Capítulo 19

A la mañana siguiente, el tren aéreo que nos lleva a la ciudad está casi totalmente en silencio. Nadie quiere hablar de lo que sucedió anoche en el distrito. Las personas que se han quedado sin sus reliquias sufren su pérdida sumidos en el mutismo; las que no han tenido nunca ninguna, guardan silencio por respeto. O quizá por satisfacción, porque ahora todo el mundo está en igualdad de condiciones.

Antes de bajarse en su parada para ir a natación, Xander me besa en la mejilla y me susurra:

—Debajo de las neorrosas delante de la casa de Ky.

Se apea del tren y se aleja con el resto de los estudiantes mientras yo sigo hasta el arboreto. Las preguntas se agolpan en mi mente: «¿Cómo ha escondido la reliquia en el jardín de los Markham sin que lo vieran? ¿Sabe que pertenece a Ky o es una coincidencia que haya decidido esconderlo en su casa?».

«¿Sabe lo que estoy empezando a sentir por Ky?»

Con independencia de lo que Xander sepa o imagine, una cosa es segura: no podía haber elegido un mejor escondite. Todos tenemos la obligación de mantener nuestros patios limpios y bien cuidados. Si Ky cava en el suyo, nadie sospechará nada. Sólo tengo que decirle dónde buscar.

Como todos los demás, Ky mira por la ventanilla mientras el tren se dirige al arboreto. ¿Ha visto el beso de Xander? ¿Le ha importado? No me mira a los ojos.

—En las próximas excursiones vais a ir en pareja —dice el instructor cuando alcanzamos el pie de la Loma—. Os he emparejado basándome en vuestra aptitud, que he evaluado analizando los datos recogidos en las excursiones previas. Eso significa que Ky va con Cassia; Livy va con Tay…

A Livy se le ensombrece el rostro mientras yo intento mantener el mío impasible.

El instructor termina de leer la lista.

—En la Loma vais a tener un objetivo distinto —continúa—. Aquí no subiréis a la cima. La Sociedad nos ha pedido que utilicemos esta actividad para marcar obstáculos. —Señala unas bolsas apiladas junto a él que contienen tiras de tela roja—. Cada pareja debe coger una bolsa. Atad las telas a las ramas que estén cerca de los árboles caídos, también delante de los matorrales especialmente tupidos, etcétera. Más adelante vendrá una brigada de inspección. Van a desbrozar la Loma y hacer una carretera.

Van a pavimentar la Loma. Al menos, mi abuelo no tendrá que verlo.

—¿Y si nos quedamos sin telas? —gimotea Lon—. Hace años que no desbrozan la Loma. ¡Habrá obstáculos por todas partes! Ya puestos, podríamos señalar todos los árboles que veamos.

—Si os quedáis sin telas, utilizad piedras para construir hitos —responde el instructor. Se dirige a Ky—. ¿Sabes construir un hito?

Vacila un momento antes de responder.

—Sí.

—Enséñales.

Ky coge unas cuantas piedras del suelo y forma un montoncito con ellas, empezando por las más grandes. Sus manos son rápidas y seguras, como cuando me enseña a escribir. La torre parece inestable, pero no se derrumba.

—¿Lo veis? Es fácil —dice el instructor—. Cuando toque el silbato, tendréis que volver. Si os perdéis, tocad vuestros silbatos. —Nos da un silbato metálico reglamentario a cada uno—. No deberíais tener problemas si os limitáis a bajar por donde habéis subido.

La repugnancia apenas velada que le inspiramos solía divertirme hasta hoy, que la he comprendido. Siento repugnancia cuando pienso en cómo subimos nuestras insignificantes colinas cuando los funcionarios dan la orden. En cómo les entregamos nuestros objetos más preciados sin rechistar. En cómo no luchamos jamás.

Apenas hemos perdido de vista a los demás cuando Ky y yo nos miramos y, por un instante, creo que va a tocarme. Más que verla, percibo su mano alzándose ligeramente y luego volviendo a bajar. Me embarga una decepción mayor que la que he sentido esta mañana cuando he abierto el armario y no he visto la polvera en el estante.

—¿Estás bien? —pregunta—. Anoche, cuando registraron las casas, no me enteré hasta que llegué a casa.

—Estoy bien.

—Mi reliquia…

¿Es eso lo único que le importa? Le susurro con brusquedad:

—Está en tu patio. Enterrada debajo de las neorrosas. Sólo tienes que desenterrarla.

—La reliquia no me importa —dice, y aunque sigue sin tocarme, el fuego de sus ojos me abrasa—. No he dormido en toda la noche pensando que podía haberte metido en un lío. Me importas tú.

Los árboles acallan sus palabras, pero en mi corazón suenan a todo volumen, más alto que las Cien Canciones cantadas a la vez. Y Ky tiene ojeras, de haber pensado en mí. Quiero tocarle esa piel que le bordea los ojos, el único lugar donde he percibido su vulnerabilidad, reconfortarlo. Y luego podría pasarle los dedos por el pómulo y bajarlos hasta sus labios, hasta el lugar donde su mandíbula se encuentra con su cuello, donde su cuello se encuentra con su clavícula. «Me gustan los sitios donde una parte se encuentra con otra —pienso—, el ojo con la mejilla, la muñeca con la mano.» Un poco asombrada de mis pensamientos, doy un paso atrás.

—¿Cómo…?

—Tuve ayuda.

—Xander —dice.

¿Cómo lo sabe?

—Xander —convengo.

