Hoy es domingo. El abuelo cumple ochenta años, de manera que esta noche morirá.
Antes, la gente se despertaba y se preguntaba si ese día sería el último o se metía en la cama sin saber si despertaría al día siguiente. Hoy sabemos qué día se extinguirá la luz y qué larga noche será la última. La cena final es un lujo. Un triunfo de la planificación, de la Sociedad, de la vida humana y su calidad.
Todos los estudios demuestran que la mejor edad para morir son los ochenta años. Son suficientes años para haber tenido una vida plena, pero no tantos como para sentirnos inútiles. Ésa es una de las peores sensaciones que pueden tener los ancianos. En sociedades anteriores a la nuestra, podían desarrollar enfermedades terribles como la depresión porque ya no se sentían necesitados. Y, además, lo que la Sociedad puede hacer tiene un límite. No podemos aplazar todas las humillaciones de la vejez hasta mucho después de los ochenta años. El sistema de emparejamientos basado en la selección de genes sanos sólo nos ha llevado hasta esa edad.
Las cosas no solían ser tan justas. Antiguamente, no todos morían a la misma edad y había todo tipo de problemas e incertidumbres. Podías morirte en cualquier parte, en la calle, en un centro médico como hizo mi abuela, incluso en un tren aéreo. Podías morir solo.
Nadie debería morir solo.
Es muy temprano y el cielo tiene una desvaída tonalidad azul y rosa cuando nos apeamos del tren aéreo casi vacío y enfilamos el camino pavimentado que conduce a la puerta del edificio donde vive el abuelo. Quiero salir del pavimento, quitarme los zapatos y andar descalza por la áspera hierba fresca, pero hoy no es día para improvisaciones. Mis padres, Bram y yo estamos callados y pensativos. Ninguno tiene horas de trabajo ni de ocio. El día de hoy es para el abuelo. Mañana, todo volverá a la normalidad. Nosotros seguiremos con nuestra vida y él ya no estará.
Es algo esperado. Es justo, tengo que recordarme cuando entramos en el ascensor para subir a su apartamento.
—Da tú al botón —digo a Bram intentando bromear con él.
Antes, siempre nos peleábamos por quién pulsaba el botón cuando íbamos a visitar al abuelo. Bram sonríe y pulsa el botón del décimo piso. «Por última vez», pienso en mi fuero interno. A partir de hoy, ya no habrá abuelo que visitar. No tendremos ningún motivo para regresar aquí.
La mayoría de las personas no conoce a sus abuelos así de bien. La clase de relación que tengo con mis otros abuelos de los territorios agrarios es mucho más tradicional. Nos mantenemos en contacto a través del terminal y nos visitamos cada varios años. Muchos nietos ven la cena final en la pantalla de su terminal, alejados de lo que está sucediendo. Jamás he envidiado a esos otros nietos; les tengo lástima. Incluso hoy, opino así.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que se presente el comité? —pregunta Bram a mi padre.
—Una media hora —responde él—. ¿Lleváis todos los regalos?
Asentimos. Todos hemos traído un obsequio para el abuelo. No estoy segura de qué han elegido mis padres, pero sé que Bram fue al arboreto para coger una piedra de un lugar que estuviera lo más próximo posible a la Loma.
Mi hermano me sorprende mirándolo y abre la mano para enseñarme otra vez la piedra. Es redonda y marrón y todavía está un poco sucia. Guarda cierto parecido con un huevo; ayer, cuando la trajo, me explicó que la había encontrado al pie de un árbol en un montículo de finas agujas verdes de pino que parecía un nido.
—Le va a encantar —digo.
—Tu regalo también le va a encantar.
Mi hermano vuelve a cerrar la mano. Las puertas se abren y salimos al pasillo.
He compuesto una carta para el abuelo. Esta mañana me he levantado temprano y me he dedicado a recortar, pegar y copiar sentimientos con el programa para componer cartas del terminal. Antes de imprimirla, he encontrado un poema de la década en que nació mi abuelo y también lo he incluido. No muchas personas se interesan por la poesía después de terminar sus estudios, pero mi abuelo ha seguido haciéndolo. Se ha leído los Cien Poemas un montón de veces.
Una de las puertas del pasillo se abre y una anciana asoma la cabeza.
—¿Van al banquete del señor Reyes? —pregunta sin aguardar siquiera a que respondamos—. Es privado, ¿verdad?
