Capítulo 28

Esta noche, en casa, vuelvo a sacar la pastilla verde. Sé lo que puede hacer por mí; lo vi en Em. «Me dará calma.» La palabra, «calma», me parece de una hermosura extraordinaria, de una simplicidad maravillosa. Una palabra como un remanso de paz, una palabra que puede quitar el filo al miedo, lustrarlo, tornarlo brillante. «Calma.» «Dócil.»

Guardo la pastilla y me fijo en otra clase de verde que tengo a mi lado. Mi retal enmarcado. Me envuelvo la mano con uno de mis calcetines y aprieto con fuerza. Un débil crujido. Alzo la mano.

Romper algo cuesta más de lo que parece. ¿Habrá llegado la Sociedad a esa misma conclusión con respecto a mí? Bajo otra vez la mano y aprieto con más fuerza.

Sería fácil si nadie vigilara, si nadie pudiera oírme. Si estas paredes no fueran tan finas ni mi vida fuera tan transparente, podría arrojar el cristal contra la pared, hacerlo añicos con una piedra, destruirlo con ruido y abandono. Creo que el cristal haría un sonido rutilante al romperse; me gustaría verlo estallar en un millón de pedazos y brillar hasta tocar el suelo. Pero, en cambio, tengo que ser cautelosa.

Otra larga raja plateada atraviesa la superficie del cristal. Debajo, la suave tela verde sigue intacta. Con cuidado, separo los trozos de cristal, levanto el más grande y saco la tela.

Me quito el calcetín y me miro la mano. Ni siquiera me he cortado. Ni tan sólo sangro.

Después de la áspera lana del calcetín, el tacto de la seda me parece fresco, sensual, como el agua. «Mi cumpleaños se inició con los pájaros del agua», pienso mientras doblo el retal, y sonrío.

Meto la tela y el pastillero en el bolsillo de la muda de diario que me pondré mañana y me acuesto con esta imagen en la cabeza. Agua. Esta noche flotaré en sueños. De esa forma, los identificadores no captarán nada en mi mente salvo a mí misma, Cassia, flotando sobre las olas, dejando que soporten mi peso durante un rato.

Hoy no ha venido nuestro instructor de excursionismo.

En su lugar, tenemos a un funcionario joven que habla deprisa, recalcando cada palabra, como si creyera que así es como hablan los instructores. Nos mira uno a uno, feliz de poder supervisarnos, dirigirnos.

—Este verano han decidido acortar las actividades de ocio. Hoy es vuestra última excursión. Quitad todas las señales rojas que podáis y derribad los hitos.

Lanzo una mirada a Ky, que no parece sorprendido. Intento no mirarle más de lo debido, no buscar respuestas en sus ojos. Esta mañana, los dos hemos actuado con corrección y normalidad en el tren; ambos sabemos disimular cuando nos vigilan. Pero yo no he dejado de preguntarme qué pensó ayer en la Loma cuando salí huyendo. Qué pensará de mí cuando sepa cómo lo he clasificado y si aceptará el regalo que quiero hacerle hoy.

O si me hará lo que yo hice a Xander y me rechazará.

—¿Por qué? —pregunta Lon en tono lastimero—. ¡Nos hemos pasado medio verano marcando estos caminos!

Me parece entrever un amago de sonrisa en la cara de Ky y me percato de que aprecia a Lon, que hace las preguntas que nadie más hace a pesar de no obtener nunca respuesta. Pienso que a su manera tiene valentía.

—No hagáis preguntas —le espeta el funcionario—, y empezad.

Y así, por última vez, Ky y yo comenzamos a subir la Loma.

Cuando estamos lo bastante alejados como para que nadie nos vea, Ky me coge la mano cuando voy a desatar la tela roja de uno de los arbustos.

—Olvídate de todo eso —dice— Hoy subimos a la cima.

Nuestras miradas se cruzan. Nunca lo había visto con una expresión tan temeraria. Abro la boca para hablar, pero me interrumpe.

—A menos que no quieras intentarlo.

Su voz encierra un desafío que es nuevo para mí. Su tono no es cruel, pero Ky no sólo siente curiosidad. Necesita saber la respuesta; lo que yo haga en este momento le indicará algo de mí. No hace ninguna alusión a lo que sucedió ayer. Su expresión es franca, los ojos le brillan, su cuerpo está tenso y cada músculo dice: «Es ya la hora».

—Quiero intentarlo —digo.

Para demostrarlo, echo a andar por el camino que hemos señalado juntos. No tardo mucho en notar su mano rozando la mía y, cuando entrelazamos los dedos, siento la misma urgencia que él. «Tenemos que llegar a la cima.»

No me vuelvo, pero cojo su mano con fuerza.

Cuando entramos en el último tramo de bosque, el tramo que no hemos explorado, me detengo.

—Espera —digo.

Si vamos a alcanzar la cima, antes quiero terminar de aclararlo todo para que podamos hacerlo con libertad y sin secretos.

Tras la actitud paciente de Ky percibo preocupación, preocupación por que no nos dé tiempo de hacerlo. Si ahora sonara el estridente silbato del funcionario, los latidos de nuestros corazones y el ruido de nuestra respiración, inspirando y espirando el mismo aire, no me lo dejarían oír.

