Hay otro automóvil aéreo en nuestra calle, esta vez delante de la casa de Em.
—¿Qué pasa? —pregunto a Xander, que está asustado, con los ojos como platos.
El funcionario que nos acompaña parece interesado pero no sorprendido. Resisto el impulso de agarrarlo por la pechera, de arrugarle la camisa. Me contengo para no espetar: «¿Por qué nos vigilan? ¿Qué saben?».
La puerta de la casa de Em se abre y salen tres funcionarios. El nuestro nos dice, casi con brusquedad:
—Espero que hayáis disfrutado de una velada agradable. Presentaré el informe al Comité de Emparejamientos mañana a primera hora.
—Gracias —digo de forma automática cuando él se da la vuelta para coger el próximo tren, aunque no sé por qué lo digo, porque no me siento agradecida.
Los funcionarios cruzan el patio de Em y se dirigen a la casa siguiente. Llevan una caja con el sello de la Sociedad y no sonríen. De hecho, si tuviera que describir su aspecto, diría que parecen tristes. Me dan mala espina.
—¿Vamos a ver si Em está bien? —pregunto, y ella abre la puerta y se asoma. Al vernos, corre a nuestro encuentro.
—Cassia, todo es culpa mía. ¡Todo es culpa mía!
Le tiembla la voz y le ruedan lágrimas por las mejillas.
—¿Qué es culpa tuya, Em? ¿Qué ha pasado?
Miro la casa contigua para asegurarme de que los funcionarios no nos vigilan, pero ya han entrado. Los vecinos de Em les han abierto la puerta antes de que llamaran, como si los esperaran.
—¿De qué va esto?
El tono de Xander es brusco, y yo le lanzo una mirada intentando transmitirle que tenga paciencia.
Em se pone aún más pálida cuando me coge del brazo. Habla en voz baja.
—Los funcionarios están requisando todas las reliquias.
—¿Qué?
A Em le tiemblan los labios.
—Me han dicho que me vieron con una reliquia en mi banquete y que venían a requisarla. Yo les he dicho que no era mía, que tú me la habías prestado y te la había devuelto.
Traga saliva y recuerdo la noche de la pastilla verde. La rodeo con el brazo y miro a Xander. Em sigue hablando con voz temblorosa.
—No tendría que habérselo dicho, pero ¡estaba asustada! Ahora te la quitarán. Van de casa en casa.
De casa en casa. Enseguida llegarán a la mía. Quiero consolar a Em, pero debo intentar conservar mi reliquia, por fútiles que sean mis esfuerzos. «Tengo que ir a casa.» Abrazo a Em.
—Em, no es culpa tuya. Aunque no se lo hubieras contado, ellos ya saben que tengo una reliquia. Está registrada, y la llevé a mi banquete.
En ese momento me atenaza el miedo. «La reliquia de Ky.» Aún la tengo escondida en el armario. Los funcionarios saben lo de mi reliquia, pero no saben nada de la de Ky. Esto podría traernos problemas a los dos.
«¿Cómo la escondo?»
—Tengo que irme —digo esta vez en voz alta.
Me separo de Em y me dirijo a casa. ¿Cuánto tiempo me queda antes de que lleguen los funcionarios? ¿Cinco minutos? ¿Diez?
Em comienza a llorar con más desconsuelo, pero no tengo tiempo de confortarla. Camino tan aprisa como puedo sin llamar la atención. Unos pasos después, Xander ya está a mi lado, entrelazando su brazo con el mío, como si regresáramos a casa después de un paseo.
—Cassia —dice.
Yo no lo miro. No puedo dejar de pensar en todo lo que podríamos perder en unos instantes. Ky ya es un aberrante. Si descubren que tiene una reliquia, ¿se convertirá en un anómalo?
Podría encubrirlo. Podría decir que la reliquia es mía y que la he encontrado en el bosque durante una de mis excursiones. ¿Me creerían?
