladan a los territorios agrarios con carácter inmediato.
—¿Qué? —pregunta mi padre. Niega con la cabeza, mirando el terminal—. Eso es imposible. Presentaste tu informe. Dijiste la verdad.
—Supongo que no quieren que los que hemos visto los cultivos prohibidos continuemos en puestos importantes —dice mi madre—. Sabemos demasiado. Podríamos estar tentados de hacer lo mismo. Nos envían a los territorios agrarios, donde no tendremos ningún poder. Donde podrán vigilarnos y dejarnos exhaustos plantando lo que nos ordenen.
—Pero al menos —digo intentando consolarla— estaremos más cerca de los abuelos.
—No son los territorios agrarios de Oria —aclara ella—, sino los de otra provincia. Nos vamos mañana.
Su mirada vacía y aturdida se posa en mi padre y la veo comenzar de nuevo a sentir. Percibo entendimiento y emoción en su cara. Mientras la observo, siento una urgencia tan grande que no sé si voy a poder soportarla. «Tengo que averiguar dónde se han llevado a Ky antes de que nos marchemos.»
—Siempre he querido vivir en los territorios agrarios —dice mi padre, y mi madre apoya la cabeza en su hombro, demasiado cansada para llorar y demasiado abrumada para fingir que todo va bien.
—Pero yo he hecho lo que debía —susurra—. He hecho justo lo que me pidieron.
—Todo irá bien —nos dice mi padre en voz baja.
Si me hubiera tomado la pastilla roja, quizá podría creerle.
En la calle, hay un automóvil aéreo oficial delante de la casa de los Markham. En las últimas semanas, los funcionarios han prestado demasiada atención a nuestro distrito.
Em sale corriendo de su casa sin árbol.
—¿Te has enterado? —pregunta entusiasmada—. Los funcionarios están recogiendo las cosas de los Markham. ¡Han transferido a Patrick al gobierno central! Qué gran honor. ¡Y es de nuestro distrito! —Frunce el entrecejo—. Qué lástima no haber podido despedirnos de Ky. Lo echaré de menos.
—Lo sé —digo.
Se me encoge el corazón y vuelvo a detenerme bajo mi piedra, empujando para no ser aplastada por el peso de ser la única que sabe lo que de verdad ha sucedido esta mañana.
Con la excepción de unos cuantos funcionarios selectos. Y ni tan sólo ellos saben lo que yo sé. Sólo dos personas sabemos qué ha ocurrido realmente, que no me he tomado la pastilla roja. Mi funcionaria. Y yo.
—Tengo que irme —digo a Em, y sigo caminando hacia la parada del tren aéreo.
No me vuelvo para mirar la casa de los Markham. Patrick y Aida también se han ido para siempre. ¿Los han declarado aberrantes o les han procurado un retiro tranquilo lejos de aquí? ¿Han tomado también la pastilla roja? ¿Se pasean sorprendidos por su nueva casa, preguntándose qué le ha sucedido a su segundo hijo? También tendré que intentar encontrarlos, por Ky, pero, en este momento, debo encontrarlo a él. Sólo se me ocurre un lugar en el que buscar información sobre dónde pueden haberlo enviado.
En el trayecto hasta el ayuntamiento, mantengo la cabeza gacha. Hay demasiados lugares que no puedo mirar: los asientos que solía ocupar Ky; el suelo del vagón donde ponía los pies y mantenía el equilibrio, dando siempre la impresión de que era fácil, natural. Me siento incapaz de mirar por las ventanillas, sabiendo que a lo mejor diviso la Loma en la que Ky y yo estuvimos ayer. Juntos. Cuando el tren se detiene para que suban más pasajeros y corre el aire, me pregunto si las telas rojas que Ky y yo dejamos allí ondean al viento. Señales de un nuevo comienzo, aunque no del que nosotros queríamos.
Por fin, oigo la voz que anuncia mi destino.
«Ayuntamiento.»
Mi idea no va a dar resultado. Lo sé en cuanto piso por segunda vez en mi vida la escalinata del ayuntamiento. Este no es el lugar rutilante que me abrió sus puertas, que me invitó a vislumbrar mi futuro. A la luz del día, es un lugar con vigilantes armados, un lugar para hacer negocios, un lugar donde pasado y presente están bien guardados bajo llave. No me dejarán entrar e, incluso si lo hicieran, no me dirían nada.
Quizá no sepan que hay algo que decir. Incluso los funcionarios llevan pastillas rojas.
Doy media vuelta y, en la otra acera, veo una posibilidad y el corazón me da un vuelco. «Claro. ¿Por qué no se me ha ocurrido antes? El museo.»