—Ayer me asusté.

—¿De qué?

—De que nos hubiéramos enamorado sólo por culpa de los funcionarios —respondo—. Ellos te hablaron de mí. Y me hablaron de ti al día siguiente de mi banquete, cuando tu cara apareció en mi microficha por error. Tú y yo ya nos conocíamos, pero no hicimos nada hasta… —No puedo terminar la frase, pero Ky sabe a qué me refiero.

—No se desaprovecha una oportunidad sólo porque la hayan predicho ellos —protesta.

—Pero no quiero estar condicionada por sus decisiones —argumento.

—No lo estás —dice—. Puedes no estarlo nunca.

—Sísifo y la piedra —añado recordando.

Mi abuelo habría comprendido la historia. Empujó la piedra, llevó la vida que la Sociedad había planeado para él, pero siempre pensó por sí mismo.

Ky sonríe.

—Exacto. Pero nosotros —tira de mi mano con suavidad— vamos a llegar arriba. Y a lo mejor hasta nos quedamos un minuto. Vamos.

—Tengo que decirte otra cosa —digo.

—¿Es sobre la clasificación? —pregunta.

—Sí…

Me interrumpe.

—Nos lo dijeron. Estoy en el grupo que va a cambiar de profesión. Ya lo sé.

¿Lo sabe? ¿Sabe que su vida será más corta si continúa trabajando en la planta de reciclaje? ¿Sabe que estaba justo en el límite entre los que se quedaban y los que ascendían? ¿Sabe lo que hice?

Lee las preguntas en mis ojos.

—Sé que tenías que clasificarnos en dos grupos. Sé que, probablemente, yo estaba justo en medio.

—¿Quieres saber lo que hice?

—Me lo imagino —responde—. Te hablaron de la esperanza de vida y de los venenos, ¿verdad? Por eso me colocaste donde lo hiciste.

—Sí —respondo—. ¿Tú también sabes lo de los venenos?

—Claro. La mayoría lo deducimos. Pero ninguno estamos en situación de quejarnos. Nuestra vida continúa siendo mucho más larga aquí que en las provincias exteriores.

—Ky —me cuesta preguntárselo, pero debo saberlo—. ¿Te vas?

Él mira arriba. Por encima de nosotros, feroz y dorado, el sol asciende en el cielo.

—No estoy seguro. Aún no nos lo han dicho. Pero sé que no tenemos mucho tiempo.

Cuando llegamos a la cima, todo parece completamente distinto en algunos aspectos y en otros no. Él continúa siendo Ky. Yo continúo siendo Cassia. Pero nos hallamos juntos en un lugar en el que no habíamos estado ninguno de los dos.

Es el mismo mundo, gris, azul, verde y dorado, que llevo viendo toda mi vida. El mismo mundo que veía desde la ventana de mi abuelo y la cima de la primera colina. Pero ahora estoy a más altitud. Si tuviera alas, podría extenderlas. Podría volar.

—Quiero regalarte esto —dice Ky dándome su reliquia.

—No sé usarla —aduzco, sin querer revelar lo mucho que deseo aceptar su regalo. Cuán hondamente deseo coger y poseer algo que forma parte de su historia y de él.

—Creo que Xander puede enseñarte —dice con dulzura.

Respiro hondo. ¿Se está despidiendo de mí? ¿Me está diciendo que confíe en Xander? ¿Que esté con Xander?

Antes de poder preguntárselo, me atrae hacia sí y oigo sus palabras en mi oído, cálidas y susurradas.

—Te ayudará a encontrarme —dice—. Si alguna vez voy a alguna parte.

Mi cara encaja a la perfección en el hueco de su hombro, cerca de su cuello, donde oigo su corazón y huelo su piel. Aquí también me siento protegida. Una parte muy honda de mí se siente más protegida con él que con ninguna otra persona.

Me pone otro trozo de papel en la mano.

—La última parte de mi historia —dice—. ¿La guardarás? No la mires aún.

—¿Por qué?

—Tú sólo espera —responde en voz baja y con firmeza—. Espera un poco.

—Yo también tengo algo para ti —digo separándome sólo un poco, metiéndome la mano en el bolsillo. Le doy mi retal, la seda verde de mi vestido.

Él lo pone junto a mi cara para ver qué aspecto tuve la noche de mi banquete.

—Preciosa —dice con dulzura.

Me abraza en la cima de la Loma. Desde aquí, veo nubes y árboles y, a lo lejos, la cúpula del ayuntamiento y las casitas de los distritos. Por un breve instante, lo veo todo, mi mundo, y luego vuelvo a mirar a Ky.

Él dice «Cassia» y cierra los ojos. Y yo también cierro los míos para poder encontrarme con él en la oscuridad. Noto sus brazos envolviéndome y la suavidad de la seda verde cuando apoya su mano en mi rabadilla y me atrae hacia sí. «Cassia», repite en voz baja, tan cerca que sus labios se encuentran con los míos por fin. Por fin.

Pienso que quizá tenía intención de decir algo más, pero, cuando nuestros labios se tocan, las palabras, por una vez, son completamente innecesarias.