Capítulo 11

El pasillo trae los ruidos de la cocina hasta mi habitación. La campanilla, que anuncia que acaban de repartir el desayuno, seguida de un estrépito: Bram que ha volcado algo. Sillas arrastradas, murmullos de voces mientras mis padres hablan con mi hermano. Pronto, el olor a comida se cuela por debajo de mi puerta, o quizás atraviesa las finas paredes de nuestra casa, impregnándolo todo. El olor es familiar, un olor a vitaminas y a algo metálico, tal vez el papel de aluminio.

—¿Cassia? —dice mi madre sin abrir la puerta—. Se te está haciendo tarde.

Ya lo sé. Quiero que se me haga tarde. Hoy no quiero ver a mi padre. No quiero hablar de lo que pasó ayer, pero tampoco quiero no hablar, sentarme a la mesa con nuestras raciones de comida y fingir que el abuelo no se ha ido para siempre.

—Ya voy —digo, y me levanto de la cama.

Cuando salgo al pasillo, oigo un anuncio en el terminal y me parece distinguir la palabra «excursión».

Cuando entro en la cocina, mi padre ya se ha marchado a trabajar.

Bram se pone el impermeable sonriendo de oreja a oreja. ¿Cómo puede olvidar lo de anoche tan deprisa?

—Hoy va a llover —me informa—. Te has quedado sin excursión. Lo han dicho en el terminal.

Mi madre le da su gorro y él se lo cala hasta las cejas.

—¡Adiós! —dice, y por una vez se dirige a la parada del tren aéreo, temprano, porque la lluvia le gusta.

—Parece que tienes unas horas libres —observa mi madre—. ¿Qué piensas hacer?

Lo sé inmediatamente. Los demás excursionistas pasarán este rato en la zona comunitaria de la escuela o en su biblioteca de investigación terminando algún trabajo. Yo tengo otra cosa en mente, una visita a una biblioteca distinta.

—Creo que iré a visitar a papá.

A mi madre se le dulcifica la mirada y sonríe.

—Seguro que le gusta, ya que no os habéis visto esta mañana. Aunque no va a poder hacerte mucho caso.

—Ya lo sé. Sólo quiero saludarlo.

Y destruir algo peligroso, algo que no debo tener. Algo que es más probable encontrar en una vieja biblioteca que en cualquier otro sitio, si es cierto que comprueban la composición de todo lo que se quema en los incineradores.

Cojo uno de los resecos triángulos de pan tostado que contiene mi bandeja y pienso en la composición de los dos poemas en el papel. Recuerdo muchas de las palabras, pero no todas, y las quiero todas. Hasta la última. ¿Hay algún modo de que pueda echarles un último vistazo antes de destruir el papel? ¿Hay algún modo de conseguir que las palabras perduren?

Ojalá supiéramos escribir en vez de sólo mecanografiar. Entonces podría volver a escribirlas algún día. Entonces quizá podría tenerlas cuando fuera mayor.

Miro por la ventana y observo a Bram mientras espera en la parada del tren aéreo. Todavía no llueve. Él sube y baja las escaleras metálicas dando brincos. Me sonrío y espero que nadie lo obligue a parar, porque sé lo que está haciendo. A falta de verdaderos truenos, está fabricando los suyos propios.

Ky es la única persona que se dirige a la parada del tren aéreo cuando salgo de casa. El tren con destino al centro de segunda enseñanza ya ha pasado y el próximo va a la ciudad. Ky debe presentarse a trabajar cuando se cancelan sus actividades de ocio; para él no hay horas libres. Al verlo caminar con la espalda recta, la cabeza erguida, pienso en lo solo que debe de sentirse. Lleva mucho tiempo fundiéndose en la multitud y ahora han vuelto a apartarlo.

Se vuelve cuando oye que me acerco por detrás.

—Cassia —dice aparentemente sorprendido—, ¿has perdido el tren?

—No. —Me detengo a cierta distancia para dejarle espacio si lo necesita—. Cojo éste. Voy a visitar a mi padre. Ya sabes, como han cancelado la excursión…

Ky vive en nuestro distrito y seguro que sabe que los funcionarios nos visitaron anoche. Pero no dirá nada. Nadie lo hará. No es asunto suyo, a menos que la Sociedad decida lo contrario.

Doy otro paso hacia la parada del tren aéreo, hacia Ky. Espero que se mueva, que comience a subir las escaleras hacia el andén, pero no lo hace. De hecho, avanza un paso hacia mí. Detrás de él, la arbolada Loma del arboreto se alza a lo lejos. Me pregunto si alguna vez la subiremos. La tormenta, todavía a varios kilómetros de distancia, se desplaza implacable por el cielo y retumba, gris y pesada. Ky alza la vista.

