Bajamos la Loma a toda prisa. Veo destellos de blanco entre los árboles y sé que no son los pájaros que hemos visto. Estas figuras blancas no están hechas para volar.
—Funcionarios —digo a Ky, y él asiente.
Nos presentamos ante el instructor, a quien parece preocuparle un poco que los visitantes nos estén esperando. Vuelvo a preguntarme cómo ha terminado haciendo este trabajo. Incluso supervisar la señalización de la Loma parece una pérdida de tiempo para alguien de su rango. Al alejarme, veo todas las arrugas que la disciplina ha grabado en su rostro y vuelvo a percatarme de que ya no es joven.
Cuando estoy más cerca, descubro que a estos funcionarios ya los conozco. Son los que evaluaron mis aptitudes para la clasificación. Esta vez, es la funcionaria rubia la que asume el mando; parece que esta parte del examen le corresponde a ella.
—Hola, Cassia —me saluda—. Hemos venido para llevarte al sitio en el que vas a realizar la segunda parte de tu examen. ¿Te parece que nos puedes acompañar ahora? —Mira al instructor con cierta deferencia.
—Adelante —dice él antes de dirigirse a los demás excursionistas que han regresado de la Loma—. Podéis iros todos. Nos vemos aquí mañana.
Unos cuantos chicos me miran con interés pero no preocupación; muchos de nosotros estamos a la espera de que nos asignen nuestro puesto de trabajo definitivo y los funcionarios forman parte del proceso.
—Cogeremos el tren aéreo —me informa la funcionaria rubia—. El examen sólo durará unas horas. Deberías estar en casa para la cena.
Nos dirigimos a la parada del tren, con dos funcionarios a mi derecha y uno a la izquierda. Es imposible librarse de ellos: no me atrevo a volverme para mirar a Ky. Ni siquiera cuando nos subimos al tren que también coge él. Cuando pasa por mi lado, su «hola» es perfecto: cordial, indiferente. Continúa hasta el final del vagón y se sienta junto a la ventanilla. Cualquiera que lo esté observando se convencería de que no siente nada por mí. Casi me ha convencido a mí.
No nos apeamos en la parada del ayuntamiento ni en ninguna de las otras paradas de la ciudad. Continuamos. Cada vez suben más trabajadores vestidos de azul que ríen y conversan. Uno de ellos da un pequeño golpe a Ky en el hombro y él se ríe. No veo ningún otro funcionario ni nadie más vestido de estudiante como yo. Estamos los cuatro sentados en este mar azul mientras el tren serpentea como un río y sé que es difícil luchar contra una corriente tan fuerte como la Sociedad.
Miro por la ventanilla y deseo con todas mis fuerzas que esto no sea lo que creo. Que no nos estemos dirigiendo al mismo sitio. Que no tenga que clasificar a Ky.
¿Es una trampa? ¿Nos están vigilando? «Qué pregunta tan absurda —pienso—. Claro que nos están vigilando.»
Feos edificios grises se apiñan en esta parte del extrarradio; veo letreros, pero el tren aéreo corre demasiado para que pueda leerlos. No obstante, sé dónde estamos: el distrito industrial.
Al final del vagón, veo que Ky se levanta. No tiene que agarrarse a las barras del techo; no se desestabiliza cuando el tren se detiene. Por un momento, creo que todo va a ir bien. Los funcionarios y yo continuaremos, dejaremos atrás los edificios grises, el aeropuerto con sus pistas de aterrizaje y sus llamativas banderas rojas ondeando al viento como cometas, igual que las señales de la Loma. Continuaremos hasta los territorios agrarios, donde no tendré que clasificar nada más importante que un cultivo o unas ovejas.
Pero los funcionarios sentados a mi lado se levantan y no tengo más remedio que seguirles. «No te dejes llevar por el pánico —me digo—. Mira todos estos edificios. Mira todos estos trabajadores. La clasificación podría ser de cualquier cosa o de cualquiera. No saques conclusiones precipitadas.»
Ky no se vuelve para ver si también he bajado. Escruto su espalda y sus manos por si descubro en ellas la misma tensión que me recorre a mí por dentro. Pero tiene los músculos relajados y sus pasos son regulares cuando se dirige al costado del edificio por el que entran los empleados. Muchos trabajadores vestidos de azul cruzan la misma puerta. Ky tiene las manos relajadas, abiertas. Vacías.
Cuando él entra en el edificio, la funcionaria rubia me conduce a la parte delantera, a una especie de antesala. Los otros funcionarios le dan unos identificadores de datos y ella me los coloca detrás de la oreja, en la cara interna de la muñeca, por debajo del cuello de la camisa. Lo hace con rapidez y eficiencia; ahora que me están controlando, me esfuerzo incluso más por relajarme. No quiero parecer excepcionalmente nerviosa. Respiro hondo mientras cambio las palabras del poema. Me digo que debo entrar dócil, sólo por ahora.
