Capítulo 5

—Aquí hay un hueco —dice Xander deteniéndose junto a la mesa verde que ocupa el centro de la sala. Parece que este sábado los demás jóvenes de nuestro distrito han decidido pasar sus horas lúdicas igual que nosotros, porque el centro recreativo está abarrotado de gente, entre la que se encuentran casi todos nuestros amigos—. ¿Quieres jugar, Cassia?

—No, gracias —respondo—. Esta partida prefiero mirar.

—¿Y tú? —pregunta a Em, mi mejor amiga.

—Juega tú —responde ella, y las dos nos reímos cuando él sonríe de oreja a oreja y se da rápidamente la vuelta para entregar su tarjeta digital al funcionario que supervisa la partida.

Xander siempre es así cuando se trata de jugar: enérgico y entusiasta. Me acuerdo de nuestras partidas cuando éramos pequeños, de que los dos nos empleábamos a fondo y ninguno se dejaba ganar.

¿Cuándo dejaron de gustarme los juegos? Me cuesta recordarlo.

Xander se incorpora a la partida y dice algo que hace reír al resto. Sonrío. Me divierto mucho más viéndolo jugar que participando. Y este juego, el Jaque, es uno de sus favoritos. Es un juego de habilidad, la clase de juegos que más le gustan.

—Oye —dice Em tan bajo que sólo yo puedo oírla en medio de las risas y las conversaciones—, ¿cómo es eso de conocer a tu pareja?

Sabía que me lo iba a preguntar; soy consciente de que es lo que todos querrían saber. Y respondo de la única manera que sé, diciendo la verdad.

—Se trata de Xander —respondo—. Es maravilloso.

Em asiente.

—En todo este tiempo, ninguno de los dos pensábamos que podríamos acabar juntos —observa—, y mira ahora.

—Lo sé —digo.

—¡Y Xander! —exclama—. Es el mejor.

Alguien la llama y se dirige a otra mesa.

Observo a Xander mientras coge las fichas grises y las coloca en los cuadrados grises y negros del tablero. Casi todos los colores del centro recreativo son apagados: paredes grises, ropa de diario marrón para los estudiantes, ropa de diario azul oscuro para los que ya tienen su puesto de trabajo permanente. Cualquier nota de alegría proviene de nosotros: del color de nuestros cabellos, de nuestras risas. Cuando Xander coloca su última ficha, me mira y proclama delante de sus oponentes:

—Voy a ganar esta partida para mi pareja.

Todos me miran y él sonríe con picardía.

Yo pongo los ojos en blanco, pero sigo ruborizada cuando, al cabo de un rato, alguien me da un golpecito en el hombro y me doy la vuelta.

Una funcionaria aguarda detrás de mí.

—¿Cassia Reyes? —pregunta.

—Sí —respondo mientras lanzo una mirada a Xander, que, absorto en la partida, no ve lo que sucede.

—¿Puedes acompañarme afuera? No tienes de que preocuparte, sólo será un momento. Se trata de un simple trámite.

«¿Sabe qué ha pasado cuando he intentado mirar mi microficha?»

—Claro —digo, porque no hay otra respuesta posible cuando un funcionario te pide algo.

Miro a mis amigos, que están pendientes de la partida y de los jugadores. Nadie advierte mi marcha. Ni tan siquiera Xander. El gentío me engulle y salgo de la sala detrás del uniforme blanco de la funcionaria.

—Te aseguro que no tienes nada de que preocuparte —dice la funcionaria sonriendo.

Su voz parece amable. Me conduce al reducido espacio verde que rodea el centro recreativo. Aunque su compañía me pone nerviosa, salir del concurrido centro recreativo me sienta bien.

Cruzamos la hierba perfectamente cortada hacia un banco metálico situado debajo de una farola. No veo a nadie más.

—Ni siquiera tienes que explicarme lo que ha pasado —dice la funcionaria—. Lo sé. La cara de la microficha no era la correcta, ¿verdad?

No cabe duda de que es amable: no me ha obligado a decirlo yo. Asiento.

—Debes de estar muy preocupada. ¿Has contado a alguien lo ocurrido?

—No —respondo.

Me indica que me siente en el banco y lo hago.

—Excelente. Deja que te tranquilice. —Me mira a los ojos—. Cassia, no ha cambiado nada. Sigues siendo la pareja de Xander Carrow.

