Al día siguiente, me cuesta concentrarme en mis clasificaciones. Los domingos son para trabajar; no hay actividades de ocio, de manera que no veré a Ky hasta el lunes. Hasta entonces, no podré hablar de su historia con él; no podré decirle: «Siento lo de tus padres». Ya dije esas palabras cuando Ky vino a vivir con los Markham y todos le dimos la bienvenida y lo acompañamos en el sentimiento.
Pero es distinto ahora que sé lo que sucedió. Antes, sabía que habían muerto, pero no sabía cómo. No sabía que él lo vio mientras miraba con impotencia. Quemar la servilleta que contenía esa parte de su historia es una de las cosas más difíciles que he hecho nunca. Como los libros de la vieja biblioteca, como el poema de mi abuelo, la historia de Ky, pedazo a pedazo, se está convirtiendo en polvo y cenizas.
Salvo que él la recuerda, y ahora también lo hago yo.
Un mensaje de Norah en mi pantalla interrumpe mi clasificación. «Por favor, preséntate en el puesto de supervisión.» Alzo la cabeza para mirarla y me levanto sorprendida.
Los funcionarios han regresado.
Me observan mientras paso entre los puestos de otros empleados y me parece percibir aprobación en sus ojos. Siento alivio.
—Enhorabuena —me dice el funcionario de pelo cano cuando llego—. Has sacado muy buena nota en el examen.
—Gracias —digo, como siempre hago con los funcionarios. Pero esta vez soy sincera.
—La fase siguiente será una clasificación aplicada a la vida real —me explica—. Un día de éstos, vendremos a buscarte y te acompañaremos al lugar donde realizarás el examen.
Afirmo con la cabeza. También sabía esto. Te llevan a clasificar algo real —datos auténticos, como noticias, o personas de carne y hueso, o un subconjunto de un curso escolar— para determinar si eres capaz de aplicar tus conocimientos al mundo real. Si lo eres, pasas a la siguiente fase, que es probablemente tu puesto de trabajo definitivo.
Esto va muy aprisa. De hecho, últimamente todo parece acelerarse: la precipitada requisa de las reliquias, el repentino viaje de mi madre y ahora esto: cada vez más alumnos que dejamos antes la escuela.
Los funcionarios esperan a que reaccione.
—Gracias —digo.
Por la tarde, mi madre recibe un mensaje en el trabajo: «Váyase a casa y haga las maletas». La necesitan para otro viaje que puede ser incluso más largo que el anterior. Sé que a mi padre no le gusta la idea; ni a Bram. Ni, de hecho, tampoco a mí.
Me siento en la cama y la observo mientras hace el equipaje. Dobla dos mudas de ropa de diario. Dobla su pijama, su ropa interior, sus calcetines. Abre su pastillero y cuenta las pastillas.
Le falta una, la verde. Me mira y yo disimulo.
Deduzco que estos viajes quizá sean más duros de lo que parecen y me percato de que, al ver la pastilla que falta, no he presenciado un ejemplo de su debilidad, sino de su fortaleza. Lo que tiene entre manos es tan difícil que la ha obligado a tomarse la pastilla verde, de manera que también debe de resultarle difícil contenerse, no contárnoslo. Pero ella es fuerte y sabe guardar los secretos, porque así nos protege.
—¿Cassia? ¿Molly?
Mi padre entra en la habitación y yo me levanto para salir. Me acerco rápidamente a mi madre para abrazarla. Cuando me separo, nos miramos a los ojos y le sonrío. Quiero que sepa que no me avergüenzo de ella. Sé cuánto cuesta guardar un secreto. Puede que sea una clasificadora como mi padre y mi abuelo, pero también soy hija de mi madre.
El lunes por la mañana, Ky y yo nos adentramos en la espesura y encontramos el lugar donde terminamos la última vez. Comenzamos a poner señales rojas otra vez. Ojalá fuera igual de fácil empezar donde lo dejamos en otros aspectos. Al principio, vacilo, no queriendo perturbar la paz de este bosque con los horrores de las provincias exteriores, pero ha sufrido solo durante tanto tiempo que no soporto hacerle esperar ni un minuto más.
—Ky, lo siento mucho. Siento que ya no estén.
Él no dice nada y se agacha para atar una tela roja a un arbusto especialmente espinoso. Le tiemblan un poco las manos. Sé lo que significa esta breve pérdida del control para alguien como Ky y quiero consolarlo. Le pongo la mano en la espalda con suavidad y dulzura, sólo para que sepa que lo apoyo. Cuando mi mano toca su camisa, se vuelve con rapidez y yo me aparto al ver el dolor de sus ojos. Su mirada me ruega que no diga más. Es suficiente con que lo sepa. Podría ser excesivo.
—¿Quién es Sísifo? —pregunto intentando pensar en algo que lo distraiga—. Lo mencionaste cuando el instructor nos dijo que iríamos a la Loma.
—Alguien cuya historia se cuenta desde hace mucho tiempo. —Ky se levanta y echa de nuevo a andar. Se nota que hoy necesita estar en movimiento—. Era una de las historias que más le gustaba explicar a mi padre. Creo que quería ser como Sísifo, porque Sísifo era astuto y sigiloso y siempre causaba problemas a la Sociedad y a los funcionarios.
