La «C» ya empieza a salirme bastante bien. En la excursión de hoy, casi corro hasta la cima de la colina. Después de que el instructor registre mi tiempo, me siento junto a Ky. Antes de que pueda decir nada, cojo un palo y dibujo una «C» en el barro.
—¿Y ahora qué? —pregunto, y él se ríe un poco.
—¿Sabes?, no me necesitas. Podrías aprender sola —dice—. Podrías mirar las letras de tu calígrafo o de tu lector.
—No son iguales —aduzco—. No se entrelazan como las tuyas. Ya he visto esa clase de letra, pero no sé cómo se llama.
—Cursiva —susurra él—. Cuesta más leerla, pero es bonita. Es una de las letras que se empleaban antiguamente.
—Esa es la que quiero aprender.
No quiero copiar los símbolos chatos y cuadrados de la letra que utilizamos ahora. Me gustan las curvas y los trazos largos que emplea Ky.
Ky lanza una mirada al instructor, que, a su vez, está mirando el bosque con fiereza, como si desafiara a otro estudiante a caerse y lesionarse hoy. No nos queda mucho tiempo antes de que lleguen los demás.
—¿Y ahora qué? —vuelvo a preguntar.
—«A» —responde Ky, enseñándome a escribir la «a» minúscula, con un rabito al principio y otro al final para ligarla a la letra que la precede y la que le sigue—. Porque es la segunda letra de tu nombre. —Coge el palo por encima de mi mano.
«Arriba, un redondel, abajo.»
Guiándome con suavidad, su mano se aprieta contra la mía en los trazos descendentes y alivia un poco la presión en los ascendentes. Me muerdo el labio, por la concentración; o quizá sea que no me atrevo a respirar hasta que la «a» esté terminada, lo cual sucede demasiado pronto.
La letra ha quedado perfecta. Respiro con cierto temblor. Quiero mirarlo, pero, en cambio, miro nuestras manos, una pegada a la otra. Con esta luz, las suyas no parecen tan rojas. Parecen bronceadas, fuertes. Resueltas.
Alguien se acerca entre los árboles y soltamos el palo a la vez.
Livy irrumpe en el claro. Nunca había llegado la tercera y está loca de alegría. Mientras charla con el instructor, Ky y yo nos levantamos y pisamos con disimulo lo que hemos escrito.
—¿Por qué estoy aprendiendo a escribir primero las letras de mi nombre?
—Porque, aunque eso sea lo único que aprendas a escribir, tendrás algo —responde bajando la cabeza para mirarme, para asegurarse de que sé lo que quiere decir, lo que está a punto de preguntarme—. ¿Hay algo más que te gustaría aprender a escribir?
Afirmo con la cabeza y, por el brillo de sus ojos, sé que sabe lo que pienso.
—Las palabras de aquel papel —susurra mirando a Livy y al instructor.
—Sí.
—¿Aún las recuerdas?
Vuelvo a asentir.
—Recítame un poco cada día —dice—, y yo lo recordaré por ti. Así lo sabremos dos personas.
Aunque nos queda poco tiempo antes de que Livy, el instructor y alguien más se acerque a hablar con nosotros, me quedo callada. Si revelo las palabras a Ky, entro en un terreno incluso más peligroso del que ya estaba. Esto lo pondrá en peligro. Y tendré que confiar en él.
¿Puedo hacerlo? Contemplo las vistas desde la cima. El cielo no tiene una respuesta para mí. Ni, por supuesto, la cúpula del ayuntamiento que se alza a lo lejos. Recuerdo haber pensado en los ángeles de las historias cuando iba a mi banquete. No veo ángeles, ni ninguno baja batiendo sus suaves alas algodonosas para susurrarme al oído. ¿Puedo confiar en este chico que escribe en la tierra?
En lo más profundo de mí —¿en mi corazón? ¿O quizás en mi alma, la parte semidivina de los humanos por la que se interesaban los ángeles?— pienso que puedo hacerlo.
Me acerco más a Ky. Nuestros ojos no se encuentran; ambos miramos al frente para asegurarnos de que nadie sospechará nada si se fija en nosotros. Es entonces cuando le susurro las palabras, con el corazón tan henchido que casi me estalla porque las estoy recitando de verdad en voz alta a otra persona.
—«No entres dócil en esa buena noche. Enfurécete, enfurécete por la muerte de la luz.»
Ky cierra los ojos.
Cuando vuelve a abrirlos, me pone un rugoso papel en la mano.
—Practica con esto —dice—. Y destrúyelo cuando termines.
