Siempre me he preguntado qué aspecto tienen mis sueños en papel, en cifras. Alguien lo sabe en algún lugar, pero yo no. Me arranco los identificadores de sueños, con cuidado de no tirar muy fuerte cuando me quito el que llevo pegado detrás de la oreja. La piel es delicada en esa zona y me hago daño, sobre todo si se me ha quedado algún mechón de pelo atrapado bajo el adhesivo. Los meto en su caja. Esta noche le toca a Bram ponérselos.
No he soñado con Xander. No sé por qué.
Pero se me han pegado las sábanas y voy a llegar tarde al trabajo si no me doy prisa. Cuando entro en la cocina, con el vestido de anoche en los brazos, veo que mi madre ya ha servido el desayuno que acaban de repartir. Avena color pardusco, como siempre. Comemos para estar sanos y para tener un óptimo rendimiento, no por placer. Las fiestas y celebraciones son una excepción. Como nos redujeron las calorías durante toda la semana anterior, anoche pudimos comer todo lo que nos sirvieron sin mayores consecuencias.
Bram, todavía en pijama, me sonríe con malicia.
—¿Qué? —dice metiéndose una última cucharada de avena en la boca—. ¿Has soñado con Xander?
No quiero que sepa lo cerca que está de la verdad: aunque no he soñado con Xander, quería hacerlo.
—No —respondo—. ¿Y tú no deberías estar preocupado por no llegar tarde a clase?
Mi hermano todavía va a la escuela los sábados en vez de ir a trabajar y, si no espabila, llegará tarde una vez más. Espero que no lo citen.
—Bram —dice mi madre—, haz el favor de ir a vestirte.
La pobre respirará aliviada cuando mi hermano vaya a un centro de segunda enseñanza, donde las clases empiezan media hora más tarde.
Cuando Bram sale cabizbajo de la cocina, mi madre coge mi vestido y lo despliega.
—Anoche estabas preciosa. Odio tener que devolverlo.
Nos quedamos mirándolo. Yo admiro el modo en que la seda capta la luz y la refleja, casi como si ambas estuvieran vivas.
Las dos suspiramos al mismo tiempo y mi madre se ríe. Me da un beso en la mejilla.
—Te enviarán un retal, ¿recuerdas? —dice, y yo asiento.
Cada vestido tiene un doble forro que puede cortarse en trozos, uno para cada chica que lleva el vestido. El retal, así como la cajita plateada que contenía mi microficha, serán los recuerdos de mi banquete.
Pero, aun así, no volveré a ver este vestido, mi vestido verde, nunca más.
En cuanto lo vi, supe que era el que quería. Cuando fui a buscarlo, la mujer del centro distribuidor de ropa sonrió después de introducir el número, el setenta y tres, en el ordenador.
—Era el que tenías más probabilidades de elegir —dijo—. Es lo que indicaban tus datos personales, y también la psicología general. Ya habías elegido cosas poco corrientes con anterioridad, y a las chicas les gusta que sus vestidos les resalten los ojos.
Sonreí mientras observaba cómo su asistente iba a buscar el vestido a la trastienda. Cuando me lo probé, vi que tenía razón. El vestido estaba hecho a mi medida. El bajo me quedaba a la altura justa; la cintura se me ceñía a la perfección. Me di la vuelta delante del espejo admirándome.
—Por ahora —observó la mujer—, eres la única chica que va a llevar este vestido en el banquete de este mes. El que ha tenido más éxito es uno de los rosa, el número veintidós.
—Bien —dije—. No me importa destacar un poco.
Bram reaparece en el umbral de la puerta, con la ropa de diario arrugada y el pelo revuelto. Casi alcanzo a oír lo que está pensando mi madre: ¿es mejor peinarlo y que llegue tarde o mandarlo tal como está?
Bram toma la decisión por ella.
—Hasta la noche —dice, y sale de casa corriendo.
—No va a llegar. —Mi madre mira por la ventana hacia la parada del tren aéreo, donde las vías se iluminan para indicar que se acerca un tren.
—A lo mejor sí —digo cuando veo que Bram se salta otra norma, la que prohíbe correr en público. Oigo amortiguadas sus pisadas en la acera mientras corre calle abajo, con la cabeza gacha y la mochila rebotando contra su huesuda espalda.
Justo cuando llega a la parada, aminora el paso. Se aplasta el pelo y sube sin prisas las escaleras de acceso a las vías. Por suerte, nadie más lo ha visto correr. Al cabo de un momento, el tren aéreo parte con Bram a bordo.
