Esta tarde, mis vecinos no se comportan como de costumbre; algo va mal. La gente espera en la parada del tren aéreo con expresión hosca, sin hablar con nadie. Se monta en el tren sin saludar a los pasajeros que nos apeamos. Un pequeño automóvil aéreo de color blanco, un vehículo oficial, está estacionado junto a una casa de nuestra calle con los postigos azules. Mi casa.
Bajo rápidamente las escaleras metálicas de la parada y busco más cambios en la rutina. Las aceras no me dan ninguna pista. Están tan limpias y blancas como de costumbre. Las casas próximas a la mía, cerradas a cal y canto, son un poco más reveladoras: si se trata de una tormenta, las puertas permanecerán cerradas hasta que amaine.
El automóvil aéreo está posado en la hierba con el tren de aterrizaje desplegado. Tras las lisas cortinas blancas de la ventana, veo figuras en movimiento. Corro al porche y en la puerta vacilo. ¿Debería llamar?
Me digo que debo mantener la calma, mantenerme lúcida. Por alguna razón, imagino los ojos azules de Ky y me cuesta menos pensar. Me doy cuenta de que interpretar correctamente una situación ayuda a atravesarla sin percances. «Puede tratarse de cualquier cosa. Pueden estar comprobando el sistema de reparto de comidas casa por casa. Una vez pasó en un distrito próximo. Me lo han contado.»
«Puede que no tenga nada que ver conmigo.»
¿Acaso están explicando a mis padres que he visto a Ky en mi microficha? ¿O saben lo que me dio el abuelo? Aún no he tenido ocasión de destruir los poemas. El papel sigue en mi bolsillo. ¿Me ha visto alguien leyéndolo en el bosque aparte de Ky? ¿Fue la bota del instructor la que resquebrajó la rama?
«Puede que todo esto tenga que ver conmigo.»
No sé qué sucede cuando las personas incumplen las normas, porque en este distrito no lo hacemos. De vez en cuando, recibimos citaciones de poca importancia, como cuando Bram se retrasa. Pero se trata de cosas nimias, errores nimios. No de errores graves, ni de errores cometidos a propósito. De infracciones.
No voy a llamar. Es mi casa. Respiro hondo, giro el picaporte y abro la puerta.
Dentro, me están esperando.
—Has vuelto —dice Bram aliviado.
Agarro con más fuerza el papel del bolsillo y miro hacia la cocina. Con un poco de suerte tal vez consiga llegar al conducto de incineración y arrojar los poemas al fuego que arde debajo. El conducto registrará una sustancia desconocida: el papel recio es completamente distinto a los artículos de papel —servilletas, impresiones del terminal, sobres de reparto— que nos permiten tirar a la basura en nuestras residencias. Pero quizá sea más seguro que conservarlo. No podrán reconstruir las palabras si las quemo.
Veo entrar en la cocina a un funcionario bioquímico que lleva una larga bata blanca de laboratorio. Suelto los poemas y saco la mano del bolsillo. Vacía.
—¿Qué pasa? —pregunto a Bram—. ¿Dónde están papá y mamá?
—Están aquí —responde con voz temblorosa—. En su cuarto. Los funcionarios están cacheando a papá.
—¿Por qué?
Mi padre no tiene los poemas. Ni acaso siquiera sabe que existen. ¿Pero tal vez eso importa? El estatus de Ky se debe a la infracción de su padre. ¿Cambiará mi error el destino de toda mi familia?
De hecho, la polvera quizá sea el lugar más seguro para guardar los poemas. Mis abuelos los tuvieron escondidos ahí durante años.
—Enseguida vuelvo —digo a mi hermano.
Entro en mi habitación y saco la polvera del armario. Cric. Abro la base y meto el papel.
—¿Ha entrado alguien? —pregunta un funcionario a Bram en el pasillo.
—Mi hermana —responde aterrorizado.
—¿Adonde ha ido?
Otro cric. La polvera no se cierra bien. Se ha quedado fuera una esquina del papel.
—Está en su cuarto cambiándose de ropa. Se ha puesto perdida en la excursión.
La voz de Bram parece más firme. Me está cubriendo sin siquiera saber por qué. Y, además, lo está haciendo bien.
Oigo pasos en el pasillo, vuelvo a abrir la polvera, y termino de meter el papel.
Giro la base y ésta encaja sin hacer ruido. ¡Por fin! Con una mano, me bajo la cremallera de mi muda de diario, y, con la otra, dejo la polvera en su sitio. Me vuelvo cuando abren la puerta con cara de sorpresa e indignación.