—Sí —responde mi padre deteniéndose educadamente a hablar con ella, aunque sé lo mucho que desea ver a su padre. No puede evitar mirar la puerta cerrada del abuelo.
La mujer refunfuña un poco.
—Ojalá fuera público. Me gustaría ir para hacerme una idea. El mío es dentro de dos meses escasos. Estoy segura de que va a ser público. —Se ríe un poco, un sonido breve y áspero, y pregunta—: ¿Pueden pasar después para contármelo?
Mi madre acude al rescate de mi padre, como siempre hacen el uno por el otro.
—Tal vez —dice sonriendo.
Coge a mi padre de la mano y da la espalda a la mujer.
Detrás de nosotros, oímos un suspiro de decepción y un chasquido cuando la mujer cierra la puerta. En la placa pone señora Nash, y recuerdo que el abuelo ya me ha hablado de ella. Una entrometida, dijo.
—¿No puede esperarse a que le toque a ella en vez de hablar de eso el día del abuelo? —masculla Bram al abrir la puerta del apartamento del abuelo.
Ya parece un lugar distinto. Más silencioso. Un poco más solitario. Creo que se debe a que el abuelo ya no está sentado junto a la ventana. Hoy reposa en una cama en el salón mientras su cuerpo se apaga. Puntualmente.
—¿Podéis moverme hasta la ventana? —pregunta el abuelo después de saludarnos a todos.
—Desde luego. —Mi padre se apoya en el borde de la cama y la empuja con suavidad hacia la luz del día—. ¿Te acuerdas de cuando hiciste esto por mí? ¿Cuando me pusieron aquellas vacunas de niño?
El abuelo sonríe.
—Era otra casa.
—Y otras vistas —añade mi padre—. Por aquella ventana, lo único que se veía era el patio de los vecinos y una vía de tren aéreo, si miraba bien arriba.
—Pero por encima de la vía había cielo —dice el abuelo en voz baja—. Casi siempre se puede ver el cielo. ¿Y qué habrá más allá? ¿Y después de esto?
Bram y yo nos miramos. Debe de estar divagando, lo cual es de esperar. Cuando los ancianos cumplen ochenta años, su deterioro siempre se acelera. No todos mueren exactamente al mismo tiempo, pero siempre lo hacen antes de medianoche.
—Mis amigos se presentarán justo después de la visita del comité —dice el abuelo—. Cuando se marchen, me gustaría pasar un rato a solas con cada uno de vosotros; empezando por ti, Abran.
Mi padre asiente.
—Claro.
El comité no tarda en llegar. Está formado por tres hombres y tres mujeres vestidos con largas batas de laboratorio, llevan consigo la ropa que mi abuelo llevará en el banquete; el artilugio para recoger una muestra de su tejido, y una micro ficha con la historia de su vida para que la vea en el terminal.
Con la excepción de la microficha, creo que nuestros regalos van a gustarle más.
Al cabo de un rato, el abuelo reaparece vestido con la ropa del banquete. Básicamente, es ropa de diario, un pantalón, una camisa y unos calcetines sencillos, pero el tejido es de mejor calidad y ha podido elegir el color.
Noto un nudo en la garganta cuando me fijo en que ha elegido el color verde. Cuánto nos parecemos. Y me pregunto si, cuando nací, reparó en que los días de nuestros banquetes eran prácticamente correlativos, dado que sólo hay dos días de diferencia entre nuestros respectivos cumpleaños.
Nos sentamos todos, el abuelo en la cama y el resto en sillas, mientras el comité completa su parte de la ceremonia.
—Señor Reyes, le hacemos entrega de la microficha con imágenes y grabaciones de su vida —anuncia uno de los hombres—. Las ha recopilado con esmero uno de nuestros mejores historiadores en su honor.
—Gracias —dice el abuelo alargando la mano.
La caja que contiene la microficha es como la cajita plateada que nos entregan cuando nos emparejan, salvo por el color, que es dorado. La microficha incluye fotografías del abuelo de pequeño, de adolescente y de adulto. Algunas no las ve desde hace muchos años e imagino que le hará mucha ilusión hacerlo hoy. La microficha también contiene la narración del resumen de su vida, leída por uno de los historiadores. El abuelo manosea la caja dorada del mismo modo que hice yo con mi cajita plateada hace dos días en mi banquete. Tiene su vida en sus manos, como yo tuve la mía también.