—Gracias —digo, y estoy tan agradecida que no me basta con decirlo una vez—. Gracias.

La confusión me abandona y por fin, por fin, por fin, puedo relajarme.

Suspiro y la funcionaria se ríe.

—Y deja que te felicite por tu emparejamiento. Ha levantado mucho revuelo. La gente lo está comentando en toda la provincia. Quizás incluso en toda la Sociedad. Hacía muchos años que no pasaba. —Se queda callada antes de proseguir—. Imagino que no habrás traído tu microficha.

—La verdad es que sí. —Me la saco del bolsillo—. Estaba preocupada. No quería que nadie más la viera…

La funcionaria alarga la mano y yo dejo la microficha en su palma.

—Perfecto. Yo me ocuparé de ella. —La guarda en su pequeño maletín. Alcanzo a ver su pastillero y advierto que es más grande que el modelo estándar. Se da cuenta—. Los altos funcionarios llevamos pastillas de sobra —explica—. Por si hay una emergencia. —Afirmo con la cabeza y ella continúa—: Pero no es nada de lo que debas preocuparte. Ten, para ti. —Saca otra microficha de un bolsillo interior del maletín—. La he comprobado yo misma. Todo está en orden.

—Gracias.

Me meto la nueva microficha en el bolsillo y nos quedamos un rato calladas. Al principio, miro la hierba, los bancos metálicos y la pequeña fuente de hormigón situada en el centro del espacio verde, que lanza chorros de agua plateada al aire cada pocos segundos. Después miro de soslayo a la mujer que está sentada a mi lado, intentando distinguir la insignia que lleva en el bolsillo de la camisa. Sé que es funcionaria porque lleva ropa blanca, pero no estoy segura de a qué ministerio de la Sociedad representa.

—Pertenezco al Ministerio de Emparejamientos, autorizado para ocuparse de los fallos en la transmisión de información —explica al percatarse de mi mirada—. Por suerte, no tenemos mucho trabajo. Dada su importancia para la Sociedad, los emparejamientos están muy bien regulados.

Sus palabras me recuerdan un párrafo de la información oficial: «El objetivo de los emparejamientos es doble: generar futuros ciudadanos con la mejor salud posible y brindar las mejores oportunidades para que tengan una vida en familia satisfactoria. Es de suma importancia para la Sociedad que los emparejamientos se realicen con la máxima eficacia».

—Nunca había oído hablar de un error como éste.

—Por desgracia, no pasa a menudo, pero sí de vez en cuando. —La funcionaria se queda callada antes de hacerme la pregunta que no quiero oír—. ¿Has reconocido la otra cara?

Súbita e irracionalmente, estoy tentada de mentir. Quiero decir que en absoluto, que no la había visto en mi vida. Vuelvo a mirar la fuente y, mientras observo cómo el agua sube y baja, sé que mi silencio me delata. Así que respondo:

—Sí.

—¿Sabes cómo se llama?

Por supuesto, ella ya está al corriente de todo, de manera que no tengo más remedio que decir la verdad.

—Sí. Ky Markham. Eso es lo más raro. Que se cometa un error ya es extraño, pero que además ocurra con otra persona que conozco…

—Es totalmente imposible, es cierto —admite ella—, lo cual nos lleva a preguntarnos si el error ha sido intencionado, si se trata de una broma. Si encontramos al autor, lo castigaremos con severidad. Ha sido cruel. No sólo por el disgusto y el desconcierto que te ha causado a ti, sino también por Ky.

—¿Lo sabe?

—No. No tiene ni idea. Y es muy cruel elegirlo para esta broma teniendo en cuenta su estatus.

—¿Su estatus?

Ky Markham vive en nuestro distrito desde que tenía diez años. Es guapo y callado. Muy tranquilo. No se mete en líos. Ya no lo veo tanto como antes. Desde que le asignaron su puesto de trabajo permanente a principios del año pasado y ya no va al centro de segunda enseñanza con los demás jóvenes de nuestro distrito.

La funcionaria se acerca un poco más a mí, aunque no haya nadie que pueda oírnos. La luz de la farola me da calor y me remuevo un poco en el banco.

—Es información confidencial, pero Ky Markham nunca podría ser tu pareja. Nunca será la pareja de nadie.

—Entonces, ha decidido quedarse soltero.

