El ascenso es demasiado fácil.
Sorteo ramas y piedras y me abro paso entre los arbustos. Mis pies han abierto un camino en esta colina y sé dónde ir y cómo llegar. Quiero un desafío mayor y un terreno más abrupto. Quiero la Loma, con sus árboles caídos y su bosque sin cuidar. En este momento, pienso que, si me dejaran en la Loma, podría subir corriendo hasta la cima. Y, cuando la alcanzara, dejaran nuevas vistas y, quizá, si él viniera conmigo y las contempláramos juntos, aprendería incluso más cosas de Ky.
Estoy impaciente por verlo y preguntarle por su historia. ¿Tendrá otro papel para mí?
Irrumpo en el claro y sonrío al instructor.
—Hoy se te han adelantado —dice mientras registra mi tiempo en su terminal portátil.
¿A qué se refiere? Me doy la vuelta para ver a Ky. Hay una chica sentada a su lado con el pelo largo y rubio. Livy.
Ky se ríe de algo que dice. No hace ningún movimiento, ningún gesto para indicar que quiere que me siente con él. Ni siquiera me mira. Livy ha ocupado mi lugar. Doy un paso para recuperarlo.
Livy ofrece un palo a Ky. Él ni siquiera vacila. Lo coge justo por encima de su mano y veo que la ayuda a trazar curvas en el suelo.
¿Le está enseñando a escribir?
Mi único paso adelante se convierte en muchos pasos atrás cuando me doy la vuelta para alejarme de todo. Del sol reflejado en los cabellos de Livy; de sus manos, casi tocándose, escribiendo letras en la tierra; de los ojos de Ky evitándome; del lugar al sol con viento y palabras susurradas que deberían ser mías.
¿Cómo puedo hablar con Ky si está ella? ¿Cómo puedo aprender a escribir? ¿Cómo puedo conseguir más palabras de él?
La respuesta es simple: no puedo.
Cuando hemos bajado la colina, el instructor tiene algo que decirnos.
—Mañana será distinto —nos informa—. Quedaos en la parada de tren del arboreto cuando lleguéis y esperadme para que os lleve a otro sitio. Ya hemos terminado con esta colina.
—Por fin —dice Ky detrás de mí tan quedo que sólo yo lo oigo—. Estaba empezando a sentirme como Sísifo.
No sé quién es Sísifo. Quiero darme la vuelta para preguntárselo, pero no lo hago. Ha enseñado a escribir a Livy. ¿Le está contando también su historia? ¿Me ha engañado haciéndome creer que yo era especial para él? Quizás haya contado ya su historia a muchas otras chicas y las haya conquistado enseñándoles a escribir su nombre.
Nada más pensarlo, sé que no es cierto, pero no puedo quitarme de la cabeza la imagen de su mano guiando la de Livy.
El instructor toca el silbato para que rompamos filas. Me alejo, manteniéndome un poco separada del resto. He dado sólo unos cuantos pasos cuando oigo que Ky me sigue.
—¿No quieres decirme nada? —me susurra.
Sé a qué se refiere. Quiere oír otro verso del poema.
Niego con la cabeza y vuelvo la cara. Él no ha tenido ninguna palabra para mí… ¿Por qué tendría que yo regalarle alguna de las mías?
Ojalá mi madre no estuviera de viaje. Es extraño que se haya marchado en esta época del año: en verano, con tantas plantas que cuidar, es cuando más trabajo hay en el arboreto. Y también la echo de menos por razones egoístas. ¿Cómo se supone que voy a prepararme para mi primera cita oficial con Xander sin ella?
Me pongo una muda de diario limpia, deseando tener aún el vestido verde. Si lo tuviera, volvería a ponérmelo para recordarnos a Xander y a mí cómo eran las cosas hace poco más de un mes.
Cuando salgo al recibidor, mi padre y mi hermano me esperan.
—Estás guapísima —observa mi padre.