—Éste es el sector dedicado a la distribución de alimentos —me informa la funcionaria—. Como ya te hemos dicho, el objetivo de esta clasificación aplicada a la vida real reside en determinar si eres capaz de clasificar personas y situaciones reales atendiendo a determinados parámetros. Queremos comprobar si puedes ayudar al gobierno a mejorar su funcionamiento y eficacia.
—Comprendo —digo, pese a no estar segura de hacerlo.
—Pues empecemos.
Abre la puerta y otro funcionario sale a recibirnos. Al parecer, está a cargo de este edificio y los galones naranjas y amarillos de su camisa indican que trabaja en uno de los ministerios más importantes de todos, el Ministerio de Nutrición.
—¿Cuántos traen hoy? —pregunta, y me percato de que no soy la única que va a realizar el examen práctico. Saberlo me relaja un poco.
—Una —responde la funcionaria—, pero es la que ha sacado mejor nota.
—Magnífico —dice el funcionario—. Avíseme cuando terminen. —Se aleja y yo me quedo quieta, abrumada por lo que veo y huelo. Y por el calor.
Estamos en un espacio inmenso, una cámara más grande que el gimnasio del centro de segunda enseñanza. Parece una caja metálica: suelos metálicos salpicados de sumideros, paredes de hormigón pintadas de gris y aparatos de acero inoxidable alineados a lo largo de las paredes y colocados en hileras en el centro. Un espeso vaho se arremolina por toda la cámara. Los respiraderos del techo y las paredes del edificio comunican con el exterior, pero no hay ventanas. Los aparatos, los envases alimentarios de papel de aluminio, el agua humeante que sale de los grifos: todo es gris.
Salvo los trabajadores vestidos de azul oscuro y sus manos escaldadas y enrojecidas.
Suena un silbato y una nueva tanda de trabajadores entra por la izquierda mientras los otros salen por la derecha. Van encorvados, cansados. Todos se enjugan la frente y salen sin mirar atrás.
—Los trabajadores han pasado por una cámara de esterilización para eliminar todos los contaminantes externos —me informa la funcionaria en un tono familiar—. Ahí es donde cogen su número y se lo pegan al uniforme. Tú vas a trabajar con este turno.
Señala arriba y veo varios puntos de observación repartidos por toda la cámara: pequeñas torres metálicas con funcionarios en su atalaya. Hay tres torres; la central está vacía.
—Estaremos ahí.
La sigo por las escaleras metálicas, que son iguales a las que tenemos en las paradas del tren aéreo. No obstante, éstas conducen a una pequeña plataforma donde apenas cabemos los cuatro. El funcionario de pelo cano ya está transpirando profusamente y tiene la cara enrojecida. El cabello se me pega a la nuca. Y lo único que tenemos que hacer es observar. Ni tan siquiera tenemos que trabajar.
Sabía que el trabajo de Ky era duro, pero no me imaginaba que lo sería tanto.
Hay incontables tinas llenas de envases alimentarios sucios junto a una serie de fregaderos y tubos de reciclaje. A través de una gran abertura del final del edificio, los envases alimentarios sucios llegan en un río interminable que fluye desde los cubos de basura reciclable de nuestras residencias y comedores. Los trabajadores llevan guantes protectores transparentes, pero no entiendo cómo el plástico o el látex no se derriten y se les adhieren a la piel mientras rocían los envases con agua caliente. A continuación, colocan los envases limpios en los tubos de reciclaje.
Nunca termina, un flujo continuo de vapor, agua hirviendo y envases de papel de aluminio. La mente amenaza con nublárseme y bloqueárseme como hace cuando me enfrento a una clasificación de especial dificultad que creo que me supera. Pero esto no son números en una pantalla. Son personas.
¡Es Ky!
De manera que me obligo a mantener la mente despejada y centrada. Me obligo a observar esos hombros encorvados, esas manos escaldadas y la avalancha de basura plateada que transportan las vagonetas.
Uno de los trabajadores levanta la mano y un funcionario baja de su atalaya para hablar con él. El hombre le da una bandeja de papel de aluminio y el funcionario pasa su terminal portátil por un lado para registrar el código de barras. Poco después se la lleva a un despacho contiguo a la espaciosa cámara. El trabajador ya se ha puesto de nuevo a limpiar.
La funcionaria me mira como si esperara algo.
—¿Qué opinas? —me pregunta.
No estoy segura de lo que quiere, de manera que respondo con evasivas.
—Naturalmente, lo más eficaz sería incorporar máquinas.