No estoy segura de por qué esta información es confidencial. Muchos chicos de nuestra escuela han elegido quedarse solteros. Incluso hay un párrafo sobre eso en la información oficial sobre los emparejamientos. «Por favor, piénsate bien si eres un buen candidato para tener pareja. Recuerda que los solteros son igual de importantes en la Sociedad. Como bien sabrás, el actual líder de la Sociedad se ha quedado soltero. Tanto los ciudadanos emparejados como los solteros tienen una vida plena y satisfactoria. No obstante, sólo los ciudadanos que decidan tener pareja pueden procrear.»

La funcionaria se acerca todavía más a mí.

—No ha decidido quedarse soltero. Ky Markham es un aberrante.

¿Ky Markham es un aberrante?

Los aberrantes viven entre nosotros; no son peligrosos como los anómalos, que tienen que estar separados de la Sociedad. Aunque los aberrantes suelen adquirir este estatus por culpa de una infracción, están protegidos; sus identidades no suelen ser de dominio público. Sólo los funcionarios del Ministerio de Clasificación Comunitaria y otros ámbitos relacionados tienen acceso a esta clase de información.

No hago mi pregunta en voz alta, pero ella sabe qué pienso.

—Eso me temo. No es culpa suya. Pero su padre cometió una infracción. La Sociedad no podía ignorar ese hecho, aunque permitió que los Markham lo adoptaran. Él conservó la clasificación de aberrante y, como tal, quedó fuera del sistema de emparejamientos. —Suspira—. No confeccionamos las microfichas hasta unas horas antes del banquete. Es probable que el error sucediera entonces. Estamos comprobando quién tuvo acceso a tu microficha, quién pudo haber insertado la imagen de Ky antes del banquete.

—Espero que averigüen quién lo hizo —digo—. Tiene razón. Es cruel.

—Lo averiguaremos —me asegura ella sonriéndome—. Te lo prometo. —Consulta su reloj—. Tengo que irme. Espero haberte tranquilizado.

—Sí, gracias.

Intento quitarme de la cabeza todo lo que ha sucedido. Debería estar pensando en lo estupendo que es que todo se haya arreglado. Pero, en vez de eso, pienso en Ky, en cuánto lamento su suerte, en que ojalá no tuviera que saber esto sobre él y pudiera seguir pensando que ha elegido quedarse soltero.

—No hace falta que te recuerde que debes mantener esta información en secreto, ¿verdad? —me dice la funcionaria sin levantar la voz, aunque percibo la severidad de su tono—. Sólo te la he dado para que no te quedara ninguna duda de que Ky Markham no estaba destinado a ser tu pareja.

—Claro. No diré nada a nadie.

—Bien. Probablemente, lo mejor es que no lo cuentes. Podríamos convocar una reunión, por supuesto, si tú quieres. Yo podría explicar a tus padres, a los padres de Xander y a él lo que ha pasado…

—¡No! —exclamo—. Por favor, no quiero que nadie lo sepa, excepto…

—¿Excepto quién?

No respondo y, de pronto, noto su mano en mi brazo. No me agarra con fuerza, pero sé que no me soltará hasta que responda a su breve pregunta:

—¿Quién?

—Mi abuelo —confieso—. Tiene casi ochenta años.

Ella me suelta.

—¿Cuándo es su cumpleaños?

—Mañana.

Reflexiona un momento y asiente.

—Si tienes necesidad de hablar con alguien sobre lo que ha pasado, él es la persona ideal. ¿No hay nadie más?

—No —respondo—. No quiero que nadie más lo sepa. No me importa que mi abuelo lo sepa porque…

No termino la frase. Ella sabe por qué. Al menos, una de las razones.

—Me alegro de que pienses así —dice asintiendo—. Debo admitir que eso facilita mucho las cosas. Obviamente, cuando hables con tu abuelo, le dirás que, si se lo menciona a alguien más, recibirá una citación. Y, desde luego, eso no le conviene nada en este momento, ya que se arriesga a perder sus privilegios en lo que respecta a conservar su tejido.

—Comprendo.

La funcionaria sonríe y se levanta.

—¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte esta noche?

Me alegro de que la entrevista haya terminado. Ahora que todo vuelve a estar en orden en mi mundo, quiero regresar al concurrido centro recreativo. De pronto, me siento muy sola fuera.

—No, gracias.

La funcionaria señala el sendero que conduce al centro.