—Va a llover —dice casi entre dientes, y vuelve a mirarme—. ¿Vas a su despacho de la ciudad?

—No. Voy más lejos. Está trabajando en un solar de las afueras del distrito del Río.

—¿Puedes ir y volver antes de que empiecen las clases?

—Eso creo. Ya lo he hecho otras veces.

Con las nubes detrás de él, los ojos de Ky parecen más claros, como si reflejaran el gris que los envuelve, y me asalta un pensamiento inquietante: sus ojos quizá no sean de ningún color. Reflejan lo que lleva, quién le ordenan los funcionarios que sea. Cuando iba vestido de marrón, sus ojos parecían castaños. Ahora que va vestido de azul, parecen azules.

—¿En qué piensas? —me pregunta.

Le digo la verdad.

—En el color de tus ojos.

Mi respuesta lo coge por sorpresa pero, al cabo de un segundo, sonríe. Me encanta su sonrisa; en ella entreveo el niño de aquel día en la piscina. ¿Eran sus ojos azules entonces? No me acuerdo. Ojalá me hubiera fijado mejor en ellos.

—¿Y tú en qué piensas? —pregunto.

Espero que los postigos se cierren como hacen siempre: Ky me dará alguna respuesta típica como «Pensaba en lo que tengo que hacer hoy en el trabajo» o «En lo que voy a hacer este sábado por la noche».

Pero no lo hace.

—En mi hogar —dice simplemente sin despegar los ojos de mí en ningún momento.

Nos miramos, sin vergüenza, sin prisas, y percibo que Ky sabe cosas. No estoy segura de qué, de si tienen relación conmigo o no…

No dice nada más. Me mira con sus ojos inconstantes, unos ojos que me parecieron marrones pero que, en cambio, son azules como el cielo, y yo le sostengo la mirada. Creo que nos hemos mirado más en los dos últimos días que en todos los años que hace que nos conocemos.

La voz femenina que anuncia los trenes rompe el silencio: «El tren aéreo está a punto de hacer su entrada».

Ninguno de los dos habla cuando subimos juntos las escaleras metálicas que conducen al andén, echando una carrera a las nubes distantes. Por el momento, las vencemos y llegamos arriba cuando el tren aéreo se detiene delante de nosotros. Subimos juntos y nos unimos a grupos de personas vestidas con ropa de diario azul y a unos cuantos funcionarios desperdigados.

No hay dos asientos juntos. Yo encuentro uno primero y Ky se sienta enfrente. Se encorva y apoya los codos en las rodillas. Un trabajador le saluda y él contesta. El tren va lleno y pasan personas entre nosotros, pero puedo observarlo de vez en cuando por los huecos que dejan. Y en ese momento se me ocurre que ésta puede ser otra razón por la que voy a ver a mi padre hoy; no sólo para destruir el papel, sino para ir con Ky en tren.

Llegamos primero a su parada, y él se apea sin mirar atrás.

Desde el andén elevado del tren aéreo, los escombros de la vieja biblioteca parecen cubiertos de gigantescas arañas negras. Los tubos de los inmensos incineradores negros se extienden como patas por encima de los ladrillos y se introducen en el sótano de la biblioteca. El resto del edificio ha sido demolido.

Bajo las escaleras y me dirijo a la biblioteca. Aquí estoy fuera de lugar, pero no tengo prohibido el acceso. Aun así, sería mejor que nadie me viera todavía. Me acerco despacio hasta poder mirar en el socavón. Los trabajadores, la mayoría vestidos con ropa de diario azul, aspiran montones de papeles con los tubos de incineración. Mi padre nos ha explicado que, justo cuando creían haberlo revisado todo, encontraron cajas de acero llenas de libros enterradas en el sótano. Como si alguien intentara esconder y conservar los libros para la posteridad. Mi padre y otros restauradores especialistas han revisado las cajas y no han encontrado nada especial, de modo que van a incinerarlo todo.

Un funcionario va vestido de blanco. Mi padre. Como todos los trabajadores llevan cascos protectores, no le veo la cara, pero vuelve a andar con paso firme. Se mueve con determinación, está en su elemento, dando instrucciones a los trabajadores y señalándoles dónde quiere que dirijan los tubos de incineración.

A veces se me olvida que mi padre es funcionario. Rara vez lo veo de servicio con el uniforme que se pone cuando llega al trabajo. Verlo vestido de blanco me consuela (no lo han degradado después de anoche, al menos no todavía) y, a la vez, me crispa. Es extraño ver a las personas en sus distintas facetas.