—Estás bien —dice Bram.
—Gracias —respondo poniendo los ojos en blanco.
Bram dice esto siempre que salgo. Incluso la noche de mi banquete dijo lo mismo, aunque me gusta pensar que fue más sincero.
—Tu madre va a intentar llamar esta noche. Quiere que se lo cuentes todo —dice mi padre.
—Ojalá pueda. —La idea de hablar con mi madre me reconforta.
En la cocina, suena la campanilla de la cena.
—Hora de cenar —anuncia mi padre rodeándome con el brazo—. ¿Prefieres que esperemos contigo o que nos quitemos de en medio?
Bram ya está casi en la cocina. Sonrío a mi padre.
—Deberías ir a cenar con Bram. Estaré bien.
Mi padre me da un beso en la mejilla.
—Vuelvo en cuanto suene el timbre.
También recela un poco del funcionario. Lo imagino abriendo la puerta y diciendo educadamente: «Lo siento, señor. Cassia no va a salir esta noche». Lo imagino sonriendo a Xander para que sepa que no es él quien le preocupa. Y luego lo imagino cerrando la puerta, con suavidad pero también con firmeza para protegerme al abrigo de esta casa. Dentro de estas paredes que llevan tanto tiempo protegiéndome.
«Pero esta casa ya no es segura —me recuerdo—. Esta casa es el sitio en el que he visto la cara de Ky en una microficha. En el que han cacheado a mi padre.»
¿Hay algún lugar seguro en este distrito? ¿En esta ciudad, esta provincia, este mundo?
Resisto el impulso de repetirme las palabras de la historia de Ky mientras espero. Ya ocupa demasiado mis pensamientos y no quiero que nos acompañe esta noche.
Suena el timbre. Es Xander. Y el funcionario.
No creo que esté preparada para hacer esto y no sé por qué. O, mejor dicho, sí lo sé, pero ahora mismo no puedo analizarlo en profundidad o, de lo contrario, cambiará todo. Todo.
Fuera, Xander me espera. Se me ocurre que este gesto simboliza lo que falla en nuestra Sociedad. Nadie puede entrar nunca realmente y, cuando es hora de dejar que lo haga, no sabemos cómo hacerlo.
Respiro hondo y abro la puerta.
—¿Adonde vamos? —pregunto en el tren aéreo.
Estamos sentados juntos: Xander y yo, y el funcionario, que es más bien joven, parece aburrido y lleva el uniforme mejor planchado que he visto nunca.
El funcionario responde.
—Vuestra cena ha sido enviada a un comedor privado. Cenaremos allí y luego os acompañaré a vuestras casas.
Rara vez nos mira a los ojos y prefiere, en cambio, hacerlo por la ventanilla. No sé si pretende que nos sintamos a gusto o incómodos. Hasta el momento, está consiguiendo lo segundo.
¿Un comedor privado? Miro a Xander. Él enarca las cejas y forma con la boca las palabras «¿Por qué se molestan?» mientras señala al funcionario. Yo intento no reírme. Xander tiene razón. ¿Por qué tomarse la molestia de ir a un comedor privado cuando esta cena lo es todo menos privada?
Las parejas cuyas primeras conversaciones por el terminal van a estar supervisadas por funcionarios empiezan a darme lástima. Al menos, Xander y yo ya hemos tenido miles de ellas.
El comedor es un edificio pequeño situado a una parada de nuestro distrito, un lugar habitualmente frecuentado por solteros donde nuestros padres pueden organizar cenas de cuando en cuando si les apetece salir.
—Parece bonito —digo en un patético intento de entablar conversación cuando nos dirigimos a la entrada.
Un reducido espacio verde rodea el edificio cuadrado de ladrillo rojo. En él veo un parterre lleno de las omnipresentes neorrosas y también una variedad de flores silvestres etéreas.
