Al día siguiente, en el trabajo, todos advertimos la llegada de los funcionarios de inmediato. Como fichas de dominó que se derriban unas a otras, todas las cabezas se vuelven hacia la puerta del centro de clasificación.
Los funcionarios vestidos de blanco están aquí por mí. Todos los saben y yo lo sé, de manera que no los espero. Separo la silla, me levanto y los miro a través de las divisiones que separan nuestros puestos.
Es hora de hacer el examen. Los funcionarios me indican que les siga con un gesto de la cabeza.
Yo les sigo, con el corazón desbocado pero con la cabeza bien alta, hasta un cuartito pintado de gris en el que hay una sola silla y varias mesitas.
Cuando me siento, Norah se asoma a la puerta. Parece un poco nerviosa, pero me sonríe para darme ánimos antes de dirigirse a los funcionarios.
—¿Necesitan algo?
—No, gracias —responde un funcionario de pelo cano que parece mucho mayor que sus dos compañeras—. Hemos traído todo lo que necesitamos.
Ninguno de los tres funcionarios dice nada mientras ponen todo en orden. El funcionario que ha hablado primero parece estar al mando. Sus compañeras son eficientes y experimentadas. Me colocan un identificador detrás de la oreja y otro por debajo del cuello de la camisa. No digo nada, ni siquiera cuando el gel que utilizan me produce escozor.
Las dos mujeres se retiran y el funcionario de más edad desliza una pantallita por la mesa hacia mí.
—¿Está preparada?
—Sí —respondo, confiando en que mi voz sea firme y clara.
Pongo la espalda recta y me yergo para parecer un poco más alta. Si actúo como si no tuviera miedo, a lo mejor les convenzo. Aunque los identificadores que me han colocado puedan indicar lo contrario, debido a mi pulso acelerado.
—Puedes empezar.
La primera clasificación es numérica, sencilla, un precalentamiento. Son justos. Quieren que esté en plena forma antes de pasar a las clasificaciones difíciles.
Mientras clasifico los números de la pantalla, ordenando el caos y detectando series, mi pulso vuelve a su ritmo normal. Intento no pensar en muchas otras cosas: el recuerdo del beso de Xander, lo que ha hecho mi padre, la curiosidad por Ky, la preocupación por Em en el auditorio, confusión con respecto a mí, con respecto a qué estoy destinada a ser y a quién estoy destinada a amar. Me desprendo de todo como si fuera una niña con un puñado de globos en su primer día de escuela. Los globos se alejan flotando, brillantes, danzando en la brisa, pero yo no miro arriba ni intento recuperarlos. Sólo cuando no me aferró a nada puedo ser la mejor, sólo entonces puedo ser lo que esperan que sea.
—Muy bien, Cassia —dice el funcionario de más edad mientras introduce las puntuaciones en su terminal portátil—. Excelente. Gracias, Cassia.
Las funcionarias me quitan los identificadores. Me miran a los ojos y sonríen porque ahora nadie puede acusarlas de no ser imparciales. El examen ha terminado. Y parece que he aprobado.
—Ha sido un placer —dice el funcionario de pelo cano, dándome la mano por encima de la mesita. Yo me levanto y se la estrecho primero a él y luego a las dos funcionarias. ¿Notarán la corriente de energía que fluye por mis venas?; por mi sangre corre adrenalina y también una sensación de alivio— Has demostrado una capacidad excepcional para la clasificación.
—Gracias, señor.
Cuando se dirigen a la puerta, el funcionario se vuelve por última vez y dice:
—Tenemos los ojos puestos en ti, jovencita.
Cierra la puerta metálica al salir. Ésta hace un ruido sordo, rotundo, un ruido terminante. Mientras escucho el vacío que lo sigue, de pronto entiendo por qué a Ky le gusta pasar desapercibido. Es una sensación extraña saber que los funcionarios me están observando con más atención. Es como si me hubiera quedado atrapada entre esa puerta y la jamba cuando se ha cerrado y ahora estuviera inmovilizada por el peso de su observación: una cosa concreta, real y pesada.
La noche del banquete de Em me acuesto temprano y me duermo enseguida. Esta noche me toca llevar los identificadores de sueños; sólo espero que la información que reúnan muestre los patrones de sueño de una chica de diecisiete años completamente normal.
