Capítulo 6

—Hoy había un niño nuevo en la piscina —dije a mis padres esa noche lejana en el tiempo, después de lo sucedido mientras Xander y yo nos bañábamos.

Tuve cuidado de no mencionar que él había perdido su pastillero. No quería meterlo en ningún lío. La omisión me causó el mismo efecto que si me hubiera atragantado con la pastilla. Cada vez que tragaba saliva, me parecía que se me había quedado en la garganta y amenazaba con asfixiarme.

Pero, aun así, no lo conté.

Mis padres se miraron.

—¿Un niño nuevo? ¿Estás segura? —preguntó mi padre.

—Sí —respondí—. Se llama Ky Markham. Xander y yo nos hemos bañado con él.

—Entonces está con los Markham —dijo mi padre.

—Lo han adoptado —expliqué—. Llama mamá a Aida y papá a Patrick. Lo he oído.

Mis padres se miraron. Las adopciones eran, y son, casi inexistentes en la provincia de Oria.

Llamaron a la puerta.

—Quédate aquí, Cassia —manifestó mi padre—. Vamos a ver quién es.

Esperé en la cocina, desde donde oí la voz potente y grave del padre de Xander, el señor Carrow, retumbando en el recibidor. No podemos entrar en las casas ajenas, pero lo imaginé parado en la entrada, como Xander, pero en versión adulta. El mismo pelo rubio. Los mismos risueños ojos azules.

—He hablado con Patrick y Aida Markham —dijo—. He pensado que querríais saberlo. El niño es huérfano. Es de las provincias exteriores.

—Ah, ¿sí?

Percibí cierta preocupación en la voz de mi madre. Las provincias exteriores se hallan en el margen geográfico de la Sociedad, donde la vida es más dura e incivilizada. A veces, la gente se refiere a ellas como las provincias menores o subdesarrolladas, por la falta de orden y conocimientos que las caracteriza. En ellas hay una concentración mayor de aberrantes que entre la población general. E incluso de anómalos, dicen algunos. Aunque nadie conoce con certeza el paradero de los anómalos. Antes, los tenían en pisos francos, pero hoy en día muchos de ellos están vacíos.

—El niño está aquí con el beneplácito de la Sociedad —continuó el señor Carrow—. Patrick me ha enseñado la documentación personalmente. Me ha pedido que se lo explique a quien pueda estar interesado. Sabía que estarías preocupada, Molly, y tú también, Abran.

—Bueno —dijo mi madre—, parece que todo está en regla.

Avancé pegada a la pared para asomarme al recibidor, donde vi a mis padres de espaldas y al padre de Xander inmóvil en la entrada, con la noche detrás de él.

Entonces, el señor Carrow bajó la voz y agucé el oído para que el suave zumbido del terminal no me impidiera oír lo que decía.

—Molly, tendrías que haber visto a Aida. Y a Patrick. Parecía que hubieran vuelto a la vida. El niño es el sobrino de Aida. El hijo de su hermana.

Mi madre alzó la mano, un gesto que siempre hacía cuando se sentía incómoda. Porque todos recordábamos vivamente lo que les había sucedido a los Markham.

Era uno de los pocos casos en los que el gobierno había cometido un fallo. Un anómalo de grado uno debería haber estado identificado y, por supuesto, no debería haber podido pasearse por las calles ni colarse en la oficina del gobierno donde trabajaba Patrick y donde su hijo estaba ese día de visita. Ninguno hablábamos de ello, pero todos lo sabíamos. Que el hijo de los Markham estaba muerto, que había sido asesinado mientras esperaba a que su padre regresara de una reunión en otra parte del edificio. Que el propio Patrick Markham había tenido que pasar un tiempo recuperándose, ya que el anómalo había esperado en su oficina para atacarlo a él.

—Su sobrino —dijo mi madre en tono comprensivo—. Es natural que Aida quiera criarlo.

—Y es posible que el gobierno se sienta en el deber de hacer una excepción con Patrick —añadió mi padre.

—Abran —dijo mi madre en tono de reproche.

Pero el señor Carrow se mostró conforme.

—Es lógico. Una excepción como recompensa por el accidente. Un hijo para sustituir al que no deberían haber perdido. Así lo ven lo funcionarios.