—Eso no es una opción —dice con amabilidad—. La preparación y distribución de los alimentos tienen que realizarlas personas. Trabajadores. Es una norma. Pero querríamos destinar algunos trabajadores a otros proyectos y profesiones.
—No veo cómo aumentar la eficacia —digo—. Está la respuesta obvia: alargarles el horario, pero ya parecen agotados. —Mi voz se apaga, una voluta de vapor demasiado insignificante para que importe.
—No te pedimos que encuentres una solución. —Parece divertida—. Los altos funcionarios ya lo han hecho. Se alargará el horario y se eliminarán las horas de ocio. De esa forma, parte de los trabajadores de este sector puede destinarse a otra profesión.
Comienzo a entenderlo y ojalá no lo hiciera.
—Entonces, si no quieren que clasifique las otras variables en el lugar de trabajo, quieren que…
—Clasifiques a las personas —dice.
Me entran ganas de vomitar.
Me da un terminal portátil.
—Tienes tres horas para observarlos. Introduce los números de los trabajadores que crees que son más eficientes, los que deberíamos enviar a trabajar en un proyecto alternativo.
Miro los números que los trabajadores llevan en la espalda de la camisa. Es como una clasificación en la pantalla; tengo que estar atenta a la rapidez. Quieren averiguar si mi mente registrará de forma automática a los trabajadores más rápidos. Este trabajo podrían hacerlo ordenadores y es probable que lo hagan. Pero ahora quieren comprobar si también puedo hacerlo yo.
—Y Cassia —dice la funcionaria ya en las escaleras. La miro—. Tu clasificación se tendrá en cuenta. Es parte del examen. Queremos comprobar si eres capaz de tomar decisiones cuando sabes que tienen consecuencias.
Percibe mi sorpresa y continúa. Se nota que intenta ser amable.
—Es un turno de un grupo de baja categoría, Cassia. No te preocupes. Tú hazlo lo mejor que sepas.
—Pero ¿cuál es el otro proyecto? ¿Tendrán que irse de la ciudad?
La funcionaria parece sorprendida.
—No podemos responder a eso. No es pertinente para la clasificación.
El funcionario de pelo cano, que aún respira con dificultad, se vuelve desde las escaleras para averiguar qué sucede. La funcionaria le indica que ya baja con un gesto de la cabeza y me dice en un tono amable:
—Los mejores trabajadores obtienen mejores puestos de trabajo, Cassia. Es lo único que te hace falta saber.
No quiero hacer esto. Por un instante, me planteo arrojar el terminal portátil a uno de los fregaderos, y dejar que se hunda en el agua.
«¿Qué haría Ky en mi lugar?»
No me deshago del terminal portátil. Respiro hondo varias veces. El sudor me corre por la espalda y el pelo se me mete en los ojos. Me lo aparto de la cara con una mano, me pongo derecha y miro a los trabajadores. Mis ojos van de uno a otro. Intento no ver caras, sino sólo números. Busco indicios de rapidez y lentitud. Y empiezo a clasificar.
La parte más inquietante de la experiencia reside en que esto se me da increíblemente bien. En cuanto me decido a hacer lo que haría Ky, no vacilo. Durante la clasificación, estoy atenta al ritmo, a la velocidad, a la resistencia. Veo a los trabajadores más lentos pero constantes que hacen más de lo que parece. Veo a los rápidos y hábiles que son los mejores de todos. Veo a los que se quedan atrás. Veo sus manos enrojecidas moviéndose entre el vapor y veo el río plateado de envases que entran sucios y salen limpios.
Pero no veo personas. No veo caras.
Cuando las tres horas ya casi han transcurrido, termino mi clasificación y sé que lo he hecho bien. Sé que he clasificado a los mejores trabajadores del grupo según el número.
Pero no puedo resistirme. Miro el número del trabajador que está en la mitad, que se halla en el límite entre los mejores y los peores del grupo.
Alzo la vista. Es el número que lleva Ky.
Quiero reír y llorar. Es como si me mandara un mensaje. Nadie se adapta como él; nadie más domina tan bien el arte de ser mediocre. Por unos segundos, me permito observar al muchacho de pelo oscuro vestido de azul. Mi instinto me dicta que lo coloque en el grupo más eficiente; sé que ése es su sitio. Que es el grupo que cambiará de profesión. Quizá tenga que abandonar la ciudad, pero, al menos, no estaría atrapado aquí para siempre. Aun así, no creo que pueda hacerlo. ¿Cómo sería mi vida si él se fuera?
Me permito imaginar que bajo la escalera y lo abrazo en mitad de todo este calor y ruido. Y luego imagino algo incluso mejor. Imagino que me acerco a él, le cojo la mano y lo saco de este lugar a la luz y al aire libre. Eso podría hacerlo. Si lo coloco en el grupo superior, ya no tendrá que trabajar aquí. Y, de pronto, ese deseo, ese deseo de ayudarle, es incluso más intenso que mi deseo egoísta de tenerlo cerca.