—¡Me estoy cambiando de ropa! —exclamo.
El funcionario asiente al ver la ropa manchada de tierra.
—Sal al recibidor cuando hayas terminado, por favor —dice—. Deprisa.
Las manos me sudan un poco cuando me quito las prendas que huelen a bosque y las meto en la cesta de la ropa sucia. Luego, con mi otra muda de diario, despojada de todo lo que pueda parecer u oler a poesía, salgo de mi habitación.
—Papá no ha entregado la muestra de tejido del abuelo —susurra Bram cuando salgo al recibidor— La ha perdido. Por eso están aquí. —Por un momento, su curiosidad puede más que su pánico—. ¿Por qué te has cambiado tan deprisa? No estabas tan sucia.
—Sí que lo estaba —susurro—. Chist. Escucha.
Oigo murmullos de voces en el dormitorio de mis padres, seguidos de la voz de mi madre, más intensa. Me cuesta creer lo que mi hermano acaba de decirme. ¿Mi padre ha perdido la muestra del abuelo?
El dolor se abre paso entre el miedo que me atenaza. Es terrible que mi padre haya cometido un error tan grave. Pero no sólo porque puede acarrearle problemas a él y a nosotros, sino porque significa que el abuelo se ha ido para siempre. No pueden revivirlo sin la muestra.
De pronto, deseo que, después de todo, los funcionarios encuentren algo en casa.
—Espera aquí —digo a Bram.
Voy a la cocina. Hay un funcionario biomédico junto al cubo de la basura, pasando un aparato de arriba abajo, de derecha a izquierda, sin cesar. Da un paso y repite el proceso en otro punto de la cocina. Leo las palabras impresas en un lado del aparato: «Detector biológico».
Me relajo un poco cuando veo que disponen de instrumentos para detectar el código de barras grabado en el tubo de ensayo que utilizó el abuelo. No necesitan poner la casa patas arriba. Al final, quizá no encuentren el papel. Y quizás encuentren la muestra.
«¿Cómo ha podido perder papá algo tan importante? ¿Cómo ha podido perder a su propio padre?»
Pese a mis instrucciones, Bram me sigue a la cocina. Me da un toque en el brazo y regresamos al pasillo.
—Mamá sigue discutiendo —dice señalando el dormitorio de nuestros padres.
Lo cojo fuerte de la mano. Los funcionarios no necesitan cachear a mi padre; tienen detectores para saber dónde buscar. Pero supongo que necesitan actuar con contundencia: mi padre debería haber sido más cuidadoso con algo tan importante.
—¿También están cacheando a mamá? —pregunto a Bram.
¿Van a humillarnos a todos?
—Creo que no —responde—. Sólo quería estar dentro con papá.
La puerta del dormitorio se abre y nosotros nos apartamos para que pasen los funcionarios. Parecen altos y puros con sus batas blancas. Uno de ellos repara en que estamos asustados y nos sonríe para tranquilizarnos, pero no sirve de nada. No puede devolvernos la muestra extraviada ni la dignidad de mi padre. El daño ya está hecho.
Mi padre sale detrás de los funcionarios pálido y triste. Mi madre, en cambio, parece sofocada y enfadada, y entra en el salón detrás de mi padre y los funcionarios. Bram y yo nos quedamos en la puerta para ver qué ocurre.
No han encontrado la muestra. Se me encoge el corazón. Mi padre está de pie en el centro del salón mientras el equipo biomédico le amonesta.
—¿Cómo ha podido hacer una cosa así?
Él niega con la cabeza.
—No lo sé. Es inexcusable.
Sus palabras parecen vacías; como si de haberlas repetido tantas veces hubiera perdido toda esperanza de que los funcionarios le creyeran. Está muy erguido, como siempre, pero su cara parece cansada y envejecida.
—Sabe que ahora ya no hay modo de que lo revivamos —dicen.
Mi padre asiente con expresión de dolor. Aunque estoy enfadada con él por haber extraviado la muestra, sé que se siente fatal. Es lógico. ¡Se trata del abuelo! Pese a mi enfado, me gustaría poder cogerle la mano, pero hay demasiados funcionarios a su alrededor.
Soy una hipócrita. Yo también he infringido las normas hoy, y lo he hecho a propósito.
—Esto puede acarrearle una serie de sanciones en el trabajo —dice una de las funcionarias en un tono tan ruin que me pregunto si no la citarán también a ella. Nadie debe hablar así. Las cosas no deben llevarse al terreno personal ni cuando se comete un error—. ¿Cómo van a esperar que supervise la restauración y eliminación de reliquias si ni tan sólo es capaz de conservar una muestra de tejido? ¿Sobre todo sabiendo lo importante que era?