Se me ocurre otra cosa: antes de cumplir setenta años y tener que jubilarse, el abuelo también fue funcionario. «Pero el caso de papá y el abuelo es distinto», me digo. Ninguno de los dos es, o fue, un alto funcionario en carteras como la del Ministerio de Emparejamientos o la del Ministerio de Seguridad. Esos funcionarios son los que desempeñan la mayoría de los cometidos oficiales, como obligar a cumplir las normas. Nosotros somos pensadores, no represores: aprendemos, no actuamos.

Lo hacemos casi siempre: mi bisabuela, también funcionaria, robó los poemas.

Mi padre mira al cielo, consciente de la tormenta que se avecina. La rapidez es importante, pero tienen que ser metódicos. «No podemos quemarlo todo sin más —suele decirme—. Los tubos son como los incineradores domésticos. Registran la cantidad y tipo de la materia que destruyen.» Quedan unos cuantos montones de libros y, mientras observo, los trabajadores van de uno a otro, obedeciendo órdenes. Es más rápido incinerar páginas sueltas que libros enteros, de manera que los rompen abriéndolos por el lomo, preparándolos para los tubos.

Mi padre vuelve a mirar al cielo e indica al resto de los trabajadores que se den prisa. Tengo que regresar al centro de segunda enseñanza, pero sigo observando.

No soy la única. Cuando alzo la vista, veo otra figura vestida de blanco asomada al socavón de arañas y libros. Un funcionario. Que también observa. Supervisa a mi padre.

Los trabajadores arrastran un tubo de incineración hasta un montón recién preparado. Los lomos de los libros están rotos: sus nervios son finos y delicados. Los trabajadores los empujan hacia el tubo: los pisan. Las páginas crujen bajo sus botas como la hojarasca. Esto me recuerda el otoño, cuando las brigadas de incineración se desplazan a nuestros distritos y nosotros arrojamos a los tubos paletadas de hojas muertas de arce. Mi madre siempre lamenta el derroche, porque la hojarasca puede servir de abono, igual que mi padre lamenta el desperdicio de papel que podría reciclarse cuando tiene que incinerar una biblioteca. Pero, según los altos funcionarios, hay cosas que no merece la pena conservar. A veces, es más rápido y eficaz destruirlas.

Sale volando una página en un remolino de viento levantado por la inminente tormenta, se eleva hasta casi hallarse a la altura de mis pies mientras aguardo al borde de este pequeño desfiladero que antes fue una biblioteca. Se queda suspendida en el aire, tan cerca que casi veo las palabras escritas en ella. Luego, el viento cesa un momento y vuelve a caer.

Alzo la vista. Ninguno de los dos funcionarios me vigila. Ni mi padre ni su supervisor. Mi padre está absorto en los libros que destruye; el otro funcionario lo está en mi padre. Es la hora.

Me meto la mano en el bolsillo y saco el papel que me dio el abuelo. Lo suelto.

Danza un momento en el aire antes de caer. Otra ráfaga de viento casi lo salva, pero un trabajador lo ve y levanta el tubo para aspirar el papel del aire, para aspirar las palabras del cielo.

«Lo siento, abuelo.»

Me quedo observando hasta que todos los libros han sido engullidos por los tubos de incineración, hasta que todas las palabras han sido reducidas a polvo y cenizas.

Me he quedado demasiado tiempo en la biblioteca demolida y casi llego tarde a clase. Xander me espera junto a las puertas de entrada del centro de segunda enseñanza.

Empuja una y la mantiene abierta con el hombro.

—¿Va todo bien? —pregunta en voz baja cuando me detengo en el umbral.

—Hola, Xander —le dice alguien.

Él asiente en su dirección, pero no deja de mirarme.

Por un momento, pienso que debería contárselo todo. No sólo lo que ocurrió anoche con los funcionarios, que es lo que le preocupa, sino todo. Debería hablarle de la cara de Ky en el terminal. Y de Ky en el bosque, cuando vio el poema. Debería hablarle del poema y de cómo me he sentido al deshacerme de él. En cambio, asiento. No quiero hablar en este momento.

Xander cambia de tema y los ojos se le iluminan.

—Casi se me olvida. Tengo algo que decirte. Este sábado hay una actividad nueva.

—Ah, ¿sí? —pregunto agradecida de que lo entienda, de que no insista—. ¿Estrenan una proyección?

—No, mejor aún. Podemos replantar los parterres del centro de primera enseñanza y cenar al aire libre. Una especie de… ¿cómo se dice…? Picnic. Y luego habrá helado.

El entusiasmo de su voz me arranca una sonrisa.

—Xander, eso es trabajo encubierto. Quieren mano de obra gratis y nos sobornan con helado.

Me sonríe.