Apenas soy capaz de esperar a que terminen las clases y mis horas de trabajo para ver lo que me ha dado Ky. Espero hasta hallarme en casa, cenando sola en la cocina porque hoy he trabajado más que de costumbre. Oigo a mi padre y a Bram jugando en el terminal del recibidor y me siento lo bastante segura como para meter la mano en el bolsillo y sacar el regalo de Ky.
«Una servilleta.» Mi primera reacción es de decepción. ¿Por qué esto? Es una servilleta normal y corriente como las que nos dan en los comedores del centro de segunda enseñanza, el arboreto o cualquier otro sitio. Marrón y pastosa. Manchada y usada. Tengo el impulso de incinerarla inmediatamente.
Pero, cuando la despliego, veo que hay palabras dentro. Palabras preciosas. Palabras escritas en cursiva. Eran bonitas en la verde cima de la colina con el rumor del viento entre los árboles y son bonitas aquí en mi cocina gris y azul con el suave murmullo del incinerador. Palabras oscuras, redondeadas, enroscadas, que se curvan en el papel marrón. Donde las ha tocado la humedad, están ligeramente corridas.
Y no hay sólo palabras. Ky también ha hecho dibujos. La servilleta está repleta de líneas y significados. No es un cuadro, ni un poema, ni la letra de una canción, aunque mi mente clasificadora capta las similitudes con estas tres cosas. Pero no sé cómo clasificarlo. Nunca había visto nada igual.
Reparo en que ni siquiera sé qué se utiliza para reproducir signos como éstos. Todas las palabras que practico están escritas en el aire o trazadas en la tierra. Antes había utensilios para escribir, pero no sé cuáles son. Incluso los pinceles de la escuela estaban atados a pantallas gráficas que borraban nuestros cuadros poco después de que los termináramos. De algún modo, Ky debe de conocer un secreto, más viejo que el abuelo, su madre y quienes les precedieron. El secreto de hacer. De crear.
«Dos vidas», ha escrito.
—Dos vidas —susurro.
Las palabras flotan en la cocina, demasiado quedas para que el terminal las distinga entre el resto de los sonidos de la casa. Casi demasiado quedas para que los latidos de mi corazón, más acelerado ahora que cualquier día en el bosque o en la pista dual, me dejen oírlas.
Debería irme a mi habitación, a la relativa intimidad de ese espacio reducido que contiene mi cama, mi ventana. Mi armario con mis anodinas mudas de diario. Pero no puedo dejar de mirar la servilleta. Al principio, me cuesta entender el dibujo; pero enseguida me doy cuenta de que es él, Ky. Dibujado dos veces, una a cada lado del doblez de la servilleta. Lo revelan el ángulo de su mandíbula, la forma de sus ojos, su cuerpo enjuto y fuerte. Los espacios dejados en blanco. Sus manos y el vacío que sostienen, pese a estar ahuecadas, vueltas hacia el cielo, en ambos dibujos.
Ahí es donde terminan las similitudes entre los dos dibujos. En el primero, Ky mira algo en el cielo y parece más joven, su expresión es cándida. La figura parece creer que sus manos aún pueden llenarse. En el segundo, es mayor, su expresión es más desconfiada, y mira al suelo.
En la parte de abajo, ha escrito: «Cuál es el verdadero: ni yo pregunto ni ellos lo dicen».
«Dos vidas.» Creo que lo comprendo: su vida anterior a su llegada y su vida posterior. Pero ¿a qué se refiere con el poema, canción o súplica del final?
—¿Cassia? —dice mi padre desde la puerta.
Recojo la servilleta junto con mi bandeja de la cena y lo llevo todo al incinerador y al cubo de basura reciclable.
—¿Sí?
«Aunque la vea, sólo es una servilleta —me digo mirando el cuadrado marrón de mi bandeja—. Las incineramos después de comer, y hasta es la clase adecuada de papel, no como el que me dio el abuelo. El incinerador no notará la diferencia. Ky me está protegiendo.» Miro a mi padre.
—Hay un mensaje para ti en el terminal —dice.
No se fija en lo que llevo; está concentrado en mi cara, en averiguar qué pienso. El verdadero peligro quizá sea ése. Sonrío, intentando no mostrar preocupación.
—¿Es de Em? —Tiro la bandeja al cubo de basura reciclable. Sólo queda la servilleta.
—No —responde—. Es un funcionario del Ministerio de Emparejamientos.
—Oh. —Tiro la servilleta al incinerador—. Ahora mismo voy —digo.
Noto la tibieza del fuego que arde debajo mientras la historia de Ky se quema y me pregunto si alguna vez tendré la fortaleza de quedarme con algo. Los poemas del abuelo. La historia de Ky. O si siempre seré alguien que destruye.
