—Cassia Reyes —digo mientras enseño mi tarjeta digital.
La empleada registra el número de mi bandeja en su terminal portátil y me la da. El terminal portátil vuelve a emitir un pitido cuando Xander coge su bandeja y se detiene a mi lado.
—¿Has visto a Em por alguna parte? ¿O a Piper o a Ky? —pregunta.
El patio del centro de primera enseñanza está cubierto de mantas. Un picnic en toda regla: comemos al aire libre, en la hierba. Los empleados van de acá para allá, intentando poner las bandejas correctas en las manos correctas. Es un poco complicado y comprendo por qué no se hace muy a menudo. Es mucho más fácil enviar la comida a las casas, escuelas y lugares de trabajo.
—Creo que Piper y Ky no se han apuntado —respondo—. Por el trabajo.
Alguien nos hace señas desde una manta extendida en mitad del patio.
—Ahí está Em —digo a Xander señalándola, y juntos pasamos entre las mantas y vamos saludando a nuestros compañeros de clase y amigos.
Todo el mundo está de buen humor por la novedad de la situación. Miro al suelo, intentando no pisar la manta ni la cena de nadie, y choco con Xander, que se ha detenido. Se da la vuelta y me sonríe.
—Casi me tiras la cena al suelo —dice, y yo le sigo la broma dándole un pequeño empujón. Él se deja caer en la manta junto a Em y se inclina sobre su bandeja para ver qué contiene—. ¿Qué nos han puesto?
—Un guiso de carne y verduras —responde Em haciendo un puchero.
—Pensad en el helado —digo.
Casi he terminado de cenar cuando alguien llama a Xander desde el otro extremo del patio.
—Enseguida vuelvo —nos dice antes de levantarse y alejarse.
Sigo su avance entre la multitud; la gente se vuelve para verlo pasar, lo llaman.
Em se inclina hacia mí y me dice:
—Creo que no estoy bien. Me he tomado la pastilla verde esta mañana. Tenía intención de guardarla para este fin de semana. Ya sabes.
Estoy a punto de preguntarle a qué se refiere cuando, de repente, me siento la peor amiga del mundo; ¿cómo se me ha podido olvidar su banquete? Em quería guardar la pastilla verde para esa noche, porque se está poniendo nerviosa.
—Oh, Em —digo abrazándola.
Últimamente nos hemos distanciado, pero no porque hayamos querido. Esto sucede conforme se acerca el momento de que nos asignen un trabajo y una profesión. Pero la echo de menos. Sobre todo en tardes como ésta. Tardes de estío, en las que recuerdo cómo era tener menos años y más tiempo. En las que Em y yo solíamos pasar juntas muchas de nuestras horas lúdicas. Teníamos más, por aquel entonces.
—Será una noche maravillosa —añado—. Te lo prometo. Todo es precioso. Es justo como nos dicen que será.
—¿De verdad? —pregunta.
—Por supuesto. ¿Qué vestido has elegido?
Los vestidos se rediseñan cada tres años, de modo que Em ha elegido entre los mismos que yo.
—Uno de los amarillos. El número catorce. ¿Lo recuerdas?
Han pasado muchas cosas desde que estuve en el Ministerio de Emparejamientos y elegí mi vestido.
—Creo que no —respondo, intentando acordarme.
La voz de Em se anima mientras me describe el vestido.
—Es de un color amarillo muy pálido y tiene las mangas japonesas…
Lo recuerdo.
—Oh, Em. Me encantó ese vestido. Estarás guapísima.
Y lo estará. El amarillo es el color ideal para Em; le quedará precioso con su piel crema, sus cabellos negros y sus ojos oscuros. Parecerá un sol radiante de primavera.
—Estoy nerviosísima.
—Lo sé. Es difícil no estarlo.
—Todo es distinto ahora que te han emparejado con Xander —me dice—. He estado preguntándome… ya sabes.
—Pero mi emparejamiento con Xander no aumenta las probabilidades…
—Lo sé. Todos lo sabemos. Pero ahora no podemos evitar preguntárnoslo.
Mira su bandeja de papel de aluminio, su cena casi intacta.
Suena un timbre en los altavoces y todos comenzamos a recoger nuestras cosas de forma automática. Hora de trabajar. Em suspira y se levanta. La preocupación aún le arruga las facciones y yo recuerdo cómo me sentí mientras esperaba a que apareciera mi pareja.
