A mi alrededor, los susurros aumentan de volumen como si hubiera pájaros aleteando bajo la cúpula del ayuntamiento.
—Tu pareja está aquí esta noche —dice la azafata sonriendo.
La gente que me rodea también sonríe y sus murmullos se redoblan. Nuestra Sociedad es tan grande, hay tantas ciudades, que la probabilidad de que tu pareja ideal sea alguien de tu ciudad es remota. Hace muchos años que no sucedía nada igual.
Con todas estas cosas en mente, cierro por un momento los ojos cuando reparo en lo que esto significa, no en abstracto, sino en concreto para mí, la chica del vestido verde. «A lo mejor conozco a mi pareja.» Puede ser alguien que va al mismo centro de segunda enseñanza que yo, alguien a quien veo todos los días…
—Xander Thomas Carrow.
En su mesa, Xander se pone en pie. Un mar de rostros expectantes y de manteles blancos con relucientes copas de cristal y brillantes cajitas plateadas se extiende ante nosotros.
No me lo puedo creer.
Esto es un sueño. Los asistentes vuelven la mirada hacia mí y el apuesto muchacho del traje oscuro y la corbata azul. Nada me parece real hasta que Xander me sonríe. Pienso: «Conozco esa sonrisa», y, de pronto, yo también estoy sonriendo, y el torrente de aplausos y el olor de los lirios terminan de convencerme de que todo esto está sucediendo de verdad. Los sueños no huelen tan fuerte ni hacen tanto ruido. Me salto un poco el protocolo para saludar a Xander con un leve movimiento de la mano y su sonrisa se ensancha.
—Podéis volver a sentaros —dice la azafata. Parece alegrarse de que estemos tan contentos; ¿cómo no habríamos de estarlo? Al fin y al cabo, somos la pareja ideal.
Cuando me trae la cajita plateada, la cojo con cuidado, a pesar de que conozco gran parte de lo que contiene. Xander y yo no sólo estudiamos en el mismo centro de segunda enseñanza, sino que también vivimos en la misma calle; somos buenos amigos desde que me alcanza la memoria. No necesito que la microficha me muestre fotografías de Xander cuando era pequeño porque ya tengo muchas en la cabeza. No necesito descargarme una lista de sus cosas favoritas para memorizarlas porque ya las sé. Color favorito: verde. Actividad de ocio favorita: natación. Actividad lúdica favorita: juegos.
—Enhorabuena, Cassia —me susurra mi padre con cara de alivio.
Mi madre no dice nada, pero está radiante y me estrecha entre sus brazos. Detrás de ella, otra chica se pone en pie y mira la pantalla.
El hombre sentado al lado de mi padre susurra:
—Qué suerte para su familia, no tener que poner el futuro de su hija en manos de alguien de quien no saben nada.
Me sorprende el descontento que percibo en su voz; el modo en que su comentario parece rayar en la insubordinación. Su hija, la muchacha nerviosa del vestido rosa, también lo oye; parece incómoda y se remueve un poco en la silla. No la conozco. Debe de estudiar en algún otro centro de segunda enseñanza de nuestra ciudad.
Vuelvo a mirar hacia Xander de soslayo, pero demasiadas personas se interponen entre él y yo y no consigo verlo. Se van levantando otras chicas. La pantalla se ilumina para todas. Nadie más se queda con una pantalla oscura. Yo soy la única.
Antes de irnos, la azafata nos pide a nuestras familias, a Xander y a mí que nos quedemos a hablar con ella.
—Esta situación es insólita —dice, pero se corrige de inmediato—. Insólita, no. Disculpen. Sólo es poco frecuente. —Nos sonríe a los dos—. Como ya os conocéis, vuestro proceso será distinto. Ya conocéis gran parte de la información general el uno sobre el otro. —Señala nuestras cajitas plateadas—. Vuestras microfichas incluyen unas cuantas instrucciones nuevas para el cortejo, así que deberíais familiarizaros con ellas en cuanto tengáis ocasión.