Más tarde, mi madre entró en mi habitación para arroparme. Con la voz tan suave como las mantas que acolchó alrededor de mí, me preguntó:

—¿Nos has oído hablar?

—Sí —respondí.

—El sobrino, el hijo de los Markham, empieza la escuela a partir de mañana.

—Ky —dije—. Se llama Ky.

—Sí —convino ella. Cuando se inclinó sobre mí, los largos cabellos rubios le cayeron por un lado del cuello y sus pecas me parecieron estrellas diseminadas por su rostro. Me sonrió—. Serás amable con él, ¿verdad? —preguntó—. Y le ayudarás a integrarse, ¿a que sí? Ser nuevo puede ser duro cuando los demás ya se conocen.

—Sí —prometí.

Su consejo resultó ser innecesario. Al día siguiente, Ky saludó y se presentó a todos los alumnos del centro de segunda enseñanza. Silencioso y veloz, fue de un pasillo a otro, explicando quién era a todos para que nadie se lo tuviera que preguntar. Cuando sonó el timbre, desapareció entre los grupos de alumnos. Fue sobrecogedora la rapidez con que se esfumó. Estaba allí, separado, diferente, nuevo, y al momento se había convertido en parte de la multitud, como si llevara toda la vida haciéndolo. Como si jamás hubiera vivido en otro lugar que no fuera aquél.

Y ahora que lo pienso, me doy cuenta de que con Ky siempre ha sido así. Siempre lo hemos visto cantar misa y repicar. Sólo el primer día lo vimos tirarse a la piscina.

—Tengo que contarte una cosa —le digo a mi abuelo mientras acerco una silla a la suya.

Los funcionarios no me han retenido demasiado tiempo en el centro recreativo después de pisar las pastillas; aún tengo tiempo para hacerle una visita, cosa que agradezco, porque ésta es la penúltima vez que lo veré. Me siento vacía sólo de pensarlo.

—Ah —dice el abuelo—. ¿Es algo bueno?

Está sentado junto a la ventana, como acostumbra a hacer por las noches. Observa la partida del sol y la llegada de las estrellas, y a veces me pregunto si no se quedará también a ver cómo regresa el sol. ¿Acaso cuesta dormir cuando sabes que estás a punto de llegar al final? ¿Acaso no quieres perderte ni un momento, ni siquiera aquellos que, en otras circunstancias, considerarías aburridos e insulsos?

De noche, los colores se diluyen en negros y grises. De vez en cuando, hay un destello de luz cuando una farola se enciende. Las vías del tren aéreo, que a la luz del día no tienen brillo, parecen hermosos caminos flotantes ahora que las luces nocturnas se han encendido. Mientras miro por la ventana, pasa un tren que transporta pasajeros en su blanco interior iluminado.

—Es algo extraño —respondo, y el abuelo deja el tenedor en la bandeja. Se está comiendo un trozo de algo llamado hojaldre, que no he probado nunca pero que parece delicioso. Ojalá no hubiera una norma que nos prohíbe compartir la comida—. Todo va bien. Aún estoy emparejada con Xander —continúo. La Sociedad me ha enseñado que ésta es la forma correcta de comunicar una noticia: tranquilizar primero y después dar la información— Pero en mi microficha había un fallo. Cuando la he mirado, la cara de Xander ha desaparecido. Y he visto a otra persona.

—¿Has visto a otra persona?

Asiento, intentando no mirar demasiado fijamente la comida de su plato. El modo en que la masa azucarada se desmenuza me recuerda a los cristales de una capa de hielo. Y las bayas rojas diseminadas por el plato están maduras y parecen exquisitas. Las palabras que he dicho se aferran a mi mente como el hojaldre al tenedor de plata. «He visto a otra persona.»

—¿Qué has sentido al ver la cara de otro chico en la pantalla? —me pregunta mi abuelo con dulzura, poniendo su mano sobre la mía—. ¿Te has preocupado?

—Un poco —respondo—. Me he quedado desconcertada. Porque también conozco al otro chico.

Mi abuelo enarca las cejas sorprendido.

—¿De veras?