—Em —digo de forma impulsiva—, si quieres tengo una polvera que puedo prestarte para tu banquete. Es dorada. Quedaría perfecta con tu vestido. Mañana por la mañana te la traigo.
A Em se le agrandan los ojos.
—¿Tienes una reliquia? ¿Y me la prestas a mí?
—Por supuesto. Eres una de mis mejores amigas.
Hay neorrosas rojas en macetas negras de plástico esperando a que las plantemos delante del centro de primera enseñanza. Los centros de primera enseñanza siempre inspiran alegría. Los recuerdo por dentro, con las paredes amarillas, las baldosas verdes y las puertas azules. En ellos es fácil sentirse protegido. Siempre me sentí así cuando era pequeña. «Ahora también me siento protegida —me digo—. Los poemas ya no existen. Los problemas de mi padre han terminado. Me siento protegida aquí, y en cualquier otro sitio.»
Excepto, quizás, en la colina, donde, pese a mi decisión de protegerme, a menudo me descubro mirando a Ky, haciéndome preguntas. Deseando volver a hablar con él, pero no atreviéndome a correr el riesgo de decirle nada aparte de cosas corrientes, las cosas que siempre decimos.
Me vuelvo y busco a Ky, pero no lo veo.
—¿Qué clase de flores son éstas? —pregunta Xander mientras cavamos. La densa y negra tierra se desmenuza en terrones cuando la levantamos.
—Neorrosas —respondo— Es probable que tengas algunas en tu patio. Nosotros tenemos en el nuestro.
No le digo que no son las preferidas de mi madre. En su opinión, las neorrosas que crecen en todos los jardines y espacios públicos de la ciudad están demasiado hibridadas, demasiado alejadas de la planta original. Las protorrosas requerían muchos cuidados: cada flor era un triunfo. Pero éstas son resistentes, vistosas. Están hechas para durar. «En los territorios agrarios no tenemos neorrosas —dice mi madre—. Tenemos otras flores, flores silvestres.»
Cuando era pequeña, solía explicarme cuentos sobre flores que crecían en los territorios agrarios. Los cuentos no tenían argumento; ni tan sólo eran cuentos, sino más bien descripciones, pero eran bonitos y me ayudaban a conciliar el sueño.
Pendientes de la reina, decía mi madre en voz baja despacio.
Fucsias. Les gustan la sombra y el agua. Y son de un rosa muy vivo. Parecen pendientes.
—¿Quién fue la última reina? —preguntaba yo adormecida.
—No me acuerdo. Creo que sale en una de las Cien Lecciones de Historia. Pero, chist. Lo importante no es eso. Lo importante es que parecen pendientes. Y hay tantas que es imposible contarlas, pero aun así lo intentas…
Xander me pasa una neorrosa y yo la saco de su maceta y la coloco en la tierra. Las fuertes raíces fibrosas han crecido alrededor de la pared de la maceta debido a la falta de espacio. Las desenrollo. Mirar la tierra me hace pensar en la excursión y en el barro que se me adhirió a las botas. Y pensar en la excursión me hace pensar en Ky. Otra vez.
¿Dónde estará? Mientras Xander y yo plantamos flores y charlamos, me lo imagino trabajando cuando el resto de nosotros jugamos, o escuchando música ambiental en un auditorio semivacío. Lo imagino caminando entre el gentío del centro recreativo y jugando una partida que probablemente perderá. Lo imagino sentado en el cine viendo una proyección, con lágrimas en los ojos. «No.» Aparto las imágenes de mi mente. No voy a hacerlo más. He hecho mi elección.
«Para empezar, nunca he tenido elección.»
Xander sabe que no le estoy escuchando con la debida atención. Mira a su alrededor para asegurarse de que nadie nos oye y me pregunta en voz baja:
—Cassia, ¿aún estás preocupada por tu padre?
Mi padre.
—No lo sé —respondo.
Es la verdad. En este momento, no sé qué pensar de él. Mi enfado ya está dando paso, contra mi voluntad, a una mayor comprensión y empatía. Si el abuelo me hubiera mirado con sus ojos apasionados y me hubiera pedido que le hiciera un último favor, ¿habría sido capaz de negarme?
