Ky me hace tres regalos para mi cumpleaños: un poema, un beso y la vana y hermosa esperanza de que lo nuestro es posible. Cuando abro los ojos y me toco donde sus labios me han rozado la mejilla, digo:
—Yo no te regalé nada para tu cumpleaños. Ni siquiera sé cuándo es.
—No te preocupes por eso —dice.
—¿Qué puedo hacer? —pregunto.
—Deja que crea en esto —responde—, en todo esto, y créelo tú también.
Y yo lo hago.
Durante todo el día, dejo que su beso me arda en la mejilla y en la sangre sin apartar el recuerdo. No es la primera vez que beso ni me besan. Esto es distinto. Éste, más que mi verdadero cumpleaños el día de mi banquete, me parece un día señalado. Este beso, estas palabras, me parecen un comienzo.
Me permito imaginar futuros imposibles, a los dos juntos. No dejo de hacerlo ni siquiera en el trabajo, fingiendo que cada número que clasifico es una clave, un mensaje cifrado donde digo a Ky que guardaré nuestro secreto. Nos protegeré; no revelaré nada. Cada clasificación que realizo correctamente nos ayuda a pasar desapercibidos.
Como esta noche no me toca ponerme los identificadores de sueños, me dejo llevar en sueños. Para mi sorpresa, no sueño con Ky en la Loma. Sueño que está sentado en los escalones de mi casa contemplando las hojas del arce mecidas por el viento. Sueño que me lleva a un comedor privado y aparta la silla para que me siente, acercándose tanto a mí que incluso las falsas velas parpadean ante su presencia. Sueño que estamos cavando en la tierra de las neorrosas de su patio y que me enseña a utilizar su reliquia. Todo lo que sueño es sencillo, corriente y cotidiano.
Por eso sé que son sueños. Porque las cosas sencillas, corrientes y cotidianas son las que no podremos tener jamás.
—¿Cómo? —le pregunto al día siguiente en la Loma una vez que nos hemos adentrado lo bastante en el bosque como para que nadie nos oiga—. ¿Cómo es posible que creamos que esto puede salir bien? ¡La funcionaria amenazó con mandarte otra vez a las provincias exteriores, Ky!
Tarda un momento en responder y tengo la sensación de haber gritado cuando, en realidad, he hablado tan bajo como he podido. Cuando pasamos junto al hito del último día, me mira a los ojos y juro que vuelvo a notar su beso. Pero, esta vez, lo noto en los labios.
—¿Sabes qué es el dilema del prisionero? —pregunta.
—Claro. —¿Se está burlando de mí?—. Es a lo que jugasteis Xander y tú. Todos hemos jugado a eso.
—No, el juego no. La Sociedad lo ha cambiado. Me refiero a la teoría en la que se basa.
No sé de qué habla.
—Creo que no.
—Si dos personas son cómplices en un delito, las cogen y luego las separan para interrogarlas, ¿qué pasa?
Sigo perdida.
—No lo sé. ¿Qué pasa?
—Ése es el dilema. ¿Se acusan la una a la otra con la esperanza de llegar a un acuerdo con los funcionarios? ¿Se niegan a decir nada que delataría a su cómplice? La mejor táctica es que ninguna diga nada. Así se protegen.
Nos hemos detenido cerca de unos cuantos árboles caídos.
—Se protegen —digo.
Ky asiente.
—Pero eso no pasa nunca.
—¿Por qué?
—Porque un prisionero casi siempre termina delatando al otro. Casi siempre termina diciendo lo que sabe para que le reduzcan la pena.
Creo que sé lo que me está pidiendo. Cada vez interpreto mejor su mirada, cada vez sé mejor lo que piensa. Quizá se deba a que conozco su historia, a que por fin sé más cosas de él. Le doy una tela roja; ninguno de los dos intenta ya que nuestros dedos no se toquen, se junten, se queden pegados antes de separarse.
