Regreso a casa con Em desde la parada del tren después de ir a clase y clasificar.
Cuando el resto de nuestros compañeros se han adelantado o rezagado, me pone una mano en el brazo.
—Lo siento muchísimo —susurra.
—Em, no te preocupes más por eso. No estoy enfadada. —La miro para que sepa que hablo en serio, pero ella sigue teniendo una expresión triste en los ojos. A lo largo de mi vida he sentido muchas veces que mirarla era como ver otra versión de mí misma, pero ya no me siento así. Últimamente, han cambiado demasiadas cosas. No obstante, continúa siendo mi mejor amiga. Que nos hayamos distanciado no cambia el hecho de que creciéramos juntas; nuestras raíces siempre estarán entrelazadas. Me alegra que así sea—. No hace falta que sigas disculpándote —insisto—. Estoy contenta de habértela prestado. Al menos, pudimos disfrutarla las dos antes de que se la llevaran.
—Sigo sin entenderlo —susurra—. Ya hay muchas exposiciones en el museo. No tiene sentido.
Nunca le había oído decir nada tan rayano en la insubordinación y le sonrío. A lo mejor no somos tan distintas.
—¿Qué hacemos esta noche? —pregunto cambiando de tema.
Parece aliviada de poder hablar de otra cosa.
—He hablado con Xander, quiere ir al centro recreativo. ¿A ti qué te apetece?
Lo que de verdad me apetece es regresar a la cima de la primera colina. La perspectiva de meterme en ese centro mal ventilado y atestado de gente cuando podríamos estar sentados y hablando bajo el limpio cielo nocturno me resulta casi insoportable. Pero puedo hacerlo. Puedo hacer lo que haga falta para que mi vida continúe siendo normal. Tengo palabras de Ky que leer. Y, quizá, con un poco de suerte, lo vea esta noche. Espero que nos acompañe.
Em interrumpe mis pensamientos diciendo:
—Mira. Tu madre te está esperando.
Tiene razón. Mi madre está sentada en los escalones de casa con la cara vuelta hacia nosotras. Cuando ve que la miro, se levanta, saluda y comienza a caminar hacia nosotras. Yo también la saludo, y Em y yo apretamos el paso.
—Ha vuelto —digo en voz alta, y al percibir la sorpresa de mi voz es cuando reconozco que a una parte de mí le preocupaba que no fuera a hacerlo nunca.
—¿Estaba de viaje? —pregunta Em, y me percato de que la ausencia de mi madre es probablemente una de las cosas que no debemos mencionar fuera de la familia. No es que los funcionarios nos lo pidieran explícitamente, pero es la clase de información que hemos aprendido a no contar a nadie.
—Ha vuelto antes del trabajo —aclaro.
Ni siquiera es una mentira.
Em se despide y entra en su casa. Su arce no va a sobrevivir, pienso al fijarme en que, incluso en pleno verano, sólo tiene unas diez raquíticas hojas verdes. Luego miro mi casa, donde el arce está crecido, las flores son hermosas y mi madre sale a mi encuentro.
Esto me recuerda la época en que yo todavía iba al centro de primera enseñanza y el trabajo de mi madre terminaba antes de que yo regresara a casa. A veces, ella y Bram iban a buscarme a la parada del tren aéreo. Nunca llegaban muy lejos, porque mi hermano se detenía a mirarlo todo por el camino. «Esa atención al detalle puede ser una señal de que tiene madera de clasificador», solía decir mi padre, hasta que Bram creció y se hizo patente que había perdido su capacidad para fijarse en los detalles junto con sus dientes de leche.
Cuando nos encontramos, mi madre me abraza al instante en la misma acera.
—Oh, Cassia —dice. Está pálida y parece cansada—. Lo siento muchísimo. Me he perdido tu primera cita oficial con Xander.
—Anoche también te perdiste otra cosa —observo, con la cara apoyada en su hombro. Es más alta que yo y no creo que vaya a alcanzarla nunca. Soy menuda, como la familia de mi padre. Como mi abuelo. Percibo su familiar olor a flores y a ropa limpia e inspiro hondo. Cuánto me alegro de que haya vuelto.
—Lo sé.
