Capítulo 25

El tiempo que pasamos juntos es como una tormenta, como viento huracanado y lluvia, como algo demasiado grande para controlarlo pero demasiado poderoso para eludirlo. Sopla a mi alrededor y me enreda el cabello, me deja la cara mojada, hace que me sienta viva, viva, viva.

Hay algunos momentos de calma y silencio, como en toda tormenta, y otros momentos en que nuestras palabras relampaguean, al menos para nosotros.

Caminamos juntos por la Loma a buen paso, tocándonos las manos, tocando los árboles. Hablando. Tenemos cosas que contarnos y no hay tiempo suficiente, nunca lo hay.

—Hay personas que se hacen llamar archivistas —explica Ky—. Cuando el Comité de los Cien realizó sus selecciones, los archivistas sabían que las obras que descartara se convertirían en un bien de consumo. Así que conservaron algunas. Tienen terminales ilegales, construidos por ellos, para almacenar cosas. Han conservado el poema de Thomas que te traje.

—No tenía ni idea —digo conmovida.

Jamás pensé que alguien pudiera ser tan previsor como para conservar algunos de los poemas. ¿Lo sabía mi abuelo? Parece poco probable. Nunca les dio su poema para que lo archivaran.

Ky me pone una mano en el brazo.

—Cassia. Los archivistas no son altruistas. Vieron un bien de consumo e hicieron lo que pudieron para conservarlo. Cualquiera dispuesto a pagar puede tenerlo, pero los precios son altos. —Se interrumpe como si hubiera revelado demasiado: que el poema le ha costado algo.

—¿Por qué lo cambiaste? —pregunto súbitamente asustada.

Que yo sepa, Ky tiene dos cosas de valor: su reliquia y las palabras del poema «No entres dócil». Y, por alguna razón, la idea de intercambiar nuestro poema me repugna. Egoístamente, no quiero que lo tenga cualquiera. Me percato de que, en ese aspecto, no soy mucho mejor que los funcionarios.

—Por una cosa —responde, y me mira divertido—. No te preocupes por el precio.

—Tu reliquia…

—No te preocupes. No lo cambié por eso. Ni tampoco por nuestro poema. Pero, Cassia, si alguna vez te hace falta, no conocen el poema. Pregunté cuántos escritos de Dylan Thomas tenían y había muy poca cosa. El poema del cumpleaños y un relato. Nada más.

—¿Si alguna vez me hace falta para qué?

—Para intercambiarlo —responde con cautela—. Para intercambiarlo por otra cosa. Los archivistas tienen información, contactos. Podrías recitarles uno de los poemas que te dio tu abuelo. —Frunce el entrecejo—. Aunque demostrar su autenticidad podría ser un problema, al no tener el papel original… aun así, estoy seguro de que valdrían algo.

—Me daría demasiado miedo negociar con gente así —digo, y enseguida desearía no haberlo hecho. No quiero que piense que me asusto con facilidad.

—No son del todo malos —aduce—. Estoy intentando que veas que no son mejores ni peores que los demás. Ni mejores ni peores que los funcionarios. Con ellos, tienes que ser igual de precavida que con el resto de la gente.

—¿Dónde podría encontrarlos? —pregunto asustada por su necesidad de explicarme esto.

¿Qué piensa que va a suceder? ¿Por qué cree que puedo necesitar saber cómo vender nuestro poema?

—En el museo —responde—. Ve al sótano y quédate delante de la exposición titulada «La gloriosa historia de la provincia de Oria». Nadie va nunca a verla. Si te quedas el tiempo suficiente, alguien te preguntará si quieres saber más cosas. Tú di que sí. Sabrán que quieres ponerte en contacto con un archivista.

—¿Cómo sabes eso? —pregunto sorprendida una vez más de todos los recursos que tiene para sobrevivir.

Ky niega con la cabeza.

—Es mejor que no lo sepas.

—¿Y qué pasa si va alguien que sí quiere saber más cosas?

Ky se ríe.

—Nunca va nadie, Cassia. Aquí nadie quiere saber nada del pasado.

Apretamos el paso sin dejar de tocarnos las manos entre las ramas. Oigo a Ky tararear una melodía de las Cien Canciones, la que oímos juntos.

—Me encanta —digo, y él asiente—. La mujer que la canta tiene una voz preciosa.

—Ojalá fuera real —observa.

—¿Qué quieres decir? —pregunto.

Me mira sorprendido.