Y entonces me asalta un recuerdo tan claro y concreto que me cuesta creer que no haya pensado en él hasta ahora. Recuerdo que de pequeña una noche mis padres regresaron de cenar fuera de casa. El abuelo se había quedado con Bram y conmigo y oí a mis padres hablando con él antes de que mi padre fuera a la habitación de Bram y mi madre entrara en la mía. Una delicada flor amarilla y rosa se le desprendió del pelo cuando se inclinó para arroparme. Volvió a colocársela detrás de la oreja enseguida, fuera de mi vista, y yo estaba demasiado soñolienta para preguntarle de dónde la había sacado. En ese momento, me sentí confusa mientras conciliaba el sueño: ¿cómo había conseguido la flor cuando estaba prohibido cogerlas? Olvidé la pregunta al dormirme y nunca se la hice al despertar.
Ahora sé la respuesta: a veces mi padre se salta las normas por sus seres queridos. Por mi madre. Por el abuelo. Mi padre se parece un poco a Xander la noche en que transgredió las normas para ayudar a Em.
Xander me coge del brazo, devolviéndome al presente. Cuando lo hace, no puedo evitar mirar de soslayo al funcionario, que no dice nada.
Por dentro, el comedor también es más bonito que uno normal y corriente.
—Mira —dice Xander.
En el centro de cada mesa hay unas luces parpadeantes que simulan velas, un antiguo sistema de iluminación romántica.
La gente nos mira cuando pasamos entre las mesas. Salta a la vista que somos los clientes más jóvenes. La mayoría tiene la edad de mis padres o son parejas jóvenes varios años mayores que Xander y yo, parejas que acaban de formalizar su contrato matrimonial. Probablemente también haya unos cuantos solteros en citas lúdicas, pero no veo muchos. Los distritos de esta zona son, ante todo, distritos familiares, repletos de padres de familia, parejas que ya han formalizado su contrato matrimonial y jóvenes menores de veintiún años.
Xander advierte las miradas y las desafía, sin soltarme el brazo. Entre dientes, me susurra:
—Al menos, en la escuela ya se han olvidado todos de nuestro emparejamiento. No soporto que nos miren.
—Y yo.
Por suerte, el funcionario no lo hace. Nos conduce entre la mesas y encuentra una próxima al final que tiene nuestros nombres. El camarero nos trae la cena en cuanto tomamos asiento.
Delante de mí, la vela falsa parpadea en la mesa redonda metálica de color negro. No hay mantel y la comida es la reglamentaria: vamos a cenar lo mismo aquí que lo que comeríamos en casa. Por eso hay que reservar con antelación; para que el personal de nutrición lleve tu cena al lugar correcto. Obviamente, cenar aquí no se puede comparar con los banquetes de emparejamientos que se celebran en el ayuntamiento, pero éste es el segundo lugar más bonito en el que he cenado nunca.
—La comida está calentita —dice Xander al ver cómo humea su bandeja. La destapa y mira el contenido—. Fíjate en mi ración. Quieren que suba de peso y cada vez me ponen más.
Miro su ración de tallarines con salsa. Desde luego, es abundante.
—¿Puedes comerte todo eso?
—¿Estás de broma? Pues claro. —Parece ofendido.
Destapo mi bandeja y miro mi ración. Junto a la de Xander, parece minúscula. Quizá sean imaginaciones mías, pero últimamente mis raciones parecen más pequeñas. No estoy segura del porqué. Las excursiones y la pista dual me mantienen en forma. Si acaso, deberían ponerme más comida, no menos.
Deben de ser imaginaciones mías.
El funcionario, que parece incluso menos interesado en nosotros que antes, enrolla los tallarines de su bandeja en el tenedor mientras mira a los otros comensales. Su comida es idéntica a la nuestra. Supongo que los rumores de que los funcionarios de determinados ministerios se alimentan mejor que el resto no son ciertos. Al menos, no cuando comen en público.
—¿Cómo van las excursiones? —me pregunta Xander metiéndose unos cuantos tallarines en la boca.