—Te deseo lo mejor, Cassia. Me alegra haber podido ayudarte.

Le doy las gracias por última vez y me alejo. Ella se queda y me observa. Aunque sé que es absurdo, tengo la sensación de que no deja de hacerlo hasta que cruzo la puerta, recorro los pasillos, entro de nuevo en la sala y me dirijo a la mesa donde Xander sigue jugando. Alza la vista y me sostiene la mirada. Ha advertido mi ausencia. «¿Va todo bien?», me preguntan sus ojos, y yo asiento. Ahora sí, todo va bien.

Todo vuelve a ser normal. Mejor que normal: ya puedo volver a disfrutar del hecho de estar emparejada con Xander.

Aun así, ojalá la funcionaria no me hubiera hablado de Ky. Ya no podré mirarlo de la misma forma, ahora que sé tantas cosas de él.

El centro recreativo está abarrotado. En la sala hace un calor húmedo, lo que me recuerda la simulación de un mar tropical que proyectaron una vez en clase de ciencia, la que trataba sobre los arrecifes de coral que estaban repletos de peces antes de que el calentamiento los matara a todos. Noto un regusto de sudor y respiro agua.

Alguien choca conmigo cuando un funcionario habla por el altavoz principal. La multitud guarda silencio para escuchar: «Alguien ha perdido su pastillero. Por favor, no os mováis ni habléis hasta que lo encontremos».

Todos nos quedamos quietos de inmediato. Oigo repiqueteos de dados y un golpe sordo cuando alguien, quizá Xander, deja una ficha en el tablero. Luego se instaura el silencio. Nadie se mueve. Un pastillero extraviado es un asunto serio. Me fijo en una chica que está cerca de mí; me sostiene la mirada boquiabierta, con los ojos como platos, petrificada. Vuelvo a pensar en la simulación del mar tropical, en que la instructora la interrumpió para explicar algo y los peces proyectados por la sala se quedaron mirándonos sin parpadear hasta que ella volvió a pulsar el interruptor.

Todos esperamos a que pulsen el interruptor, a que un instructor nos diga qué toca hacer. Comienzo a abstraerme, a escapar de este lugar en el que nadie se mueve. ¿Hay otros aberrantes en esta sala, nadando en esta agua? «Agua.» Me asalta otro recuerdo relacionado con el agua, esta vez auténtica, de cuando Xander y yo teníamos diez años.

Por aquel entonces, disponíamos de más horas lúdicas y, en verano, casi siempre las pasábamos en la piscina. A Xander le gustaba nadar en aquella agua clorada y azul; a mí me encantaba sentarme en el borde de cemento granulado y chapotear un poco antes de meterme. Eso estaba haciendo cuando Xander apareció a mi lado con cara de preocupación.

—He perdido mi pastillero —me susurró.

Yo me miré el traje de baño para asegurarme de que no había perdido el mío. Seguía allí; su clip metálico estaba bien sujeto a mi tirante izquierdo. Teníamos nuestros pastilleros desde hacía unas semanas y, en esa época, contenían una sola pastilla. La primera. La azul. La que puede salvarnos; la que contiene suficientes nutrientes para alimentarnos durante varios días si disponemos de agua.

Había mucha agua en la piscina. Ese era el problema. ¿Cómo iba Xander a encontrar su pastillero?

—Debe de haberse hundido —sugerí—. Podemos pedir a los socorristas que vacíen la piscina.

—No —dijo Xander tensando la mandíbula—. No se lo digas. Me citarán por haberlo perdido. No digas nada. Lo encontraré.

Llevar nuestras propias pastillas es un paso importante hacia nuestra independencia; perderlas equivale a admitir que no estamos preparados para asumir esa responsabilidad. Nuestros padres las llevan por nosotros hasta que tenemos edad para hacernos cargo de ellas, una a una. Primero la azul, cuando cumplimos diez años. Luego, a los trece, la verde. La que nos tranquiliza si necesitamos calmarnos.

Y cuando tenemos dieciséis, la roja, la que sólo podemos tomarnos cuando un alto funcionario nos lo ordena.

Al principio, intenté ayudar a Xander, pero el cloro siempre me ha irritado los ojos. Me sumergí varias veces, pero, cuando los ojos me escocían ya tanto que apenas veía nada, volví a encaramarme al borde de la piscina e intenté mirar bajo la soleada superficie del agua.

