Capítulo 22

Unos días después, estoy en clase de lectura y escritura, observando a la instructora mientras insiste en la importancia de escribir mensajes sucintos cuando nos comunicamos por los terminales. En ese momento, como si quisiera ilustrar su argumento, llega un mensaje con esas características por el terminal del aula.

—Cassia Reyes. Procesal. Infracción. Un funcionario irá a buscarte en breve.

Todos me miran. El aula se queda en silencio: los alumnos dejan de escribir en sus calígrafos; sus dedos se quedan inmóviles. Incluso la instructora se permite expresar sorpresa; no intenta seguir dando la clase. Hace mucho tiempo que nadie cometía una infracción. Sobre todo, una anunciada públicamente.

Me levanto.

En cierto sentido, estoy preparada para esto. Lo esperaba. Nadie puede infringir tantas normas como yo sin que lo pillen, de algún modo, en algún momento.

Recojo el lector y el calígrafo y los meto en mi bolsa junto al pastillero. De pronto, me parece muy importante estar preparada para la funcionaria. Porque no tengo la menor duda de quién va a ser. La primera, la del espacio verde próximo al centro recreativo, la que me dijo que todo iría bien y nada cambiaría con respecto a mi emparejamiento.

¿Me mintió? ¿O dijo la verdad y mis actos han convertido sus palabras en mentiras?

Cuando salgo del aula, la profesora se despide de mí con un movimiento de cabeza, un gesto sencillo que yo le agradezco.

El pasillo vacío es largo y tiene el suelo recién encerado, otro lugar más por el que no puedo correr.

No espero a que vengan a buscarme. Echo a andar, pisando con precisión, teniendo mucho cuidado de no resbalar, de no caerme, de no correr mientras me vigilan.

Ella está en el espacio verde próximo al centro de segunda enseñanza. Tengo que atravesar el césped para sentarme en el banco bajo su atenta mirada. Ella aguarda. Yo camino.

No se levanta para saludarme. Cuando llego, no me siento. Hay mucha luz y el blanco de su uniforme y el metal del banco, ambos deslumbrantes, nítidos, perfilados bajo el sol, me obligan a entornar los ojos.

Me pregunto si ella y yo vemos las cosas de distinta manera ahora que ya no sólo vemos lo que deseamos ver.

—Hola, Cassia —dice.

—Hola.

—Últimamente, tu nombre se ha mencionado en varios ministerios de la Sociedad. —Me indica que tome asiento—. ¿Por qué crees que es?

«Podría ser por muchas razones —pienso—. ¿Por dónde empiezo? He escondido reliquias, he leído poemas robados, he aprendido a escribir. Me he enamorado de alguien que no debo y se lo estoy ocultando a mi pareja.»

—No estoy segura —respondo.

Ella se ríe.

—Oh, Cassia. Fuiste muy sincera conmigo la última vez que hablamos. Debería haber sabido que eso podía cambiar. —Señala el banco para que me siente a su lado.

Obedezco. Tenemos el sol casi encima y la luz es poco favorecedora. Su tez empapada de sudor tiene un aspecto apergaminado. Sus contornos parecen difuminados, su uniforme y su insignia pequeños, menos poderosos que la última vez que hablamos. Me digo esto para no caer presa del pánico, para no revelar nada ni delatar a Ky.

—No seas tan modesta —dice—. Seguro que sabes lo bien que hiciste el examen.

«Gracias a Dios. ¿Ha venido por eso? Pero ¿y la infracción?»

—Has sacado la mejor nota del año. Naturalmente, todos se están peleando para que trabajes en su ministerio. En el Ministerio de Emparejamientos siempre buscamos buenos clasificadores.

Me sonríe. Como la última vez, eso me alivia y me reconforta, me tranquiliza con respecto a mi lugar en la Sociedad. ¿Por qué la odiaré tanto?

Lo sé al cabo de un momento.

—Por supuesto —continúa en un tono que parece apesadumbrado—, he tenido que decir a los funcionarios examinadores que, a menos que observemos un cambio en algunas de tus relaciones personales, no somos partidarios de contratarte. Y he tenido que mencionarles que es posible que tampoco seas apta para otros empleos relacionados con la clasificación si sigues así.