Pero, en mi sueño, vuelvo a estar clasificando para los funcionarios. La imagen de Em aparece en la pantalla y yo tengo que clasificarla para que sea emparejada. Mis manos se detienen. Mi cerebro se detiene.
—¿Algún problema? —pregunta el funcionario de pelo cano.
—No sé cómo clasificarla —respondo.
Él mira la cara de Em y sonríe.
—Ah. No te preocupes. Tiene tu polvera, ¿no?
—Sí.
—Llevará sus pastillas al banquete allí, como hiciste tú. Tú sólo limítate a decirle que se tome la pastilla roja y todo irá bien.
De pronto, estoy en el banquete, abriéndome paso a empujones entre chicas con vestidos, chicos con trajes y padres con ropa de diario. Les doy la vuelta, los empujo, hago lo que sea para verles la cara, porque todos van vestidos de amarillo y todo se entremezcla. No puedo clasificar. No veo.
Doy la vuelta a una chica.
«No es Em.»
Sin querer, tiro la bandeja llena de tarta que lleva un camarero al intentar alcanzar a una chica que camina con paso airoso. La bandeja cae al suelo y la tarta se hace pedazos, como la tierra al deprenderse de las raíces.
«No es Em.»
El gentío se dispersa y veo una chica vestida de amarillo sola, delante de una pantalla vacía.
«Em.»
Está a punto de llorar.
—¡Tranquila! —le grito abriéndome paso a empujones entre otro grupo de personas—. ¡Tómate la pastilla y todo irá bien!
A ella se le ilumina la mirada y saca mi polvera. Coge la pastilla verde y se la mete en la boca aprisa.
—¡No! —grito demasiado tarde—. ¡La…
A continuación, engulle la pastilla azul.
—… roja! —termino de decir, apartando el último grupo de personas que nos separa.
—No tengo —dice Em dándose la vuelta, colocándose de espaldas a la pantalla. Me enseña la polvera abierta, vacía. Hay tristeza en sus ojos—. No tengo ninguna pastilla roja.
—Puedes tomarte la mía —sugiero, con ganas de compartir, de ayudarla esta vez.
No voy a quedarme sentada sin hacer nada. Saco mi pastillero, lo abro y le pongo la pastilla roja en la mano.
—Oh, gracias, Cassia —dice.
Se la mete en la boca, y veo cómo se la traga.
En la sala, la gente ha dejado de pasearse. Todos nos miran, sobre todo a Em. ¿Qué efecto surtirá la pastilla roja? Ninguno de nosotros lo sabe, salvo yo. Sonrío. Sé que la salvará.
Detrás de Em, la pantalla se ilumina y muestra a su pareja, justo en el momento en que ella se desploma y cae muerta. La pesadez de su cuerpo al caer contrasta con la liviandad de sus ojos al cerrarse, del vestido al arrugarse en torno a ella, de sus manos al abrirse como las alas de un pajarillo.
Me despierto sudada y aterida de frío al mismo tiempo, y tardo un minuto en serenarme. Aunque los funcionarios se toman a risa que la pastilla roja provoque la muerte, los rumores persisten. Eso explica por qué he soñado que mataba a Em.
Que lo haya soñado no significa que sea cierto.
Los identificadores me pringan la piel y me gustaría no tener que llevarlos esta noche. Al menos, la pesadilla no es recurrente, así que no pueden acusarme de estar obsesionada con algo. Además, no creo que puedan determinar el contenido exacto de mis sueños. Sólo que he soñado. Y que una adolescente tenga una pesadilla de vez en cuando no tiene nada de extraordinario. Nadie marcará estos datos cuando sean incorporados a mi archivo.
Pero el funcionario de pelo cano ha dicho que tenían los ojos puestos en mí.
Miro la oscuridad con un dolor en el pecho que me hace difícil respirar. Pero no pensar.
Desde el día de la cena final de mi abuelo el mes pasado, me he debatido entre el deseo de que nunca me hubiera dado aquel papel y la alegría de que lo hiciera. Porque ahora, al menos, tengo palabras para describir lo que siento que me está ocurriendo por dentro: la agonía de la luz.
Si no pudiera poner nombre a lo que me pasa, ¿sabría qué me pasa? ¿Lo sentiría siquiera?
Cojo la microficha que la funcionaria me dio en el espacio verde y voy al terminal de puntillas. Necesito ver la cara de Xander; necesito tranquilizarme y ver que todo está en orden.