El museo es largo, bajo, blanco, ciego. Incluso las ventanas son blancas, hechas de cristal esmerilado opaco para proteger las reliquias de la luz. Enfrente, el ayuntamiento tiene altos ventanales transparentes. El ayuntamiento lo ve todo. Aun así, el museo puede tener algo para mí detrás de sus ojos cerrados. La esperanza me insta a apretar el paso cuando cruzo la calle, me da fuerza cuando abro las enormes puertas blancas.
—Bienvenida —dice un conservador sentado a una mesa blanca redonda— ¿Necesitas ayuda?
—Estoy dando una vuelta —respondo, intentando parecer relajada—. Hoy tengo más tiempo libre.
—Y has venido aquí —dice el conservador complacido, desconcertado—. Estupendo. A lo mejor quieres subir a la segunda planta. Algunas de nuestras mejores exposiciones están ahí.
No quiero llamar demasiado la atención, de modo que asiento y subo las escaleras, cuyo eco metálico me recuerda dolorosamente las pisadas de Ky en las escaleras de la estación. «No pienses en eso ahora. Mantén la calma. ¿Te acuerdas de la vez que viniste aquí de pequeña, antes de que Ky llegara al distrito? ¿En la época en que teníamos tiempo para pensar en el pasado, antes de ir al centro de segunda enseñanza donde lo único que importa es el futuro? ¿Te acuerdas de cuando entraste en el comedor del sótano con el resto de los alumnos, todos eufóricos porque ibais a comer en un sitio nuevo y distinto? ¿Te acuerdas de la cabeza rubia que destacaba entre el resto, de cómo fingía escuchar al conservador pero no paraba de hacer chistes que solo oías tú?»
Xander. Si lo dejo aquí, ¿me quedaré sin otro trozo más de mi corazón?
Por supuesto.
Un indicador señala la sala que alberga las reliquias y giro bruscamente a la derecha, con intención de ver la exposición. Con intención de ver dónde han colocado todo lo requisado. A lo mejor veo mi polvera, los gemelos de Xander, el reloj de Bram. Podría traerlo aquí por última vez antes de que nos marchemos a los territorios agrarios.
Me detengo en mitad de la sala cuando me percato de que ninguna de esas cosas está aquí.
Las otras vitrinas siguen atestadas de reliquias, pero la nueva exposición sólo es una larga vitrina acristalada, grandiosa y vacía. Un cartel colocado en el centro, con palabras impresas muy distintas a la letra cursiva de Ky, reza: «Las nuevas reliquias se expondrán próximamente». Una luz lo ilumina desde arriba en su cavernosa vitrina vacía. El cartel podría durar eternamente en este entorno hermético e inmaculado. Como el retal del vestido que llevé en mi banquete.
Pero yo he roto el cristal; he regalado el verde; he tomado mi decisión. Ya me estoy muriendo sin Ky a mi lado y ahora debo asegurarme de que vivo para encontrarlo.
Me doy cuenta de que lo más probable es que nuestras reliquias nunca ocupen esta vitrina. El cartel quizá sea lo único que llegue a exponerse en ella. No sé qué han hecho con ellas.
Ahora sé con certeza que no queda nada.
Bajo al sótano, donde se expone «La gloriosa historia de la provincia de Oria», donde quería ir desde el principio antes de que la posibilidad de ver lo que he perdido me distrajera de lo que realmente busco.
Me quedo junto al cristal y miro el mapa de nuestra provincia con su ciudad, territorios agrarios y ríos mientras oigo unos pasos que se acercan por el suelo de mármol. Un hombrecillo uniformado se coloca a mi lado.
—¿Quieres que te explique más cosas sobre la historia de Oria? —pregunta.
Nuestros ojos se cruzan: los míos inquisitivos; los suyos perspicaces y brillantes.
Lo miro y lo sé: no voy a vender nuestro poema. Soy egoísta. Aparte del retal de seda, es lo único que he podido dar a Ky, y nosotros somos las dos últimas personas del mundo que lo conocemos. Incluso esto es un callejón sin salida, incluso esta última idea mía no va a dar resultado. Podría seguir la pista al poema, pero no ganaría nada con ello. Esto no es algo que pueda intercambiar; es algo que tengo que hacer.
—No, gracias —respondo, aunque querría saber la verdadera historia de este lugar que habito. Pero no creo que nadie la sepa ya.
Antes de irme, miro por última vez el mapa geográfico de nuestra Sociedad. En el centro, orondas y felices, están las siluetas grandes y redondeadas de las provincias. Y a su alrededor se encuentran todas las provincias exteriores, divididas por líneas, pero ninguna con nombre.
