«Ahora que he descubierto la forma de volar, ¿en qué dirección debería adentrarme en la noche? Mis alas no son blancas ni plumosas; son de seda verde; vibran al viento y se ondulan cuando me muevo, primero en círculo, después en línea recta y, por último, en una trayectoria de mi invención. La negrura que queda atrás no me preocupa, ni tampoco las estrellas que me aguardan.»
Me río de mí, de la insensatez de mi imaginación. Las personas no vuelan, aunque, antes de la Sociedad, la gente creía que algunas lo hacían. En una ocasión las vi en un cuadro. Alas blancas, un cielo azul, círculos dorados sobre sus cabezas, la mirada sorprendida, hacia arriba, como si no pudieran creerse que el artista las hubiera pintado volando, que sus pies no tocaran el suelo.
Aquellas historias no eran ciertas, lo sé. Pero esta noche resulta fácil olvidarlo. El tren aéreo surca la noche con tanta suavidad y el corazón me late tan deprisa que tengo la sensación de que podría alzar el vuelo de un momento a otro.
—¿De qué te ríes? —me pregunta Xander mientras me aliso las arrugas del vestido de seda verde.
—De todo —respondo, y es cierto.
Llevo mucho tiempo esperando mi banquete. Donde veré, por primera vez, la cara del chico que será mi pareja. Será la primera vez que oiré su nombre.
Estoy impaciente. El tren es veloz, pero no lo bastante para mí. Surca la noche en silencio, acompañando con un discreto susurro los murmullos de nuestros padres y los latidos de mi corazón.
Es posible que Xander también haya oído mi corazón palpitante, porque me pregunta:
—¿Estás nerviosa?
Junto a él, su hermano mayor comienza a explicar a mi madre la historia de su banquete. Ya queda poco para que Xander y yo tengamos nuestra propia historia que contar.
—No —respondo.
Pero Xander es mi mejor amigo. Me conoce demasiado bien.
—Mentira —dice en tono chistoso—. Sí que lo estás.
—¿Tú no?
—No. Estoy preparado. —Lo dice sin vacilar, y le creo. Xander es la clase de persona que sabe lo que quiere—. Es normal que estés nerviosa, Cassia —añade, ahora con dulzura—. Casi el noventa por ciento de las personas que asisten a su banquete manifiestan alguna señal de nerviosismo.
—¿Has memorizado toda la información oficial sobre los emparejamientos?
—Prácticamente —responde.
Me enseña las palmas de las manos como diciendo: «¿Qué esperabas?».
El gesto me hace reír; en realidad, yo también he memorizado la información. Es fácil hacerlo cuando la lees tantas veces, cuando la decisión es tan importante.
—Entonces, tú perteneces a la minoría —digo—. Al siete por ciento que no muestra el menor nerviosismo.
—Por supuesto —conviene él.
—¿Cómo has sabido que estaba nerviosa?
—Porque no paras de abrir y cerrar ese chisme. —Xander señala el objeto dorado que sostengo en las manos—. No sabía que tuvieras una reliquia.
Entre nosotros circulan unos cuantos objetos antiguos de valor. Aunque la Sociedad permite a sus ciudadanos poseer una sola reliquia, es difícil conseguirlas. A menos que se hayan tenido antepasados que se hayan asegurado de transmitirlas en herencia a lo largo de los años.
—No la tenía hasta hace unas horas —respondo—. Mi abuelo me la ha regalado para mi cumpleaños. Era de su madre.
—¿Cómo se llama? —pregunta Xander.
—Polvera —respondo.
Me encanta su forma. Es pequeña, igual que yo. También me gusta cómo suena su nombre: «polvera», fuerte al principio y suave al final, como el chasquido de la tapa al cerrarse.
—¿Qué significan las iniciales y los números?
—No estoy segura. —Paso los dedos por las letras «ACM» y los números «1940» inscritos en la superficie dorada—. Pero mira —digo, y abro la polvera para enseñársela por dentro: un espejito, hecho de cristal auténtico, y una pequeña concavidad, donde su antigua dueña llevaba los polvos de maquillaje, según mi abuelo. Yo la utilizo para guardar las tres pastillas de emergencia que todos llevamos, una verde, una azul y una roja.
