Capítulo 27

«Alerta. Alerta.» La luz de la pista dual parpadea y aparecen palabras en la pantalla. «Ha alcanzado la velocidad máxima antes de lo recomendado para esta sesión de entrenamiento.»

Aumento la velocidad de la cinta todavía más.

«Alerta. Alerta. Ha sobrepasado su frecuencia cardíaca óptima.»

Por lo general, cuando me fuerzo demasiado en la pista dual, paro a tiempo. Llego al límite, pero nunca lo rebaso. Pero si continúo llegando al límite, al final me empujarán por el borde o me caeré yo.

Quizá sea hora de saltar. Pero no puedo hacerlo sin arrastrar conmigo a todas las personas que quiero.

«Alerta. Alerta.»

Corro demasiado. Estoy demasiado cansada. Lo sé. Pero mi caída continúa sorprendiéndome.

Resbalo y, antes de que me dé cuenta, me he caído en la cinta, que sigue rodando y me quema, me quema la piel. Me quedo un momento tumbada en ella, conmocionada y ardiendo, antes de bajarme tan aprisa como puedo. La pista dual sigue funcionando, pero sé que no tardará en advertir mi ausencia. Se detendrá y ellos sabrán que no he podido mantener el ritmo. Pero, si vuelvo a subirme enseguida, nadie se enterará de lo sucedido. Me miro la piel, que la cinta me ha dejado roja y en carne viva. ¡Roja!

Me levanto de un salto. Tenso los músculos y echo a correr. Cuando he alcanzado suficiente velocidad, vuelvo a subirme a la cinta. Una. Dos. Una dos tres.

Me sangran las rodillas y los codos y tengo lágrimas en los ojos, pero sigo corriendo. Mi ropa de diario mañana me tapará las heridas y nadie sabrá nunca que me he caído. Nadie sabrá qué ha sucedido hasta que ya sea demasiado tarde.

Cuando subo arriba después de correr en la pista dual, mi padre me señala el terminal.

—Justo a tiempo —dice—. Hay una comunicación para ti.

Los funcionarios que me han hecho el examen aguardan en la pantalla.

—Tu clasificación es excelente —me informa la funcionaria rubia—. Enhorabuena por haber aprobado el examen. Estoy segura de que pronto tendrás noticias referentes a tu puesto de trabajo.

Asiento, sudando y sangrando por los cortes de las rodillas y los brazos. «Ella sólo ve que estoy sudando», pienso. Me bajo un poco las mangas para asegurarme de que lo tapan todo, para que nadie sepa que estoy herida y ensangrentada.

—Gracias. Estoy impaciente.

Me aparto, creyendo que la comunicación ha terminado, pero la funcionaria tiene una última pregunta para mí.

—¿Estás segura de que no quieres hacer ningún cambio antes de que pongamos en práctica tu clasificación?

Mi última oportunidad de retractarme. Casi lo digo. Me sé el número de Ky de memoria; sería tan fácil… Entonces recuerdo lo que la funcionaria me dijo sobre la esperanza de vida y las palabras se petrifican en mi boca, impidiéndome hablar.

—¿Cassia?

—Lo estoy.

Me aparto del terminal y casi choco con mi padre.

—Enhorabuena —dice—. Perdona. Espero que no te moleste que os haya escuchado. No han dicho que fuera una comunicación privada.

—Tranquilo —digo, y añado—: ¿Te has preguntado alguna vez…? —me interrumpo sin estar segura de cómo expresarlo. De cómo preguntarle si alguna vez dudó de que mi madre fuera su pareja ideal. Si alguna vez deseó a otra persona.

—¿Si me he preguntado alguna vez qué? —dice él.

—Da igual —respondo.

Creo que sé la respuesta. Por supuesto que no lo hizo. Ellos se enamoraron de inmediato y nunca vacilaron.