—Cassia —repite Xander—, puedo esconderla. Decir que la has perdido. Dar credibilidad a tu historia.
—No puedo permitir que hagas eso por mí.
—Sí puedes. Te esperaré fuera mientras entras a buscarla. Te cabe en la mano, ¿verdad? —Asiento—. Cuando vuelvas a salir, actúa como si estuvieras loca por mí, como si no quisieras despedirte. Échate en mis brazos y métemela por debajo de la camisa. Yo me ocuparé del resto.
«Nunca había visto esta faceta de Xander», pienso, pero enseguida me percato de que no es cierto. Cuando juega, es así. Tranquilo e inteligente, con mucho aplomo y atrevimiento. Y, al menos cuando juega, los riesgos que asume siempre le compensan.
—Xander, esto no es un juego.
—Lo sé. —Tiene el semblante serio—. Tendré cuidado.
—¿Estás seguro?
No debería dejarle hacer esto. Planteármelo es un signo de debilidad. Pero, aun así, puede quedarse con mi polvera. La salvaría por mí. Se arriesgaría por mí.
—Lo estoy.
Una vez en casa, cierro la puerta y corro a mi habitación lo más aprisa posible. Nadie de mi familia me ve, lo cual agradezco. Con las manos temblándome, abro el armario y rebusco entre mis mudas de diario hasta encontrar la que tiene la reliquia de Ky escondida en el bolsillo. Abro el sobre marrón y lo vuelco para sacar la cajita con la flecha. Me meto el sobre en el bolsillo; cojo la polvera del estante y miro los dos objetos.
Dorados y hermosos. Pese a no querer hacerlo, estoy tentada de dar mi polvera a Xander en lugar de la flecha giratoria de Ky, pero la dejo en la cama y me escondo la reliquia de Ky en la mano. Salvar la polvera sería un acto egoísta, porque sólo salvaría una cosa. Pero salvar la reliquia de Ky nos libraría a los dos de un interrogatorio y a él de convertirse en un anómalo. ¿Quién soy yo para permitir que le arrebaten el último recuerdo de su antigua vida?
Asimismo, es menos peligroso para Xander. Ellos no saben de la existencia de la reliquia de Ky, así que, con un poco de suerte, no la echarán en falta. Encontrarán mi polvera y se la llevarán, según lo esperado, de manera que no buscarán la cajita de Ky ni sospecharán que me he deshecho de ella.
Corro a la puerta y la abro.
—¡Xander, espera! —grito intentando parecer alegre—, ¿No vas a darme un beso de despedida?
Xander se vuelve. Su expresión es franca y natural. No creo que nadie más perciba la astucia que le tiñe la mirada, pero yo lo conozco bien.
Bajo los escalones dando brincos y él abre los brazos. Nos fundimos en un abrazo. Él me rodea por la cintura y yo lo rodeo por el cuello. Meto las manos por debajo del cuello de su camisa y abro la que tengo cerrada. La reliquia resbala por su espalda y noto la calidez de su piel en la palma de mi mano. Nos miramos un momento a los ojos. Luego acerco los labios a su oído.
—No la abras —susurro—. No la guardes en casa. Entiérrala o escóndela en algún sitio. No es lo que crees.
Xander asiente.
—Gracias —digo, y después lo beso en los labios, con intención. Aunque sé que me estoy enamorando de Ky, es imposible no querer a Xander por todo lo que es y por todo lo que hace.
—¡Cassia! —grita Bram desde los escalones.
¡Bram! Hoy también va a perder algo. Pienso en el reloj del abuelo y la rabia se apodera de mí. ¿Tienen que llevárselo todo?
Xander se separa de mí. Tiene que esconder la reliquia antes de que lleguen a su casa.
—Adiós —dice sonriendo.
—Adiós —respondo.
—¡Cassia! —vuelve a gritar Bram asustado.
