La mañana siguiente me despierta un chillido tan agudo y penetrante que me levanto de un salto, arrancándome los identificadores de sueños.
—¡Bram! —grito.
No está en su cuarto. Corro a la habitación de mis padres. Mi madre regresó de su viaje anoche; espero encontrarlos a los dos. Pero su dormitorio también está vacío y es evidente que han salido a toda prisa; veo sábanas arrugadas y una manta en el suelo. Retrocedo. Hacía mucho tiempo que no veía su cama deshecha y, pese al miedo que siento, la intimidad de su desordenada ropa de cama me llama la atención.
—¿Cassia? —Es la voz de mi madre.
—¿Dónde estás? —grito aterrada volviéndome.
Mi madre corre a mi encuentro por el pasillo, todavía en pijama. Sus largos cabellos rubios le ondean por detrás y casi me parece de otro mundo hasta que me estrecha entre sus brazos, fuertes y reales.
—¿Qué ha pasado? —pregunta—. ¿Estás bien?
—Los gritos —digo mirando alrededor para ver de dónde proceden.
Justo en ese momento, otro sonido se suma a los gritos: el chirrido del metal al penetrar en la madera.
—No son gritos —se lamenta mi madre—. Lo que oyes son sierras. Están talando los arces.
Corro al porche, donde me encuentro con Bram y mi padre. Hay más familias fuera de sus casas, muchas de ellas todavía en pijama como nosotros. Esta muestra de intimidad es tan sorprendente y excepcional que me quedo desconcertada. No recuerdo haber visto a mis vecinos vestidos así en ningún otro momento.
O quizá sí. La vez en que Patrick Markham salió a la calle y estuvo paseándose en pijama después de que muriera su hijo hasta que el padre de Xander lo encontró y lo condujo a su casa.
La sierra penetra en el tronco de nuestro arce, lo atraviesa tan rápida y limpiamente que, al principio, creo que no ha sucedido nada aparte del chirrido. Por un instante, el árbol parece ileso, pero está muerto, pese a seguir en pie. Luego se cae.
—¿Por qué? —pregunto a mi madre.
Al ver que no responde enseguida, mi padre la rodea con el brazo y me lo explica.
—Los arces se han convertido en un problema. Las hojas lo ensucian todo en otoño. No están creciendo de forma uniforme. Por ejemplo, el nuestro ha crecido demasiado. El de Em, demasiado poco. Y algunos tienen enfermedades, así que no queda más remedio que talarlos todos.
Miro nuestro arce, sus hojas que aún quieren alcanzar el sol, que aún trabajan para convertir la luz en alimento. Todavía no saben que están muertas. Nuestro patio parece un lugar distinto sin el majestuoso árbol que se alzaba delante de nuestra casa. Todo parece más pequeño.
Miro la casa de Em. Su patio, en cambio, apenas ha cambiado ahora que ha desaparecido su patético y esmirriado arce. Nunca fue nada más que un simple arbolillo endeble con unas pocas hojas en la copa.
—Para Em no será tan triste —digo—. Apenas notará la pérdida de su arce.
—Esto es triste para todos —afirma mi madre con contundencia.
Anoche, desvelada, me agazapé cerca de la pared para oír de lo que hablaba con mi padre. Susurraron tan bajito que no distinguí ni una sola palabra, pero por el tono de su voz me pareció cansada y triste. Al final, me di por vencida y volví a acostarme. Ahora parece enfadada, cruzada de brazos en el porche.
Los trabajadores ya se han ido con sus sierras a la casa siguiente ahora que nuestro árbol está talado. Ésa ha sido la parte fácil. Arrancar las raíces será la difícil.
Mi padre abraza a mi madre. Él no es un amante de los árboles como ella; pero la comprende, porque también muchas cosas que le apasionan han sido destruidas. Mi madre es una amante de las plantas; mi padre un apasionado de la historia de las cosas. Ellos se quieren.
Y yo los quiero a los dos.
Si cometo una infracción, no sólo perjudicaré a Ky, a Xander y a mí. También perjudicaré a todas las personas que quiero.
—Es una advertencia —dice mi madre para sus adentros.
—¡Yo no he hecho nada! —exclama Bram—. ¡Llevo semanas sin llegar tarde a clase!
—La advertencia no es para ti —aclara mi madre—. Es para otra persona.
Mi padre le pasa la mano por la espalda y, por su forma de mirarla, parece que estén los dos solos.
—Molly, te prometo que no he…
Y, al mismo tiempo, yo abro la boca para decir algo, no sé muy bien qué, algo acerca de lo que he hecho y de que todo es culpa mía. Pero, antes de que mi padre termine de hablar y yo empiece, lo hace mi madre.
—Es una advertencia para mí.
Se da la vuelta y entra en casa pasándose la mano por los ojos. Mientras la veo alejarse, la culpa me cercena como la sierra ha cortado el arce.
No creo que la advertencia sea para mi madre.
Si es cierto que los funcionarios ven mis sueños, deberían estar contentos con lo que soñé anoche. Quemé la última parte de la historia de Ky en el incinerador, pero, después, seguí pensando en lo que representaba, en lo que quería contarme: el sol estaba rojo y próximo al horizonte cuando los funcionarios fueron a apresarlo.