Me detengo antes de llegar. Mi madre está delante del terminal hablando con alguien. ¿Quién querría comunicarse con ella a estas horas?
Mi padre me ve desde el salón; está sentado en el diván, esperando a que mi madre termine. Me hace señas para que me siente a su lado. Cuando lo hago, ve que llevo la microficha en la mano, sonríe y bromea como haría cualquier padre:
—¿No te basta con ver a Xander en clase? ¿También quieres verlo antes de dormirte?
Me rodea con el brazo y me abraza.
—Te entiendo; a mí me pasó lo mismo con tu madre. En esa época nos dejaban imprimir una fotografía desde el primer momento en vez de hacernos esperar hasta después de la primera cita.
—¿Qué pensaron tus padres de que mamá fuera de los territorios agrarios?
Mi padre se queda un momento callado.
—Bueno, lo cierto es que se preocuparon un poco. Nunca pensaron que me emparejarían con alguien que no fuera de ciudad, pero enseguida se alegraron. —Sonríe como siempre hace cuando habla de amor—. Les bastó con verla para cambiar de opinión. Tenías que haber visto a tu madre en esa época.
—¿Por qué os visteis en la ciudad y no en los territorios agrarios? —pregunto.
Por lo general, el primer encuentro tiene lugar cerca de donde vive la chica y siempre está presente un funcionario del Ministerio de Emparejamientos para asegurarse de que todo va bien.
—Ella insistió en venir aunque el viaje en tren era largo. Quería ver la ciudad lo antes posible. Mis padres, el funcionario y yo fuimos a recibirla a la estación.
Se queda callado, y sé que está recordando el encuentro, cuando mi madre bajó del tren.
—¿Y?
Sé que parezco impaciente, pero tengo que recordarle que no ha regresado al pasado. Está aquí, en el presente, y yo necesito saber todo lo posible sobre la pareja que me engendró.
—Cuando bajó del tren, tu abuelo me dijo: «Aún tiene el sol en la cara». —Se queda callado y sonríe—. Y así era. Yo nunca había visto a nadie tan cálido y lleno de vida. Mis padres no volvieron a poner ninguna objeción. Creo que todos nos enamoramos de ella ese día.
Ninguno de los dos nos damos cuenta de que mi madre está en la puerta hasta que se aclara la garganta.
—Y yo de vosotros.
Parece triste y me pregunto si no estará pensando en el abuelo, en la abuela o en ambos. Ahora, ella y mi padre son las únicas personas que recuerdan ese día, salvo quizás el funcionario que supervisó el encuentro.
—¿Quién te ha llamado tan tarde? —pregunto.
—Era del trabajo —responde mi madre. Parece cansada. Se sienta al lado de mi padre y apoya la cabeza en su hombro mientras él la rodea con el brazo—. Mañana tengo que salir de viaje.
—¿Por qué?
Mi madre bosteza y los ojos azules se le agrandan. Su cara sigue acariciada por el sol de tanto trabajar al aire libre. Parece un poco mayor de lo habitual y, por primera vez, veo algunas canas entremezcladas con su espeso pelo rubio, algunas sombras en el sol.
—Es tarde, Cassia. Deberías estar durmiendo. Y yo también. Os lo contaré todo a tu hermano y a ti y por la mañana.
No protesto. Cierro la mano donde llevo la microficha y digo:
—Está bien.
Antes de marcharme, mi madre me da un beso de buenas noches.
En mi habitación, me pongo a escuchar a través de la pared. Me alarma un poco que mi madre se vaya en este momento. ¿Por qué ahora? ¿Adonde va? ¿Cuánto tiempo estará de viaje? Rara vez se ausenta por trabajo.
—¿Y bien? —dice mi padre en el salón. Intenta hablar en voz baja—. ¿Algún problema? No recuerdo la última vez que nos llamaron tan tarde.
—No sabría decirlo. Parece que pasa algo, pero no sé qué es. Nos han pedido a empleados de varios arboretos que vayamos a echar un vistazo a un cultivo del arboreto de la provincia de Grandia.
Su voz tiene el timbre cantarín que adquiere cuando es muy tarde y está muy cansada. Lo recuerdo de las noches en que me contaba aquellos cuentos sobre flores y me tranquilizo. Si ella no cree que algo va mal, debe de ir todo bien. Mi madre es una de las personas más inteligentes que conozco.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —pregunta mi padre.