Otro funcionario dice en voz baja:
—Ha extraviado la muestra de su propio padre, y no ha informado de ello.
Mi padre se pasa la mano por los ojos.
—Tenía miedo —dice, consciente de la gravedad de la situación, sin necesidad de que se lo recuerden.
La incineración se realiza horas después de la muerte. No hay modo de conseguir otra muestra. Se acabó. El abuelo ya no está. Se ha ido para siempre.
Mi madre aprieta los labios con fuerza y los ojos se le encienden, pero su ira no es contra mi padre. Está enfadada con los funcionarios por hacer que se sienta peor de lo que se siente.
Pese a no haber nada que decir, los funcionarios no se marchan. Se instaura un frío silencio durante el cual ninguno hablamos y todos pensamos que ya nada puede salvar al abuelo.
Suena una campanilla en la cocina: nuestra cena ha llegado. Mi madre abandona el salón. La oigo coger las bandejas y dejarlas en la mesa. Cuando regresa, sus zapatos aguijonean el suelo de madera, señal de que no está para bromas.
—Es hora de cenar —dice mirando a los funcionarios—. Lo siento, pero no han repartido raciones de más.
Los funcionarios se tensan un poco. ¿Los está echando? Es difícil saberlo. La expresión de mi madre parece franca; y su tono, pesaroso pero firme. Su rostro es elegante y expresivo, con el cabello rubio cayéndole sobre la espalda y las mejillas arreboladas. Nada de eso debería importar, pero, de algún modo, importa.
Y, además, ni siquiera los funcionarios se atreven a alterar excesivamente el horario de la cena.
—Informaremos de esto —dice el más alto—. Estoy seguro de que recibirá una citación de primer orden. Y el próximo error le supondrá una infracción.
Mi padre asiente; mi madre lanza otra mirada a la cocina para recordarles que la cena se está enfriando y, probablemente, perdiendo nutrientes. Los funcionarios se despiden con una seca inclinación de cabeza y, uno a uno, abandonan el salón, pasan por delante del terminal del recibidor y salen por la única puerta de la casa.
Cuando se van, toda la familia respira aliviada. Mi padre se dirige a nosotros.
—Lo siento —se disculpa—. Lo siento.
Mira a mi madre, esperando a que hable.
—No te preocupes —dice ella con valentía.
Sabe que ahora mi padre tiene un fallo registrado en la base de datos permanentes. Sabe que esto significa que mi abuelo se ha ido para siempre. Pero quiere a mi padre. Lo quiere demasiado, pienso a veces, y también lo pienso ahora. Porque, si ella no está enfadada con él, ¿cómo puedo estarlo yo?
Cuando nos sentamos a cenar, mi madre lo abraza y apoya la cabeza en su hombro antes de darle la bandeja. Él le acaricia el pelo y las mejillas.
Mientras los observo, pienso que a Xander y a mí puede ocurrimos algo parecido algún día. Nuestras vidas estarán tan entrelazadas que lo que uno haga afectará irremisiblemente al otro, como el arbolito que mi madre trasplantó una vez en el arboreto. Me lo enseñó cuando fui a visitarla. Era diminuto, casi recién nacido, pero, aun así, estaba tan enraizado a lo que le rodeaba que costó cambiarlo de sitio. Cuando por fin lo arrancó, sus raíces seguían aferrándose a la tierra de su antiguo hogar.
¿Le pasó eso a Ky cuando vino? ¿Trajo algo consigo? Difícilmente, porque le cachearían a conciencia. Y tuvo que integrarse enseguida. De todos modos, no veo cómo no pudo traer algo. Algún secreto quizás interno e intangible. Algo que lo nutriera. Algo de su hogar.
Piso fuerte, aprieto los puños, me pongo a correr en la pista dual.
Ojalá pudiera correr fuera, lejos de la tristeza y la vergüenza que impregnan mi casa. El sudor me empapa la camiseta, el pelo, la cara. Me lo enjugo y vuelvo a mirar la pantalla de la pista dual.
Hay una cuesta en el gráfico: una colina simulada. «Bien.» He llegado a la parte más difícil de mi sesión de entrenamiento, la más rápida. La pista dual gira por debajo de mí, una máquina cuyo nombre alude tanto a las pistas de atletismo en las que la gente solía competir como a su función: recoger datos sobre la persona que la utiliza. Si corres más de lo normal, puedes ser masoquista, anoréxico o alguna otra cosa, y un funcionario de psicología tendrá que hacerte un diagnóstico. Si se determina que correr te gusta de verdad, pueden concederte un permiso atlético. Yo tengo uno.