Entro en mi habitación y abro el armario que una vez contuvo la polvera y el poema. Ahora está vacío con la salvedad de mi ropa, mis zapatos y el retal enmarcado de mi vestido. No sé dónde está mi cajita plateada y me asusto. ¿Se la llevaron por error cuando requisaron las reliquias? No, claro que no. Ellos saben qué son las cajitas plateadas. Jamás las confundirían con un objeto del pasado. Las cajitas del banquete son claramente para el futuro.

Estoy hurgando entre mis escasas pertenencias cuando entra mi madre. Regresó tarde anoche de su tercer viaje fuera de Oria.

—¿Buscas algo? —pregunta.

Me enderezo.

—Lo he encontrado —digo enseñándole el retal enmarcado de mi vestido. No quiero que sepa que no encuentro la cajita de mi banquete.

Ella coge el retal y, al alzarlo, la seda verde refleja la luz.

—¿Sabes que antes había ventanas con vidrieras de colores? —pregunta—. La gente las ponía en los lugares de culto. O en sus casas.

—Vidrieras —digo—. Papá me lo ha contado.

Parece hermoso: luz que atraviesa colores, ventanas como arte o tributo.

—Claro —observa riéndose de sí misma—. Hoy por fin he presentado el informe, y estoy tan cansada que no pienso con claridad.

—¿Va todo bien? —pregunto.

Quiero preguntarle qué quiso decir el día que talaron los arces, por qué creyó que su pérdida era una advertencia para ella, pero creo que no quiero saberlo.

Después de mi clasificación en la planta de reciclaje, tengo la sensación de que no puedo soportar más presión; de que sé demasiado. Además, hace semanas que mi madre no parecía tan feliz y no quiero cambiar eso.

—Creo que sí —responde.

—Ah, bien —digo.

Nos quedamos un momento calladas mirando mi retal enmarcado.

—¿Vas a tener que hacer más viajes?

—No. Creo que no —responde—. Creo que ya ha terminado. Eso espero.

Parece agotada, pero se nota que presentar el informe le ha quitado un peso de encima.

Recupero el recuerdo de mi banquete que tiene en la mano y, al hacerlo, se me ocurre una cosa.

—¿Puedo ver el retal de tu vestido?

La última vez que lo vi fue la noche anterior a mi banquete. Estaba un poco nerviosa y ella me enseñó el retal de su vestido y volvió a contarme la historia de su emparejamiento con su feliz final. Pero muchas cosas han cambiado desde entonces.

—Claro —dice, y la sigo a su dormitorio.

El retal enmarcado está en un estante del armario que comparte con mi padre, junto a las dos cajitas plateadas, la suya y la de mi padre, que contuvieron sus microfichas y, después, las alianzas de su contrato matrimonial. Por supuesto, las alianzas sólo son para la ceremonia: no se las pudieron quedar. Y devolvieron las microfichas a los funcionarios en la celebración del contrato matrimonial. De manera que las cajitas plateadas de mis padres están vacías.

Cojo su retal enmarcado y lo pongo a contraluz. El vestido de mi madre era azul y, gracias a las técnicas de conservación, el satén sigue bonito y lustroso en su marco.

Lo coloco junto al mío en el alféizar de la ventana. Puestos uno al lado del otro, imagino que se asemejan un poco a una vidriera. La luz los ilumina por detrás y casi imagino que puedo mirar a través de los colores y ver un mundo embellecido y cambiado.

Mi madre comprende.

—Sí —dice—. Supongo que las vidrieras eran un poco así.

Quiero contárselo todo, pero no puedo. No ahora. Me siento demasiado frágil. Me siento atrapada entre dos cristales y quiero liberarme y respirar hondo, pero tengo demasiado miedo de que me duela.

Mi madre me rodea con el brazo.

—¿Me cuentas qué te pasa? —pregunta con dulzura—. ¿Tiene algo que ver con tu emparejamiento?

