Vuelve a desatarse el caos en el distrito, pero esta vez no lo provocan las sierras, sino gritos humanos.
Abro los ojos. Es tan temprano que el cielo está más negro que azul y el resplandor que asoma por el horizonte es una promesa más que una realidad.
Mi puerta se abre de golpe y veo a mi madre en el rectángulo de luz.
—Cassia —dice aliviada, y se vuelve para gritar a mi padre—: ¡Está bien!
—¡Bram también! —chilla él antes de que salgamos todos al pasillo y nos dirijamos a la puerta de casa, porque hay alguien gritando en nuestra calle y el sonido es tan poco habitual que nos sobrecoge. Es posible que en nuestro distrito no estemos acostumbrados a oír lamentos de dolor, pero todavía conservamos nuestro instinto de querer ayudar.
Mi padre abre la puerta y miramos hacia la calle.
La luz de las farolas parece más débil; las batas de los funcionarios, grises y mortecinas. Caminan deprisa, con una figura entre ellos, seguidos de unas cuantas personas más. Policías.
Y alguien más, gritando. Incluso a la débil luz de las farolas la reconozco. Aida Markham. Una persona que ya ha sufrido y vuelve a hacerlo ahora mientras persigue a la figura rodeada de funcionarios y policías.
¡Ky!
—¡Ky!
Por primera vez en mi vida, echo a correr en público, tan aprisa como puedo. Sin pista dual que me frene, sin ramas que me detengan. Mis pies vuelan sobre la hierba, sobre el cemento. Atajo por los patios de mis vecinos y sus macizos de flores, intentando alcanzar al grupo que va en cabeza y se dirige a la parada del tren aéreo. Un policía se separa de ellos y corre hacia Aida. Está llamando demasiado la atención; otras casas tienen la puerta abierta y personas en el porche observando.
Corro más aprisa; bajo mis pies, noto la hierba áspera y fresca del patio de Em. «Unas cuantas casas más.»
—¿Cassia? —me grita Em desde el porche—. ¿Adonde vas?
Los gritos de Aida han impedido que Ky me oiga. Su grupo casi ha alcanzado las escaleras que conducen al andén del tren aéreo. Cuando Ky pasa por debajo de la farola que las alumbra, veo que va esposado.
«Igual que en el dibujo.»
—¡Ky! —vuelvo a gritar, y él alza la cabeza con brusquedad. Me mira, pero estoy demasiado lejos y no le veo los ojos. Tengo que verle los ojos.
Otro policía se separa del grupo y corre hacia mí. Debería haber esperado a estar más cerca antes de gritar, pero soy veloz y ya casi lo he logrado.
Parte de mi mente intenta asimilar lo que está sucediendo. «¿Lo llevan a su nuevo puesto de trabajo? En ese caso, ¿por qué lo hacen tan temprano? ¿Por qué está Aida tan disgustada? ¿No debería haberse alegrado de saber que Ky tiene otra oportunidad mejor que limpiar envases alimentarios? ¿Por qué lo llevan esposado? ¿Ha intentado resistirse?»
«¿Vieron el beso? ¿Es eso lo que pasa?»
Veo el tren aéreo deslizándose por los raíles hacia la estación, pero no es el tren en el que solemos viajar, el de color blanco plateado. Es el tren de larga distancia gris carbón, la clase de tren que sólo parte del centro de la ciudad. También lo oigo acercase; es más pesado, más ruidoso que el blanco.
Algo no va bien.
Y, por si no lo supiera ya, la palabra que Ky me grita cuando le obligan a subir las escaleras lo confirma todo. Porque aquí, en público, todos sus instintos de supervivencia lo abandonan y otro instinto se apodera de él. Grita mi nombre.
—¡Cassia!
En esa única palabra, lo oigo todo: que me quiere. Que tiene miedo. Y oigo el adiós que intentaba decirme ayer en la Loma. Él lo sabía. No sólo se marcha a trabajar; se va a algún lugar del que no cree que vaya a regresar nunca.
Oigo pasos detrás de mí, amortiguados por la hierba, y pasos delante de mí, resonando en el metal. Miro atrás y veo un policía persiguiéndome; miro al frente y un funcionario baja las escaleras corriendo. Aida ya no chilla; quieren detenerme como han hecho con ella.