Es la primera vez que Ky habla de su padre. Su voz carece de emoción; por su tono, no logro saber qué siente por el hombre que murió hace años, el hombre cuyo nombre asía en la mano en su dibujo.
—Cuentan que Sísifo pidió una vez a un funcionario que le enseñara a disparar un arma y terminó apuntándolo con ella.
Mi asombro debe de ser patente, pero Ky parece haber anticipado mi sorpresa. Su mirada es amable cuando prosigue.
—Es una vieja historia, de la época en la que los funcionarios llevaban armas. Hoy ya no las usan.
Lo que no dice, porque los dos lo sabemos, es que ahora no necesitan llevarlas. La amenaza de la reclasificación basta para mantenernos a todos a raya.
Ky se da la vuelta y echa a andar. Lo observo moverse, con los músculos de la espalda a pocos centímetros de mí; lo sigo de cerca para pasar entre las ramas que aparta para mí. Por un instante, el olor del bosque parece ser simplemente su olor. Me pregunto a qué huele la salvia, su aroma preferido en su antigua vida. Espero que el olor de este bosque sea ahora su favorito. Yo sé que es el mío.
—La Sociedad decidió que necesitaba imponer un castigo a Sísifo, uno especial, por atreverse a pensar que podía ser tan listo como uno de ellos, cuando no era ni funcionario, ni tan siquiera ciudadano. No era nada. Un aberrante de las provincias exteriores.
—¿Qué le hicieron?
—Le dieron un trabajo. Tenía que empujar una piedra, una piedra enorme, hasta la cima de una montaña.
—No parece tan horrible. —Hay alivio en mi voz.
Si la historia termina bien para Sísifo, quizá también para Ky.
—No era tan fácil como parece. Cuando estaba a punto de llegar arriba, la piedra volvía a rodar hasta el pie de la montaña y él tenía que volver a empezar. Eso ocurrió todas las veces. Jamás consiguió subir la piedra hasta arriba. Se pasó la vida empujando.
—Comprendo —digo, percatándome de por qué nuestras excursiones por la primera colina le recordaban a Sísifo. Todos los días hacíamos lo mismo: subir y volver a bajar—. Pero nosotros llegábamos a la cima.
—Pero no nos dejaban quedarnos mucho rato —señala Ky.
—¿Sísifo era de tu provincia?
Me interrumpo, creyendo haber oído el silbato del instructor, pero sólo es el chillido de un pájaro entre el follaje.
—No lo sé. No sé si es un personaje real —responde Ky—. Si existió alguna vez.
—Entonces ¿por qué contar su historia?
No lo entiendo y, por un instante, me siento traicionada. ¿Por qué me ha hablado Ky de una persona despertando mi compasión si no hay pruebas de su existencia?
Ky se detiene un momento antes de responder, con los ojos grandes y profundos como los mares de otras historias o como el cielo de la suya.
—Aunque él no viviera su historia, muchos de nosotros hemos tenido vidas como ésa. Así que es cierta de todos modos.
Pienso en lo que ha dicho mientras echamos de nuevo a andar a buen paso, atando telas y ayudándonos uno a otro en los tramos más enmarañados. Percibo un olor que ya conozco: el olor a materia en descomposición, pero no huele a podrido. Casi huele bien, a plantas que retornan a la tierra, a madera que se transforma en polvo.
Pero la Loma podría ocultar algo. Recuerdo las palabras y los dibujos de Ky y sé que ningún lugar es enteramente bueno, ni ningún lugar enteramente malo. He estado pensando en términos absolutos; primero, creía que nuestra Sociedad era perfecta. La noche en que nos requisaron las reliquias, creí que era malvada. Ahora, sencillamente, no sé qué pensar.
Ky trastoca mi concepción del mundo. También me ayuda a ver con claridad. Espero hacer lo mismo por él.
—¿Por qué pierdes adrede? —le pregunto cuando nos detenemos en un pequeño claro.
Se le tensan las facciones.
—Tengo que hacerlo.
—¿Siempre? ¿Nunca te permites pensar en ganar?
—Siempre pienso en ganar —responde.
Sus ojos vuelven a arder cuando parte una rama para que podamos pasar. La arroja, aparta otra y espera a que pase, pero yo me quedo donde estoy, a su lado. Él me mira y hay sombras de hojas en su cara, y también sol. Me está mirando a los labios y me cuesta hablar, aunque sé lo que quiero decir.
—Xander sabe que pierdes aposta.
—Ya lo sé —dice. Una sonrisa le curva las comisuras de la boca, similar a la que me pareció ver anoche—. ¿Alguna otra pregunta?
—Sólo una —respondo—. ¿De qué color son tus ojos?
Quiero saber qué piensa, cómo se ve a sí mismo, cómo ve al verdadero Ky, cuando se atreve a hacerlo.
—Azules —responde, y parece sorprendido— Siempre han sido azules.
—No para mí.
—¿Cómo son para ti? —pregunta desconcertado y divertido. Ya no me mira a la boca, sino a los ojos.