—Su voz. Ella no es real. Es una voz creada. La voz perfecta. Como la de todos los cantantes, de todas las canciones. ¿No lo sabías?

Niego con la cabeza incrédula.

—Eso es imposible. La oigo respirar cuando canta.

—Eso también es falso —dice Ky con la mirada ausente, recordando algo—. Saben que nos gusta tener la sensación de que las cosas son auténticas. Que nos gusta oírles respirar.

—¿Cómo lo sabes?

—He oído cantar a personas de verdad.

—Y yo en clase. Y mi padre me cantaba.

—No —dice—. Me refiero a cantar a viva voz, a pleno pulmón. Siempre que te apetezca. He oído a personas cantar así, pero no aquí. Y hasta la voz más hermosa del mundo era muchísimo más imperfecta que la voz del auditorio.

Por una fracción de segundo, lo imagino en su hogar, en el paisaje que ha dibujado para mí, oyendo a otros cantar. Ky mira el sol que se cuela entre los árboles. Está calculando la hora. Confía en el sol más que en su reloj. Me he fijado en eso. Mientras está parado, protegiéndose los ojos con una mano, recuerdo otro verso del poema de Thomas: «Los locos que atraparon y cantaron al sol en su carrera».

Me gustaría oír cantar a Ky.

Él se mete la mano en el bolsillo y saca mi poema de cumpleaños.

—¿Ya te lo sabes bien?

Sé a qué se refiere. Es hora de destruir el poema. Es peligroso guardarlo durante demasiado tiempo.

—Sí —respondo—. Pero deja que le dé un último vistazo. —Vuelvo a leerlo antes de mirarlo—. Éste no me da tanta pena destruirlo —añado diciéndoselo a él y recordándomelo a mí—. Lo conocen otras personas. Continúa existiendo en otra parte.

Ky asiente.

—¿Quieres que me lo lleve a casa y lo incinere? —pregunto.

—He pensado que podríamos dejarlo aquí —responde—. Enterrarlo en la tierra.

Me acuerdo de cuando plantamos neorrosas con Xander. Pero este poema no tiene nada ligado a él; lo han separado, limpiamente, de su origen. Sabemos el nombre del autor. No sabemos nada de él, no sabemos qué quería que significara el poema, qué pensaba cuando formó las palabras, cómo lo escribió. Hace tanto tiempo, ¿había calígrafos? No lo recuerdo de las Cien Lecciones de Historia. ¿O lo escribió como escribe Ky con sus manos? ¿Sabía el poeta lo afortunado que era de tener palabras tan hermosas y un lugar donde verterlas y conservarlas?

Ky me coge el poema.

—Espera —digo—. No lo enterremos todo.

Alargo la mano y él me lo deja en la palma. No está entero; sólo hay una pequeña parte, una estrofa. Será fácil de enterrar. Separo con cuidado el verso que habla de los pájaros: «Y con los pájaros de árboles alados que llevaban en vuelo mi nombre».

Lo rompo hasta que los pedazos son diminutos y livianos. Entonces los lanzo al aire, para dejar que vuelen por un instante. Son tan pequeños que no veo dónde se posan la mayoría, pero uno lo hace con suavidad en una rama próxima a mí. Quizás un pájaro auténtico lo utilice para un nido, lo esconda del resto del mundo, como he hecho yo con el otro poema de Thomas.

Sí sabemos cosas del autor, pienso mientras Ky y yo enterramos el resto del papel. Lo conocemos a través de sus palabras.

Y algún día tendré que compartir los poemas. Lo sé. Y algún día tendré que explicar a Xander qué está sucediendo aquí en la Loma.

Pero todavía no. He quemado poesía para protegerme. No puedo hacerlo ahora. Me aferro con fuerza a la poesía de nuestros momentos compartidos, protegiéndolos, protegiéndonos. A todos.

—Háblame de tu banquete —me pregunta Ky en otra ocasión.

¿Quiere que le hable de Xander?

—No de Xander —añade leyéndome el pensamiento y sondándome de ese modo que tanto me gusta. Incluso ahora que sonríe más a menudo, sigo ávida de su sonrisa. A veces, le toco los labios cuando sonríe, como hago ahora, y noto cómo se mueven cuando dice—: De ti.

—Estaba nerviosa, emocionada… —me interrumpo.

—¿En qué pensabas?