La tarde transcurre despacio y el cielo se va oscureciendo de forma gradual. Queda un resquicio de luz cuando el timbre vuelve a sonar y nos levantamos para contemplar nuestra obra. Una suave brisa sopla próxima al suelo y los macizos de flores rojas se ondulan en la oscuridad.
—Ojalá pudiéramos hacer esto todos los sábados —digo.
Tengo la sensación de haber creado algo hermoso. Mis manos están manchadas de rojo debido a los pétalos que he machacado; y me huelen a tierra y a neorrosas, un penetrante olor a flor que me gusta aunque mi madre diga que el perfume de las protorrosas era más sutil, más delicado. ¿Qué tiene de malo ser duradero? ¿Qué tiene de malo algo, o alguien, que persiste?
Mientras contemplo mi obra, me percato de que lo único que ha hecho siempre mi familia en vida es clasificar. Nunca crear. Mi padre clasifica reliquias antiguas como hizo el abuelo; mi bisabuela clasificaba poemas. Mis abuelos agricultores siembran y cosechan, pero todo lo que cultivan ha sido determinado por los funcionarios. Como lo que mi madre cultiva en el arboreto.
Como hemos hecho aquí.
De manera que, al final, no he creado nada. He hecho lo que me han ordenado, he seguido las reglas y ha sucedido algo hermoso. Justo como han prometido los funcionarios.
—Ahí está el helado —dice Xander.
Los empleados han empujado los carritos de helados hasta la acera más próxima a los parterres. Xander nos coge de la mano a Em y a mí y nos arrastra a la cola más próxima.
Los empleados tardan mucho menos tiempo en repartir los vasos de papel de aluminio del que les ha llevado distribuir la cena, porque el helado es el mismo para todos. Nuestras raciones contienen nuestras vitaminas y suplementos especializados, por lo que deben entregarse a la persona en cuestión. El helado es un alimento sin ningún valor nutricional.
Alguien llama a Em y ella va a sentarse a su manta. Xander y yo encontramos un lugar un poco apartado del resto de la gente. Nos apoyamos en las robustas paredes de cemento de la escuela y estiramos las piernas. Xander las tiene largas y lleva los zapatos desgastados. Pronto necesitará un par nuevo.
Hinca la cuchara en el helado blanco y suspira.
—Plantaría hectáreas por esto.
Estoy de acuerdo. Frío, dulce y maravilloso, el helado me resbala por la lengua y me baja por la garganta hasta el estómago, donde juro que sigo notándolo mucho después de que se derrita. Los dedos me huelen a tierra, los labios me saben a azúcar y estoy tan despierta en este momento que no sé si esta noche podré dormir.
Xander me ofrece su última cucharada de helado.
—No, para ti —digo, pero él insiste.
Está sonriente y me parece descortés apartarle la mano.
Cojo su cuchara y me meto el último trozo de helado en la boca. Es una de esas cosas que nunca podríamos hacer en una cena normal, compartir la comida, pero esta noche está permitido hacerlo. Los funcionarios que se pasean supervisándonos ni tan siquiera se inmutan.
—Gracias —digo y, después, de forma inexplicable, su acto de bondad casi me hace llorar, de manera que me pongo a bromear para evitarlo—. Hemos compartido cuchara. Es casi como si nos hubiéramos besado.
Xander pone los ojos en blanco.
—Si piensas eso, es que no te han besado nunca.
—Claro que me han besado.
Al fin y al cabo, somos adolescentes. Mientras no estamos emparejados, todos nos enamoramos, coqueteamos y nos besamos en juegos. Pero eso es todo lo que son, juegos, porque sabemos que un día estaremos emparejados. O que nos quedaremos solteros y los juegos no cesarán nunca.
—¿Había algo en las instrucciones sobre besarse? ¿Algo que deba recordar? —le pregunto, provocándolo.
Antes de responderme, Xander se acerca un poco más a mí y me mira con picardía.
—No hay normas sobre besarse, Cassia. Estamos emparejados.
He visto su cara muchas veces, pero nunca así. Nunca en la penumbra, nunca con un nudo en el estómago y el corazón en un puño. Miro a mi alrededor, pero nadie nos observa e, incluso si alguien lo hiciera, lo único que vería son dos figuras envueltas en sombras sentadas una junta a la otra mientras cae la noche.