No puedo alcanzar a Ky. No así. No ahora. No puedo esquivar al policía de las escaleras. No soy tan fuerte como para vencerlos ni tan rápida como para dejarlos atrás…
«No entres dócil.»
No sé si Ky me transmite mentalmente las palabras, si yo las pienso para mis adentros, o si mi abuelo está en algún lugar en esta noche casi completa, diciendo palabras al viento, palabras aladas como los ángeles.
Giro y echo a correr junto al andén elevado, pisando el cemento. Ky me ve y se da la vuelta, un movimiento brusco que le concede un segundo de libertad antes de que vuelvan a sujetarlo.
Es suficiente.
Se asoma brevemente por el borde del andén iluminado y yo veo lo que necesito ver. Veo sus ojos, rebosantes de vida y fuego, y sé que no dejará de luchar. Aunque sea la clase de lucha soterrada que no siempre se ve. Y yo tampoco dejaré de luchar.
Los gritos de los funcionarios y el sonido del tren aéreo al detenerse sofocarán mis palabras. Ky no podrá oír nada de lo que diga.
De manera que, en medio del ruido, señalo el cielo, esperando que entienda lo que quiero decir, que son muchas cosas: mi corazón siempre enarbolará su nombre. No entraré dócil. Hallaré una forma de volar como los ángeles de las historias y lo encontraré.
Y sé que él me entiende por la profundidad de su mirada. Mueve mudamente los labios y sé lo que dice: las palabras de un poema que sólo conocen dos personas en el mundo.
Los ojos se me inundan de lágrimas, pero parpadeo para ahuyentarlas. Porque, si hay un momento en mi vida que quiero ver con claridad, es éste.
El policía me alcanza primero, agarrándome por el brazo y tirando de mí.
—Déjela en paz —dice mi padre. No sabía que corriera tanto—. No ha hecho nada.
Mi madre y Bram se acercan a toda prisa, seguidos de Xander y su familia.
—Está armando alboroto —aduce el policía con seriedad.
—Por supuesto —replica mi padre—. Se han llevado a un amigo suyo de madrugada mientras su madre chillaba. ¿Qué pasa?
Mi padre ha tenido la osadía de hacer esta pregunta en voz muy alta y lanzo una mirada a mi madre para ver su reacción. En su cara sólo percibo orgullo mientras lo mira.
Para mi sorpresa, habla el padre de Xander.
—¿Dónde se llevan al chico?
Un funcionario vestido de blanco asume el mando y alza la voz para que todos lo oigamos. Habla recalcando cada palabra, en tono solemne.
—Pido disculpas por haberles molestado de madrugada. Han asignado un nuevo puesto de trabajo a este joven y únicamente hemos venido a recogerlo para trasladarlo. Como el trabajo no está en la provincia de Oria, su madre se ha puesto nerviosa y se ha disgustado.
«Pero ¿por qué tantos policías? ¿Por qué tantos funcionarios? ¿Por qué las esposas?» La explicación del funcionario no es lógica, pero, tras un breve silencio, todos asienten, aceptándola. Salvo Xander. Abre la boca como si tuviera intención de hablar, pero me mira y la cierra.
La adrenalina que he liberado mientras intentaba alcanzar a Ky me abandona y comienzo a percatarme de algo horrible. «Dondequiera que se hayan llevado a Ky, es por mí. Por mi clasificación, por mi beso. Sea como fuere, es culpa mía.»
—Patrañas —dice Patríele Markham.
Todos lo miran. Incluso en pijama, con la cara demacrada y delgada de tanto sufrir, todavía posee una discreta dignidad, algo que nadie puede arrebatarle. Se trata de una cualidad que sólo he visto en otra persona. Aunque Patrick y Ky no tienen lazos de sangre, poseen la misma clase de fortaleza.
—Los funcionarios dijeron a Ky y a otros trabajadores —continúa mirándome— que les habían asignado un trabajo mejor. Pero, en realidad, los mandan a las provincias exteriores a combatir.
Me tambaleo como si me hubieran asestado un golpe y mi madre me sostiene.
Patrick sigue hablando.