Ky continúa:
—Pero, en la situación ideal, ninguno diría nada.
—¿Y crees que nosotros podemos hacerlo?
—Nunca estaremos seguros —dice acariciándome la cara—. Al fin lo comprendo. Pero confío en ti. Nos protegeremos tanto como podamos durante el máximo tiempo posible.
Lo cual significa que nuestros besos tienen que continuar siendo promesas, promesas conservadas como su primer beso, dulce en mi mejilla. Nuestros labios no se unen. No todavía. Porque, cuando lo hagan, habremos cometido una infracción. Habremos traicionado a la Sociedad. Y también a Xander. Los dos lo sabemos. ¿Cuánto tiempo podemos escamotearles? ¿Escamotearnos? Porque en sus ojos veo que él desea ese beso tanto como yo.
Nuestras vidas tienen otras facetas: muchas horas de trabajo para Ky; clasificar e ir a clase para mí. Pero, cuando piense en esta época de mi vida, sé que no recordaré esos momentos como recuerdo cada detalle de los días pasados con Ky en la Loma.
Salvo un recuerdo de un tenso sábado por la noche en el que Xander me coge de la mano en el cine y Ky actúa como si nada hubiera cambiado. Hay un momento horrible al final cuando las luces se encienden y veo a la funcionaria del espacio verde mirando a su alrededor. Al cruzarse con mi mirada y vernos cogidos de la mano, me sonríe con disimulo y desaparece. Miro a Xander y me atenaza la nostalgia, una nostalgia tan honda y real que aún la siento después, cuando pienso en esa noche. La nostalgia no es por Xander, es por cómo eran las cosas entre nosotros. Sin secretos ni complicaciones.
Pero, de todos modos, aunque me siento culpable con Xander, aunque me preocupo por él, estos días son para Ky y para mí. Para aprender más historias y escribir más letras.
Algunas veces, Ky me pregunta si me acuerdo de cosas.
—¿Te acuerdas del primer día de clase de Bram? —me preguntó un día mientras corríamos por el bosque para compensar el tiempo que nos habíamos pasado escribiendo.
—Pues claro —respondo sin aliento, por la carrera y por pensar en sus manos cogiendo las mías.
Bram quería quedarse en casa y montó una escena en la parada del tren aéreo. Todo el mundo se acuerda. Los niños comienzan la escuela en otoño, después de cumplir seis años. Se supone que es un importante rito de iniciación, una preparación para los banquetes venideros. Al final del primer día, se llevan un pastelito a casa para comérselo después de cenar, junto con un colorido puñado de globos. No sé qué hacía más ilusión a Bram, si el pastel, que comemos en tan raras ocasiones, o los globos, que sólo se reparten el primer día de escuela. Ése también era el día en que le darían su lector y su calígrafo, pero eso no le importaba lo más mínimo.
Cuando fue hora de subir al tren para ir al centro de primera enseñanza, Bram se negó.
—No quiero ir —dijo—. Prefiero quedarme aquí.
Era por la mañana y la estación estaba llena a rebosar de trabajadores y estudiantes. Muchas cabezas se volvieron para observarnos mientras Bram se negaba a subir al tren con mis padres. Mi padre se preocupó, pero mi madre se lo tomó con calma.
—No te preocupes —me susurró—. Los funcionarios de su centro de preenseñanza ya me avisaron de que pasaría esto. Predijeron que este paso le costaría un poco. —Se arrodilló junto a mi hermano y le dijo—: Subamos al tren, Bram. Acuérdate de los globos y del pastel.
—No los quiero.
Y entonces, para sorpresa de todos, mi hermano se puso a llorar. Nunca lloraba, ni siquiera cuando era muy pequeño. Mi madre se derrumbó y lo estrechó entre sus brazos. Bram es el segundo hijo que no creía que fuera a tener. Después de concebirme a mí rápida y fácilmente, tardó años en volver a quedarse encinta y mi hermano nació semanas antes de que ella cumpliera treinta y un años, la edad límite para tener hijos. Todos nos sentimos afortunados de tener a Bram; especialmente, mi madre.