—Ese crío va a acabar conmigo. —Mi madre suspira—. Tendría que haberlo levantado antes. Nos hemos quedado todos dormidos. Anoche fue fantástico.
—Sí —convengo.
—Tengo que coger el próximo tren a la ciudad. —Mi madre se cuelga el bolso—. ¿Qué haces esta noche en tus horas lúdicas?
—Estoy segura de que Xander y los demás querrán ir al centro recreativo —respondo—. Ya hemos visto todas las proyecciones, y la música…
Me encojo de hombros.
Mi madre se ríe y termina la frase por mí.
—… es para viejos como yo.
—Y aprovecharé la última hora para hacer una visita al abuelo.
Los funcionarios no suelen permitir que nos desviemos de nuestras opciones lúdicas habituales; pero, en la víspera de la cena final de una persona, no sólo nos permiten visitarla, sino que nos animan a hacerlo.
Mi madre dulcifica la mirada.
—Le encantará.
—¿Le ha contado papá lo de mi emparejamiento?
Mi madre sonríe.
—Tenía intención de pasar a verlo de camino al trabajo.
—Bien —digo, porque quiero que el abuelo se entere lo antes posible. Sé que ha estado pensando en mí y en mi banquete tanto como yo en él y en el suyo.
Después de acabar el desayuno a toda prisa, cojo el tren aéreo por los pelos y me siento. Quizá no haya soñado con Xander mientras dormía, pero puedo hacerlo ahora despierta. Mientras miro por la ventanilla y pienso en lo guapo que estaba anoche con su traje, contemplo las casas que vamos dejando atrás de camino a la ciudad. El verde aún no ha dado paso a la piedra y al asfalto cuando veo copos blancos cayendo del cielo.
El resto de los pasajeros también los ven.
—¿Nieve? ¿En junio? —pregunta la mujer sentada a mi lado.
—Imposible —masculla un hombre al otro lado del pasillo.
—Pero mírela —insiste ella.
—Es imposible —repite el hombre.
La gente se vuelve a mirar por las ventanillas con inquietud. ¿Puede ser que algo esté fuera de lugar?
En efecto, pequeñas borlas blancas se precipitan al suelo. La nieve tiene algo extraño, pero no estoy segura de qué es. Me contengo para no sonreír mientras miro las caras de preocupación que me rodean. ¿Debería estar yo también preocupada?
Quizá. Pero es tan bonito, tan inesperado, y, de momento, tan inexplicable…
El tren aéreo se detiene. Las puertas se abren y entran unas cuantas borlas. Cojo una, pero no se disuelve. Sí lo hace, en cambio, su misterio, cuando veo una semillita marrón en el centro del copo.
—Es una semilla de álamo de Virginia —digo a todos con seguridad—. No es nieve.
—Por supuesto —observa el hombre que parece alegrarse de tener una explicación.
La nieve en junio sería atípica. Las semillas de álamo de Virginia, no.
—Pero ¿por qué hay tantas? —pregunta todavía preocupada una mujer.
Al cabo de un momento, obtenemos la respuesta. Uno de los nuevos pasajeros se sacude el blanco del pelo y la ropa al sentarse.
—Estamos derribando la alameda del río —explica—. La Sociedad quiere plantar árboles mejores en las riberas.
Todos los demás lo creen; no entienden de árboles. Murmuran que se alegran de que esto no sea una señal de otro calentamiento: menos mal que la Sociedad lo tiene todo bajo control, como de costumbre. Pero, gracias a mi madre, que no puede evitar hablar de su trabajo en el arboreto, yo sé que su explicación es razonable. Los álamos de Virginia no producen frutos comestibles ni sirven como combustible. Y sus semillas son un fastidio. Se desplazan a mucha distancia, se adhieren a todo, y crecen por doquier. «Malos árboles», dice mi madre. Aun así, les tiene especial simpatía por sus semillas, que aunque son pequeñas y marrones están recubiertas de belleza, de estos finos zarcillos algodonosos. Diminutos paracaídas esponjosos para frenar su caída, para ayudarles a volar, a aprovechar el viento y trasladarse hasta algún lugar donde puedan crecer.
Miro la semilla que tengo en la palma de la mano. De hecho, sigue conservando su misterio en su pequeño núcleo marrón. No estoy segura de qué hacer con ella, de modo que me la meto en el bolsillo donde llevo el pastillero.