No obstante, pienso en el chico de la historia que él me ha dado. El chico que ha hecho todo lo posible para sobrevivir. ¿Qué le dictaría su instinto?
—¿Estás acabando? —me pregunta la funcionaria.
Espera en la escalera, a cierta distancia.
Asiento. Ella sigue subiendo y yo cambio el número de Ky por el de otro trabajador mediocre para que no sepa que estaba fijándome en él.
Cuando se detiene a mi lado, mira el número y luego al trabajador.
—Los trabajadores mediocres son los más difíciles de clasificar —dice en un tono comprensivo—. Cuesta saber qué hacer.
Asiento, pero no ha terminado aún.
—Los trabajadores de baja categoría como éstos no suelen vivir hasta los ochenta —dice. Baja la voz—. Muchos de ellos son aberrantes, ¿sabes? A la Sociedad no le preocupa tanto que alcancen la edad óptima. Muchos mueren antes. No muchísimo antes, por supuesto. No como antes de la Sociedad, ni como en las provincias exteriores, sino a los sesenta o setenta. Las profesiones de bajo nivel relacionadas con el reciclaje de envases alimentarios revisten especial peligro, incluso con todas las precauciones que tomamos.
—Pero…
Mi consternación no le sorprende y me doy cuenta de que esto también debe de formar parte del examen. Encontrarte con un factor desconocido en mitad de una clasificación por lo demás sencilla justo cuando pensabas que habías terminado. Y me pregunto: «¿Qué pasa aquí? ¿Por qué hay tanto en juego en un mero examen de clasificación?».
Algo sucede que es más grande que yo, más grande que Ky.
—Naturalmente, todo esto es información confidencial —dice la funcionaria, que mira su terminal portátil— Tienes dos minutos.
Necesito concentrarme, pero mi mente está realizando una clasificación de otra clase, haciéndose preguntas y ordenándolas para obtener una respuesta:
¿Por qué mueren antes los trabajadores?
¿Por qué no pudo mi abuelo compartir la comida de su plato en su cena final?
¿Por qué trabajan tantos aberrantes en la limpieza de envases alimentarios?
¡Envenenan la comida de los ancianos!
Ahora lo veo todo con claridad. Nuestra Sociedad se precia de no matar nunca a nadie, de haber abolido la pena de muerte, pero lo que veo aquí y lo que me han contado de las provincias exteriores me indica que nuestro gobierno ha encontrado otra forma de ocuparse de todo. Los fuertes sobreviven. Selección natural. Con la ayuda de nuestros dioses, por supuesto: los funcionarios.
Si tengo la oportunidad de jugar a ser dios, o ángel, debo hacer todo lo posible por Ky. No puedo permitir que muera antes ni que pase su vida en esta cámara. Tiene que haber algo mejor para él en alguna parte. Aún me queda suficiente fe en mi Sociedad para creer eso: he visto muchas personas que viven bien y quiero que Ky sea una de ellas. Aunque yo no forme parte de su vida.
Coloco a Ky en el grupo superior y cierro el terminal portátil como si no me hubiera costado nada decidirme.
Por dentro, grito. Espero haber tomado la decisión correcta.
—Cuéntame más cosas de tu hogar —digo a Ky en la Loma al día siguiente, deseando que no perciba la desesperación de mi voz, que no me pregunte por la clasificación.
Tengo que conocer más detalles de su historia. Tengo que saber si he hecho lo correcto. La clasificación ha cambiado las cosas entre los dos; nos sentimos vigilados, incluso aquí, entre los árboles. Hablamos en voz baja; no nos miramos durante demasiado tiempo.
—Allí todo es rojo y naranja. Colores que aquí no se ven a menudo.
—Eso es cierto —digo, e intento pensar en cosas rojas.
Algunos vestidos del banquete. Los fuegos de los incineradores. La sangre.
—¿Por qué hay tanto verde, marrón y azul aquí? —me pregunta.
—Quizá porque son colores campestres y gran parte de nuestra provincia es agrícola —respondo—. Ya sabes. El azul es el color del agua, y el marrón el color del otoño y de la siega. Y el verde es el color de la primavera.
—La gente siempre dice eso —observa Ky—. Pero el primer color de la primavera es el rojo. Es el verdadero color del renacimiento. De los comienzos.
Me percato de que tiene razón. Pienso en la tonalidad bermeja de las yemas cerradas de los árboles. En el color rojo de sus manos el día antes en la planta de reciclaje y en el nuevo comienzo que espero haberle dado.