De manera que también me acerco más a él.
Y, por si necesitara más confirmación de que la Sociedad sabe lo que hace, de que ésta es mi pareja ideal, el sabor del beso de Xander me habría convencido. La sensación es agradable, más dulce de lo que esperaba.
Suena el timbre en el patio cuando Xander y yo nos separamos sin dejar de mirarnos.
—Aún nos queda una hora lúdica —dice consultando el reloj, la expresión franca y desenvuelta.
—Ojalá pudiéramos quedarnos —digo sinceramente.
Aquí noto el aire cálido en la cara. Es aire de verdad, no aire refrigerado ni calentado para mi comodidad. Y el beso de Xander, mi primer beso de verdad, me lleva a apretar los labios, a intentar paladearlo de nuevo.
—No nos dejarán —arguye, y veo que tiene razón. Ya están recogiendo los vasos y diciéndonos que terminemos de pasar nuestras horas lúdicas en otra parte porque aquí está oscureciendo.
Em se separa de su otro grupo de amigos y se acerca a nosotros con paso airoso.
—Van a ver el final de la proyección —dice—, pero a mí me aburre. ¿Qué vais a hacer vosotros?
Nada más preguntarlo, abre los ojos un poco más de lo habitual, tras recordar que Xander y yo somos pareja. Lo había olvidado por un momento, y ahora le preocupa estar de más.
Pero la voz de Xander es cálida, relajada y cordial.
—No hay tiempo para una partida —observa—. Hay un auditorio cerca, a una parada de aquí. ¿Vamos?
Em parece aliviada y me mira para asegurarse de que no me importa. Le sonrío. Claro que no me importa. Ella continúa siendo amiga nuestra.
Mientras nos dirigimos a la parada del tren aéreo, pienso en que hubo una época en que éramos unos cuantos más. Entonces asignaron un trabajo a Ky y ahora se lo han asignado a Piper. No sé dónde ha ido Sera esta noche. Em está aquí, pero llegará un momento en el que también ella se irá, en el que sólo estaremos Xander y yo.
Hacía mucho tiempo, meses, que no estaba en un auditorio. Para mi sorpresa, está lleno a rebosar de personas vestidas de azul. De trabajadores, jóvenes y viejos, que han terminado el último turno. Supongo que esto es frecuente; con el poco tiempo que les queda, ¿dónde podrían ir si no? Deben de pasarse por aquí antes de regresar a casa. Para mi sorpresa, veo que algunos duermen con la cabeza echada hacia atrás, cansados. A nadie parece importarle. Algunos incluso conversan.
Ky está aquí.
Lo encuentro casi de inmediato en este mar azul, casi antes de saber que lo estaba buscando. Ky también nos ve. Nos saluda, pero no se levanta.
Nos sentamos en los asientos más próximos, Em, Xander y yo. Em pregunta a Xander por su experiencia en su banquete, buscando una vez más reafirmarse, y él comienza a explicarle una anécdota divertida sobre sus dificultades para ponerse los gemelos y anudarse la corbata. Intento no estar pendiente de Ky pero, de algún modo, lo sigo viendo cuando se levanta y se acerca a nosotros. Sonrío ligeramente cuando se sienta a mi lado.
—No sabía que te gustara tanto la música.
—Vengo mucho —dice él—. Casi todos los trabajadores lo hacen, como estoy seguro que has podido observar.
—¿No te aburre? —La voz clara y aguda de la cantante sobrevuela por encima de nosotros—. Hemos oído las Cien Canciones un montón de veces.
—A veces son distintas —dice Ky.
—Ah, ¿sí?
—Son distintas cuando tú estás distinto.
No sé muy bien qué quiere decir, pero Xander me distrae tirándome del brazo con brusquedad.
—Em —susurra, y yo la miro.
Em está temblando, respirando con rapidez. Xander se levanta y le cambia el sitio, guiándola, protegiéndola con su cuerpo, para que esté al abrigo del grupo y no en un extremo.
Yo también me inclino, ayudando a ocultarla de forma instintiva, y Ky no tarda en arrimarse a mí, tapándola también. Es la segunda vez que nos tocamos y, aunque estoy preocupada por Em, no puedo evitar darme cuenta ni desear pegarme más a él, aunque aún sienta el beso de Xander en los labios.