«Ky te ha pedido que la destruyas —me digo—. El hombre que compuso el poema ya no está, pero Ky sí. Tenemos que seguir así. Tengo que protegerlo.»
Sigo a mi padre al recibidor. Bram me fulmina con la mirada porque el mensaje ha interrumpido su partida. Con la esperanza de disimular mi nerviosismo, le doy un empujoncito y me acerco al terminal.
Nunca había visto un funcionario como éste. Es un hombre alegre y fornido que no se parece en nada al tipo de persona cerebral y austera que imagino sentada ante los terminales del Ministerio de Emparejamientos.
—Hola, Cassia —dice.
El cuello de su uniforme blanco le queda demasiado apretado y sus patas de gallo parecen deberse a lo mucho que se ríe.
—Hola.
Quisiera mirarme las manos para ver si están manchadas por los dibujos y las palabras, pero no lo hago.
—Ya ha pasado más de un mes desde tu emparejamiento.
—Sí, señor.
—Otras parejas van a tener su primera conversación a través del terminal. Me he pasado el día organizándolo. Por supuesto, sería bastante ridículo que tú y Xander os comunicarais de esa forma. —Se ríe alegremente—. ¿No te parece?
—Estoy de acuerdo, señor.
—El resto de los funcionarios del Comité de Emparejamientos y yo hemos decidido que lo más razonable es que salgáis juntos. Supervisados por un funcionario, como las demás parejas.
—Por supuesto.
Con el rabillo del ojo veo a mi padre en la puerta de su habitación observándome. Velando por mí. Me alegro de que esté presente. Aunque la perspectiva de pasar tiempo con Xander no es nueva ni me asusta, la idea de que nos acompañe un funcionario me resulta un poco extraña.
«Espero que no sea la funcionaria del espacio verde», pienso.
—Magnífico. Mañana por la noche cenaréis fuera de casa. Xander y el funcionario asignado a vuestra pareja pasarán a buscarte a la hora de la cena.
—Estaré preparada.
El funcionario se desconecta y el terminal emite un pitido, lo que indica que hay otra llamada en espera.
—Esta noche estamos muy solicitados —digo a mi padre, alegrándome de la distracción, porque así no tendremos que hablar de mi cita con Xander. Mi padre parece esperanzado cuando se acerca. Es mi madre.
—Cassia, ¿me dejas unos minutos a solas con tu padre? —me pregunta después de que nos hayamos saludado—. Esta noche no tengo mucho tiempo. Hay varias cosas que necesito decirle.
Parece cansada, y aún lleva el uniforme y la insignia del trabajo.
—Claro —digo.
Llaman a la puerta y voy a abrir. Es Xander.
—Todavía tenemos unos minutos antes del toque de queda —dice—. ¿Quieres sentarte a hablar conmigo en los escalones?
—Claro.
Cierro la puerta y salgo. La luz del porche nos ilumina dejándonos a la vista de todo el mundo, o al menos a la vista de toda la gente de nuestro distrito, cuando nos sentamos juntos en los escalones de cemento. Es agradable estar con Xander, igual que con Ky, pero de una forma distinta.
No obstante, tanto con Ky como con Xander, me siento rodeada de luz. Una luz distinta, pero igual de luminosa.
—Parece que mañana por la noche vamos a salir los dos —dice Xander.
—Los tres —preciso, y añado—: No te olvides del funcionario.
Xander gruñe.
—Ya. ¿Cómo se me ha podido olvidar?
—Ojalá pudiéramos ir los dos solos.
—Sí.
Por un momento, ninguno de los dos dice nada. El viento sopla por nuestra calle, agitando las hojas de los arces. Con esta luz mortecina, parecen plateadas; sus colores han desaparecido, temporalmente engullidos por la noche. Recuerdo la noche que estuve con mi abuelo y pensé en lo mismo: en el daltonismo, una enfermedad erradicada desde hace generaciones, y en cómo debía de ser el mundo para quienes la sufrían.
—¿Fantaseas alguna vez? —me pregunta Xander.
—Constantemente.
—¿Fantaseaste con cómo sería tu banquete? Antes del banquete, me refiero.
—Alguna vez —respondo.
Dejo de observar cómo revoletean las hojas de arce al viento y lo miro.
Debería haberlo hecho antes de responder. Ahora ya es demasiado tarde. Ahora sé, por sus ojos, que mi respuesta no era la que esperaba, que, con lo que he dicho, he cerrado una puerta en vez de abrirla. Quizá fantaseó conmigo y quería saber si yo lo hice con él. Tal vez tiene momentos de incertidumbre, como yo, y necesita oírme decir que estoy segura de esto.