Cojo el retal de mi vestido y dejo el suyo solo en el alféizar. No me fío de lo que pueda decirle, de modo que niego con la cabeza. ¿Cómo puedo explicar a mi madre, felizmente emparejada, todo lo que ha sucedido? ¿Todo lo que he arriesgado? ¿Cómo puedo explicarle que volvería a hacerlo? ¿Cómo puedo decirle que detesto el sistema que ha creado su vida, su amor, su familia? ¿Que me ha creado a mí?

En cambio, pregunto:

—¿Cómo lo has sabido?

Ella también coge su retal del alféizar.

—Al principio, me di cuenta de que cada vez estabas más enamorada, pero no me preocupé porque pensaba que tu pareja era ideal para ti. Xander es maravilloso. Y a lo mejor podíais quedaros en Oria, cerca, ya que vuestras dos familias viven aquí. Como madre, no podía imaginar nada mejor.

Se queda callada y me mira.

—Y, después, el trabajo me ha tenido ocupadísima. No me he dado cuenta de que me equivocaba hasta hoy: no estabas pensando en Xander.

«No lo digas —le suplico con la mirada—. No digas que sabes que estoy enamorada de otra persona.»

—Cassia —dice, y el amor por mí que veo en sus ojos es verdadero y puro. Por eso me cala tan hondo lo que dice a continuación, porque sé que sólo piensa en mi bien—. Estoy casada con un hombre maravilloso. Tengo dos hijos adorables y un trabajo que me gusta. Vivo bien. —Me enseña el retal azul de satén—. ¿Sabes qué pasaría si rompiera este cristal?

Asiento.

—La tela se desintegraría. Se estropearía.

—Sí —dice, y después, como si hablara para sus adentros—. Se estropearía. Todo se estropearía.

Me pone la mano en el brazo.

—¿Te acuerdas de lo que dije el día que talaron los árboles?

Por supuesto que me acuerdo.

—¿Que era una advertencia para ti?

—Sí. —Se ruboriza—. No era cierto. Estaba tan preocupada que no actuaba de forma racional. Claro que no era una advertencia para mí. No era una advertencia para nadie. Había que talar los árboles, eso es todo.

Percibo en su voz cuán desesperadamente desea creer que lo que dice es cierto, cómo casi se lo cree. Quiero saber más, pero sin presionarla demasiado, de manera que pregunto:

—¿Por qué era tan importante ese informe? ¿En qué se diferencia de otros informes que has redactado?

Mi madre suspira. No me responde directamente, sino que dice:

—No sé cómo lo soportan los empleados del centro médico cuando trabajan con personas o asisten en los partos. Es demasiado duro tener la vida de otros en tus manos.

Mi pregunta no expresada flota en el aire: «¿A qué te refieres?». Mi madre se queda callada. Parece estar decidiendo si me responde o no, y yo me quedo completamente inmóvil hasta que vuelve a hablar. Distraída, coge el retal de su vestido y comienza a frotar el cristal.

—En Grandia, y luego en otra provincia, alguien informó de que estaban apareciendo cultivos extraños. El de Grandia era en el arboreto, en un campo experimental que llevaba mucho tiempo en barbecho. El otro campo estaba en los territorios agrarios de la segunda provincia. El gobierno nos pidió a otros dos compañeros y a mí que nos desplazáramos a los campos y presentáramos un informe sobre los cultivos. Querían saber dos cosas: ¿los cultivos eran viables como comestibles?, ¿o estaban los cultivadores planeando una rebelión?

Contengo la respiración. Está prohibido cultivar comestibles a menos que el gobierno lo haya solicitado de forma específica. Ellos controlan los alimentos; ellos nos controlan. Algunas personas saben cultivar comestibles, otras cosecharlos y aun otras procesarlos; y algunas saben cocinarlos. Pero ninguno de nosotros sabe hacerlo todo. Jamás podríamos sobrevivir solos.