—Es Ky Markham —digo—. El hijo de Patrick y Aida. Vive en el distrito de los Arces, en mi misma calle.

—¿Qué explicación te han dado para semejante error?

—No ha sido un error de la Sociedad —respondo—. La Sociedad no comete errores.

—Claro que no —dice mi abuelo sin alterar la voz—. Pero las personas sí.

—Eso es lo que la funcionaria piensa que ha pasado. Cree que alguien ha debido de modificar mi microficha para insertar la cara de Ky.

—¿Por qué? —se pregunta mi abuelo.

—Cree que ha sido una broma de muy mal gusto. —Bajo la voz todavía más—. Por el estatus de Ky. Es un aberrante.

Mi abuelo se levanta de golpe y tira la bandeja al suelo. Me sorprende lo mucho que ha adelgazado, pero está erguido como un árbol.

—¿Ha salido la foto de un aberrante como tu pareja?

—Sólo un momento —digo intentando tranquilizarlo—. Pero ha sido un fallo. Mi pareja es Xander. El otro chico ni siquiera es un candidato válido.

El abuelo no se sienta, aunque yo me haya quedado inmóvil en mi silla con la esperanza de calmarlo, de hacerle ver que no ocurre nada.

—¿Te han dicho por qué lo han clasificado así?

—Su padre hizo algo mal —respondo—. No es culpa de Ky.

Ciertamente no lo es. Yo lo sé y mi abuelo lo sabe. Los funcionarios jamás habrían permitido una adopción si Ky hubiera representado una amenaza grave.

El abuelo mira el plato caído en el suelo. Hago ademán de recogerlo, pero me lo impide.

—No —dice con brusquedad, y se agacha con un crujir de huesos. Como si estuviera hecho de madera vieja, un árbol viejo, con rígidas articulaciones de madera. Recoge los últimos trozos de hojaldre del suelo y me mira con sus ojos claros. En ellos no hay rigidez alguna; están vivos, llenos de movimiento—. No me gusta —añade—. ¿Por qué querría alguien modificar tu microficha?

—Abuelo —digo—, por favor, siéntate. Es una broma pesada y descubrirán al autor y se ocuparán de todo. Lo ha dicho una funcionaria del Ministerio de Emparejamientos.

Deseé no habérselo contado. ¿Por qué creía que me consolaría?

Pero entonces lo hace.

—Pobre chico —dice con tristeza—. Está marcado sin haber hecho nada. ¿Lo conoces bien?

—Tenemos una relación cordial, pero no somos buenos amigos. Lo veo alguna vez los sábados durante mis horas lúdicas —explico—. Apenas lo veo desde que le asignaron su puesto de trabajo permanente hace un año.

—¿Y qué puesto de trabajo es ése?

Vacilo en decírselo, porque es un puesto de trabajo precario. Todos nos sorprendimos cuando asignaron un cometido tan bajo a Ky, porque Patrick y Aida son ciudadanos respetados.

—Trabaja en una planta de reciclaje de envases alimentarios.

Mi abuelo hace una mueca.

—Es un trabajo duro y frustrante.

—Lo sé —digo.

Me he fijado en que, pese a los guantes que llevan los trabajadores, Ky siempre tiene las manos enrojecidas debido a la temperatura del agua y las máquinas. Pero él no se queja.

—¿Y la funcionaria te ha dejado contármelo? —dice mi abuelo.

—Sí —respondo—. Le he preguntado si se lo podía contar a una sola persona. A ti.

Percibo un brillo malicioso en sus ojos.

—¿Porque los muertos no hablan?

—¡No! —exclamo. Me encantan sus bromas, pero no puedo seguirle el juego, al menos no con ésta. Todo está sucediendo demasiado deprisa. Le echaré muchísimo de menos—. Te lo quería contar porque sabía que me entenderías.

—Ah —dice enarcando las cejas con aire irónico—. ¿Y lo he hecho?

Me río, sólo un poco.

—No tan bien como esperaba. Has reaccionado como habrían hecho mis padres si se lo hubiera contado a ellos.

—Pues claro —dice—. Quiero protegerte.

«No siempre lo has hecho», pienso yo enarcando también las cejas. El abuelo es quien por fin consiguió que dejara de quedarme sentada en el borde de la piscina.

