Capítulo 8

—No ponen ninguna proyección nueva —se lamenta nuestra amiga Sera—. Son las mismas desde hace dos meses.

Otra vez sábado por la noche; la misma conversación que la semana anterior.

—Es mejor que las otras dos opciones —dice Em—, ¿no?

Me mira, esperando mi opinión. Yo asiento. Las opciones son las mismas de siempre: centro recreativo, proyecciones, música. No ha pasado ni una semana desde que murió mi abuelo y aún me siento extraña. Él ya no está y ahora sé que en mi polvera se esconden palabras robadas. Me resulta extraño saber algo que otros ignoran y tener algo que no debería.

—Cassia también vota por la proyección —continúa Em, que lleva la cuenta. Se enrolla un negro mechón de pelo en el dedo y mira a Xander—. ¿Y tú?

Estoy segura de que Xander quiere ir otra vez al centro recreativo, pero a mí no me apetece. Nuestra última visita no terminó muy bien que digamos, entre las pastillas que pisé y la funcionaria con la que tuve que hablar…

Xander sabe qué estoy pensando.

—No fue culpa tuya —dice—. No se te cayeron a ti. No es que te hayan citado ni nada parecido.

—Lo sé, pero aun así…

La música no la tenemos realmente en consideración. A la mayoría de los jóvenes no les entusiasma sentarse en un auditorio con unas cuantas personas más y escuchar las Cien Canciones retransmitidas desde alguna otra parte, o quizá desde alguna otra época. Creo que nunca he oído hablar de ningún puesto de trabajo relacionado con la música. Quizá tenga su lógica: las canciones sólo necesitan cantarse una vez, grabarse y retransmitirse.

—Vayamos a la proyección —dice Xander—. ¿Conocéis la que va sobre la Sociedad? ¿La que tiene tantas vistas aéreas?

—Ésa todavía no la he visto —observa Ky Markham, que está detrás de mí.

¡Ky! Me vuelvo y nuestros ojos se cruzan por primera vez desde la noche que pisé las pastillas. No lo he visto desde entonces. O mejor, debería decir que no lo he visto «en persona», porque su cara lleva toda la semana apareciéndose en mi mente como hizo en la pantalla, sorprendiéndome con su claridad para luego desaparecer de golpe. Dejándome con la duda de su significado. De por qué continúo pensando en él en vez de olvidar el incidente.

Quizá se deba a lo que mi abuelo me dijo al final. A su comentario de que está bien hacerse preguntas. Aunque, por algún motivo, creo que no se refería a Ky. Creo que puede tratarse de algo más importante. Algo relacionado con la poesía.

—Pues no hay más que hablar. Veremos ésa —dice Sera.

—¿Cómo se te ha podido pasar? —pregunta Piper. Es una buena observación. Vemos las proyecciones en cuanto las estrenan. Ésta ya lleva varios meses en cartel, lo cual significa que Ky debería haber tenido muchas ocasiones para verla—. ¿No viniste con nosotros cuando la estrenaron?

—No —responde Ky—. Creo que esa noche salí tarde del trabajo. —Su tono es dulce, pero, como de costumbre, su voz tiene un timbre un poco más grave y resonante que el de la mayoría.

Nos quedamos callados, como siempre hacemos cuando Ky habla de su trabajo. No sabemos qué decir cuando lo menciona. Ahora sé que no debió de sorprenderle en absoluto que lo destinaran a una planta de reciclaje de envases alimentarios. Siempre ha sabido que es un aberrante. Lleva mucho más tiempo que yo conviviendo con secretos.

Pero la Sociedad quiere que guarde sus secretos. No sé qué haría el gobierno si se enterara del mío.

Ky vuelve a mirarme y me doy cuenta de que estaba equivocada con respecto a sus ojos. Creía que eran castaños, pero ahora veo que son azules, un azul oscuro realzado por el color de su ropa de diario. El azul es el color de ojos que más abunda en la provincia de Oria, pero los suyos tienen algo distinto y no estoy segura de lo que es. ¿Más profundidad? ¿Qué verá cuando me mira? Si él me parece profundo, ¿le parezco yo superficial y transparente?

«Ojalá tuviera una microficha sobre Ky —pienso—. Como con Xander no necesito ninguna, a lo mejor puedo pedir otra.» Sonrío al pensarlo.

Ky aún me mira y, por un momento, creo que va a preguntarme qué pienso. Pero, por supuesto, no lo hace. El no aprende haciendo preguntas. Es un aberrante de las provincias exteriores que, no obstante, ha conseguido integrarse aquí. Él aprende observando.

De manera que sigo su ejemplo. No hago preguntas y guardo mis secretos.

Cuando nos sentamos en el cine, Piper entra en primer lugar. Luego lo hacemos Sera, Em, Xander y yo y, por último, Ky. No han desplegado la gran pantalla y todavía no han atenuado la luz, de modo que tenemos unos minutos para hablar.

—¿Estás bien? —me pregunta Xander en voz baja, sus palabras un susurro en mi oído—. No es por las pastillas, ¿verdad? ¿Es por tu abuelo?

Qué bien me conoce.

—Sí —respondo, y él me coge la mano, me la aprieta.

Es extraño cómo retornan nuestros antiguos gestos de la infancia, gestos que, pese a continuar siendo amigos, dejamos de utilizar con la edad. Aún siento amistad cuando cojo su mano, un sentimiento que conozco desde hace años, pero también siento otra cosa, ahora que el gesto significa más. Ahora que somos pareja.

Xander espera por si tengo algo más que decir, pero yo permanezco en silencio. «No puedo contarle lo de Ky porque está sentado justo a mi lado —pienso—, y no puedo hablarle del papel porque hay demasiada gente aquí.» Éstas son las razones que me doy para no confiarme a Xander como suelo hacer.