—Los tres coincidimos en que los cultivos podían utilizarse como comestibles. El cultivador del arboreto tenía un campo entero de zanahorias. —De pronto, la cara se le transforma, se le ilumina—. Oh, Cassia, era precioso. Yo sólo había visto matas sueltas. Esto era un campo entero, mecido por el viento.

—Zanahorias —digo.

—Zanahorias —repite ella entristecida—. El segundo cultivador tenía una planta que yo no conocía, con unas flores blancas incluso más bonitas que las primeras. Las llaman azucenas. Uno de mis compañeros sabía qué eran. El bulbo es comestible. Ambos cultivadores dijeron que no sabían que las plantas podían utilizarse como comestibles; ambos afirmaron que su interés residía en las flores. Insistieron en que no conocían las plantas y en que las cultivaban como experimento, por las flores.

Su voz, queda y triste desde que ha mencionado el campo de zanahorias, se fortalece.

—A la vuelta del segundo viaje, nos pasamos todo el trayecto discutiendo. Un experto estaba convencido de que los cultivadores decían la verdad. El otro creía que mentían. Presentaron informes contradictorios. Todos esperaban el mío. Solicité hacer un último viaje para asegurarme. Después de todo, van a basarse en nuestros informes para reubicar o reclasificar a los cultivadores. El mío inclinaría la balanza en uno u otro sentido.

Deja de frotar el cristal y mira el retal azul como si llevara algo escrito. Y me percato de que para ella lo lleva. Este retal azul representa la noche que la emparejaron con mi padre. Este cuadrado de satén azul lleva escrita su vida, la vida que quiere.

—Lo supe desde el principio —susurra—. Lo supe al ver el miedo en sus ojos nada más llegar. Sabían lo que hacían. Y una cosa que dijo el cultivador de zanahorias en mi segunda visita me acabó de convencer. Actuaba como si, antes de cultivarla, sólo hubiera visto la planta en los terminales, pero se crió en una población próxima a la mía y yo sabía que había visto la flor silvestre allí.

»Pero, aun así, tenía dudas. Y entonces, cuando volví a casa y os vi a todos, supe que tenía que decir la verdad. Tenía que cumplir mi deber con la Sociedad y garantizar nuestra felicidad.

Y protegernos a todos.

La última frase la dice casi en susurros, y su voz me recuerda el roce de la seda de mi vestido.

—Lo entiendo —digo, y lo hago.

Y su influencia en mí es mucho mayor que la de los funcionarios, porque la quiero y la admiro.

En mi habitación, descubro que mi cajita plateada se ha caído dentro de una de mis botas de invierno. La abro y saco la microficha con toda la información de Xander y las instrucciones para el cortejo. Si no se hubiera producido un error, si sólo hubiera visto su cara y todo hubiera sido normal, nada de esto habría sucedido. No me habría enamorado de Ky ni me habría costado tanto decidirme en la clasificación. Todo habría ido bien.

Aún puede ir todo bien. Si la clasificación es lo que sospecho, si Ky se marcha para tener una vida mejor, ¿recompondré yo mi vida aquí? No me resultaría difícil hacerlo alrededor de la pieza más grande, mi emparejamiento con Xander. Podría quererle. Le quiero. Y, porque lo hago, debo hablarle de Ky. No me importa engañar a la Sociedad. Pero no voy a seguir engañando a Xander. Aunque me duela, tengo que contárselo. Porque, pase lo que pase, la vida que construya tiene que fundamentarse en la verdad.

La idea de contárselo a Xander me duele casi tanto como la perspectiva de perder a Ky. Me tumbo en la cama con el pastillero en la mano. «Piensa en otra cosa.»

Recuerdo la primera vez que vi a Ky en la cima de la colina recostado, con el sol en la cara, y me percato de que fue entonces cuando me enamoré de él. Al final, no le he mentido. No lo vi de otra forma porque su cara se apareció en el terminal al día siguiente de mi emparejamiento, sino porque lo vi al aire libre, desprevenido, con los ojos del color del cielo antes de caer la noche. Lo vi viéndome.