Ninguno llevamos reloj cuando somos pequeños; otros controlan nuestro tiempo. Pero, aun así, lo supe. Supe que Xander llevaba sumergido mucho más tiempo del que debía. Lo había medido en pulsaciones, y en los golpes del agua contra la pared de la piscina cada vez que un bañista se zambullía.

¿Se había ahogado? Por un momento, la blanca luz del sol reflejada por el agua me cegó y mi miedo, que también me pareció blanco, me paralizó. Pero después me puse de pie y respiré hondo para gritar al mundo: «Xander está debajo del agua, ¡sálvenlo, sálvenlo!». Antes de que mi grito surgiera, una voz que no conocía me preguntó:

—¿Se está ahogando?

—No lo sé —respondí, obligándome a apartar los ojos del agua.

Había un niño a mi lado, de piel morena y pelo oscuro. Un niño nuevo. Eso fue todo lo que tuve tiempo de apreciar antes de que se tirara ágilmente a la piscina y desapareciera de mi vista.

Una pausa, unos cuantos golpes más del agua contra el cemento, y Xander asomó la cabeza, sonriéndome con aire triunfal, con el pastillero impermeable en la mano.

—Lo tengo —dijo.

—Xander —exclamé aliviada—, ¿estás bien?

—Por supuesto —respondió con su habitual brillo de confianza en los ojos—. ¿Por qué no iba a estarlo?

—Te has pasado tanto tiempo debajo del agua que creía que te estabas ahogando —admití—. Y también lo ha creído ese niño…

De pronto, me entró pánico. ¿Dónde estaba el otro niño? No había salido a respirar.

—¿Qué niño? —preguntó Xander desconcertado.

—Se ha tirado para buscarte. —Y entonces lo vi, debajo del agua azul, una sombra bajo la superficie—. Está ahí. ¿Se está ahogando?

Justo en ese momento, el niño sacó la cabeza, tosiendo, con el cabello resplandeciente. Un rasguño rojo, casi curado pero aún visible, le cruzaba la mejilla. Hice todo lo posible por no mirarlo fijamente. No sólo porque las heridas no son nada frecuentes en un lugar en el que todos estamos tan sanos y protegidos, sino porque era un desconocido. Un forastero.

El niño tardó un rato en recuperar el aliento. Cuando lo hizo, me miró a mí, pero se dirigió a Xander:

—No te has ahogado.

—No —convino Xander—. Pero tú has estado a punto.

—Lo sé —dijo el niño— Quería salvarte. —Se corrigió—: Es decir, «ayudarte».

—¿No sabes nadar? —le pregunté.

—Creía que sabía —respondió, lo cual nos hizo reír a Xander y a mí.

El niño me miró a los ojos y sonrió. La sonrisa pareció sorprenderlo; a mí también me sorprendió su calidez. Luego miró de nuevo a Xander.

—Parecía preocupada al ver que no salías.

—Ya no estoy preocupada —dije aliviada de que no les hubiera sucedido nada—. ¿Estás de visita? —pregunté al niño, esperando que la visita fuera larga. Ya me caía bien porque había querido ayudar a Xander.

—No —respondió y, aunque seguía sonriendo, su voz me pareció tan tranquila y reposada como se había quedado el agua a nuestro alrededor. Me miró fijamente—. Vivo aquí.

Ahora, con la mirada fija en las personas que tengo delante, siento ese mismo alivio cuando veo una cara familiar, a una persona por la que he estado terriblemente preocupada hasta este momento. Una persona que he debido de creer que se había ahogado o hundido y quizá no volvería a ver nunca más.

Ky Markham está aquí, mirándome.

Sin pensar, doy un paso hacia él. Es entonces cuando noto que algo revienta bajo mi pie. El pastillero extraviado se ha abierto y todo lo que debe proteger está en el suelo, aplastado bajo mi pie. Azul-verde-rojo.

Me paro en seco, pero han detectado el movimiento. Un ejército de funcionarios se acerca y las personas próximas a mí respiran aliviadas mientras gritan:

—¡Aquí! ¡Está roto!

Tengo que volverme cuando un funcionario me coge del brazo y me pregunta qué ha sucedido. Cuando miro de nuevo hacia el lugar donde estaba Ky, éste ha desaparecido. Igual que hizo aquel día al tirarse a la piscina. Igual que lo ha hecho su cara hace un rato en el terminal de mi casa.