No me mira mientras habla; observa la fuente construida en el centro del espacio verde, que, advierto de pronto, se ha quedado sin agua. Cuando se vuelve hacia mí, el corazón se me acelera y noto el pulso latiéndome en las yemas de los dedos.

Lo sabe. Una parte, al menos, si no todo.

—Cassia —dice en un tono amable—, los adolescentes sois apasionados, rebeldes. Es parte del proceso de maduración. De hecho, cuando consulté tus datos, estaba previsto que tuvieras algunos sentimientos de esta índole.

—No sé de qué me habla.

—Claro que lo sabes, Cassia. Pero no es nada preocupante. Puede que ahora sientas algo por Ky Markham, pero cuando tengas veintiún años, la probabilidad de que todo haya terminado es del noventa y cinco por ciento.

—Ky y yo somos amigos. Formamos pareja en las excursiones.

—¿Pensabas que esto no pasaba? —pregunta aparentemente divertida—. Casi el setenta y ocho por ciento de los adolescentes emparejados tienen algún tipo de aventura amorosa. Y la mayoría de las aventuras ocurren durante el año siguiente a su emparejamiento. No es ninguna novedad.

Odio especialmente a los funcionarios cuando actúan como si lo supieran todo, como si supieran todo de mí, cuando, en realidad, no saben nada. Sólo han visto mis datos en una pantalla.

—Por lo general, en estas situaciones nos limitamos a sonreír y a dejar que las cosas se resuelvan solas. Pero, en tu caso, hay más en juego porque Ky es un aberrante. Tener una aventura amorosa con un ciudadano de buena reputación es una cosa. Vuestro caso es distinto. Si esto continúa, podrían declararte aberrante. Ky Markham, por supuesto, podría tener que volver a las provincias exteriores. —Se me hiela la sangre. Pero todavía no ha terminado conmigo. Se humedece los labios, que están tan secos como la fuente—. ¿Lo entiendes?

—No puedo dejar de hablar con él. Formamos pareja en las excursiones. Vivimos en el mismo distrito…

Me interrumpe.

—Claro que puedes hablar con él, pero hay límites que no deberíais cruzar. Besaros, por ejemplo. —Me sonríe—. No te gustaría que Xander se enterara de esto, ¿verdad? No quieres perderlo, ¿no?

Estoy enfadada y se me nota en la cara. Y lo que dice es cierto. No quiero perder a Xander.

—Cassia, ¿lamentas tu decisión de tener pareja? ¿Preferirías haberte quedado soltera?

—No es eso.

—Pues ¿qué es?

—Creo que las personas deberían poder elegir a su pareja —respondo sin convicción.

—¿Adonde conduciría eso, Cassia? —pregunta en un tono paciente—. Luego dirías que las personas deberían poder elegir cuántos hijos tienen y dónde quieren vivir. O cuándo quieren morir.

Me quedo callada, pero no porque esté de acuerdo. Estoy pensando en mi abuelo. «No entres dócil en esa buena noche.»

—¿Qué infracción he cometido? —pregunto.

—¿Disculpa?

—Cuando ha interrumpido la clase, el mensaje del terminal decía que he cometido una infracción.

La funcionaria se ríe. Su risa parece relajada y cálida, lo cual me produce un frío hormigueo en el cuero cabelludo.

—Ah, ha sido un error. Otro más, por lo visto. Parece que todos te tocan siempre a ti. —Se acerca más—. No has cometido ninguna infracción, Cassia. De momento.

Se levanta mientras me quedo mirando la fuente seca, ordenando mentalmente al agua que vuelva a manar.

—Esto es una advertencia, Cassia. ¿Comprendes?

—Comprendo —respondo.

Mis palabras no son del todo mentira. La comprendo, en cierta medida. Sé por qué tiene que intentar que todo siga como está y una parte de mí lo respeta. Eso es lo que más detesto.

Cuando por fin la miro, tiene cara de satisfacción. Sabe que ha vencido. Ve en mis ojos que no me arriesgaré a empeorar la situación de Ky.

—Hay un paquete para ti —me informa ilusionado Bram cuando llego a casa—. Lo ha traído un hombre. Debe de ser algo bueno. He tenido que introducir mi huella dactilar en su terminal portátil cuando lo he aceptado.

Me sigue a la cocina, donde hay un paquetito en la mesa. Al ver el tosco papel marrón que lo envuelve, pienso en cuánta parte de su historia podría escribir Ky en esas páginas. Pero ya no puede seguir haciéndolo. Es demasiado peligroso.