—Las leeremos esta noche —promete Xander con sinceridad.
Divertida, tengo que contenerme para no poner los ojos en blanco, porque ha hablado exactamente igual que cuando un profesor le manda un trabajo. Leerá las instrucciones nuevas y las memorizará. De igual forma que se ha leído y ha memorizado la información oficial sobre los emparejamientos. Vuelvo a ruborizarme cuando me viene a la memoria parte de un fragmento:
Si optáis por ser emparejados, formalizaréis vuestro contrato matrimonial cuando cumpláis veintiún años. Los estudios han demostrado que la fecundidad de hombres y mujeres es óptima a los veinticuatro años. El sistema de emparejamientos se ha concebido para que las parejas tengan a sus hijos en torno a esa edad, lo cual garantiza una mayor probabilidad de que la descendencia nazca sana.
Xander y yo formalizaremos un contrato matrimonial. ¡Tendremos hijos!
No voy a tener que pasarme los próximos años aprendiéndolo todo de él porque le conozco tan bien como a mí misma.
El leve sentimiento de pérdida me sorprende. Mis iguales pasarán los próximos días extasiados ante las fotografías de sus parejas, alardeando de ellas en el comedor escolar, esperando a conocer cada vez más retazos de información. Soñando con su primer encuentro, su segundo encuentro, etcétera. Ese misterio no existe para nosotros. Yo no me preguntaré cómo es Xander ni soñaré con nuestro primer encuentro.
Pero Xander me mira y pregunta:
—¿En qué piensas?
Y yo respondo:
—En que somos afortunados.
Y lo digo en serio. Aún nos queda mucho por descubrir. Hasta el día de hoy, sólo conozco a Xander como amigo. Ahora es mi pareja.
La azafata me corrige con delicadeza.
—Afortunados, no, Cassia. En la Sociedad no existe la suerte.
Asiento. «Por supuesto.» Ya debería saber que no es correcto utilizar un término tan arcaico e impreciso. Ahora sólo existe la probabilidad. Cuán probable o improbable es que algo suceda.
La azafata vuelve a hablar.
—La velada ha sido larga y se está haciendo tarde. Podéis leer las instrucciones otro día. Hay tiempo de sobra.
Tiene razón. Eso es lo que la Sociedad nos ha dado: tiempo. Vivimos más y mejor que cualquier otro ciudadano de la historia de la humanidad. Y eso se debe, en gran parte, al sistema de emparejamientos, que genera una descendencia física y emocionalmente sana.
Y yo formo parte de él.
Mis padres y los Carrow no pueden dejar de hablar de lo estupendo que es esto y, mientras bajamos la escalinata del ayuntamiento, Xander se acerca a mí y me dice:
—Cualquiera diría que lo han montado ellos.
—No me lo puedo creer —digo, y me siento pletórica y un poco mareada. No me puedo creer que la chica ataviada con un hermoso vestido verde, con oro en una mano y plata en la otra, caminando junto a su mejor amigo, su pareja, sea yo.
—Pues yo sí —dice Xander en tono chistoso—. De hecho, ya lo sabía. Por eso no estaba nervioso.
Le devuelvo la broma.
—Yo también lo sabía. Por eso lo estaba.
Nos reímos tanto que tardamos un rato en darnos cuenta de que ha llegado el tren aéreo. Y, por un instante, nos sentimos incómodos cuando Xander me tiende la mano para ayudarme a subir.
—Vamos —dice con voz seria, y me siento un poco desubicada. Tocarnos ya no me parece igual que antes, y tengo las manos ocupadas.
Xander me envuelve la mano en la suya y me ayuda a subir.
—Gracias —digo cuando las puertas se cierran.
—No hay de qué —responde.