Tumbada en la cama, con el cuerpo cansado y el alma herida, me doy cuenta de que los funcionarios tienen razón. Todo cambia en cuanto quieres algo. Ahora, yo lo quiero todo. Más y más y más. Quiero elegir mi puesto de trabajo. Casarme con quien decida. Desayunar hojaldre y correr por una calle de verdad en vez de hacerlo en la pista dual. Ir deprisa o despacio cuando me plazca. Decidir qué poemas quiero leer y qué palabras quiero escribir. Es tanto lo que deseo… Es un sentimiento tan intenso que soy agua, un río de deseos con la forma de una muchacha llamada Cassia.

Por encima de todo, deseo a Ky.

—Esto se acaba —dice Ky.

—Lo sé. —Yo también cuento los días. Aunque su nuevo puesto de trabajo continúe estando en la ciudad, las actividades de verano casi han terminado. Lo veré mucho menos. Me permito fantasear unos segundos: ¿y si su nuevo puesto de trabajo le deja más tiempo libre? Podría asistir a todas las actividades de los sábados por la noche—. Sólo nos quedan dos semanas de excursiones.

—No me refiero a eso —dice acercándose más—. ¿No lo notas? Algo está cambiando. Algo pasa.

Claro que lo noto. Para mí, todo está cambiando.

Veo recelo en sus ojos, como si aún se sintiera vigilado.

—Algo importante, Cassia —continúa, y baja la voz—. Creo que la Sociedad tiene problemas con su guerra en las fronteras.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Lo presiento —responde—. Por lo que me has contado de tu madre. Por la escasez de funcionarios en las horas lúdicas. Y va a haber cambios en el trabajo. Lo noto. —Me mira y yo bajo la cabeza.

—¿Quieres explicarme por qué fuiste? —dice con dulzura.

Trago saliva. Me preguntaba cuándo querría saberlo.

—Fue una clasificación aplicada a la vida real. Tuve que dividir a los trabajadores en dos grupos.

—Comprendo —dice, y espera por si digo algo más.

Ojalá pudiera. Pero las palabras se me atragantan. En cambio, digo:

—No me has dado ningún otro papel con tu historia. ¿Qué pasó después de que los funcionarios fueran a buscarte? ¿Cuándo pasó eso? Sé que no hace mucho, porque… —No termino la frase.

Ky ata una tela roja al árbol despacio, metódicamente, y me mira. Después de haberme pasado años viéndole expresar sólo emociones superficiales, a veces, las nuevas y más hondas me sobresaltan. La expresión que tiene ahora no me resulta conocida.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Tengo miedo —dice sin más— De lo que vas a pensar.

—¿Sobre qué? ¿Qué ocurre?

Después de todo lo que ha pasado, ¿Ky tiene miedo de lo que pueda pensar?

—Fue en primavera. Vinieron al trabajo para hablar conmigo, me llevaron a una habitación. Me preguntaron si alguna vez me había planteado cómo sería mi vida si no fuera un aberrante. —Tensa la mandíbula y yo lo miro con lástima. Al volverse, la percibe en mi cara y aprieta la mandíbula todavía más. No quiere mi lástima, de manera que miro al frente y sigo escuchándole—. Dije que nunca pensaba mucho en eso. Que no me preocupaba por cosas que no podía cambiar. Entonces me dijeron que se había producido un error. Que habían introducido mis datos en la clasificación de parejas.

—¿Tus datos? —pregunto sorprendida.

«La funcionaria me dijo que era un error de la microficha, que la fotografía de Ky estaba donde no debía. Me dijo que no lo habían incluido en la clasificación de parejas.»

«Mintió. El error fue mucho mayor de lo que dijo.»

Ky continúa.