Miro calle abajo, pero no veo a ningún funcionario todavía. Aún deben de estar en una de las casas entre la de Em y la mía.
—Hola, Bram —digo intentando parecer relajada. Es mejor para todos que no sospeche lo que acabamos de hacer Xander y yo—. ¿Dónde…?
—Se están llevando las reliquias —me interrumpe con voz temblorosa—. Han llamado a papá para que ayude a requisarlas.
Claro. Debería haberme dado cuenta. Necesitan a alguien como él para determinar si las reliquias son falsas o auténticas. Me asalta otro temor. ¿Debía requisar nuestras reliquias? ¿Ha fingido que la mía se ha perdido? ¿Ha mentido por Bram o por mí? ¿Cuántos errores absurdos está dispuesto a cometer por sus seres queridos?
—Oh, no —digo intentando actuar como si acabara de enterarme. Con un poco de suerte, Bram no se enterará de que Em ya me lo ha contado—. ¿Ha requisado las nuestras?
—No —responde Bram— No dejan que nadie requise las de su propia familia.
—¿Sabía que iba a pasar esto?
—No. Cuando lo han llamado por el terminal, se ha sorprendido mucho, pero ha tenido que presentarse de inmediato. Me ha dicho que hiciera caso a los funcionarios y no me preocupara.
Quiero abrazar a Bram y consolarlo porque está a punto de perder algo importante. De manera que lo hago. Lo estrecho entre mis brazos y, por primera vez, él también me abraza con fuerza, como cuando era pequeño y yo era la hermana mayor que él admiraba más que a nadie en el mundo. Ojalá hubiera podido salvar su reloj, pero es del color equivocado, plateado y no dorado. Y los funcionarios saben de su existencia. «No podía hacer nada», me digo intentando convencerme.
Seguimos unos segundos abrazados y yo me separo para mirarlo a los ojos.
—Ve a buscarlo —digo—. Míralo durante los minutos que te quedan y recuérdalo. Recuérdalo.
Mi hermano no intenta disimular las lágrimas de sus ojos.
—Bram —digo, y vuelvo a abrazarlo—. Bram, al reloj podría haberle sucedido cualquier cosa. Podrías haberlo perdido. Incluso podrías haberlo roto. Pero, de esta forma, si le echas un último vistazo, no lo habrás perdido del todo porque permanecerá para siempre en tu recuerdo.
—¿Puedo intentar esconderlo? —pregunta. Parpadea y una lágrima le resbala por la mejilla. Se la enjuga con enfado—. ¿Me ayudarás?
—No, Bram —respondo con dulzura—. Ojalá pudiéramos, pero es demasiado peligroso.
Lo que arriesgo tiene un límite. No pondré en peligro a mi hermano.
Cuando los funcionarios llegan a nuestra casa y entran, nos encuentran a Bram y a mí sentados en el diván. Mi hermano sostiene plata; yo, oro. Los dos alzamos la vista. Pero Bram enseguida vuelve a mirar el bruñido objeto plateado de sus manos y yo hago lo mismo con el objeto dorado de las mías.
Mi cara me devuelve la mirada deformada por la curvatura de la polvera, igual que en mi banquete. Entonces, la pregunta que me hice fue: «¿Estoy guapa?».
Ahora, la pregunta que me hago es: «¿Soy fuerte?».
Mientras miro mis ojos y mi mandíbula apretada, me parece que la respuesta es sí.
Un funcionario bajo y casi calvo es el primero en hablar.
—El gobierno ha decidido que las reliquias fomentan la desigualdad entre los miembros de la Sociedad —dice—. Todo el mundo debe entregar sus reliquias para que sean catalogadas y expuestas en el museo de cada ciudad.
—Nuestros datos indican que hay dos reliquias legales en esta residencia —añade un funcionario alto. ¿Recalca la palabra «legal» o son imaginaciones mías?—. Un reloj plateado, una polvera dorada.