Mi madre nunca habla contra el gobierno. La vez que ha estado más insolente fue cuando los funcionarios cachearon a mi padre. No espero que se ponga a criticar a los funcionarios por haber requisado las reliquias, como efectivamente no hace. Se me ocurre que, si lo hiciera, estaría criticando a su propio marido. A fin de cuentas, también él es funcionario.
Aunque no fue él quién alargó la mano y nos pidió que le entregáramos nuestras preciadas pertenencias, lo hizo con otras personas.
Cuándo regresó a casa anoche, nos dio un fuerte abrazo a Bram y a mí y se fue a su habitación sin decir nada. Quizá porque no soportaba ver el dolor en nuestras caras y recordar que se lo había infligido a otros.
—Lo siento, Cassia —me dice mi madre mientras regresamos a casa—. Sé cuánto significaba para ti esa polvera.
—Yo lo siento por Bram.
—Lo sé. Y yo.
Cuando entramos en casa, oigo la campanilla que anuncia la llegada de nuestra cena. Pero, cuando entro en la cocina, sólo veo dos bandejas.
—¿Y papá y Bram?
—Tu padre ha pedido que le adelanten la cena para dar un paseo con Bram antes de sus horas lúdicas.
—¿En serio? —pregunto.
No solemos hacer esa clase de peticiones.
—Sí. Ha pensado que a Bram le vendría bien algo especial después de todo lo que ha pasado últimamente.
Me alegro, sobre todo por Bram, de que los funcionarios de nutrición hayan accedido.
—¿Por qué no has ido tú también?
—Quería verte. —Mi madre me sonríe y mira a su alrededor—. Hace mucho que no cenamos juntas. Y, por supuesto, quiero que me cuentes cómo fue tu cita con Xander.
Nos sentamos una enfrente de la otra y vuelvo a reparar en lo cansada que parece.
—Háblame de tu viaje —digo antes de que me pregunte por la cita de anoche—. ¿Qué has visto?
—Aún no estoy segura —responde en voz baja, casi para sí. Se pone derecha—. Fuimos a otro arboreto a ver unos cultivos. Después tuvimos que ir a varios territorios agrarios. Nos llevó bastante tiempo.
—Pero ahora todo ha vuelto a la normalidad, ¿no?
—Más o menos. Tengo que redactar un informe oficial y presentarlo a los funcionarios que gestionan el otro arboreto.
—¿De qué trata el informe?
—Lo siento, pero es información confidencial —se lamenta mi madre.
Nos quedamos calladas, pero es un silencio agradable, entre madre e hija. Ella tiene la cabeza en otra parte, en el arboreto quizá. A lo mejor está redactando mentalmente el informe. Pero a mí no me importa. Me relajo y también dejo vagar el pensamiento, que vuela hacia Ky.
—¿Pensando en Xander? —pregunta mi madre sonriéndome con complicidad—. Yo también me pasaba el día fantaseando con tu padre.
Le devuelvo la sonrisa. No tiene sentido decirle que estoy pensando en el chico inapropiado. No, el chico «inapropiado» no. Ky puede ser un aberrante, pero no tiene nada de inapropiado. Es nuestro gobierno, su sistema de clasificación y todos sus sistemas los que son inapropiados. Incluido el sistema de emparejamientos.
Pero, si el sistema es inapropiado, falso e irreal, ¿qué ocurre con el amor de mis padres? Si su amor surgió porque la Sociedad intervino, ¿puede, pese a ello, ser real, bueno, «correcto»? Ésta es la pregunta que no logro quitarme de la cabeza. Quiero que la respuesta sea afirmativa. Que su amor sea auténtico. Quiero que sea hermoso y real con independencia de cualquier otra cosa.
—Debería prepararme para irme al centro recreativo —le informo, y ella bosteza—. Y tú deberías acostarte. Podemos seguir hablando mañana.
—Bueno, a lo mejor descanso un rato —dice. Nos levantamos; llevo su bandeja al cubo de la basura y ella lleva mi botella de agua al esterilizador—. Pero ven a despedirte antes de marcharte, ¿vale?
—Claro.
Mi madre se va a su habitación y yo entro en la mía. Tengo unos minutos antes de salir. ¿Me da tiempo a leer otro fragmento de la historia de Ky? Decido que sí. Me saco la arrugada servilleta del bolsillo.