Un día de verano que fue a hacernos compañía preguntó:

—¿Qué hace mi nieta?

—Siempre hace lo mismo —respondió Xander.

—¿No sabe nadar? —preguntó el abuelo, y yo lo fulminé con la mirada, porque podía hablar por mí misma. Y él lo sabía.

—Sí sabe —respondió Xander—. Pero no le gusta.

—No me gusta saltar —informé al abuelo.

—Comprendo —observó—. ¿Qué hay del trampolín?

—Sobre todo de ahí.

—Muy bien —me dijo.

Se sentó a mi lado en el borde de la piscina. Incluso entonces, cuando era más joven y fuerte, recuerdo que pensé que parecía muy viejo comparado con los abuelos de mis amigos. Mis abuelos fueron una de las últimas parejas que decidieron posponer su emparejamiento. Tenían treinta y cinco años cuando los emparejaron. Mi padre, su único hijo, no nació hasta cuatro años después. Hoy día, nadie puede tener hijos después de los treinta y uno.

El sol incidía de lleno en sus cabellos plateados, obligándome a mi pesar a ver cada pelo con detalle. Eso me entristeció, pese a estar enfadada.

—Esto es apasionante —dijo moviendo los pies en el agua—. Ya entiendo por qué no quieres hacer nada aparte de quedarte aquí sentada. —Capté su tono irónico y miré hacia otro lado.

Él se levantó y se dirigió al trampolín.

—Señor —dijo el encargado de la piscina—. ¿Señor?

—Tengo un pase recreativo —le informó mi abuelo sin detenerse—. Gozo de una salud excelente.

Acto seguido, comenzó a encaramarse al trampolín, y me fue pareciendo más fuerte conforme subía más arriba cada vez.

No me miró antes de saltar; se tiró sin vacilar y, antes de que tocara el agua, yo ya estaba levantada, caminando por el cemento caliente en dirección al trampolín, con las plantas de los pies y el orgullo en llamas.

Salté.

—Estás pensando en la piscina, ¿verdad? —me pregunta ahora.

—Sí —respondo riéndome un poco—. En ese momento no me protegiste. Casi me muero del susto.

Enseguida me encojo, porque no tenía intención de aludir a la muerte. No sé por qué le tengo miedo. El abuelo no se lo tiene. Ni la Sociedad. Yo tampoco debería tenérselo.

El abuelo no parece darse cuenta.

—Estabas lista para saltar —dice—. Sólo que aún te sentías insegura.

Nos quedamos callados recordando. Intento no mirar el reloj de pared. Tengo que marcharme dentro de poco para llegar a casa antes del toque de queda, pero no quiero que el abuelo crea que cuento los minutos. Los minutos que quedan para que mi visita termine. Los minutos que quedan para que su vida termine. Aunque, si lo pienso, también yo tengo los días contados. Cada minuto que compartimos con alguien le da parte de nuestra vida y nos da parte de la suya.

El abuelo percibe mi distracción y me pregunta qué me ronda por la cabeza. Se lo explico, porque no voy a tener muchas más ocasiones de hacerlo, y él me coge la mano.

—Me alegra darte una parte de mi vida —dice, y es tan bonito y me lo dice con tanto cariño que yo también se lo digo. Aunque casi tiene ochenta años, aunque su cuerpo me ha parecido frágil hace un rato, noto la fuerza de su mano y vuelvo a entristecerme.

—Hay otra cosa que quería comentarte —digo—. He escogido las excursiones como actividad de ocio para este verano.

Parece complacido.

—¿Vuelven a hacerlas?

Un verano de hace años, el abuelo estuvo saliendo de excursión y desde entonces siempre habla de ello.

—Es una actividad nueva de este verano. Es la primera vez que veo que la ofrecen.

—¿Quién será el instructor? —se pregunta con aire pensativo. Mira por la ventana—, ¿Dónde te llevarán de excursión?

Sigo su mirada. Ya queda poca naturaleza en su estado original, aunque tenemos muchos espacios verdes: parques y campos lúdicos.

—A una de las zonas lúdicas más grandes quizá —sugiero.

—A la Loma quizá —dice él recobrando el brillo en la mirada.