De todos modos, no puedo evitar abrir el paquete con cuidado. Lo desenvuelvo sin romper el papel, tomándome mi tiempo, lo cual casi exaspera a Bram.

—¡Vamos! ¡Date prisa! —No envían paquetes todos los días.

Cuando por fin vemos lo que contiene, suspiramos. El suspiro de mi hermano es de decepción y el mío expresa otra emoción que no sé definir con exactitud. ¿Anhelo? ¿Nostalgia?

Es un retal del vestido que llevé en mi banquete. Siguiendo la tradición, han prensado la seda entre dos cristales transparentes y les han colocado un marco plateado. Tanto el cristal como la tela reflejan la luz, lo cual me ciega de forma momentánea y me recuerda el espejo de la polvera que ya no tengo. Miro la seda, intentando acordarme de la noche de mi banquete, en la que todos íbamos vestidos de rosa, rojo, dorado, verde, violeta y azul.

Mi hermano refunfuña.

—¿No es más que eso? ¿Un trozo de tu vestido?

—¿Qué pensabas, Bram? —pregunto, sorprendida por la acritud de mi tono—. ¿Pensabas que nos devolverían nuestras reliquias? ¿Pensabas que sería tu reloj? Pues no lo es. No van a devolvernos nada. Ni la polvera. Ni el reloj. Ni al abuelo.

Mi hermano me mira con cara de sorpresa y dolor y, antes de que yo pueda decir nada, sale de la cocina.

—¡Bram! —le grito—. ¡Bram!

Oigo cerrarse la puerta de su habitación.

Cojo la caja del retal enmarcado. Al hacerlo, advierto que tiene el tamaño justo para que quepa un reloj. Mi hermano ha abrigado esperanzas y yo me he reído de él.

Quiero coger este retal y llevármelo al centro del espacio verde. Me quedaré junto a la fuente sin agua y esperaré a que la funcionaria me encuentre. Y cuando lo haga y me pregunte qué hago, les diré a ella y a todos los demás que sé que nos están dando pedacitos de la vida real en vez de la vida entera. Y le diré que no quiero que mi vida sea a base de muestras y retales. Una degustación de todo pero un banquete de nada.

Han perfeccionado el arte de darnos la libertad justa; la libertad justa para que, cuando estemos a punto de estallar, nos den un hueso y nosotros nos pongamos panza arriba, a gusto y apaciguados como un perro que vi una vez cuando visitamos a mis abuelos en los territorios agrarios. Han tenido décadas para perfeccionar esto: ¿por qué me sorprendo cuando da resultado conmigo una vez, y otra, y otra?

Aunque me avergüenzo de mí, acepto el hueso. Lo mordisqueo. Ky no debe correr peligro. Eso es lo que importa.

No me tomo la pastilla verde; todavía soy más fuerte que ellos. Pero no tanto como para quemar el último retazo de la historia de Ky sin leerlo, el retazo que me ha puesto en la mano mientras bajábamos de la Loma. «No habrá más después de éste —me digo—. Sólo éste y ninguno más.»

Este dibujo es el primero en color. Un sol rojo, próximo al horizonte, de nuevo pintado en el doblez de la servilleta para que sea parte de ambos chicos, de ambas vidas. El Ky más joven ya no coge las palabras «padre» y «madre»; ambas han desaparecido del dibujo. Olvidadas, o abandonadas, o siendo tan parte de él que ya no le hace falta escribirlas. Mira al Ky mayor, alarga la mano hacia él.

Pesaban demasiado

así que las dejé atrás

por una vida nueva, en un lugar nuevo

pero nadie ha olvidado quién fui

yo no lo he hecho

ni tampoco las personas que vigilan

llevan años vigilándome

me vigilan ahora

El Ky mayor, el actual, tiene las manos esposadas y está flanqueado por dos funcionarios. También se ha pintado las manos de rojo: no sé si quiere representar el aspecto que tienen después del trabajo o si quiere expresar otra cosa. La sangre de sus padres todavía en sus manos, después de tantos años, aunque no los mató él.

Los funcionarios también tienen las manos rojas. Y en las facciones esbozadas con unas cuantas líneas de trazo seguro reconozco a una.

Mi funcionaria. También lo ha visitado a él.