—Ni siquiera soy un ciudadano de pleno derecho. Dijeron que el incidente había sido totalmente irregular. —Sonríe torciendo la boca, con una amargura que me duele presenciar—. Entonces me enseñaron una fotografía. La chica que habría sido mi pareja si yo no fuera lo que soy. —Traga saliva.

—¿Quién era? —pregunto.

Mi voz está áspera, rasposa. «No digas que era yo. No digas que era yo, porque entonces sabré que me viste porque te ordenaron que miraras.»

—Tú —responde.

Y ahora lo entiendo. El amor de Ky por mí, que yo creía puro y no mancillado por ningún funcionario, dato o clasificación, no lo es. Incluso eso han adulterado.

Siento como si algo se estuviera extinguiendo, algo que no tiene arreglo. «Si los funcionarios han orquestado nuestra aventura, la única cosa de mi vida que creía que había ocurrido a pesar de ellos…» No puedo terminar el pensamiento.

El bosque que me rodea se convierte en un manchón verde y, sin las marcas rojas que señalan el camino, no sabría bajar. La emprendo contra ellas, arrancándolas de las ramas.

—Cassia —dice Ky detrás de mí—. Cassia, ¿qué más da?

Niego con la cabeza.

—¡Cassia —me grita—, tú también me ocultas algo!

Abajo suena un silbato, agudo y claro. Hemos llegado lejos, pero nunca hasta la cima.

—Creía que almorzabas en el arboreto —dice Xander.

Estamos sentados en el comedor del centro de segunda enseñanza.

—He cambiado de opinión —respondo—. Hoy quería comer aquí.

El personal de nutrición me ha puesto mala cara cuando he pedido uno de los almuerzos que siempre tienen de sobra, pero, después de comprobar mis datos, me lo han dado sin más comentarios. Deben de haber visto que casi nunca hago esto. O quizás haya otro indicador en mis datos que no se me ocurre en este momento. No después de lo que Ky me ha revelado.

Reparo en cuánta comida contiene esta vez mi bandeja, ahora que es una ración general no destinada exclusivamente a mí. Han ido reduciendo mis raciones, de eso no cabe duda. «¿Con qué propósito? ¿Estoy demasiado gorda?» Me miro los brazos y las piernas, fortalecidos por las excursiones. No lo creo. Y vuelvo a percatarme de lo distraídos que deben de estar mis padres; en circunstancias normales, se habrían dado cuenta y se habrían quejado al personal de nutrición.

Nada va bien.

Retiro la silla.

—¿Vienes?

Xander consulta su reloj.

—¿Dónde? La clase empieza enseguida.

—Lo sé —respondo—. No iremos lejos. Por favor.

—Está bien —dice mirándome con cara de desconcierto.

Lo conduzco a la zona de las aulas y abro la puerta del final del pasillo. Salimos al pequeño recinto parecido a un patio que alberga el estanque botánico de ciencias aplicadas. Estamos los dos solos.

Tengo que decírselo. Se trata de Xander. Merece saber lo de Ky, y merece que se lo diga yo. No un funcionario en un espacio verde, un día u otro.

Respiro hondo y miro el estanque. No es azul como la piscina donde nadamos. Esta agua está verdosa bajo su superficie plateada, rebosante de vida.

—Xander —digo tan quedo como si estuviéramos escondidos entre los árboles de la Loma—, tengo que decirte algo.

—Te escucho —responde esperando, mirándome. Siempre firme. Como siempre es Xander.

Es mejor que se lo diga rápido, antes de que me sienta totalmente incapaz de hacerlo.

—Creo que me estoy enamorando de otra persona.

Hablo tan bajo que casi no me oigo la voz, pero Xander sí.

Casi antes de que termine, ya está negando con la cabeza y diciendo «No», alzando la mano para interrumpirme antes de que diga nada más. Pero lo que me lleva a callar no es ninguno de estos gestos ni tampoco la negativa. Es el dolor de sus ojos. Y lo que dicen no es «No», sino «¿Por qué?».

—No —repite volviendo la cara.