—Espere —digo.
El hombrecillo se da la vuelta y me mira esperanzado.
—¿Sabe alguien cómo se llaman las provincias exteriores?
Agita la mano sin el menor interés, ahora que sabe que no va a obtener nada provechoso de mí.
—Se llaman así —responde—. Provincias exteriores.
Las provincias exteriores, divididas, sin nombre, atraen mi mirada como un imán. El mapa está plagado de letras e información, por lo que es difícil distinguir todos los nombres. Los leo por encima, sin hacerlo realmente, sin saber qué busco.
De pronto, algo capta mi atención, un retazo de información se aloja en mi cerebro clasificador: río Sísifo. Fluye por algunas de las provincias occidentales y, a continuación, por dos de las provincias exteriores hasta perderse en el vacío de los otros países.
Ky debe de ser oriundo de una de esas dos provincias exteriores. Y, si ya asistió a un ataque cuando era pequeño, es probable que siga habiéndolos ahora. Me aproximo más al mapa para memorizar la ubicación de las dos provincias que podrían ser las suyas.
De nuevo, oigo pasos acercándose, y me doy la vuelta.
—¿Estás segura de que no puedo ayudarte en nada? —pregunta el hombrecillo.
«¡No quiero intercambiar nada!», casi exclamo, y entonces advierto que parece sincero.
Señalo el río Sísifo en el mapa, una hebra negra de esperanza que discurre por el papel.
—¿Sabe algo de este río?
Baja la voz.
—Oí algo sobre él una vez cuando era más joven. Hace mucho tiempo, el río se volvió tóxico en el último tramo y en sus orillas ya no pudo vivir nadie. Pero es todo lo que sé.
—Gracias —digo, porque ahora tengo una idea, ahora que he descubierto cómo mueren nuestros ancianos. ¿Acaso nuestra Sociedad pudo haber envenenado las aguas en su curso al país enemigo? Pero Ky y su familia no se envenenaron. Posiblemente vivían más arriba, en la más alta de las dos provincias por las que discurre el río.
—Sólo es una historia —me advierte el hombrecillo.
Ha debido de percibir la esperanza que me ha iluminado la cara.
—¿Acaso no lo es todo? —digo.
Salgo del museo y no miro atrás.
Mi funcionaria me espera en el espacio verde del museo. Vestida de blanco, sentada en un banco blanco, con un sol casi blanco detrás. Es demasiado para mis ojos; parpadeo.
Si los entorno, puedo fingir que es el espacio verde del centro recreativo, donde me encontré con mi funcionaria por primera vez. Puedo fingir que va a informarme de que hay un error con mi emparejamiento. Pero esta vez las cosas tomarán un rumbo distinto, seguirán otro camino, uno en el que Ky yo podremos estar juntos y ser felices.
Pero no existe tal camino, no aquí en Oria.
La funcionaria me indica que me siente a su lado. Me doy cuenta de que ha elegido un lugar extraño para vernos, justo delante del museo. Entonces recuerdo que es un lugar ideal, tranquilo y vacío. Ky tiene razón. Aquí nadie se interesa por el pasado.
El banco es de piedra maciza y está fresco por las horas que pasa a la sombra del museo. Apoyo la mano en la piedra después de sentarme, preguntándome si la han extraído de una cantera. Preguntándome quién tuvo que moverla.
Esta vez, hablo yo primero.
—Cometí un error. Tienen que traerlo de vuelta.
—Ya hemos hecho una excepción con Ky Markham. La mayoría de los aberrantes no tienen ni eso —dice la funcionaria—. Eres tú la que lo ha enviado lejos. Nos has dado la razón. Las personas que no se ciñen a los datos, que se dejan influir por las emociones, arruinan sus vidas.
—Esto lo han hecho ustedes —replico—. La clasificación fue idea suya.
—Pero la ejecutaste tú —dice—. A la perfección, podría añadir. Tú puedes estar disgustada; su familia puede estar destrozada, pero ha sido la decisión correcta, por lo que respecta a su capacidad. Tú sabías que era más de lo que fingía ser.
—Debería ser él quien decida si se va o se queda. No yo. Ni usted. Déjenle escoger.
—Si lo hiciéramos, todo se iría al traste —dice con paciencia— ¿Por qué crees que podemos garantizar vidas tan largas? ¿Cómo crees que erradicamos el cáncer? El sistema de emparejamientos no deja nada al azar. Ni tan sólo los genes.
—Ustedes nos garantizan una vida larga pero luego nos matan. Sé lo del veneno en la comida de personas como mi abuelo.