—Me gustan —respondo sinceramente. «Menos hoy.»
—¿Más que nadar? —bromea—. Aunque nadar no nadabas mucho. Siempre estabas sentada en el borde de la piscina.
—Sí que nadaba —digo siguiéndole la corriente—. A veces. En fin, me gusta más que la piscina.
—Eso es imposible —arguye—. No hay nada como la natación. He oído que lo único que hacéis es subir y bajar la misma colina un montón de veces.
—Y lo único que haces tú en natación es recorrer la misma piscina un montón de veces.
—Es distinto. El agua siempre está en movimiento. Nunca es la misma.
El comentario de Xander me recuerda lo que dijo Ky en el auditorio sobre las canciones.
—Supongo que tienes razón. Pero la colina también está siempre en movimiento. El viento mueve las cosas, y las plantas crecen y cambian…
Me quedo callada. Nuestro funcionario bien planchado ladea la cabeza para escuchar nuestra conversación. Para eso está aquí, ¿no?
Jugueteo con el tenedor, y el movimiento circular me hace pensar en cuando escribo con Ky. Uno de los tallarines tiene forma de «C». «Basta.» Tengo que dejar de pensar en él.
Algunos de mis tallarines se niegan a enrollarse en mi tenedor. Giro varias veces el cubierto y al final me rindo y me meto un montón en la boca. Los extremos se me quedan colgando y tengo que sorber ruidosamente.
Qué vergüenza. Por algún motivo, los ojos se me llenan de lágrimas. Dejo el tenedor en la mesa y Xander alarga la mano para ponerlo recto. Al hacerlo, me mira a los ojos y es como si me lo estuviera preguntando en voz alta: «¿Qué te pasa?».
Niego disimuladamente con la cabeza y también sonrío. «Nada.»
Miro a nuestro funcionario de soslayo. Está distraído, escuchando algo en su auricular. Por supuesto. Sigue de servicio.
—Xander, ¿por qué no… por qué no me besaste la otra noche? —pregunto de pronto, aprovechando que el funcionario no nos escucha en este momento. Debería darme vergüenza, pero no me da. Quiero saberlo.
—Había demasiada gente mirando. —Xander parece sorprendido—. Sé que a los funcionarios les da lo mismo, dado que somos pareja, pero ya sabes… —Inclina ligeramente la cabeza hacia el funcionario sentado a la mesa—. No es lo mismo cuando te vigilan.
—¿Cómo sabías que nos vigilaban?
—¿No te has fijado en la cantidad de funcionarios que hay últimamente en nuestra calle?
—¿Vigilando mi casa?
Xander enarca las cejas.
—¿Por qué iban a vigilar tu casa?
«Porque leo cosas que no debo leer y aprendo cosas que no debo saber y es posible que me esté enamorando de otra persona.» Lo que digo es:
—Mi padre… —No termino la frase.
Xander se ruboriza.
—Por supuesto. Debería haber caído… No es eso; al menos, no lo creo. Son funcionarios de nivel básico, policías. Últimamente están patrullando mucho más, y no sólo en nuestro distrito, sino en todos.
Nuestra calle estaba atestada de funcionarios anoche y yo ni siquiera lo sabía. Ky debía de saberlo. Quizá por eso no quiso subir al porche. Quizá por eso no me toca nunca. Tiene miedo de que le pillen.
O quizás es incluso más simple que eso. Quizá no quiere tocarme. Quizá sólo soy una amiga para él. Una amiga que quiere conocer su historia, nada más.
Y, al principio, eso es lo que fui. Quería saber más de ese chico que vivía entre nosotros pero que nunca hablaba sinceramente. De lo que sucedió antes. Quería saber más del chico con el que me emparejaron por error. Pero ahora me parece que saber cosas de él es un modo de saber cosas de mí. No esperaba amar sus palabras. No esperaba encontrarme en ellas.