No me suelta; la cajita plateada que llevo en la mano crea una barrera entre nosotros mientras otra se rompe. No íbamos cogidos de la mano desde que éramos pequeños. Al hacerlo esta noche, cruzamos la línea invisible que separa la amistad de algo más. Noto un cosquilleo en el brazo; que mi pareja me toque es un lujo que no tienen el resto de las parejas formadas esta noche.
El tren aéreo nos aleja de las luces blancas del ayuntamiento y pone rumbo hacia las luces amarillas más atenuadas que alumbran los distritos. Mientras las calles pasan como un rayo camino de nuestras casas, miro a Xander. El color de su cabello es similar al de la luz dorada de las farolas y su cara es hermosa, firme, bondadosa. Y es familiar, en su mayor parte. Si siempre has sabido cómo mirar a alguien, resulta extraño tener que hacerlo de un modo distinto. Xander siempre ha sido alguien a quien yo no podía tener, y lo mismo he sido yo para él.
Ahora todo es distinto.
Bram, mi hermano de diez años, nos espera en el porche. Cuando le explicamos lo sucedido, no da crédito a lo que oye.
—¿Estás emparejada con Xander? ¿Ya conozco a la persona con la que vas a casarte? Qué raro…
—Tú sí que eres raro —le digo en broma, y él se escabulle cuando hago ademán de agarrarlo—. Quién sabe. Puede que tu pareja viva en esta misma calle. Puede que sea…
Bram se tapa los oídos.
—No lo digas. No lo digas…
—Serena —remato, y él se aleja, fingiendo que no me ha oído.
Serena vive justo al lado. Ella y Bram se pasan la vida fastidiándose.
—Cassia —me reprende mi madre mientras mira a su alrededor para cerciorarse de que no me ha oído nadie.
No debemos menospreciar a otros miembros de nuestra calle ni de nuestra comunidad. El distrito de los Arces es famoso por estar muy unido y ser un ejemplo de civismo. «No gracias a Bram», pienso.
—Era una broma, mamá.
Sé que mi madre no puede enfadarse conmigo. No en la noche de mi banquete, donde ha recordado lo deprisa que estoy creciendo.
—Entrad —dice mi padre—. Están a punto de dar el toque de queda. Podemos hablar de todo esto mañana.
—¿Había tarta? —pregunta Bram cuando mi padre abre la puerta.
Todos me miran, esperando.
No me muevo. No quiero entrar todavía.
En cuanto lo haga, esta noche terminará y no quiero que así sea. No quiero quitarme el vestido y volver a ponerme la ropa de diario; no quiero retomar mi rutina, que está bien pero no es nada especial como esto.
—Entro enseguida. Sólo unos minutos más.
—No tardes —dice mi padre con dulzura.
No quiere que me salte el toque de queda. No es una imposición suya sino del gobierno, lo sé.
—No lo haré, te lo prometo.
Me siento en los escalones del porche con cuidado para no estropear mi vestido prestado. Miro los pliegues del hermoso tejido. No me pertenece, pero puede decirse que esta noche de primavera sí, en la oscuridad luminosa, llena de tantas cosas inesperadas como familiares. Alzo la vista y vuelvo el rostro hacia el cielo estrellado.
No me quedo mucho rato fuera porque mañana, sábado, es un día de mucha actividad. Temprano por la mañana, tendré que presentarme a trabajar en el centro de clasificación. Después de eso, dispondré de unas cuantas horas lúdicas por la noche, una de las pocas ocasiones que tengo de alternar con mis amigos fuera del centro de segunda enseñanza.
Y Xander estará allí.
En mi dormitorio, saco las pastillas de la pequeña concavidad de la polvera. Las cuento —una, dos, tres; azul, verde, roja— cuando vuelvo a meterlas en su pastillero metálico habitual.
Sé para qué sirven las pastillas azul y verde, pero no conozco a nadie que sepa con seguridad para qué sirve la roja. Corren rumores sobre ello desde hace años.
Me acuesto y me quito la pastilla roja de la cabeza. Por primera vez en mi vida, puedo soñar con Xander.