La siguiente en hablar es una de las mujeres. Parece más dulce que el resto, pero quizá sólo se deba a que es la más menuda y joven de todos.
—Señor Reyes, ¿ha elegido a la persona que tomará posesión de su microficha cuando concluya el día de hoy?
—Mi hijo Abran —responde el abuelo.
La mujer saca el artilugio para recoger una muestra de tejido, lo cual, por deferencia a los ancianos, la Sociedad permite que se realice en privado, con la familia.
—Nos complace anunciar oficialmente que sus datos indican que tiene derecho a que su tejido sea conservado. No todos lo tienen, como ya sabe, y es otro honor que puede sumar a su ya larga lista de méritos.
El abuelo coge el artilugio y también le da las gracias. Antes de que la mujer le pregunte a quién confía la entrega de la muestra, él se lo dice.
—Mi hijo Abran también se ocupará de esto.
La mujer asiente.
—Frótese la mejilla y meta la muestra aquí —dice haciendo una demostración—. Luego ciérrelo. La muestra debe llevarse al Ministerio de Conservación Biológica en las veinticuatro horas siguientes a la recogida. De lo contrario, no podemos garantizar la eficacia de la conservación.
Me alegro de que el abuelo tenga derecho a que congelen una muestra de su tejido. Ahora, para él, la muerte no tiene por qué ser forzosamente el fin. Algún día, es posible que la Sociedad halle un modo de revivirnos. No promete nada, pero creo que todos sabemos que, con el tiempo, lo logrará. ¿Cuándo ha fracasado la Sociedad?
Habla el hombre sentado al lado de la mujer.
—La comida para sus invitados y su última cena deberían llegar en menos de una hora. —Se inclina hacia delante para entregar al abuelo un menú impreso—. ¿Querría hacer alguna modificación de última hora?
El abuelo mira el menú y niega con la cabeza.
—Todo parece en orden.
—En ese caso, disfrute de su cena final —dice el hombre mientras se mete el menú en el bolsillo.
—Gracias.
El abuelo tuerce la boca con gesto irónico, como si supiera algo que ellos no saben.
Cuando el comité se marcha, todos le estrechan la mano y le dan la enhorabuena. Y juro que puedo leerle el pensamiento cuando los mira con sus ojos perspicaces: «¿Me están felicitando por mi vida o por mi muerte?».
—Acabemos con esto de una vez —dice el abuelo con los ojos brillantes, mirando el artilugio para recoger una muestra de tejido, y todos nos reímos de su tono. Se frota la mejilla, mete la muestra en el tubo de vidrio transparente y lo cierra. Gran parte de la solemnidad desaparece de la habitación ahora que el comité ya no está—. Todo está yendo muy bien —añade el abuelo mientras entrega el tubo a mi padre—. Hasta el momento, estoy teniendo una muerte perfecta.
Mi padre hace una mueca de dolor que le ensombrece el rostro. Sé que, al igual que yo, preferiría que el abuelo no utilizara esa palabra, pero a ninguno de los dos se nos ocurriría corregirlo hoy. Por un instante, el dolor hace que mi padre parezca más joven, casi un niño. Quizá recuerda la muerte de su madre, tan poco común, tan difícil comparada con una cena final como ésta.
Después de hoy, ya no será hijo de nadie.
Pese a no querer hacerlo, pienso en el hijo asesinado de los Markham. Ninguna celebración. Ninguna preparación de tejido, ninguna despedida. «Eso no ocurre casi nunca —me recuerdo—. Y hay una probabilidad entre un millón de que pase.»
—Te hemos traído unos regalos —dice mi hermano al abuelo—. ¿Te los podemos dar ya?
—Bram —lo reprende mi padre—, a lo mejor quiere preparar la microficha para verla. Sus invitados están al llegar.
—Así es —dice el abuelo—. Me hace mucha ilusión ver desfilar mi vida ante mis ojos. Y cenar.
—¿Qué has elegido? —pregunta Bram impaciente.
El abuelo ha escogido lo mismo para él que para sus invitados, si bien la ley dicta que nosotros debemos comer de las bandejas y él de su plato. Tiene prohibido compartir su comida con nosotros.
—Todo postres —responde con una sonrisa picara—. Pastel. Budín. Galletas. Y otra cosa más. Pero antes, deja que vea tu regalo, Bram.
Mi hermano sonríe de oreja a oreja.
—Cierra los ojos.