Ni Bram ni yo decimos nada.
—¿Son éstas las reliquias? —pregunta el funcionario calvo mirando los objetos que tenemos en las manos.
Parece cansado. Este debe de ser un cometido terrible. Imagino a mi padre requisando reliquias de ancianos como el abuelo, de niños como Bram, y me entran ganas de vomitar.
Asiento.
—¿Se las damos ya?
—Os las podéis quedar unos minutos. Tenemos que hacer un registro rápido de la casa.
Bram y yo permanecemos sentados en silencio mientras ellos registran la casa. No tardan mucho.
—Aquí no hay nada de valor —susurra uno en el pasillo.
Mi corazón está en llamas y tengo que mantener la boca cerrada para no intentar quemar a estos funcionarios con mi fuego. «Eso es lo que ustedes creen —me digo—. Creen que aquí no hay nada porque no estamos oponiendo resistencia. Pero tenemos palabras en la cabeza que nadie más sabe. Y mi abuelo murió a su manera, no a la de ustedes. Tenemos cosas de valor, pero ustedes no las encontrarán nunca porque ni siquiera saben dónde buscarlas.»
La funcionaria se adelanta y veo una marca blanca en su dedo, donde debía de llevar un anillo. Ella también ha perdido algo hoy. Le entrego mi polvera, pensando en cómo ha viajado desde una época anterior a la Sociedad, de un miembro a otro de la familia, hasta llegar a mí. Y ahora tengo que desprenderme de ella.
La funcionada coge mi polvera y el reloj de Bram.
—Podéis ir a verlas al museo siempre que os apetezca.
—No es lo mismo —dice mi hermano irguiéndose. Y juro que veo al abuelo, sí. Se me hincha el corazón al pensar que, finalmente, quizá no nos haya dejado del todo—. Se la pueden llevar —continúa Bram—, pero siempre será mía.
Mi hermano se va a su habitación. Por su modo de arrastrar los pies y cerrar la puerta, sé que quiere estar solo.
Tengo ganas de dar un puñetazo a algo, pero, en cambio, me meto las manos en los bolsillos. En uno encuentro el sobre marrón: un arrugado envoltorio que ha contenido algo bello y valioso. Sólo es un sobre, no una reliquia; los aparatos de los funcionarios ni siquiera lo han detectado. Lo saco y lo parto en dos, con rabia. Quiero hacerlo pedazos. Sus bordes serrados me complacen. Es agradable destruirlo. Me dispongo a infligirle otra herida. Busco otro sitio por donde rasgarlo.
Se me corta la respiración cuando veo lo que he estado a punto de destruir.
¡Otra parte de la historia de Ky! Otra cosa que los funcionarios no han encontrado.
«Me ahogo, bebo», dicen las palabras de la parte superior, escritas en una letra tan firme y bella como él. Imagino su mano escribiéndolas, su piel rozando la servilleta. Me muerdo el labio y miro los dibujos que hay debajo.
De nuevo dos Kys, el más joven y el de ahora, ambos con las manos todavía ahuecadas. El fondo del primer dibujo es un paisaje austero y yermo, con rocas desnudas alzándose a lo lejos. En el segundo, Ky está aquí, en este distrito. Veo un arce detrás de él. Llueve en ambos dibujos, pero en el primero Ky tiene la boca abierta, la cabeza echada hacia atrás, bebe del cielo. En el segundo, tiene la cabeza gacha, la mirada aterrada, la fuerte lluvia lo envuelve como una catarata. Llueve demasiado. Podría ahogarse.
«Cuando llueve, me acuerdo», son las palabras que ha escrito debajo.
Despego los ojos de las palabras y miro por la ventana, donde el fuerte sol se pone en un cielo despejado. No hay rastro de nubes, pero me prometo que, cuando llueva, también yo me acordaré. De este papel, de estos dibujos y palabras. De este pedazo de él.