—Lo sé, pero va bien tomarse un descanso. Así estaré fresco la próxima vez que juegue. A ti también te apetece, ¿verdad? Sé que las plazas se llenan enseguida y ya te he apuntado, por si te apetecía.

Me molesta un poco que lo haya hecho sin consultarme, pero el enfado se me pasa casi al instante cuando percibo cierto azoramiento en su sonrisa. Sabe que ha cruzado una línea: jamás habría hecho nada semejante antes de ser mi pareja. Y el hecho de que le preocupe lo disculpa. Además, aunque sea trabajo encubierto, yo me habría apuntado sin pensármelo. Xander lo sabe. Me conoce y cuida de mí.

—Me parece bien —digo—. Gracias.

Xander suelta la puerta y entramos juntos en el vestíbulo. En un rincón de mi mente, me pregunto qué hará Ky esa tarde. En el trabajo no te informan de las actividades nuevas. Para cuando llegue a casa y se entere, es probable que las plazas ya estén llenas por tratarse de una actividad nueva y por el helado. No obstante, podríamos apuntarlo nosotros. Yo podría ir a uno de los terminales de la escuela y…

Ya no hay tiempo. El timbre suena por los altavoces del vestíbulo.

Xander y yo cruzamos la puerta del aula, nos sentamos en nuestros pupitres y sacamos nuestros lectores y calígrafos. Piper suele sentarse a nuestro lado en ciencias aplicadas, pero no la veo.

—¿Dónde está Piper?

—Quería decírtelo. Hoy le han asignado su puesto de trabajo definitivo.

—Ah, ¿sí? ¿Cuál es?

Pero el timbre vuelve a sonar y tengo que mirar al frente y esperar a que termine la clase para enterarme. ¡Piper ya tiene profesión! Unas cuantas personas la obtienen enseguida, como Ky, pero al resto nos las asignan después de que cumplamos diecisiete años. Nos van colocando uno a uno hasta que todos nos hemos ido y ya no queda nadie en nuestro curso.

Espero que tarden mucho en colocar a Xander y a Em. Esto no sería lo mismo sin ellos, sobre todo sin Xander. Lo miro. Observa a la instructora como si fuera lo único que quisiera hacer en el mundo. Teclea en el calígrafo; mueve un pie con impaciencia, siempre dispuesto a saber más. Cuesta seguirle el ritmo: es muy listo, y aprende con mucha rapidez. ¿Y si le asignan una profesión enseguida y me deja atrás?

Todo está sucediendo muy deprisa. Llegar a los diecisiete me ha parecido como andar paso a paso por un camino en el que veía cada guijarro, reparaba en cada hoja y me sentía gratamente aburrida y expectante al mismo tiempo. Ahora, me parece estar corriendo por ese camino a toda velocidad y respirando con dificultad. Me parece que la fecha de mi contrato matrimonial está a la vuelta de la esquina. ¿Volverán alguna vez las cosas a transcurrir con más lentitud?

Dejo de mirar a Xander. «Aunque le asignen antes una profesión, Xander y yo continuamos estando emparejados», me recuerdo. No va a dejarme atrás. No sabe que vi la cara de Ky en la pantalla ese día.

Si se lo contara, ¿lo entendería? Creo que sí. No creo que eso pusiera en peligro nuestra relación de pareja, ni nuestra amistad. De cualquier modo, no quiero arriesgarme a perder ni una cosa ni la otra.

Vuelvo a mirar a la instructora. La ventana que tiene detrás está oscura; el cielo, repleto de nubarrones bajos. ¿Qué aspecto tendrán desde la cima de la Loma? ¿Es posible subir lo bastante alto como para estar por encima de las nubes y contemplar la lluvia desde un lugar soleado?

Sin pretenderlo, imagino a Ky en la colina, con el rostro vuelto hacia el calor. Cierro un momento los ojos e imagino que estoy allí con él.

La tormenta por fin se desata en mitad de clase. Imagino la lluvia en el espacio verde donde hablé con la funcionaria, rebosando por la taza de la fuente y aporreando el banco donde estuve sentada. Imagino el ruido de las gotas cuando golpean el metal y caen a la hierba y la tierra. Fuera, parece de noche. El agua se estrella contra el tejado y corre por los canalones. La única ventana de nuestra aula tiene una cortina de lluvia y parece que un mar nos haya inundado.

De pronto, recuerdo un verso del otro poema, el de Tennyson: «Pues aunque el flujo lejos me arrastre mar adentro».

Si hubiera guardado los poemas del abuelo, el flujo me arrastraría mar adentro y no habría vuelta atrás. He hecho lo que debía; he hecho lo correcto. Pero es como si la lluvia también cayera sobre mí, llevándose mi alivio y dejando sólo arrepentimiento: los poemas ya no están y no podré recuperarlos jamás.