—También podemos garantizar una alta calidad de vida hasta el último suspiro. ¿Sabes cuántas personas infelices de cuántas sociedades infelices lo habrían dado casi todo por eso? Y el método para administrar el…
—Veneno.
—Veneno —repite sin inmutarse— es increíblemente humano. Pequeñas dosis en los alimentos preferidos del paciente.
—Así que comemos para morir.
La funcionaria quita importancia a mi preocupación.
—Todos comemos para morir, hagamos lo que hagamos. Tu problema es que no respetas el sistema ni lo que te ofrece, ni siquiera ahora.
Sus palabras casi me hacen reír. Advierte que tuerzo la boca y comienza a enumerar una lista de ejemplos en los que me he saltado las normas de la Sociedad en los dos últimos meses (y ni siquiera sabe el peor), sin hacer ninguna mención de años anteriores. Si tuviera forma de acceder a todos mis recuerdos, descubriría que son puros. Que mi intención era amoldarme, emparejarme y hacer bien las cosas. Que tenía verdadera fe.
Parte de esa fe sigue viva.
—De cualquier modo, ya era hora de poner fin a este pequeño experimento —añade, como si lo lamentara—. No disponemos de mano de obra para seguir concentrados en él. Y, por supuesto, tal como están las cosas…
—¿Qué experimento?
—El de Ky y tú.
—Ya lo sé —digo—. Sé que usted se lo contó. Y sé que fue un error mayor de lo que me hizo creer la primera vez que hablamos. De hecho, Ky entró en la clasificación de parejas.
—No fue un error —dice.
Y yo vuelvo a caer, justo cuando pensaba que había tocado fondo.
—Nosotros decidimos introducir a Ky como candidato —explica—. De vez en cuando, lo hacemos con un aberrante, sólo para reunir más datos y estar atentos a las variaciones. El público general no lo sabe; no hay razón para que lo haga. Para ti, lo importante es saber que hemos supervisado el experimento desde el principio.
—Pero la probabilidad de que lo emparejaran conmigo…
—Es casi nula —conviene—. Así que ya ves por qué estábamos intrigados. Por qué te enseñamos la imagen de Ky para que te picara la curiosidad. Por qué nos aseguramos de que estuvierais en el mismo grupo de excursionismo y luego formarais pareja. Teníamos que continuar, al menos durante un tiempo.
Sonríe.
—Era tan fascinante… Podíamos controlar tantas variables… Hasta redujimos tus raciones para averiguar si eso te creaba más tensión, te hacía más proclive a abandonar. Pero no ha sido así. Naturalmente, no hemos sido crueles. Siempre has obtenido suficientes calorías. Y eres fuerte. Nunca te has tomado la pastilla verde.
—¿Qué importa eso?
—Te hace más interesante —responde—. Un sujeto de estudio fascinante, de hecho. Previsible, en el fondo, pero, aun así, tan poco corriente como para querer observarte. Habría sido interesante observaros hasta el final que he predicho. —Suspira, un suspiro de genuina tristeza—. Pensaba escribir un artículo sobre ello que, por supuesto, sólo podrían leer algunos funcionarios escogidos. Habría sido una prueba sin precedentes de la validez del sistema de emparejamientos. Por eso no he querido que olvidaras lo que ha pasado esta mañana en la parada del tren aéreo. Todo mi trabajo habría sido en vano. Ahora, al menos, puedo verte tomar tu decisión final mientras aún sabes lo que ha pasado.
Estoy tan llena de ira que no me queda espacio ni para pensar ni para hablar. «Habría sido interesante observaros hasta el final que he predicho.»
Todo estaba planeado desde el principio. ¡Todo!
—Por desgracia, ahora me necesitan en otra parte. —Pasa la mano por su terminal portátil—. Sencillamente, no disponemos de tiempo para seguir supervisando la situación, así que no podemos prolongarlo más.
—¿Por qué me cuenta todo esto? —pregunto—. ¿Por qué quiere que sepa hasta el último detalle?
Parece sorprendida.
—Porque nos importas, Cassia. Exactamente en la misma medida en que nos importan todos nuestros ciudadanos. Como sujeto de un experimento, tienes derecho a saber qué ha pasado. Tienes derecho a tomar la decisión que sabemos que tomarás ahora en vez de seguir esperando.
Es tan gracioso su empleo de la palabra «decisión», tan involuntariamente histérico, que me reiría si no creyera que iba a parecer que grito.
—¿Se lo ha contado a Xander?
Parece ofendida.
—Por supuesto que no. Él continúa siendo tu pareja. Para que el experimento estuviera controlado, él tenía que ignorarlo. No sabe nada de esto.