Ojalá pudiera decirle que pensaba en él, pero ya le he mentido una vez y no quiero volver a hacerlo. Y, además, tampoco pensaba en Xander.

—Pensaba en ángeles —respondo.

—¿Ángeles?

—Ya sabes, los de las antiguas historias. En que saben volar.

—¿Crees que todavía hay gente que cree en ellos? —pregunta.

—No lo sé. No. ¿Tú crees en ellos?

—Yo creo en ti —responde con voz queda y casi reverente—. Tengo más fe de la que nunca creí que fuera a tener.

Avanzamos con rapidez entre los árboles. Más que verlo, percibo que debemos de estar acercándonos a la cima de la Loma. Al final, nuestro cometido terminará aquí y se cerrará una etapa. Ya no nos lleva mucho tiempo subir el primer tramo; todo está pisado y bien señalizado y sabemos adonde vamos, al menos al principio. Pero aún queda territorio por explorar. Aún quedan cosas por descubrir. Estoy agradecida por ello. Estoy tan agradecida que ojalá creyera en los ángeles para poder expresar mi gratitud a alguien o algo.

—Cuéntame más —insiste Ky.

—Llevé un vestido verde.

—Verde —repite—. Nunca he visto cómo te queda el verde.

—Nunca has visto cómo me queda nada aparte del marrón y el negro —preciso—. Ropa de diario marrón. Traje de baño negro. —Me ruborizo.

—Retiro lo de antes —dice Ky más adelante, cuando oímos el silbato—. Sí he visto cómo te queda el verde. Lo veo todos los días, aquí, entre los árboles.

Al día siguiente, le pregunto:

—¿Puedes decirme por qué lloraste el día de la proyección?

—¿Me viste?

Asiento.

—No pude evitarlo. —Tiene la mirada ausente, endurecida—. No sabía que tuvieran secuencias como ésas. Podría haber sido mi pueblo. Sin duda, era una de las provincias exteriores.

—Espera. —Pienso en las personas, sombras oscuras corriendo—. Estás diciendo que era…

—Real —termina él—. Sí. No son actores. No es un decorado. Eso pasa en todas las provincias exteriores, Cassia. Cuando me fui, cada vez pasaba con más frecuencia.

«Oh, no.»

El silbato no va a tardar en sonar, lo sé. Él también lo sabe. Pero me acerco y lo abrazo aquí, en el bosque, donde los árboles nos ocultan y los cantos de los pájaros ahogan nuestras voces. La Loma entera es cómplice de nuestro abrazo.

Yo me separo primero porque tengo algo que escribir antes de que nuestro tiempo se agote. He estado practicando en el aire, pero quiero grabarlo en la tierra.

—Cierra los ojos —le pido; me agacho y le oigo respirar mientras espera—. Ya está —digo, y él mira lo que he escrito.

«Te quiero.»

Me entra vergüenza, como si fuera una niña que ha escrito estas palabras en su calígrafo y se las ha dado a un niño de su escuela para que las lea. Mi letra es torpe y desigual, irregular, no como la de Ky.

¿Por qué es más fácil escribir algunas cosas que decirlas?

De todos modos, es innegable que me siento audaz y vulnerable mientras aguardo en el bosque con palabras de las que no me puedo retractar. Mis primeras palabras escritas, aparte de nuestros nombres. No son muy poéticas, pero creo que el abuelo lo comprendería.

Ky me mira. Por primera vez desde la proyección, veo lágrimas en sus ojos.

—No hace falta que tú me lo escribas —digo sintiéndome insegura—. Sólo quería que lo supieras.

—No quiero escribírtelo —responde.

Y entonces lo dice, justo aquí, en la Loma, y de todas las palabras que he escondido, conservado y atesorado, éstas son las que nunca olvidaré, las más importantes de todas.

—Te quiero.

Palabras. Una vez que relampaguean, bañando el cielo de blanco, ya no hay vuelta atrás.

Ha llegado el momento. Lo siento, lo sé. Mis ojos en los suyos, los suyos en los míos, y los dos respirando expectantes, cansados de esperar. Ky cierra los ojos, pero los míos siguen abiertos. ¿Cómo serán, sus labios en los míos? ¿Como un secreto revelado, una promesa cumplida? ¿Como ese verso del poema —«el aguacero de todos mis días»—: una lluvia plateada que me envuelve, donde el relámpago se encuentra con la tierra?

Abajo, el silbato suena y el momento pasa. Estamos a salvo.

Por ahora.