Yo sabía que si mi hermano seguía llorando, tendríamos problemas. Por aquel entonces, en cada calle vivía un funcionario cuya misión consistía en vigilar por si surgían problemas.
De manera que dije a Bram:
—Tú te lo pierdes. Ni lector ni calígrafo. Nunca sabrás escribir. Nunca sabrás leer.
—¡Eso no es verdad! —gritó él—. Puedo aprender.
—¿Cómo? —pregunté.
Él entornó los ojos, pero al menos dejó de llorar.
—Me da igual si no sé leer o escribir.
—Vale —dije, y con el rabillo del ojo vi que alguien llamaba a la puerta de la casa contigua a la parada del tren donde vivía el funcionario. «No. Bram ya tiene demasiadas citaciones de su centro de preenseñanza.»
El tren se detuvo, y en ese momento supe lo que tenía que hacer. Cogí la cartera de Bram y se la di.
—Tú decides —dije mirándolo a los ojos sosteniéndole la mirada—. Puedes hacerte mayor o seguir siendo un crío.
Bram pareció ofendido. Le puse la cartera en los brazos y le susurré al oído:
—Sé una forma de jugar con el calígrafo.
—Ah, ¿sí?
Asentí.
A Bram se le iluminó la cara. Cogió la cartera y cruzó las puertas del tren aéreo sin mirar atrás. Mis padres y yo subimos detrás de él y mi madre me abrazó cuando estuvimos a bordo.
—Gracias —dijo.
Por supuesto, en el calígrafo no había ningún juego. Tuve que inventarme unos cuantos, pero por algo soy una clasificadora nata. Bram tardó meses en descubrir que ninguno de los otros niños tenía hermanos mayores que ocultaban series de números y dibujos en pantallas llenas de letras y luego cronometraban el tiempo que tardaban en encontrarlos todos.
Por eso supe mucho antes que nadie que Bram nunca sería un buen clasificador. Pero, aun así, inventé niveles y récords y, durante aquellos meses, dediqué casi todo mi tiempo libre a inventar juegos que creía que le gustarían. E incluso cuando lo descubrió, no se enfadó. Nos habíamos divertido demasiado y, a fin de cuentas, yo no le había mentido: efectivamente, sabía un modo de jugar con el calígrafo.
—Ese fue el día —dice Ky deteniéndose.
—¿Qué?
—El día que te vi de verdad.
—¿Por qué? —pregunto un poco ofendida—. ¿Porque viste que seguía las reglas? ¿Que obligaba a mi hermano a seguirlas?
—No —responde él, como si fuera evidente—. Porque vi cuánto querías a tu hermano y porque vi que eras lo bastante inteligente como para ayudarlo. —Me sonríe—. Ya te había visto, pero ese día te vi de verdad.
—Oh —digo.
—¿Qué hay de mí? —pregunta.
—¿A qué te refieres?
—¿Cuándo me viste de verdad?
Por alguna razón, no se lo puedo decir. No puedo decirle que fue ver su cara en la pantalla al día siguiente de mi banquete, el error, lo que me llevó a verlo de otra forma. No puedo decirle que no lo vi hasta que me ordenaron que mirara.
—En la cima de la primera colina —digo en cambio, deseando no haber tenido que decirle esta mentira, cuando él sabe más de mi verdad que ninguna otra persona de este mundo.
Esta noche me percato de que Ky no me ha dado ningún otro retazo de su historia y de que yo no se lo he pedido. Quizá sea porque ahora vivo en su historia. Ahora formo tan parte de ella como él de la mía y, a veces, la parte que escribimos juntos me parece la única que importa.
Pero, aun así, la pregunta sigue obsesionándome: «¿Qué pasó cuando los funcionarios se lo llevaron y el sol estaba rojo y próximo al horizonte?».