La nieve ficticia me trae a la memoria un verso de un poema de Robert Frost que hemos estudiado este curso en Lengua y Literatura: «Alto en el bosque en una noche de invierno». Es uno de mis poemas favoritos de los Cien Poemas que la Sociedad decidió conservar cuando, hace ya años, decretó que nuestra cultura estaba sobresaturada. Formó comisiones para elegir los cien mejores de todo: las Cien Canciones, los Cien Cuadros, los Cien Relatos, los Cien Poemas. El resto fue eliminado. Para siempre. «Por nuestro bien», adujo la Sociedad, y todos lo creímos porque parecía lógico. ¿Cómo podemos apreciar algo plenamente cuando hay demasiadas cosas en que fijarnos?
Mi propia bisabuela fue una de las historiadoras culturales que ayudó a seleccionar los Cien Poemas hace casi setenta años. Mi abuelo me ha contado mil veces la historia de cómo su madre tuvo que ayudar a decidir qué poemas conservar y cuáles perder para siempre. Ella solía arrullarlo cantándole algunos versos. «Susurraba, los cantaba —me explicó—, y yo intenté recordarlos cuando ella nos dejó.»
«Cuando ella nos dejó.» Mañana, mi abuelo nos dejará.
Cuando ya no se ve ni una sola semilla de álamo de Virginia, pienso en el poema y en cuánto me gusta. Me gusta el final, cómo rima y se repite; y me digo que el poema sería una buena canción de cuna si se diera más importancia al ritmo que a las palabras. Porque, si se da más importancia a las palabras, resulta imposible relajarse: «Y mucho que andar antes de dormir…».
—Hoy toca clasificar números —dice Norah, mi supervisora.
Suspiro, pero Norah no reacciona. Escanea mi tarjeta y me la devuelve. No me pregunta por mi banquete, aunque tiene que saber, ahora que ha actualizado mi información, que se celebró anoche. Pero eso no es ninguna novedad. Norah apenas se relaciona conmigo porque soy una de sus mejores clasificadoras. De hecho, han pasado casi tres meses desde mi último error, la última vez en que mantuvimos una verdadera conversación.
—Espera —dice Norah cuando me dirijo a mi puesto—. Tu tarjeta digital indica que ya te queda poco para examinarte y obtener el título oficial de clasificadora.
Asiento. Llevo meses pensando en esto; no tanto como he pensado en mi banquete, pero sí a menudo. Aunque algunas de estas clasificaciones de números son aburridas, si eres clasificador puedes acceder a puestos de trabajo mucho más interesantes. Quizá podría ser supervisora de restauración, como mi padre. Cuando él tenía mi edad, su actividad laboral también era clasificar información. Y la de mi abuelo y, por supuesto, la de mi bisabuela, que participó en una de las clasificaciones más importantes de todas cuando formó parte del Comité de los Cien.
Las personas que supervisan los emparejamientos también comienzan clasificando, pero a mí eso no me interesa. Me gusta mantener cierta distancia. No quiero dedicarme a clasificar personas de carne y hueso.
—Asegúrate de estar preparada —dice Norah.
Pero las dos sabemos que ya lo estoy.
Una luz amarilla se cuela por las ventanas del centro de clasificación próximas a nuestros puestos. Yo proyecto una sombra en los puestos de los otros empleados cuando paso por delante. Nadie alza la vista.
Me meto en mi diminuto cubículo, donde sólo caben una mesa, una silla y una pantalla clasificadora. Finas paredes grises se alzan a ambos lados y no veo a nadie más. Somos como las microfichas de la biblioteca de investigación del centro de segunda enseñanza: cada uno insertado en su ranura. Por supuesto, el gobierno tiene ordenadores que clasifican más deprisa que nosotros, pero aún somos importantes. Nunca se sabe cuándo puede fallar la tecnología.
Es lo que sucedió en la sociedad anterior a la nuestra. Todos disponían de tecnología, de un exceso de ella, y las consecuencias fueron catastróficas. Hoy día sólo disponemos de la tecnología básica que necesitamos —terminales, lectores, calígrafos— y la información a la que tenemos acceso es mucho más específica. Los especialistas en nutrición no necesitan saber programar trenes aéreos, por ejemplo, y los programadores, a su vez, no necesitan saber cocinar. Esta clase de especialización impide que nos saturemos. No necesitamos saberlo todo. Y, tal como nos recuerda la Sociedad, hay una gran diferencia entre conocimiento y tecnología. El conocimiento nunca falla.