Me duelen un poco las piernas; miro al frente y me obligo a imaginar el rostro del abuelo, a conservarlo en la memoria. Si ya no hay ninguna posibilidad de que regrese, soy yo quien debe mantenerlo vivo.
La pendiente aumenta y yo mantengo la velocidad, deseando sentir lo mismo que esta mañana durante la excursión. Aire libre. Ramas, arbustos, barro y sol en la cima de una colina con un chico que sabe más de lo que dice.
La pista dual emite un pitido. Quedan cinco minutos para que termine la sesión de entrenamiento, para que yo haya corrido la distancia y el tiempo necesarios para mantener mi frecuencia cardíaca y mi índice de masa corporal óptimos. Debo estar sana. Es una de las cosas que nos engrandece y que nos permite vivir tanto.
Hemos conseguido todo lo que los primeros estudios demostraron que favorecía la longevidad: matrimonios felices, cuerpos sanos. Vivimos mucho, y bien. Morimos al cumplir ochenta años, rodeados de nuestras familias, antes de que nos aqueje la demencia. El cáncer, las cardiopatías y la mayoría de las enfermedades debilitantes se han erradicado casi por completo. Hemos alcanzado un grado de perfección mayor que el de cualquier otra sociedad.
Mis padres hablan arriba. Mi hermano hace los deberes y yo corro a ninguna parte. En esta casa hacemos lo que debemos. Todo irá bien. Mis pies aporrean la cinta y yo me deshago de mi preocupación paso a paso. Paso a paso a paso a paso a paso.
Estoy cansada, no sé si puedo seguir, cuando la pista dual emite un pitido y pierde velocidad hasta quedarse parada. En el momento oportuno, programado por la Sociedad. Bajo la cabeza, jadeando, cogiendo aire. No hay nada que ver en la cima de esta colina.
Bram está sentado en el borde de mi cama esperándome. Tiene algo en la mano. Al principio, creo que es mi polvera y doy un paso hacia él preocupada (¿ha encontrado la poesía?), pero luego advierto que es el reloj del abuelo. Su reliquia.
—Hace un rato, he enviado un mensaje a los funcionarios por el terminal —dice.
Me mira con sus ojos redondos, que parecen cansados y tristes.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunto sorprendida.
¿Por qué habría de querer ver o hablar con un funcionario después de lo que ha sucedido hoy?
Me enseña el reloj.
—He pensado que a lo mejor podían extraer suficiente tejido de esto, ya que tantas veces lo tocó el abuelo.
La esperanza corre por mis venas como adrenalina. Cojo una toalla del armario y me seco la cara.
—¿Qué han dicho? ¿Han respondido?
—Han enviado un mensaje diciendo que no sería suficiente. Que no daría resultado.
Bram frota la brillante superficie del reloj con la manga para limpiar las manchas que han dejado sus dedos, y mira la esfera como si pudiera decirle alguna cosa.
Pero no puede. Mi hermano ni tan sólo sabe decir la hora todavía. Y, además, el reloj del abuelo no funciona desde hace décadas. No es más que una bonita reliquia. Pesada, hecha de plata y cristal. Muy distinta a las finas tiras de plástico que llevamos ahora.
—¿Me parezco al abuelo? —me pregunta esperanzado.
Se pone el reloj, que le baila en su fina muñeca. Delgado, con los ojos castaños, la espalda recta, menudo: en este momento, se parece un poco al abuelo.
—Sí.
¿Tendré también yo algo del abuelo? Hoy me ha gustado la excursión. Me gusta leer los Cien Poemas. Todas esas cosas que formaban parte de él forman parte de mí. Pienso en los otros abuelos que tengo en los territorios agrarios, y en Ky Markham y las provincias exteriores, y en todas las cosas que no sé y los lugares que nunca veré.
Mi hermano sonríe al oír mi respuesta y mira el reloj con orgullo.
—Bram, ya sabes que no puedes llevarlo a la escuela. Podrías meterte en líos.
—Lo sé.
—Ya has visto lo que le ha pasado a papá con los funcionarios. Ni se te ocurra enfadarlos incumpliendo las normas sobre las reliquias.
—No lo haré —dice—. Sé que no me conviene. No quiero quedarme sin reloj. —Coge la cajita plateada de mi banquete—. ¿Puedo guardarlo aquí? Parece un buen sitio. Ya sabes, especial. —Se encoge de hombros azorado.