—Qué práctico —observa Xander. Estira los brazos y me fijo en que también él tiene su reliquia: dos relucientes gemelos de platino—. Me los ha prestado mi padre, pero no se puede guardar nada dentro. No sirven para nada.
—Pero son bonitos.
Mi mirada se posa en su cara, en sus brillantes ojos azules y sus cabellos rubios. Siempre ha sido guapo, incluso de pequeño, pero nunca lo había visto tan elegante, vestido con traje oscuro y camisa blanca. Los chicos no tienen tanta libertad como las chicas en la elección de vestuario. Todos los trajes son muy parecidos. Aun así, pueden elegir el color de la camisa y la corbata, y la calidad del tejido es muy superior a la tela utilizada para la ropa de diario.
—Estás guapo.
La chica que descubra que es su pareja se pondrá contentísima.
—¿Cómo? —se sorprende Xander enarcando las cejas—. ¿Sólo guapo?
—Xander… —dice su madre, que está junto a él, en un tono entre divertido y censurador.
—Tú estás radiante —añade Xander, y, a pesar de que lo conozco desde pequeña, me ruborizo un poco. Me siento bien con este vestido: verde botella, vaporoso, con mucho vuelo… La desacostumbrada suavidad de la seda en mi piel hace que me sienta ágil y delicada.
A mi lado, mis padres respiran hondo cuando aparece el ayuntamiento, iluminado en blanco y azul, con las luces de las ocasiones especiales encendidas. No veo la escalinata exterior de mármol, pero sé que estará encerada y reluciente. He esperado toda mi vida a subir por esos limpios peldaños de mármol y cruzar las puertas del ayuntamiento, un edificio que he visto de lejos, pero en el que jamás he entrado.
Quiero abrir la polvera y mirarme en el espejito para asegurarme de que mi aspecto es inmejorable. Pero no quiero parecer vanidosa, de manera que me miro con disimulo en su dorada superficie.
El canto redondeado me deforma un poco las facciones, pero continúo siendo yo. Los ojos verdes. El pelo castaño dorado, que parece más dorado en la polvera de lo que es en realidad. La nariz recta y menuda. El mentón con un pequeño hoyuelo como el de mi abuelo. Todos los rasgos físicos que me convierten en Cassia María Reyes a mis diecisiete años recién cumplidos.
Doy la vuelta a la polvera y me fijo en que ambos lados encajan a la perfección. Mi emparejamiento está siendo igual de perfecto, empezando por el hecho de que me halle aquí esta noche. Como mi cumpleaños cae en 15, el día en que el banquete se celebra todos los meses, siempre había tenido la esperanza de que me emparejaran el mismo día de mi cumpleaños, pero sabía que era una posibilidad remota. Una vez que has cumplido los diecisiete, pueden convocarte para el banquete en cualquier mes del año. Por eso, cuando hace dos semanas llegó la notificación a través del terminal de que, en efecto, iban a emparejarme el día de mi cumpleaños, casi me pareció oír el chasquido de las piezas al encajar, justo como llevaba tanto tiempo soñando.
Porque, aunque no he tenido que esperar ni un día entero, en cierto sentido llevo esperando toda la vida.
—Cassia —dice mi madre sonriéndome.
Yo la miro sorprendida. Mis padres se levantan, listos para apearse del tren. Xander también lo hace y se estira las mangas. Lo oigo respirar fuerte y me sonrío. Quizá, después de todo, también esté un poco nervioso.
—Andando —me dice.
Su sonrisa es tierna y agradable. Me alegro de que nos hayan convocado el mismo mes. Tras compartir gran parte de nuestra infancia, parece lógico que compartamos también el final.
Le devuelvo la sonrisa y le ofrezco la mejor expresión de buena voluntad que tenemos en la Sociedad.
—Te deseo buenos resultados —digo.
—Y yo a ti, Cassia —responde él.