Inserto mi tarjeta digital y comienzo a clasificar. Aunque prefiero la asociación de palabras o la clasificación de imágenes o frases, los números también se me dan bien. La pantalla me dicta qué series debo encontrar y los números comienzan a desplazarse por la pantalla como soldaditos blancos en un campo negro a la espera de que los derribe. Los toco y los clasifico colocándolos en apartados distintos. El tamborileo de mis dedos en la pantalla es tan suave que parece nieve al caer.
Y creo una tormenta de nieve. Los números vuelan a sus apartados como copos llevados por el viento.
Cuando estoy a la mitad, la serie que buscamos varía. El sistema registra la rapidez con que advertimos los cambios y adaptamos nuestras clasificaciones. Nunca sabes cuándo va a ocurrir un cambio. Al cabo de dos minutos, la serie vuelve a variar y, una vez más, me doy cuenta en la primera línea de números. No sé cómo, pero siempre anticipo el cambio de serie antes de que suceda.
Cuando clasifico, sólo tengo tiempo para pensar en lo que veo en la pantalla. De modo que aquí, en mi reducido cubículo gris, no pienso en Xander. Ni recuerdo la caricia del vestido verde en mi piel, ni el sabor de la tarta de chocolate en mi lengua. Tampoco pienso en mi abuelo disfrutando por última vez mañana por la noche de su cena final. Ni en la nieve en pleno junio, ni en otras cosas que no pueden ser pero que de algún modo son. Ni imagino el sol deslumbrándome, ni la luna refrescándome, ni el arce de nuestro patio tornándose dorado, verde, rojo. Pensaré en todas esas cosas y en otras muchas después. Pero no mientras clasifico.
Sigo clasificando hasta que ya no me quedan datos. Todo está despejado en mi pantalla. Y soy yo quien la obliga a vaciarse.
Cuando me monto en el tren aéreo de regreso al distrito de los Arces, ya no queda rastro de ninguna semilla de álamo de Virginia. Quiero hablar de ellas a mi madre, pero, cuando llego a casa, ella, mi padre y Bram ya se han ido a disfrutar de sus horas lúdicas. Un mensaje dirigido a mí parpadea en el terminal: «Sentimos no haberte visto, Cassia —leo—. Que duermas bien».
Oigo un pitido en la cocina; ha llegado mi cena. El envase de papel de aluminio emerge por la ranura de reparto. Lo cojo enseguida, a tiempo de oír el vehículo repartidor alejándose por la vía que recorre los patios traseros de las casas del distrito.
Mi cena humea cuando la abro. Deben de haber cambiado al director de personal de nutrición. Antes, la comida siempre estaba tibia cuando llegaba. Ahora está ardiendo. Me la como a toda prisa y me escaldo un poco la boca, porque sé qué quiero hacer con este excepcional rato libre en una casa casi vacía. Nunca estoy del todo sola, porque el terminal nunca descansa de tomar nota, de vigilar. Pero ahora me va bien. Lo necesito para lo que voy a hacer. Quiero mirar la microficha sin que mis padres o Bram metan la nariz. Quiero saber más cosas de Xander antes de verlo esta noche.
Cuando inserto la microficha, el terminal se pone manos a la obra. La pantalla se ilumina y la expectación me acelera el pulso, pese a conocer a Xander como lo conozco. ¿Qué ha decidido la Sociedad que debo saber de él, de la persona con la que voy a pasar el resto de mi vida?
¿Lo sé todo de él como creo o se me ha pasado algo por alto?
«Cassia Reyes, la Sociedad se complace en presentarte a tu pareja.»
Sonrío cuando aparece Xander en la pantalla del terminal justo después del mensaje grabado. Sale favorecido en la foto. Como de costumbre, su sonrisa es radiante y franca; sus ojos, azules, amables. Examino su cara con detenimiento, simulando que no lo conozco; que sólo lo he visto fugazmente una vez, en el banquete de anoche. Estudio sus facciones, sus labios. No cabe duda de que es guapo. Por supuesto, jamás me había atrevido a pensar que podía ser mi pareja, pero ahora que ha sucedido, estoy interesada. Intrigada. También un poco asustada por cómo puede afectar a nuestra amistad, pero sobre todo feliz.
Voy a tocar las palabras «Instrucciones para el cortejo» en la pantalla, pero, antes de hacerlo, la cara de Xander se oscurece y desaparece. El terminal emite un pitido y la voz repite: «Cassia Reyes, la Sociedad se complace en presentarte a tu pareja».
El corazón deja de latirme y no puedo dar crédito a mis ojos. Ha vuelto a aparecer una cara en la pantalla.
No es la de Xander.