Hemos rodeado y ocultado a Em casi por completo. Pase lo que pase, cuantas menos personas lo vean mejor. Por el bien de Em y por el nuestro. Alzo la vista. El funcionario del auditorio no se ha fijado todavía en nosotros. Hay mucha gente y la mayoría son trabajadores, que exigen más vigilancia que los estudiantes. Disponemos de poco tiempo.
—Voy a darte la pastilla verde —dice Xander a Em con dulzura—. Es un ataque de ansiedad. He visto personas en el centro médico que los tienen. Lo único que necesitan es tomarse la pastilla verde, pero están tan asustadas que se les olvida.
Pese a hablar con confianza, se muerde el labio. Parece preocupado por Em; no debería explicar tantas cosas de su trabajo a personas que no son del gremio.
—No puedes —susurro—. Se ha tomado una ya hoy. No ha tenido tiempo de conseguir otra.
No digo el resto. «Y tendrá problemas si se toma dos en un día.»
Xander y Ky se miran. Nunca he visto a Xander vacilar así: ¿no puede hacer algo? Yo sé que puede. Una vez, un niño de nuestra calle se cayó y sangró muchísimo. Xander supo qué hacer (ni siquiera se inmutó) hasta que los médicos llegaron y se lo llevaron al centro médico para curarlo.
Ky tampoco se mueve. «¿Cómo es posible? —pienso enfadada—. ¡Ayúdala!»
Pero él tiene los ojos clavados en Xander. Mueve los labios.
—La tuya —susurra mirándolo.
Por una fracción de segundo, Xander no lo entiende, pero justo después lo hace. Y también lo hago yo.
Sin embargo, aquí radica la diferencia entre nosotros. Una vez que sabe a qué se refiere Ky, Xander no vacila.
—Claro —susurra, y saca su pastillero. Ahora que sabe qué hacer, es rápido, preciso, es el Xander de siempre.
Introduce su pastilla verde en la boca de Em. Creo que ella no sabe qué ocurre; tiembla como una hoja, está asustadísima. Traga de forma refleja. Dudo que note ningún sabor cuando engulle la pastilla.
Casi de inmediato, el cuerpo se le relaja.
—Gracias —nos dice cerrando los ojos—. Lo siento. He estado demasiado preocupada por el banquete. Lo siento.
—Tranquila —susurro mirando a Xander y luego a Ky.
Entre los dos lo han resuelto. Me extraña que Ky no haya dado su pastilla a Em, pero entonces recuerdo que es un aberrante. Y a los aberrantes no les permiten llevar pastillas.
«¿Lo sabe ahora Xander? ¿Acaba Ky de delatarse?»
Pero no creo que Xander lo haya deducido. ¿Por qué habría de hacerlo? Tiene tanto sentido que él dé su pastilla a Em como que lo haga Ky. Más incluso. Xander la conoce desde hace más tiempo. Se recuesta en su asiento y la observa mientras le toma el pulso, cogiéndole la delicada muñeca en una mano. Nos mira a Ky y a mí y afirma con la cabeza.
—Ya ha pasado todo —dice—. Se pondrá bien.
Rodeo a Em con el brazo, cierro los ojos y me concentro en escuchar la música. La canción que interpretaba la mujer ha terminado y ahora suena el himno de la Sociedad, retumbantes notas de contrabajo seguidas del coro que interpreta la última estrofa. Sus voces parecen triunfales; cantan como si fueran una sola persona. Como nosotros. Hemos formado un círculo alrededor de Em para protegerla de la mirada de los funcionarios: y ninguno dirá nada de la pastilla verde.
Me alegro de que todo se haya arreglado, de haber prometido a Em que le prestaré la polvera para su banquete. Porque ¿de qué sirve tener algo hermoso si no lo compartes?
Sería como tener un poema, un poema hermoso y apasionado que nadie más tiene y quemarlo.
Un momento después, abro los ojos y lanzo una mirada a Ky. Él no me mira, pero sé que sabe que lo estoy observando. La música es suave, lenta. Su pecho se hincha y se deshincha. Sus pestañas son negras, increíblemente largas, del mismo color que su pelo.
Ky tiene razón. Nunca volveré a escuchar esta canción de la misma forma que hoy.