Quiero saber más cosas de él antes de verlo esta noche. Siento que, cuando caminamos entre los árboles de la Loma, somos nosotros mismos. Pero los sábados por la noche, cuando estamos con todos los demás, se nos hace difícil. Atravesamos un bosque complicado, plagado de obstáculos y sin hitos para guiarnos aparte de los que nosotros construimos.
Cuando me siento a leer en la cama, miro el estante donde guardaba mi polvera. El corazón se me encoge al pensar en su pérdida y vuelvo a concentrarme en la historia de Ky. Pero, mientras leo y las lágrimas me ruedan por las mejillas, me percato de que no sé nada sobre pérdidas.
En mitad del doblez, Ky ha dibujado un pueblo, casitas, personitas. Pero todas las personas están postradas. No queda nadie en pie, aparte de los dos Ky. El más joven ya no tiene las manos vacías; llevan algo. Una mano coge la palabra «madre», que cuelga por el borde y tiene una forma que recuerda un poco a un cuerpo. El palito de la «d» está vuelto hacia arriba, como un brazo alzado.
La otra mano coge la palabra «padre», también postrada e inmóvil. Y el joven Ky tiene la espalda encorvada bajo el peso de estas dos breves palabras y el rostro vuelto hacia el cielo, donde advierto que la lluvia se ha convertido en algo oscuro, algo mortífero y sólido. Munición, creo. Lo he visto en la proyección.
El Ky mayor ha dado la espalda al pueblo dibujado en mitad de la servilleta, al otro chico. Ya no tiene las manos abiertas, sino los puños cerrados. Detrás de él, personas con uniformes de funcionario lo vigilan. Sonríen con los labios, pero no con la mirada. Ky lleva ropa de diario recién planchada, con la raya hecha en los pantalones.
Al principio cuando la lluvia cayó
de la inmensidad del cielo
olió a salvia, mi olor preferido
subí a la meseta para verla llegar
para ver los regalos que siempre traía
pero la lluvia azul se tornó negra
y no dejó
nada.
Hay pocos funcionarios en el centro recreativo, a pesar de estar abarrotado de personas que juegan, ganan y pierden. Veo tres funcionarios vigilando la mesa más grande. Vestidos de blanco, parecen serios, nerviosos, con las facciones más tensas que de costumbre. Esto es extraño. Por lo general, hay doce o más funcionarios de bajo nivel en el centro, manteniendo la paz, manteniendo el orden. ¿Dónde están los demás esta noche?
En alguna parte, las cosas no van del todo bien.
Pero aquí, por lo que a mí respecta, una cosa sí va bien. Ha venido Ky. Lo miro una vez mientras seguimos a Xander entre la multitud, esperando que entienda en esa mirada que he leído su historia, que me importa. Él camina justo detrás de mí y quiero cogerle la mano, pero hay demasiadas personas. Lo único que puedo hacer por él es protegerlo, callarme lo que quiero decirle hasta encontrar un lugar seguro donde poder hacerlo. Y recordar las palabras que ha escrito, los dibujos que ha hecho, aunque desearía que esa parte de la historia no le hubiera sucedido jamás.
«Sus padres murieron. Él lo vio. La muerte cayó del cielo y eso es lo que recuerda cada vez que llueve.»
Xander se detiene y los demás también lo hacemos. Para mi sorpresa, señala una mesa con juegos de uno contra uno. Juegos en los que no suele participar. Le gusta jugar en grupo, ganar cuando hay mucho en juego y participan más jugadores. Pone sus aptitudes más a prueba: el desafío es mayor, hay más variables. Es menos personal.
—¿Quieres jugar? —pregunta Xander.
Me vuelvo para ver a quién se ha dirigido.
Ky.
—Vale —responde él sin vacilar, sin dejar traslucir nada en la voz.
Observa a Xander, esperando a que dé el siguiente paso.
—¿Qué te apetece? ¿Un juego de habilidad o uno de azar?
¿Percibo un desafío velado en la voz de Xander? Su expresión no se altera en absoluto, ni tampoco la de Ky.
—Me da lo mismo —responde Ky.