El abuelo obedece y alarga la mano. Con suavidad, Bram deja la piedra en su palma. Unas cuantas partículas de tierra caen en la manta que lo tapa y mi madre hace ademán de sacudirlas. Pero, en el último momento, la retira y sonríe. Al abuelo no le importará un poco de tierra.
—Una piedra —dice cuando abre los ojos y la ve. Sonríe mirando a Bram—. Tengo el presentimiento de que sé dónde la has encontrado.
Mi hermano se ríe y afirma con la cabeza. Mi abuelo ase la piedra con fuerza.
—¿Quién va ahora? —pregunta casi con alegría.
—Yo querría darte mi regalo después, cuando nos despidamos —dice mi padre en voz baja.
—No me quedará mucho tiempo para disfrutarlo —bromea el abuelo.
Súbitamente cohibida (no quiero que lea mi carta delante de todos), digo:
—Yo también.
Llaman a la puerta: son algunos de los amigos del abuelo. Unos minutos después de hacerlos pasar, llegan más. Y más. Y luego lo hace el personal de nutrición, con todos los postres del abuelo: su última cena y las bandejas aparte para sus invitados.
El abuelo destapa su plato y un olor celestial a fruta caliente impregna la habitación.
—He pensado que a lo mejor te apetecía hojaldre —dice mirándome.
Me vio ayer. Le sonrío. A una señal suya, destapo las bandejas de los invitados y nos sentamos todos a cenar. Primero sirvo al resto y luego cojo mi pedazo de hojaldre, laminado, caliente y relleno de fruta. Corto un trozo con el tenedor y me lo meto en la boca.
¿Sabrá siempre tan bien la muerte?
Cuando todos los invitados han dejado los tenedores y han suspirado ahítos, hablan con el abuelo, que se recuesta en un montón de almohadas blancas. Bram sigue comiendo, hincándole el diente a todo. El abuelo le sonríe divertido desde la cama.
—Está riquísimo —dice mi hermano con la boca llena de hojaldre, y el abuelo se ríe, una risa tan cálida y familiar que yo también sonrío y bajo la mano. Estaba a punto de tocar a Bram en el brazo y decirle que dejase de comer. Pero, si al abuelo le da igual, ¿por qué habría de importarme a mí?
Mi padre no come nada. Se sirve un trozo de hojaldre en un plato blanco y se queda con él en la mano. El arrope resbala a la porcelana sin que él se dé cuenta. Una gotita cae al suelo cuando se levanta para despedirse de los invitados después de que hayamos visto la microficha del abuelo.
—Gracias por venir —dice, y mi madre se agacha detrás de él para limpiar la gota con su servilleta.
Cuando el abuelo ya no esté, la persona que ocupe su apartamento no querrá ver señales de una cena ajena. Sin embargo, me doy cuenta de que mi madre no lo ha hecho por eso. Quiere ahorrar a mi padre cualquier preocupación, por pequeña que sea.
Le coge el plato cuando el último invitado cierra la puerta al salir.
—Hora de estar en familia —observa, y mi abuelo conviene con un gesto.
—Gracias a Dios —dice—. Tengo cosas que deciros a todos.
Hasta ahora, aparte de cuando se ha preguntado qué habrá después, el abuelo se ha comportado con normalidad. He oído que algunos ancianos han sorprendido a todos en el último momento decidiendo no morir con dignidad. Lloran, patalean y se ponen histéricos. Lo único que consiguen es apenar aún más a sus familias. No pueden hacer nada al respecto. Las cosas son así.
Como si lo hubiéramos acordado tácitamente, mi madre, Bram y yo entramos en la cocina para dejar que mi padre hable con el abuelo primero. Mi hermano, soñoliento y ahíto, apoya la cabeza en la mesa y se queda dormido. Mi madre le alisa los rizos castaños mientras ronca con suavidad, y yo me lo imagino soñando con más postres, con un plato lleno a rebosar. A mí también me pesan los párpados, pero no quiero perderme ni un segundo del último día del abuelo.
Después de mi padre, le toca a Bram y luego entra mi madre. Su regalo es una hoja del árbol favorito del abuelo. Como la cogió ayer en el arboreto, los bordes se han combado y se han puesto parduscos, pero el centro continúa estando verde. Mi madre me ha explicado, mientras nosotras esperábamos y Bram dormía, que el abuelo preguntó si podía celebrar su cena final en el arboreto, al aire libre y bajo el cielo azul. Por supuesto, no le concedieron su deseo.