—Una semana, a lo sumo. ¿Crees que Cassia y Bram estarán bien? Es un viaje bastante largo.
—Lo entenderán. —Mi padre se queda callado—. Cassia aún está disgustada por lo de la muestra.
—Lo sé, y me preocupa. —Mi madre suspira, un sonido débil que, de algún modo, sigo oyendo a través de la pared—. No lo hiciste aposta. Espero que pronto lo entienda.
«Sí que lo hizo aposta —pienso. Y entonces me doy cuenta—: No lo sabe. Él no se lo ha dicho. Mi padre tiene un secreto con mi madre.»
Y me asalta un pensamiento horrible.
«Así que, al final, su relación no es perfecta.»
Nada más pensarlo, quiero borrarlo de mi mente. Si su relación no es perfecta, ¿qué probabilidades hay de que lo sea la mía?
A la mañana siguiente, otra tormenta azota las hojas de los arces y empapa las neorrosas. Estoy desayunando, otra vez gachas humeantes en el plato de papel de aluminio, cuando oigo que el terminal anuncia: «Cassia Reyes, tu actividad de ocio, excursionismo, se ha cancelado durante el día de hoy a causa del mal tiempo. Sé tan amable de presentarte en el centro de segunda enseñanza para hacer horas adicionales de estudio».
No hay excursión. Lo cual significa que no hay Ky.
Hace bochorno cuando me dirijo a la parada del tren aéreo. La lluvia se suma al agua del aire, atrapando la humedad. Mis cabellos cobrizos comienzan a enredarse y a encresparse, como hacen a veces con un tiempo así. Miro el cielo, pero sólo veo una masa de nubes compacta.
Ninguno de mis amigos viaja en el tren aéreo que cojo; ni Em, ni Xander ni Ky. Probablemente, han cogido otros trenes o aún se están preparando, pero tengo una sensación de pérdida, de que falta algo. De que falta alguien.
Quizá sea yo.
Cuando llego a la escuela, subo a la biblioteca de investigación, donde hay varios terminales. Quiero informarme acerca de Dylan Thomas y Alfred Lord Tennyson y averiguar si alguno de sus poemas pasó la selección. No creo que ninguno lo hiciera, pero tengo que asegurarme.
Vacilo, con los dedos suspendidos sobre la pantalla del terminal. La manera más rápida de averiguarlo sería escribir sus nombres, pero mi búsqueda quedaría registrada y podrían descubrirme. Es mucho más seguro consultar las listas de poetas de la base de datos de los Cien Poemas. Si voy de poeta en poeta, parecerá un trabajo escolar más que una búsqueda específica.
Tardo mucho rato en mirar cada nombre, pero, por fin, llego a la «T». Encuentro un poema de Tennyson y quiero leerlo, pero no tengo tiempo. No hay ningún Thomas. Hay un Thoreau. Toco ese nombre; han conservado un poema suyo, «La luna». ¿Escribió algo más? Si lo hizo, ya no queda nada.
¿Por qué me dio mi abuelo esos poemas? ¿Quería que hallara algún significado en ellos? ¿Quiere que no «entre dócil»? ¿Y eso qué significa? ¿Debo enfrentarme a la autoridad? Más me valdría preguntarle si quiere que me suicide. Porque sería un suicidio. No me moriría de verdad, pero, si intentara infringir las normas, me arrebatarían todo lo que valoro. Una pareja. Mi propia familia. Una buena profesión. No tendría nada. No creo que el abuelo quisiera eso para mí.
No logro entenderlo. He pensado en ello hasta la saciedad y he dado mil vueltas a las palabras en mi cabeza. Ojalá pudiera volver a verlas escritas sobre papel y resolver el enigma. Por alguna razón, siento que todo sería distinto si las viera fuera de mí, no sólo en mi cabeza.
No obstante, me he dado cuenta de una cosa. Aunque he hecho lo correcto —he quemado las palabras y he intentado olvidarlas—, no ha dado resultado. Las palabras se niegan a abandonarme.
Siento un gran alivio nada más ver a Em sentada en el comedor. Está resplandeciente y, cuando me ve, levanta el brazo para saludarme. Está claro que el banquete fue bien. No se dejó dominar por el pánico. Lo ha conseguido. No está muerta.
Hago rápidamente la cola y me siento a su lado.
—¿Y bien? —pregunto, aunque ya sé la respuesta—. ¿Cómo fue el banquete?