La Loma es el último enclave de la ciudad donde se conserva un bosque en estado natural. La veo desde aquí, veo su espinoso lomo verde alzándose desde el arboreto donde trabaja mi madre. Antes, se empleaba principalmente para entrenar al ejército, pero, como casi todos sus efectivos están destacados en las provincias exteriores, ya no tiene mucha utilidad.

—¿Tú crees? —pregunto ilusionada—. No he estado nunca. Por supuesto, he ido al arboreto un montón de veces, pero nunca me han dado permiso para subir a la Loma.

—Te encantará si te dejan subir —dice animado el abuelo—. Subir hasta el punto más alto que ves tiene algo de especial, y nadie va a despejarte el camino, ningún simulador. Todo es real…

—¿De verdad crees que nos dejarán subir? —pregunto. Su entusiasmo es contagioso.

—Eso espero.

Mira por la ventana hacia el arboreto y me pregunto si la razón de que últimamente se pase tanto tiempo aquí sentado reside en que le gusta rememorar sus recuerdos.

Parece que me lea el pensamiento.

—Soy un pobre anciano pensando en sus recuerdos, ¿eh?

Sonrío.

—Eso no tiene nada de malo.

De hecho, al final de una vida, la Sociedad anima a hacerlo.

—No hago eso exactamente —dice.

—Ah, ¿no?

—Estoy pensando. —De nuevo, me lee el pensamiento—. No es lo mismo que recordar. Recordar forma parte de pensar, pero pensar es más que eso.

—¿En qué piensas?

—En muchas cosas. Un poema. Una idea. Tu abuela.

Mi abuela murió prematuramente a los sesenta y dos años de uno de los últimos tipos de cáncer. No llegué a conocerla. La polvera le perteneció antes que a mí, un regalo de su suegra, la madre de mi abuelo.

—¿Qué crees que diría de mi pareja? —le pregunto—. ¿Y de lo que ha pasado hoy?

Mi abuelo se queda callado mientras aguardo.

—Creo —dice por fin— que querría saber si te lo has preguntado.

Quiero pedirle que me aclare lo que acaba de decir, pero oigo la campana que anuncia la inminente llegada del el último tren aéreo con destino a los distritos. Tengo que irme.

—Cassia —dice el abuelo cuando me levanto—, aún tienes la polvera que te he dado, ¿verdad?

—Sí —respondo sorprendida de que me lo pregunte. Es el objeto más valioso que poseo. El objeto más valioso que jamás poseeré.

—¿La llevarás mañana a mi cena final? —pregunta.

Los ojos se me llenan de lágrimas. Debe de querer volver a verla para recordar a mi abuela, y a su madre.

—Pues claro que sí, abuelo.

—Gracias.

Mis lágrimas amenazan con rodar por las mejillas cuando me inclino para darle un beso. Las contengo y no lloro. Me pregunto cuándo podré hacerlo. No será mañana por la noche en la cena final. Habrá gente observando cómo sobrelleva el abuelo su partida y cómo sobrellevamos nosotros que nos deje.

Mientras camino por el pasillo, oigo a otros residentes detrás de sus puertas cerradas hablando solos o con alguna visita. También oigo el zumbido de los terminales puestos a todo volumen porque muchos de los ancianos no oyen bien. Hay habitaciones en silencio. Algunos quizás estén como el abuelo, sentados delante de una ventana abierta pensando en personas que ya no están.

«Querría saber si te lo has preguntado.»

Entro en el ascensor y pulso el botón, sintiéndome triste, extraña y confusa. ¿Qué ha querido decir?

Sé que a mi abuelo se le está agotando el tiempo. Lo sé desde hace mucho. Pero ¿por qué, cuando se cierran las puertas del ascensor, tengo la sensación de que también se me está agotando a mí?

«Mi abuela querría saber si me he preguntado si, después de todo, no ha sido un error. Si Ky estaba destinado a ser mi pareja.»

Por un momento, lo he hecho. Cuando el rostro de Ky ha aparecido ante mí tan fugazmente que apenas he visto el color de sus ojos, sólo su tonalidad oscura cuando me devolvían la mirada, me he preguntado: «¿Eres tú?».