En sueños, vi innumerables escenas de Ky rodeado de funcionarios vestidos de blanco, con un cielo rojo a sus espaldas y los últimos rayos de sol en el horizonte. No sé si amanecía o anochecía; no tenía ningún sentido de la orientación en el sueño. En cada escena, Ky no mostraba ningún miedo. Las manos no le temblaban: su expresión permanecía serena. Pero yo sabía que tenía miedo y, cuando la roja luz del sol le iluminaba el rostro, parecía sangre.
No quiero ver esta escena reproducida en la vida real. Pero tengo que saber más. ¿Cómo se libró la última vez? ¿Qué sucedió?
Me debato entre estos dos deseos: el deseo de protegerme y el deseo de saber. No sé cuál de los dos vencerá.
Mi madre apenas habla cuando realizamos juntas el trayecto en tren hasta el arboreto. Me mira y sonríe de vez en cuando, pero se nota que está absorta en sus pensamientos. Cuando le hago preguntas sobre su viaje, tarda en responder y termino callándome.
Ky ha cogido el mismo tren aéreo que yo y nos encaminamos juntos a la Loma. Intento ser cordial pero reservada, como era antes con él, aunque quiero tocarle otra vez la mano, mirarle a los ojos y preguntarle por su historia. Por lo que sucedió luego.
Sólo hacen falta unos segundos en el bosque para que pierda el control y se lo pregunte. Le pongo la mano en el brazo mientras nos dirigimos al lugar donde pusimos las últimas señales. Cuando lo toco, él me sonríe y eso me emociona tanto que me cuesta retirar la mano, resignarme. No sé si puedo hacer esto, pese a desear protegerlo incluso más de lo que lo deseo a él.
—Ky, una funcionaria se puso en contacto conmigo ayer. Sabe lo nuestro. Saben lo nuestro.
Ky asiente.
—Por supuesto que lo saben.
—¿Hablaron también contigo?
—Sí.
Para alguien que se ha pasado la vida evitando llamar la atención de los funcionarios, parece increíblemente tranquilo. Sus ojos tienen la misma mirada profunda de siempre, pero transmiten una calma que yo desconocía.
—¿No estás preocupado?
En vez de responder, Ky se mete la mano en el bolsillo de la camisa y saca un papel. Me lo da. Es distinto al papel marrón de las servilletas y envoltorios que ha estado utilizando: más blanco y suave. La letra no es suya. Está impresa por algún tipo de terminal o calígrafo, pero no es corriente.
—¿Qué es? —pregunto.
—Un regalo de cumpleaños atrasado para ti. Un poema.
Se me desencaja la mandíbula. ¿Un poema? ¿Cómo? Y Ky se apresura a tranquilizarme.
—No te preocupes. Destruiremos el papel enseguida para no meternos en líos. No nos costará mucho memorizarlo.
Su cara resplandece de felicidad y, de pronto, me percato de que, con esta expresión franca y alegre, se parece un poco a Xander. Y recuerdo las caras sucediéndose en la pantalla del terminal al día siguiente de mi emparejamiento, cuando vi a Xander y luego a Ky. Pero ahora sólo veo a Ky. Sólo a Ky y a nadie más.
¡Un poema!
—¿Lo has escrito tú?
—No —responde—, pero es del mismo autor que escribió el otro poema. «No entres dócil.»
—¿Cómo? —pregunto. No había más poemas de Dylan Thomas en el terminal de la biblioteca.
Ky niega con la cabeza, eludiendo la pregunta.
—No está completo. Sólo he podido pagar parte de una estrofa. —Antes de que pueda preguntarle qué ha dado a cambio del poema, se aclara la garganta con cierto nerviosismo y se mira las manos—. Me ha gustado porque menciona un cumpleaños y porque me recuerda a ti. Cómo me sentí la primera vez que te vi en la piscina, dentro del agua. —Parece confundido y percibo cierta tristeza en su cara—. ¿No te gusta?
Miro el papel blanco, pero las lágrimas me empañan tanto la vista que no puedo leerlo.
—Ten —digo devolviéndole el poema—. ¿Me lo lees tú?
Me doy la vuelta y echo a andar entre los árboles prácticamente a trompicones, tan cegada estoy por la belleza de esta sorpresa, tan abrumada por su posibilidad y su imposibilidad.
Oigo la voz de Ky detrás de mí. Me detengo a escuchar.
Mi cumpleaños se inició con los pájaros del agua
y con los pájaros de árboles alados que llevaban
en vuelo mi nombre
sobre las granjas y los blancos caballos
y me levanté en el otoño lluvioso
y eché a andar bajo el aguacero de todos mis días.
Me pongo otra vez a andar, sin preocuparme por los hitos, las telas ni nada que pueda frenar mi avance. No tengo cuidado y molesto a un grupo de pájaros, que alzan el vuelo y se alejan en el cielo, huyendo de nosotros. Blanco sobre azul, como los colores del ayuntamiento. Como los colores de los ángeles.
—Están llevando tu nombre en vuelo —dice Ky detrás de mí.
Me doy la vuelta y lo veo inmóvil en el bosque, con el poema blanco en la mano.
Los chillidos de los pájaros se alejan con ellos. En el silencio que sigue a su huida, no sé quién se mueve primero, si Ky o yo, pero pronto estamos juntos, cerca pero sin tocarnos, respirando agitadamente pero sin besarnos.
Ky se inclina hacia mí sin dejar de mirarme, tanto que oigo la débil crepitación del poema cuando se mueve.
Cierro los ojos y sus cálidos labios me acarician la mejilla. Pienso en las semillas de álamo de Virginia rozándome al caer aquel día en el tren aéreo. Sedosas, livianas, cargadas de promesas.