—La guerra con el enemigo no va bien. Necesitan más soldados en el frente. Todos los habitantes originales han muerto. Todos. —Hace una pausa, habla como si lo hiciera para sí—. Debería haber sabido que se llevarían primero a los aberrantes. Debería haber sabido que Ky estaría en la lista… Creía que con lo que hemos sufrido… —Le tiembla la voz.
Aida lo mira furiosa, compasiva.
—Nosotros a veces lo olvidábamos. Pero él nunca lo hizo. Sabía que iba a pasar. ¿Has visto cómo ha luchado? ¿Has visto sus ojos cuando se lo han llevado? —Echa los brazos al cuello de Patríele y él la rodea con los suyos mientras sus sollozos resuenan en la fresca mañana—. Va a morir. Aquello es una sentencia de muerte. —Se separa y grita a los funcionarios—. ¡Va a morir!
Dos policías reaccionan con rapidez, sujetándoles las manos a la espalda y llevándoselos. Amordazan a Patrick para impedirle hablar, echándole la cabeza hacia atrás, y lo mismo hacen con Aida para acallar sus gritos. Jamás había visto ni sabido de policías que actuaran con tanta violencia. ¿No se dan cuenta de que comportándose así dan la razón a Patrick y a Aida?
Un automóvil aéreo aterriza cerca de nosotros y arroja más funcionarios. Los policías empujan a los Markham hacia él y Aida intenta coger a su marido de la mano. Sus dedos no se tocan por centímetros y se ve privada de ese contacto, la única cosa del mundo que podría reconfortarla ahora.
Cierro los ojos. Ojalá no oyera sus gritos resonándome en los oídos ni las palabras que sé que jamás olvidaré. «Va a morir.» Ojalá mi madre pudiera llevarme a casa, arroparme como hacía cuando era pequeña. Cuando veía anochecer al otro lado de mi ventana sin ninguna preocupación, cuando no sabía qué era querer ser libre.
—Disculpen.
Conozco esa voz. Es mi funcionaria, la del espacio verde. La acompaña un funcionario que lleva la insignia del nivel más alto del gobierno: tres estrellas doradas que brillan visiblemente bajo la farola encendida. Se hace el silencio.
—Por favor, saquen sus pastilleros —dice con amabilidad—. Cojan la pastilla roja.
Todos obedecemos. En el bolsillo, mis dedos se cierran alrededor del pequeño cilindro con sus tres pastillas. Azul, roja y verde. La vida, la muerte y el olvido siempre al alcance de mi mano.
—Quédense con la pastilla roja y entreguen sus pastilleros a la funcionaria Standler. —Señala a mi funcionaria, que lleva un recipiente cuadrado de plástico—. Poco después de que terminemos con esto, recibirán pastilleros nuevos con sus correspondientes pastillas.
Una vez más, obedecemos. Dejo mi pastillero metálico en el recipiente junto con los demás, pero no miro a la funcionaria a los ojos.
—Van a tener que tomarse la pastilla roja. La funcionaria Standler y yo nos aseguraremos de que así sea. No deben preocuparse por nada.
Los policías parecen multiplicarse. Patrullan por la calle para no dejar salir a las personas que se han quedado en sus casas y aislar a las diez o doce que estamos cerca de la parada del tren aéreo, las pocas que sabemos qué ha sucedido hoy en el distrito de los Arces y en todo el país. Supongo que otras escenas han transcurrido con menos contratiempos que ésta; probablemente, ninguno de los otros aberrantes tiene padres o familiares en puestos tan importantes como para saber la verdad. Y ni tan siquiera Patrick Markham ha podido hacer nada para salvar a su hijo.
Y todo es culpa mía. No he jugado a ser dios ni a ser un ángel. He jugado a ser una funcionaria. Me he permitido creer que sabía qué era lo mejor y he cambiado la vida de alguien. No importa si los datos me respaldaban o no: al final, la decisión la he tomado yo. Y el beso…
No puedo permitirme pensar en el beso.
Miro la pastilla roja, minúscula en mi mano. Incluso aunque significase la muerte, creo que ahora me la tomaría de buen grado.
Pero, un momento. Se lo he prometido a Ky. He señalado el cielo y se lo he prometido. Y ahora, instantes después, ¿voy a darme por vencida?