—¿Qué te parece un juego de azar? —sugiere Xander, lo cual vuelve a sorprenderme. Él odia los juegos de azar. Le gustan mucho más los que requieren habilidad.
Em, Piper y yo nos quedamos a mirar mientras Xander y Ky se sientan e insertan sus tarjetas digitales en el terminal de la mesa. Xander reparte las cartas, rojas con marcas negras en el centro, golpeándolas antes dos veces contra el metal para que queden bien apiladas.
—¿Empiezas tú? —pregunta Xander a Ky, que asiente y alarga la mano para cortar.
—¿A qué juegan? —pregunta alguien a mi lado.
Livy. Ha venido por Ky. Lo sé por la forma en que devora sus manos con la mirada.
«Esas manos no son tuyas», le digo mentalmente, y vuelvo a recordar que tampoco son mías. Debería estar mirando a Xander. Debería querer que ganara él.
—Al dilema del prisionero —responde Em—. Juegan al dilema del prisionero.
—¿Qué es eso? —pregunta Livy.
¿No conoce el juego? La miro sorprendida. Es uno de los más fáciles y conocidos. Em intenta explicárselo en voz baja para no molestar a los jugadores.
—Los dos ponen una carta en la mesa al mismo tiempo. Si los dos tienen una carta par, ganan dos puntos cada uno. Si es impar, ganan un punto.
Livy interrumpe a Em.
—¿Y si uno la tiene par y el otro impar?
—Si uno la tiene par y el otro impar, el que tiene la impar gana tres puntos y el que tiene la par ninguno.
Livy escruta la cara de Ky. Celosa, pienso que, aunque lo vea tan detalladamente como yo, lo cual dudo, no sabe nada de él. ¿Estaría igual de interesada en Ky si supiera que es un aberrante?
Me asalta un pensamiento que me paraliza: ¿lo estaría yo si no supiera que es un aberrante? Nunca le había prestado especial atención antes de conocer su clasificación.
«Ni antes de ver su cara en la microficha —me recuerdo—. Naturalmente, eso despertó tu interés. Además, se supone que no debías interesarte en nadie hasta que te emparejaran.»
Me angustia un poco pensar que Livy quizá vea el auténtico valor de Ky en un sentido más puro; está interesada en él y nada más. Sin razones ocultas. Sin enredos. Sin más capas aparte de su atracción hacia él.
Pero, por otra parte, soy consciente de que nunca se sabe.
Podría esconder algo, como yo. Todos podríamos esconder algo.
Vuelvo a concentrarme en la partida y observo las caras de Ky y Xander con atención. Ninguno de los dos parpadea, vacila antes de jugar, muestra sus cartas.
Al final, da lo mismo. Ky y Xander terminan empatados. Los dos han ganado, y perdido, la misma cantidad de manos.
—Salgamos un momento a pasear —dice Xander cogiéndome de la mano.
Quiero mirar a Ky antes de entrelazar los dedos con los de Xander, pero no lo hago. Yo también tengo que seguir el juego. Seguro que Ky lo entenderá.
«Pero ¿y Xander? ¿Si supiera lo mío con Ky y que compartimos palabras en la Loma?»
Aparto este pensamiento y me alejo de la mesa con Xander. Livy ocupa su lugar de inmediato y comienza a charlar con Ky.
Xander y yo salimos solos al pasillo. Me pregunto si está a punto de besarme y qué voy a hacer si lo hace, pero me susurra al oído palabras quedas y cercanas.
—Ky pierde aposta.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Habéis empatado. No ha perdido.
No sé adonde quiere llegar.
—Esta noche, no. Porque no era un juego de habilidad. Precisamente ésos son los que suele perder aposta. Llevo un tiempo observándolo. Lo hace con mucho disimulo, pero estoy seguro de que eso es lo que hace.
Me quedo mirándolo sin saber muy bien cómo reaccionar.
—Es fácil perder aposta en un juego de habilidad, sobre todo cuando el grupo es grande. O en un juego como el Jaque, en el que puedes arriesgar tus piezas y hacer que parezca natural. Pero hoy, en un juego de azar, mano a mano, no ha perdido. No es tonto. Sabía que lo estaba observando. —Xander sonríe. Luego pone cara de desconcierto—. Lo que no entiendo es por qué lo hace.