Nos quedamos un momento callados y me aparto para verlo de cuerpo entero. Luego se da la vuelta y echa de nuevo a andar entre los árboles. Avanzamos despacio; la maleza es tan densa y está tan enmarañada que, más que caminar, tenemos que escalar. Los árboles caídos no han sido retirados y yacen como huesos gigantescos en el suelo del bosque.

—Ayer… —comienzo a decir. Tengo que preguntárselo, por intrascendente que ahora parezca la pregunta—, ¿estabas enseñando a escribir a Livy?

Ky se detiene y me mira. Sus ojos casi parecen verdes bajo los árboles.

—Claro que no —responde—. Quería saber qué estábamos haciendo. Nos vio escribiendo. No tuvimos suficiente cuidado.

Me siento estúpida y aliviada.

—Ah.

—Le dije que había estado enseñándote a dibujar árboles.

Coge un palo y comienza a hacer un dibujo que guarda un parecido extraordinario con la copa de un árbol. Luego, coloca el palo debajo para representar el tronco. Sigo mirándole las manos cuando ya ha terminado, sin estar segura de qué más hacer.

—Nadie dibuja cuando se hace mayor.

—Lo sé —dice—. Pero, al menos, no está prohibido de forma explícita.

Saco una tela roja de la bolsa y la ato a un árbol caído próximo a Ky. Mantengo la mirada baja, fijándome en mis dedos mientras anudo la tela.

—Siento cómo me comporté ayer.

Cuando me enderezo, Ky ya ha echado a andar.

—No lo sientas —dice arrancando unas enredaderas de un arbusto para que podamos pasar. Me las arroja y yo las cojo sorprendida—. Es agradable verte celosa de vez en cuando. —Sonríe, sol en el bosque.

Intento no devolverle la sonrisa.

—¿Quién ha dicho que estaba celosa?

—Nadie —dice—. Lo noto. Llevo mucho tiempo observando a la gente.

—¿Por qué me diste la cajita con la flecha? —pregunto—. Es bonita. Pero no estaba segura…

—Nadie excepto mis padres sabe que la tengo —responde—. Cuando Em me dio la polvera para que te la devolviera, me fijé en lo mucho se parecían. Quería que la vieras.

De pronto, su tono parece desamparado y casi oigo otra frase, la que el instinto le impide decir: «Quería que me vieras a mí». Porque ¿acaso no se trata de eso? ¿La cajita dorada con la flecha, los fragmentos de su historia? Ky quiere que alguien lo vea.

Quiere que yo lo vea.

Mis manos ansían tocarlo. Pero no puedo traicionar a Xander de esta forma, después de todo lo que ha hecho. Después de que nos salvara a los dos, a Ky y a mí, justo anoche.

Pero hay algo que puedo seguir dando a Ky que es sólo mío, que no pertenece a Xander. El poema.

Sólo tengo intención de recitarle unos pocos versos, pero, en cuanto empiezo, me cuesta contenerme y le recito el poema entero. Las palabras son inseparables. Algunas cosas se crean para no separarse.

—El poema no es tranquilizador —dice Ky.

—Lo sé.

—Entonces ¿por qué me tranquiliza a mí? —pregunta asombrado—. No lo entiendo.

Seguimos caminando entre la maleza en silencio pensando en el poema.

Por fin, sé lo que quiero decir.

—Creo que es porque, cada vez que lo escuchamos, sabemos que no somos los únicos que se han sentido alguna vez así.

—Vuelve a recitármelo —susurra Ky.

Respira de forma entrecortada y tiene la voz ronca.

Durante el tiempo que nos queda, hasta que oímos el silbato del instructor, caminamos por la Loma recitándonos el poema como una canción. Una canción que sólo nosotros conocemos.

Antes de salir del bosque, Ky termina de enseñarme a escribir mi nombre sobre la tierra blanda debajo de uno de los árboles caídos. Nos agachamos con telas rojas en la mano, para que dé la impresión de que las estamos atando si alguien nos ve. Tardo un rato en aprender a trazar la «s», pero me gusta su forma, como si se recostara al viento. El palito y el punto de la «i» son fáciles, y ya sé escribir la «a».

Escribo todas las letras de mi nombre y las ligo, con la mano de Ky guiándome, muy próxima a la mía. No nos tocamos, pero noto el calor de su mano, la envergadura de su cuerpo agachado detrás de mí mientras escribo. «Cassia».

—Mi nombre —digo, apartándome para mirar las letras. Son vacilantes, menos seguras qué las de Ky. Alguien que pasara quizá no las reconocería siquiera como letras. Pero yo sé lo que dicen—. ¿Y ahora qué?

—Ahora —responde Ky— volvemos al principio. Ya sabes la «a». Mañana te enseñaré la «b». Cuando las sepas todas, podrás escribir tus propios poemas.

—Pero ¿quién los leería? —pregunto riéndome.

—Yo —responde.

Me da otra servilleta doblada. En ella, entre huellas grasientas y restos de comida, me muestra otra parte de él.

Me meto la servilleta en el bolsillo y lo imagino escribiendo su historia con sus manos enrojecidas, escaldadas por el trabajo que hace. Lo imagino arriesgándolo todo cada vez que se mete una servilleta en el bolsillo. Ha sido muy precavido durante todos estos años, pero ahora está dispuesto a arriesgarse. Porque ha encontrado a alguien que quiere saber. Alguien con quien él quiere sincerarse.

—Gracias —digo— por enseñarme a escribir.

—Gracias a ti —responde. Hay luz en sus ojos, y soy yo quien la ha puesto ahí—. Por salvar mi reliquia y por el poema.

Tenemos más cosas que decirnos, pero estamos aprendiendo a hablar. Juntos, salimos del bosque. Sin tocarnos. Todavía.