—Vale —accedo un poco nerviosa.
Lo veo abrir la cajita y dejar cuidadosamente la reliquia al lado de la microficha. Ni tan sólo mira la polvera dejada en el estante, cosa que le agradezco.
Más tarde, cuando ya es de noche y Bram se ha acostado, abro la polvera y saco el papel. No lo miro, sino que lo meto en el bolsillo de mi muda de diario para el día siguiente. Mañana intentaré tirarlo a un incinerador de basura alejado de casa. No quiero que nadie me pille haciéndolo aquí. Ahora es demasiado peligroso.
Me acuesto, miro el techo y vuelvo a intentar ver el rostro del abuelo. No logro recordarlo. Impaciente, me doy la vuelta y noto algo duro en el costado. Mi pastillero. Se me ha debido de caer antes, cuando me he cambiado de ropa. No es propio de mí ser tan descuidada.
Me siento en la cama. La luz de las farolas queda atenuada por el vaho de la ventana, pero hay suficiente para ver las pastillas cuando las vuelco en la cama. Por un momento, mientras la vista se me habitúa, me parecen todas del mismo color hasta que veo cuál es cuál. La misteriosa pastilla roja. La azul que nos ayudará a sobrevivir en una emergencia, porque ni siquiera la Sociedad puede controlar siempre la naturaleza.
Y la verde.
Casi todas las personas que conozco se toman la pastilla verde de vez en cuando. Antes de un examen importante. La noche de su banquete. Siempre que necesitan tranquilizarse. Puedes tomarla hasta una vez a la semana sin que los funcionarios te lo tengan en cuenta.
Pero yo no me la he tomado nunca.
Por el abuelo.
Me sentí muy orgullosa de enseñársela cuando empecé a llevarla.
—Mira —le dije destapando mi pastillero plateado—. Ahora ya tengo la azul y la verde. Sólo me falta la roja y ya seré mayor.
—Ah —observó él mostrándose debidamente impresionado—. Estás creciendo, no cabe la menor duda. —Se quedó un momento callado. Estábamos paseando por el espacio verde próximo a su apartamento—. ¿Te has tomado ya la pastilla verde?
—Aún no —respondí—. Pero la próxima semana tengo que hacer una disertación sobre uno de los Cien Cuadros en mi clase de cultura. Me la tomaré entonces. No me gusta hablar en público.
—¿Qué cuadro? —me preguntó.
—El diecinueve —respondí.
Él se puso pensativo, intentando recordar cuál era. No conocía los Cien Cuadros tan bien como los Cien Poemas. Pero, de todos modos, terminó acordándose.
—El de Thomas Moran —aventuró, y yo asentí—. Me gustan los colores —añadió.
—A mí me gusta el cielo —dije— Es espectacular. Con ese montón de nubes en lo alto del cielo, y en el cañón.
El cuadro me parecía un poco peligroso con sus nubarrones grises y sus recortadas rocas rojas, y eso también me gustaba.
—Sí —convino él—. Es un cuadro bonito.
—Como esto —observé, aunque el espacio verde era bonito de un modo completamente distinto.
Había flores por doquier, de colores que teníamos prohibido llevar: rosas, amarillas, rojas, casi alarmantes en su atrevimiento. Captaban la mirada; perfumaban el aire.
—Espacio verde, pastilla verde —dijo el abuelo. Luego me miró y me sonrió—. Verde muchacha de ojos verdes.
—Eso parece poesía —observé, y él se rió.
—Gracias. —Se quedó un momento callado—. Yo no me tomaría la pastilla, Cassia. No para una disertación. Y quizá nunca. Eres lo bastante fuerte para pasar sin ella.
Vuelvo a tenderme en la cama, con la pastilla verde en la mano. No creo que me la tome, ni siquiera esta noche. Cierro los ojos y pienso en la poesía del abuelo.
«Pastilla verde. Espacio verde. Verde muchacha. Ojos verdes.»
Cuando me quedo dormida, sueño que el abuelo me ha regalado un ramo de rosas. «Tómatelas en vez de la pastilla», me dice. Y yo lo hago. Arranco los pétalos uno a uno. Para mi sorpresa, todos llevan una palabra escrita, una palabra de uno de los poemas. No están en orden y eso me desconcierta, pero me los meto en la boca y paladeo su sabor. Saben amargos, como imagino que sabría la pastilla verde. Pero sé que el abuelo tiene razón; debo guardar las palabras dentro de mí si quiero quedarme con ellas.
Cuando me despierto por la mañana, aún tengo la pastilla verde en la mano y las palabras en la boca.