Su brillo baña a todas las personas del comedor. Todos los de la mesa sonreímos.
—Fue perfecto.
—Entonces ¿no es Lon? —digo, haciendo un chiste malo. A Lon lo emparejaron hace unos meses.
Em se ríe.
—No. Se llama Dalen. Es de la provincia de Acadia.
Acadia es una de las provincias con más bosques. Está situada al este, a muchos kilómetros de las onduladas colinas y valles fluviales de Oria. En Acadia tienen piedra y mar. Cosas que aquí no abundan.
—Y…
Me acerco más a ella. También lo hacen los demás amigos que están sentados a la mesa. Todos estamos impacientes por conocer detalles del chico con el que Em se casará.
—Cuando se levantó, pensé: «No puede ser para mí». Es alto y me sonrió nada más verme. Ni siquiera parecía nervioso.
—¿Tan guapo es?
—Desde luego. —Em sonríe—. Y, gracias a Dios, no me dio la impresión de que se llevara un chasco conmigo.
—¿Cómo iba a llevarse un chasco contigo? —Hoy, Em brilla tanto con su ropa de diario marrón que imagino que anoche, con su vestido amarillo, era imposible no mirarla—. Así que es guapo. Pero ¿qué aspecto tiene?
Los celos apenas velados que percibo en mi voz me avergüenzan. Nadie se reunió a mi alrededor para averiguar cómo era Xander. No hubo misterio porque ya lo sabían todos.
Em tiene la amabilidad de pasar por alto mis celos.
—De hecho, se parece un poco a Xander… —comienza a decir, pero se interrumpe.
Sigo su mirada y veo a Xander a poca distancia de nosotros. Lleva su bandeja de comida y parece contrariado. ¿Ha percibido los celos de mi voz cuando Em ha descrito a su pareja?
¿Qué me pasa?
Intento disimular.
—Estábamos hablando de la pareja de Em. Se parece a ti.
Xander se recobra enseguida.
—Entonces es increíblemente guapo.
Se sienta a mi lado, pero no me mira. Me siento violenta. Es obvio que me ha oído.
—Por supuesto. —Em se ríe—. ¡No sé por qué estaba tan preocupada! —Se ruboriza un poco, recordando probablemente la noche del auditorio, y mira a Xander—. Todo ha salido perfecto, justo como tú dijiste.
—Ojalá aún se pudiera imprimir una foto desde el primer momento —digo—. Quiero ver cómo es.
Em describe a Dalen y nos cuenta cosas de él que ha leído en su microficha, pero yo estoy demasiado distraída para escucharla con atención. Me preocupa haber herido a Xander y quiero que me mire o me coja la mano, pero él no hace ninguna de las dos cosas.
Em me agarra por el brazo cuando salimos del comedor.
—Muchísimas gracias por prestarme tu polvera. Me ayudó tener algo en la mano, ¿sabes?
Asiento.
—Ky te la ha devuelto esta mañana, ¿no?
—¡No!
Se me cae el alma a los pies. ¿Dónde está mi polvera? ¿Por qué no la tiene Em?
—¿No? —Em palidece.
—No —repito—. ¿Por qué la tiene Ky?
—Lo vi en el tren aéreo después del banquete. Había salido tarde del trabajo. Quería que recuperaras la polvera lo antes posible. —Respira hondo—. Sabía que verías a Ky en la excursión antes de verme a mí aquí, y no podía llevártela directamente a casa porque quedaba poco para el toque de queda.
—La excursión de esta mañana se ha cancelado por el mal tiempo.
—Ah, ¿sí? —Las excursiones son la única actividad de ocio que es imposible realizar con mal tiempo. Incluso la natación puede practicarse en una piscina cubierta. Em parece descompuesta—. Debería haberlo pensado. Pero ¿por qué Ky no ha encontrado la forma de devolvértela? Sabía lo importante que era. Me aseguraré de decírselo.
Buena pregunta. Pero no quiero arruinarle su gran momento. No quiero que se preocupe.
—Estoy segura de que se la habrá dado a Aida para que ella se la dé a mis padres —digo intentando no parecer preocupada—. O me la dará él mismo en la excursión de mañana.
—No te preocupes —dice Xander mirándome a los ojos. Sus palabras salvan las pequeñas brechas que no dejan de abrirse entre nosotros—. Ky es de fiar.