Por fin me toca a mí. Cuando entro en el salón, advierto que las ventanas están abiertas. La tarde no es fresca y la brisa que sopla por el apartamento me parece bochornosa y acuciante. No obstante, pronto se hará de noche y refrescará.
—Quería que circulara el aire —me dice el abuelo cuando me siento en la silla colocada junto a su cama.
Le entrego mi regalo. Me da las gracias y lee la carta.
—Son palabras bonitas —dice—. Sentimientos nobles.
Debería estar complacida, aunque presiento que eso no es todo.
—Pero ninguna de estas palabras es tuya, Cassia —añade con dulzura.
Noto lágrimas en los ojos y me miro las manos. Unas manos que, como las de casi todos mis conciudadanos, no saben escribir, sólo saben utilizar las palabras de otros. Unas palabras que han decepcionado a mi abuelo. Ojalá le hubiera traído una piedra como Bram. O nada en absoluto. Incluso presentarme con las manos vacías habría sido mejor que decepcionarle.
—Tú tienes tus propias palabras, Cassia —dice—. He oído algunas, y son hermosas. Y ya me has hecho un regalo visitándome tan a menudo. Esta carta me sigue emocionando porque es tuya. No quiero herir tus sentimientos. Quiero que confíes en tus palabras, ¿lo entiendes?
Alzo la vista para mirarlo a los ojos y asiento, porque sé que eso es lo que quiere que haga. Y ese regalo sí que se lo puedo hacer, aunque mi carta haya sido un fracaso. Y entonces pienso en otra cosa. Llevo la semilla de álamo de Virginia en el bolsillo de mi ropa de diario desde ayer. La saco y se la doy.
—Ah —dice alzándola para verla mejor—. Gracias, cariño. Fíjate. Desgarradas nubes de fuego.
¿Ha empezado ya a dejarnos? No sé a qué se refiere. Miro hacia la puerta, preguntándome si debería llamar a mis padres.
—Soy un viejo hipócrita —dice, otra vez la mirada picara—. Te he dicho que utilices tus palabras y ahora voy a pedirte las de otra persona. Déjame ver tu polvera.
Sorprendida, se la doy. Él la coge, la golpea contra su palma y gira la base. Ésta se abre, y yo sofoco un grito de asombro cuando cae un papel. Enseguida veo que es viejo, denso, pesado y cremoso, no fino y blanco como el papel continuo que sale de los terminales o los calígrafos.
El abuelo lo despliega con cuidado y delicadeza. Intento no mirar con demasiada atención, por si no quiere que lo vea, pero, de un vistazo, advierto que las palabras también son viejas. Están escritas en un tipo de letra que ya no se utiliza; los caracteres son negros y están muy juntos.
Le tiemblan los dedos, no sé si por la proximidad de su fin o por lo que tiene en las manos. Quiero ayudarle, pero sé que tiene que hacerlo solo.
No tarda mucho en leer el papel y, cuando ha terminado, cierra los ojos. Una emoción que no sé interpretar le muda el rostro. Una emoción profunda. Después abre sus ojos hermosos y brillantes y me mira fijamente mientras vuelve a doblar el papel.
—Cassia, es para ti. Es más valioso que la polvera.
—Pero es muy… —me interrumpo antes de decir la palabra «peligroso».
No hay tiempo. Oigo a mis padres y a mi hermano hablando en el recibidor.
El abuelo me mira con amor y me da el papel. Un reto, una ofrenda, un regalo. Vacilo, pero enseguida alargo la mano. Cojo el papel y él lo suelta.
También me devuelve la polvera; el papel cabe perfectamente en su base. Cuando cierro la reliquia, el abuelo se inclina hacia mí.
—Cassia —susurra—, te he dado algo que no entenderás todavía, pero un día lo harás. Tú más que nadie. Y recuerda: hacerse preguntas está bien.
Aguanta mucho. Falta una hora para una oscura medianoche azulada cuando nos mira y dice las mejores palabras con las que se puede concluir una vida:
—Te quiero. Te quiero. Te quiero. Te quiero.
Nosotros también se las decimos de corazón, y él sonríe. Se recuesta en las almohadas y cierra los ojos.
Todo ha funcionado a la perfección dentro de él. Ha sido feliz. Su vida ha terminado cuando debía terminar, a la hora exacta. Tengo cogida su mano cuando muere.