Este es el problema de no ser una pareja normal. Nos conocemos demasiado bien. Percibimos las incertidumbres cuando nos tocamos, las vemos en nuestros ojos. No las resolvemos solos, separados por kilómetros de distancia, como hacen otras parejas. Ellas no ven el día a día. Nosotros sí.
Aun así, somos una pareja y nuestro entendimiento es profundo incluso cuando surge un malentendido. Xander me coge la mano y yo entrelazo mis dedos con los suyos. Esto es lo conocido. Esto es bueno. Cuando pienso en estar sentada en un porche con él en otras noches de esta vida que nos han dado, me lo puedo imaginar fácil y felizmente.
Quiero que Xander vuelva a besarme. Es casi de noche y el aire huele a neorrosas como en nuestro primer beso. Quiero que vuelva a besarme para saber si lo que siento por él es real, si es más o menos real que la mano de Ky en la mía en la cima de la colina.
En la calle, el último tren aéreo procedente de la ciudad se detiene en la parada con un suspiro. Poco después, vemos las figuras de los trabajadores del último turno apresurándose por las aceras para llegar a sus casas antes del toque de queda.
Xander se levanta.
—Es mejor que me vaya. Te veo en clase mañana.
—Hasta mañana —digo.
Me aprieta la mano y se une al grupo de personas que regresan a sus casas.
Me quedo fuera observando las figuras y saludo a algunas. Sé a quién estoy esperando. Justo cuando creo que no lo veré, Ky se detiene delante de mi casa. Casi antes de que lo haga, yo bajo los escalones para hablar con él.
—Llevo varios días queriendo hacer esto —dice.
Al principio, creo que va a cogerme la mano y se me para el corazón, pero entonces veo algo en su mano. Uno de los sobres marrones que a veces se utilizan en los despachos. Debe de habérselo dado su padre. Enseguida me doy cuenta de que puede contener mi polvera y lo cojo. Nuestras manos no se tocan y me descubro deseando que lo hubieran hecho.
«¿Qué me pasa?»
—Tengo tu…
Me quedo callada porque no sé cómo referirme a la cajita de la flecha giratoria.
—Lo sé.
Ky me sonríe. La luna, que apenas se eleva sobre el horizonte, es una rodaja amarilla como el melón que nos dan en las fiestas de otoño. Su luz ilumina el rostro de Ky, pero su sonrisa lo hace más todavía.
—La tengo en casa. —Señalo detrás de mí, hacia los escalones y el porche iluminado—. Si esperas aquí, te la traigo enseguida.
—Tranquila —dice— No me corre prisa. Me la puedes dar otro día. —Su voz es queda, casi tímida—. Quiero que puedas mirarla bien.
¿De qué color son sus ojos en este momento? ¿Reflejan la negrura de la noche o la luz de la luna?
Me acerco más para averiguarlo, pero justo entonces suena la sirena que anuncia la inminencia del toque de queda y los dos nos sobresaltamos.
—Hasta mañana —dice dándose la vuelta.
—Hasta mañana.
Tengo otros cinco minutos antes del toque de queda y me quedo fuera, sin moverme. Lo observo hasta que entra en su casa y luego miro la luna y cierro los ojos. Veo las palabras que he leído antes:
«Dos vidas.»
Desde el día del error de mi microficha, no he sabido qué vida mía es la verdadera. Incluso después de que la funcionaria me tranquilizara ese día en el espacio verde, creo que una parte de mí no se ha sentido en paz. Es como si hubiera visto por primera vez que la vida puede bifurcarse, tomar direcciones distintas.
Cuando entro en casa, vuelco el sobre para sacar la polvera y meto la mano en el bolsillo de la muda de diario donde he escondido la reliquia de Ky. Cuando las coloco una al lado de la otra, me resulta fácil diferenciarlas. La superficie de la reliquia de Ky es lisa y rayada. La polvera brilla más y sus letras grabadas captan mi atención.
Sin pensarlo, cojo mi reliquia, abro la base y miro dentro. Sé que Ky me vio leyendo los poemas en el bosque. ¿Me vio también abriendo la polvera?
Nada.
Dejo la polvera en su estante.
Decido quedarme el sobre, guardar dentro la reliquia de Ky antes de volver a esconderla en el bolsillo de mi muda de diario. Pero, antes de hacerlo, abro la cajita y observo la flecha giratoria. Se detiene en un punto, pero yo continúo girando, preguntándome hacia dónde ir.