«Excepto lo que yo le dije», pienso, y me doy cuenta de que no lo sabe.
«Hay cosas que no sabe.» Cuando cobro conciencia de ello, es como si me hubieran devuelto algo. Saberlo aplaca mi ira y la convierte en algo puro y transparente. «Y una de las cosas sobre las que no sabe nada es el amor.»
—Pero con Ky fue distinto —continúa—. Se lo explicamos. Fingimos que le estábamos avisando pero, por supuesto, esperábamos que fuera un acicate para que quisiera estar contigo. Y también funcionó. —Sonríe engreída, porque cree que tampoco conozco esta parte de la historia. Pero, por supuesto, la conozco.
—Así que nos vigilaban todo el tiempo —digo.
—No todo el tiempo —responde—. Os hemos vigilado lo suficiente para obtener una muestra representativa de cómo son vuestras interacciones. No hemos podido observarlas todas en la Loma, por ejemplo, ni tan sólo en la primera colina. El instructor Carter seguía teniendo competencia en ese ámbito y no veía nuestra presencia con buenos ojos.
Espero a que lo pregunte; por algún motivo, sé que lo hará. Pese a creer que tiene una muestra representativa, hay una parte de ella que necesita saber más.
—¿Qué pasó entre Ky y tú? —pregunta.
No sabe lo del beso. Eso no ha sido lo que ha mandado a Ky a la guerra. Ese momento en la Loma continúa siendo nuestro, mío y suyo. ¡Nuestro! Nadie lo ha tocado salvo nosotros.
Esto será a lo que tendré que aferrarme de ahora en adelante. El beso, el poema y los «Te quiero» que nos escribimos y nos dijimos.
—Si me lo explicas, puedo ayudarte. Puedo recomendarte para un puesto de trabajo en la ciudad. Podrías quedarte aquí; no tendrías que irte a los territorios agrarios con tu familia. —Se inclina hacia mí—. Dime qué pasó.
Aparto la mirada. Pese a todo, la oferta es tentadora. Me asusta un poco marcharme de Oria; no quiero dejar a Xander y a Em. No quiero abandonar los lugares que albergan tantos recuerdos de mi abuelo. Y, por encima de todo, no quiero abandonar esta ciudad, ni tampoco mi distrito, porque en ellos es donde he encontrado y he querido a Ky.
Pero él ya no está. Tengo que encontrarlo en otra parte.
El dilema del prisionero. Dondequiera que esté, Ky no me ha traicionado y yo puedo hacer lo mismo por él. No me daré por vencida.
—No —digo con claridad.
—Ya imaginaba que dirías eso —observa.
Percibo decepción en su tono y, de pronto, me entran ganas de reír. Quiero preguntarle si alguna vez se aburre de tener siempre la razón. Pero creo saber cuál será su respuesta.
—Y dígame, ¿qué final ha predicho? —pregunto.
—¿Acaso importa? —responde sonriendo—. Va a pasar de todas formas. Pero, si quieres, te lo digo.
Me doy cuenta de que no necesito escucharlo; no necesito oír nada de lo que tiene que decir, ni ninguna de las predicciones que se cree capaz de hacer. Ella no sabe que Xander escondió la reliquia, que Ky sabe escribir, que mi abuelo me dio los poemas.
¿Qué más no sabe?
—Me ha dicho que todo esto estaba planeado —digo súbitamente de forma instintiva, como si quisiera asegurarme—. Que fueron ustedes los que introdujeron a Ky en la clasificación de parejas.
—Sí —responde—. Así es.
Esta vez la miro a los ojos cuando habla y es entonces cuando la veo. La levísima contracción muscular de su mandíbula, la vacilación apenas apreciable de su mirada, la falsedad casi imperceptible de su tono de voz. No tiene que mentir con frecuencia; nunca ha sido una aberrante, de manera que esto le cuesta, no ha adquirido tanta práctica. No sabe mantener las facciones imperturbables como hace Ky cuando juega y sabe qué tiene que hacer, si es mejor ganar o perder.
Y, aunque conoce las reglas del juego, no sabe qué cartas tiene.
«No sabe quién introdujo a Ky en la clasificación de parejas.»
«Si no lo hicieron los funcionarios, ¿quién fue?»
Vuelvo a mirarla.
Ella no lo sabe, y no está prestando atención a lo que dice. Si ya ha sucedido lo que parecía casi imposible, que me emparejaran con dos chicos que conozco, quizá vuelva a ocurrir.
Puedo encontrar a Ky.
Me levanto para marcharme. Me parece oler a lluvia, aunque no hay una sola nube en el cielo, y entonces me acuerdo de que aún me queda un trozo de la historia de Ky.