No soporto que no me mire, de modo que me pongo delante de él, e intento también verlo a él. Xander sigue con la cara vuelta. No sé qué decir. No me atrevo a tocarlo. Sólo puedo quedarme donde estoy, esperando a que me mire.

Cuando lo hace, aún hay dolor en sus ojos.

Y también hay otra cosa. Algo que no parece sorpresa, sino reconocimiento. ¿Sabía en su fuero interno que estaba ocurriendo esto? ¿Por eso desafió a Ky en el centro recreativo?

—Lo siento —farfullo—. Tú eres mi amigo. También te quiero.

Es la primera vez que le digo estas palabras y no me salen bien. Por cómo suenan, apresuradas y tensas, parecen menos de lo que son.

—¿También me quieres? —repite Xander con frialdad—. ¿A qué estás jugando?

—No estoy jugando a nada —susurro—. Te quiero. Pero es distinto.

Xander no dice nada. Se me escapa una risa histérica; es como la última vez que discutimos y él se negó a hablarme. Fue hace años, cuando decidí que los juegos ya no me gustaban tanto como antes. Xander se enfadó. «Pero nadie juega como tú», dijo. Y luego, cuando no cedí, dejó de dirigirme la palabra. Yo seguí sin jugar.

Pasaron dos semanas antes de que hiciéramos las paces, el día que me vio saltar del trampolín detrás de mi abuelo. Salí a la superficie, asustada y eufórica, y él se acercó nadando para darme la enhorabuena. En el calor del momento, quedó todo olvidado.

¿Qué pensaría mi abuelo de este salto que estoy dando? ¿Me diría en esta ocasión que me agarrara al borde con todas mis fuerzas? ¿Que me aferrara al trampolín hasta tener los dedos ensangrentados y en carne viva? ¿O me animaría a soltarme?

—Xander, los funcionarios han jugado conmigo. Al día siguiente de nuestro banquete, metí la microficha en el terminal. Tu cara apareció y se borró. —Trago saliva—. Y luego apareció la cara de otra persona. La de Ky.

—¿Ky Markham? —pregunta incrédulo.

—Sí.

—Pero Ky no es tu pareja —dice—. No puede serlo, porque…

—¿Por qué? —pregunto.

¿Conoce el estatus de Ky? ¿Cómo?

—Porque tu pareja soy yo —responde.

Nos quedamos un buen rato sin hablar. Xander no aparta la mirada y yo no creo que vaya a poder soportarlo. Si tuviera una pastilla verde en la boca, la mordería, saborearía la amargura que precede a la calma. Recuerdo el día en el comedor en que me dijo que Ky era de fiar. Xander creía eso. Y creía que podía fiarse de mí.

¿Qué piensa ahora de nosotros?

Se acerca más, sin apartar sus ojos azules de los míos, su mano casi sobre la mía. Cierro los ojos tanto para esquivar el dolor de su mirada como para no volver la mano, entrelazar mis dedos con los suyos, inclinarme hacia él, besarle en los labios. Abro los ojos y vuelvo a mirarlo.

—Yo también salí en la pantalla, Cassia —dice en voz baja—. Pero fue él a quién decidiste ver.

Luego, tan deprisa como un jugador que pone fin a una partida, se levanta y se marcha, dejándome sola.

«¡Al principio no! —quiero decirle—. ¡Y sigo viéndote!»

Una a una, las personas con las que puedo hablar se han ido. Mi abuelo. Mi madre. Y ahora Xander.

«Eres lo bastante fuerte para pasar sin ella», me dijo mi abuelo con respecto a la pastilla verde.

«Pero, abuelo, ¿soy lo bastante fuerte para pasar sin ti? ¿Sin Xander?»

Me da el sol donde me he detenido. No hay árboles, sombras ni ningún desnivel desde el que pueda contemplar lo que he hecho. Y en caso de que lo hubiera, las lágrimas no me dejarían verlo.