—¿Por qué hace qué?
—Por qué pierde aposta tantas veces. Sabe que los funcionarios nos observan. Sabe que buscan personas que jueguen bien. Sabe que nuestra forma de jugar probablemente influye en las profesiones que nos asignan. No tiene sentido. ¿Qué razón puede haber para que no quiera que sepan lo inteligente que es? Porque lo es, de eso no cabe duda.
—No vas a contarle esto a nadie, ¿verdad?
De pronto estoy preocupada por Ky.
—Claro que no —responde Xander pensativo—. Debe de tener sus motivos. Eso lo respeto.
Xander está en lo cierto. Ky tiene sus buenos motivos. Los leí en la última servilleta, la que tiene las manchas que sé que deben de ser salsa de tomate pero que parecen sangre. Sangre seca.
—Juguemos por última vez —dice Ky mirando a Xander cuando regresamos.
Baja brevemente la vista y creo que se ha fijado en mi mano, cogida a la de Xander, pero no estoy segura. Su cara no expresa ninguna emoción.
—De acuerdo —accede Xander—. ¿Azar o habilidad?
—Habilidad —sugiere Ky. Y, por su expresión, me parece adivinar que esta vez quizá no pierda aposta. Quizá juegue para ganar.
Em pone los ojos en blanco y señala a los chicos como diciendo: «Son como hombres de las cavernas». Pero las dos los seguimos a otra mesa. Livy también viene.
Me siento entre Ky y Xander, a la misma distancia de los dos. Es como si yo fuera un pedazo de metal y ellos fueran dos imanes que ejercieran su atracción sobre mí. Los dos se han arriesgado por mí: Xander con la reliquia; Ky con el poema y su historia.
Xander es mi pareja, mi amigo más antiguo y una de las mejores personas que conozco. Cuando nos besamos, su beso fue dulce. Me siento atraída por él y nos atan los hilos de mil recuerdos distintos.
Ky no es mi pareja, pero podría haberlo sido. Él me ha enseñado a escribir mi nombre, a conservar los poemas, a construir una torre de piedras que, pese a parecer inestable, no se derrumba. Nunca nos hemos besado y no sé si alguna vez lo haremos, pero creo que su beso podría ser más que dulce.
Es casi incómoda, mi conciencia de él. De cada pausa, cada movimiento cuando coloca una pieza en el tablero negro y gris. Quiero cogerle la mano y ponérsela justo encima de mi corazón, justo donde más me duele. No sé si hacerlo me curaría o me lo haría pedazos, pero, en ambos casos, esta espera ávida y constante cesaría.
Xander juega con osadía e inteligencia; Ky con una suerte de intuición profunda y mesurada: los dos son fuertes. Están muy igualados.
Le toca a Ky. En el silencio que precede a su jugada, Xander lo observa con atención. Ky deja la mano suspendida sobre el tablero. Por un momento, mientras tiene la ficha en el aire, veo dónde podría colocarla para ganar y sé que también lo ve él, que ha planeado toda la partida para esta última jugada. Mira a Xander y éste le sostiene la mirada, respondiendo a un desafío que parece más hondo y antiguo que lo que ocurre en este tablero.
Ky baja la mano y deja la ficha en una casilla donde Xander puede terminar tomándole la delantera y ganando. No vacila al colocarla; lo hace con contundencia, se recuesta en la silla y mira al techo. Me parece entrever un amago de sonrisa en sus labios, pero no puedo estar segura; se ha esfumado más deprisa que un copo de nieve en una vía del tren aéreo.
La jugada de Ky quizá no sea la jugada brillante que sé que podría haber hecho, pero él tampoco es idiota. Ha elegido la jugada de un jugador mediocre. Cuando baja la cabeza, se encuentra con mi mirada y me la mantiene, igual que ha mantenido su ficha en el aire antes de colocarla. Con ese silencio me transmite lo que no puede expresar en voz alta.
Ky sabe jugar a esto. Sabe jugar a todos los juegos de la Sociedad, incluido el que acaba de perder. Conoce sus cartas, y por eso pierde sistemáticamente.