Tiro la pastilla al suelo, intentando ser discreta. Por un segundo, la veo en la hierba, pequeña y roja, y recuerdo lo que dijo Ky sobre el color del nacimiento y la renovación. «Por un nuevo comienzo», me digo, y cambio mínimamente de postura para pisarla; la pastilla sangra bajo mis pies. Esto me recuerda la vez que vi la cara de Ky en la concurrida sala del centro recreativo y pisé el pastillero extraviado.
Salvo que ahora, cuando alzo la vista, no lo veo por ninguna parte.
Nadie ha obedecido la orden todavía. Aunque nos lo ha ordenado el funcionario de más rango que hemos visto nunca, llevamos años oyendo rumores sobre la pastilla roja.
—¿Alguien quiere empezar?
—Yo —responde mi madre adelantándose un paso.
—No —digo, pero una mirada de mi padre me acalla. Sé qué intenta decirme: «Lo hace por nosotros. Por ti». Y, por alguna razón, sabe que todo irá bien.
—Y yo —dice colocándose junto a ella.
Juntos, mientras todos miramos, se tragan las pastillas. El funcionario les examina la boca y asiente brevemente.
—Las pastillas se disuelven en pocos segundos —nos explica—. Demasiado rápido para que intenten vomitarlas, pero, de cualquier modo, eso es innecesario. No les harán ningún daño. Sólo les despejarán la mente.
«Sólo les despejarán la mente.» Por supuesto. Ya sé por qué nos las vamos a tomar. Para olvidar lo que le ha sucedido a Ky, para olvidar que el enemigo está ganando la guerra en las provincias exteriores, que allí ya no queda ningún habitante original.
Y ahora me doy cuenta de por qué no nos obligaron a tomarnos la pastilla roja cuando mataron al primer hijo de los Markham: porque necesitábamos recordar cuán peligrosos podían ser los anómalos. Cuán vulnerables seríamos nosotros si la Sociedad no los mantuviera a raya.
¿Soltaron a aquel anómalo a propósito? ¿Para recordárnoslo?
¿Qué nos dirán que le ha sucedido a Ky? ¿Qué historia nos creeremos en lugar de la verdadera? ¿Nos tomaremos la pastilla verde a continuación, para calmarnos después de olvidar?
«Ya no quiero estar calmada nunca más. Ya no quiero olvidar.»
Por mucho que me duela, tengo que aferrarme a la historia de Ky, también a las partes dolorosas.
Mi madre me mira y tengo miedo de verle los ojos vacíos o la expresión ausente y apática. Pero está como siempre. Y mi padre también.
Pronto, todos se ponen en fila con la pastilla roja en la mano, dispuestos a acabar de una vez con todo esto y retomar sus vidas. ¿Qué haré cuando descubran que me he deshecho de la mía? Miro la hierba que rodea mis pies, casi esperando ver un pedacito quemado y pelado, arrasado. Pero está exactamente igual que antes. Ni tan siquiera veo los fragmentos rojos en la hierba. Debo de haberlos triturado.
Bram parece aterrorizado pero excitado. Aún no tiene edad para llevar su propia pastilla roja, de manera que mi padre le da la que lleva de sobra.
Mi funcionaria también comienza a inspeccionarnos. Está cada vez más cerca, pero yo no puedo apartar los ojos primero de Bram y luego de Em cuando ella se toma la pastilla. Por un momento recuerdo mi sueño y el pánico me atenaza. Pero no sucede nada. Nada que yo vea, al menos.
Y entonces le toca a Xander. Me mira, me ve observándolo y la expresión que cruza su rostro es de profundo dolor. Quiero apartar la mirada, pero no lo hago. Lo veo asentir y alzar la pastilla roja hacia mí, casi como si brindara.
Antes de ver cómo se la toma, alguien se pone delante y me aísla de los demás. Es mi funcionaria.
—Déjame ver tu pastilla, por favor —dice.
—La llevo aquí. —Alargo la mano, pero no la abro.
Creo que casi la veo sonreír. Aunque sé que lleva pastillas de sobra (las he visto), no me ofrece ninguna.
Inspecciona brevemente la hierba a mis pies y vuelve a mirarme la cara. Levanto el brazo, finjo que me meto algo en la boca y trago con fuerza. Y ella pasa a la persona siguiente.
Aunque esto es lo que quiero, la odio. Quiere que recuerde lo que ha sucedido aquí. Lo que he hecho.