No me parecen tan sinceras como debieran.

Em dice algo a Xander, y él se vuelve para responderle. Yo me quedo mirando al frente, pensando en lo extraño que es que haya empezado a tener secretos con él justo después de que nos hayan emparejado.

—Hace semanas que no podía pasar un sábado por la noche con vosotros —dice Ky. Lo miro cuando la luz comienza a atenuarse, reduciendo el espacio que nos separa. Aprecio un matiz de amargura en su siguiente frase, sólo un matiz, pero más de lo que jamás había percibido en él—. Mi trabajo me mantiene ocupado. Me alegro de que no parezca importaros.

—No hay problema —observo—. Somos tus amigos.

Pero, mientras lo digo, me pregunto si lo somos. No lo conozco como a los demás.

—Amigos.

Ky susurra la palabra, y me pregunto si no estará pensando en los amigos que debió de tener en las provincias exteriores.

El cine se queda a oscuras. Sé sin mirar que Ky ya no está vuelto hacia mí y que Xander sí lo está. Miro al frente, a la oscuridad.

Siempre me han gustado los segundos previos a una proyección, cuando aguardo en la oscuridad. El estómago siempre me da un vuelco mientras me pregunto si, cuando se ilumine la pantalla, no me habré quedado completamente sola. O si la pantalla llegará siquiera a iluminarse. Tengo la sensación de que no puedo estar segura, no en un primer momento. No sé por qué me gusta sentirme así.

Pero, por supuesto, la pantalla se ilumina, la proyección comienza y yo no estoy sola. Tengo a Xander sentado a un lado y a Ky al otro. Y, delante de mí, la pantalla relata los orígenes de la Sociedad.

La cinematografía es excelente. La cámara pasa en vuelo rasante sobre el mar azul y el verdor de la costa, rebasa las montañas nevadas, se abate sobre los dorados campos de los territorios agrarios, sobrevuela la blanca cúpula de nuestro ayuntamiento (el público aplaude cuando aparece en la pantalla). Sigue sobrevolando colinas verdes y campos dorados en dirección a otra ciudad, y a otra, y a otra. Es probable que, en cada provincia de la Sociedad, los espectadores estén aplaudiendo al ver aparecer su ciudad, aunque ya hayan visto la proyección. Cuando ves nuestra Sociedad de esta forma, es difícil no sentirte orgulloso. De eso se trata, por supuesto.

Ky respira hondo y yo lo miro de soslayo. Lo que veo me sorprende. Tiene los ojos abiertos de par en par y se ha olvidado de mantener su expresión serena y contenida. Su cara rebosa asombro. Parece que crea que está volando de verdad. Ni tan siquiera advierte que lo estoy observando.

Sin embargo, después de este principio tan grandilocuente, la proyección se torna muy elemental. Relata cómo eran las cosas antes de que naciera la Sociedad y antes de que todo se fundamentara en estadísticas y predicciones. Ky recobra su impavidez habitual; yo lo miro de reojo en diversos momentos de la proyección por si vuelve a reaccionar. Pero no lo hace.

Cuando la proyección aborda la creación del sistema de emparejamientos, Xander me mira. A la pálida luz de la pantalla, lo veo sonreír y yo también le sonrío. Me aprieta la mano con más fuerza y me olvido de Ky.

Hasta el final.

Al final, la proyección vuelve a incidir en cómo era todo antes de la Sociedad. En cómo volvería a ser si la Sociedad se desmoronara. No sé qué decorado han utilizado para esta parte, pero resulta casi irrisorio. Se han pasado de la raya con las áridas tierras arcillosas; las desvencijadas casuchas; los pocos actores hoscos y de aspecto triste que se pasean por las peligrosas calles semivacías. Luego, como llovidos del cielo, aparecen siniestros aviones negros y la gente grita y echa a correr. El himno de la Sociedad comienza a sonar: floridas notas agudas entremezcladas con una emotiva melodía de contrabajo.

La escena está exagerada. Es ridícula, sobre todo después de aquella escena tan discreta que presencié el domingo en casa de mi abuelo. La muerte no es así. Uno de los actores se desploma teatralmente. Tiene la ropa impregnada de llamativas manchas de sangre. Oigo a Xander conteniendo la risa junto a mí y sé que opina lo mismo. Me siento mal por llevar tanto tiempo obviando a Ky y lo miro para incluirlo.

Está llorando. En silencio.

Una lágrima le rueda por la mejilla y él se la enjuga tan rápido que casi no sé si la he visto, pero lo he hecho. Va seguida de otra, que desaparece tan deprisa como la anterior. Sus ojos están tan anegados en lágrimas que dudo que pueda ver algo. Pero no los despega de la pantalla.

No estoy habituada a ver sufrir a una persona, por lo que miro hacia otro lado.

Cuando la proyección termina y vuelve a empezar desde el pomposo principio, Ky respira hondo. Se nota que le resulta doloroso hacerlo. No lo miro hasta que las luces se encienden. Cuando lo hacen, se ha serenado y vuelve a ser el Ky que conozco. O el que creía conocer.

Nadie más se ha dado cuenta. Ky no sabe que lo he visto.

No digo nada. No hago preguntas. Miro hacia otro lado. Esto es lo que soy. «Pero no lo que el abuelo creía que podías ser.» El pensamiento entra en mi cabeza como una mirada de reojo, como un destello azul junto a mí. Ky. ¿Está observándome? ¿Esperando a que lo mire?

Aguardo un segundo más de lo debido antes de volverme. Cuando lo hago, Ky ha dejado de observarme, si es que lo ha hecho.