—De muchos colores —respondo—. Al principio, me parecieron castaños. Una vez me parecieron verdes, y otra grises. Aunque casi siempre son azules.
—¿Cómo son ahora? —pregunta.
Los agranda un poco, se acerca más, dejándome sumergirme en ellos durante el tiempo que quiero.
Y hay tanto que ver… Son azules, y negros, y también de otros colores, y yo sé parte de lo que han visto y lo que espero que estén viendo ahora. A mí. Cassia. Lo que siento, lo que soy.
—¿Y bien? —pregunta.
—Todo —respondo—. Lo son todo.
Por un momento, no nos movemos, atrapados por nuestros ojos y las ramas de esta Loma que quizá no terminemos nunca de subir. Soy yo quien se mueve primero. Lo adelanto y me abro camino entre la maraña de hojas y sorteo un arbolillo caído.
Oigo a Ky haciendo lo mismo detrás de mí.
Me estoy enamorando. Estoy enamorada. Y no es de Xander, aunque lo quiero. De eso estoy segura, tanto como del hecho de que siento algo distinto por Ky.
Mientras ato otra tela roja a un árbol y deseo la caída de nuestra Sociedad y sus sistemas, incluido el sistema de emparejamientos, para poder estar con Ky, me doy cuenta de que mi deseo es egoísta. Aunque la caída de nuestra Sociedad mejorara la vida de algunos, empeoraría la de otros. «¿Quién soy yo para intentar cambiar las cosas, para volverme codiciosa y querer más? Si nuestra Sociedad cambia y las cosas son distintas, ¿quién soy yo para decir a la chica que habría disfrutado de la vida segura y protegida que ahora tiene que elija y corra riesgos por mí?»
La respuesta es: no soy nadie. Sólo soy una persona que ha tenido la suerte de pertenecer a la mayoría. Durante toda mi vida, lo he tenido todo a mi favor.
—Cassia —dice Ky. Parte otra rama y se agacha con rapidez para escribir en el suelo del bosque. Tiene que apartar la hojarasca, y una araña sale huyendo—. Mira —añade enseñándome otra letra. La «K».
Agradecida por la distracción, me agacho junto a él. La letra es más difícil y necesito probar varias veces antes de garabatear algo que se le aproxime. Pese a mi práctica con las otras letras, mis manos aún no están habituadas a esto, a escribir si no es en un teclado. Cuando por fin la hago bien y lo miro, descubro que me está sonriendo.
—Ya me sé la «K» —digo también sonriéndole—. Qué raro. Pensaba que íbamos por orden alfabético.
—Sí —corrobora—. Pero la «K» me parece una letra interesante.
—Entonces ¿cuál viene ahora? —pregunto con fingida inocencia—. ¿La «Y» quizá?
—Sí —responde. Ya no sonríe, pero tiene la mirada pícara.
El silbato suena abajo, detrás de nosotros. Al oírlo, me pregunto cómo he podido confundirlo con el chillido de pájaro que he oído antes. El silbato del instructor tiene un sonido metálico y artificial y el chillido ha sido agudo, claro, hermoso.
Suspiro y paso la mano por el suelo, devolviendo las letras a la tierra. Luego cojo una piedra para construir un hito. Ky hace lo mismo. Lo erigimos juntos, piedra a piedra.
Cuando coloco la última piedra, Ky pone su mano sobre la mía. No la retiro. No quiero que el hito se derrumbe. Además, me gusta sentir su mano áspera y cálida sobre la mía, con la fresca y lisa superficie de la piedra debajo. Vuelvo la mano despacio y nuestros dedos se entrelazan.
—No puedo tener pareja —dice Ky fijándose primero en nuestras manos y mirándome después a los ojos—. Soy un aberrante. —Aguarda mi reacción.
—Pero no eres un anómalo —observo intentando quitar importancia a sus palabras, a sabiendas de que es un error; nada de esto puede tomarse a la ligera.
—No aún —dice, pero su tono jocoso parece forzado.
Una cosa es escoger tu condición y otra bien distinta que te la impongan. Siento una soledad honda y desgarradora. ¿Cómo sería estar sola? ¿Saber que no tengo alternativa?
Es entonces cuando me doy cuenta de que no me importan las estadísticas de los funcionarios. Sé que hay muchas personas que son felices y me alegro por ellas. Pero es Ky. Si es el único que se queda en el borde del camino mientras el noventa y nueve por ciento restante es feliz y se realiza, a mí ya no me parece justo. Me doy cuenta de que no me importa el instructor que se pasea por abajo, ni el resto de los excursionistas entre los árboles ni, de hecho, ninguna otra cosa, y es entonces cuando me doy cuenta de lo peligroso que es esto.
—Pero, si pudieras tener pareja —susurro—, ¿cómo crees que sería?
—Como tú —responde él prácticamente antes de que yo termine—. Como tú.
No nos besamos. No hacemos nada salvo esperar y respirar, pero aun así lo sé. Ya no puedo entrar dócil. Ni tan siquiera por mis padres, mi familia.
Ni tan sólo por Xander.