Cuando nos apeamos del tren y nos dirigimos al ayuntamiento, mis padres me cogen cada uno por un brazo. Estoy rodeada, como siempre he estado, de su amor.
Esta noche sólo estamos nosotros tres. Mi hermano, Bram, no puede asistir a mi banquete porque es menor de diecisiete años, demasiado joven. El primer banquete al que se asiste siempre es el de uno mismo. No obstante, yo podré ir al de Bram porque soy mayor que él. Sonrío, preguntándome cómo será su pareja. Dentro de siete años lo sabré.
Pero esta noche es mi noche.
Es fácil identificar a los que vamos a ser emparejados: no sólo somos menores que el resto, sino que también lucimos vestidos de gala y trajes entallados mientras nuestros padres y hermanos mayores se pasean con ropa de diario, un telón de fondo sobre el que nosotros destacamos. Los funcionarios nos sonríen con orgullo y mi corazón se hincha cuando entramos en la sala circular.
Aparte de Xander, que me dice adiós con la mano antes de dirigirse a su mesa, veo a otra chica a la que conozco, Lea. Ha escogido el vistoso vestido rojo. Ha elegido bien, porque es muy guapa y ese color realza su belleza. No obstante, parece preocupada y no deja de manosear su reliquia, una pulsera de piedras rojas. Me sorprende un poco ver a Lea. Pensaba que decidiría quedarse soltera.
—Fíjate en esta vajilla de porcelana —dice mi padre cuando encontramos nuestros sitios en una de las mesas del banquete—. Me recuerda la vajilla antigua que encontramos el año pasado…
Mi madre me mira divertida y pone los ojos en blanco. Ni siquiera en mi banquete mi padre puede dejar de fijarse en estas cosas. Se pasa meses trabajando en barrios viejos que están siendo rehabilitados y transformados en distritos nuevos de uso público. Hurga entre los vestigios de una sociedad que no está tan alejada en el tiempo como parece. En este momento, por ejemplo, dirige un proyecto de restauración especialmente interesante: una vieja biblioteca. Separa las cosas que la Sociedad considera valiosas de las que no lo son.
Pero, justo después, se me escapa la risa cuando mi madre tampoco puede evitar hacer observaciones acerca de las flores, que forman parte de su trabajo en el arboreto.
—¡Oh, Cassia! Fíjate en los centros de flores. Lirios.
Me aprieta la mano.
—Tomen asiento, por favor —nos dice un funcionario desde el podio—. La cena está a punto de servirse.
La rapidez con que nos sentamos es casi cómica. Porque aunque admiremos la vajilla y las flores y hayamos venido para que nos asignen pareja, también estamos impacientes por probar la comida.
—Dicen que las futuras parejas siempre desaprovechan la cena —observa un hombre de aspecto jovial sentado enfrente de nosotros y sonriendo a toda la mesa—. Están tan emocionados que no prueban bocado.
Y es cierto: una de las chicas, la que lleva un vestido rosa, está mirando su plato, sin tocar nada.
Sin embargo, yo no tengo ese problema. Aunque no me doy un atracón, como un poco de todo: las hortalizas asadas, la carne guisada, las crujientes verduras, el cremoso queso. El esponjoso pan caliente. La cena parece una danza, como si esto fuera un baile además de un banquete. Los camareros sirven los platos con estilo; los alimentos, aderezados con finas hierbas y guarniciones, son tan elegantes como nosotros. Alzamos las servilletas blancas, los tenedores de plata, las relucientes copas de cristal como al compás de la música.
Mi padre sonríe de felicidad cuando un camarero le sirve una porción de tarta de chocolate con nata.
—Deliciosa —susurra tan bajo que sólo lo oímos mi madre y yo.
Mi madre se ríe cariñosamente de él, y él le coge la mano.
Comprendo el entusiasmo de mi padre cuando pruebo la tarta, que es sustanciosa, pero no en exceso, intensa, oscura y exquisita. Es lo mejor que he comido desde la cena tradicional de las fiestas de invierno, que fue hace meses. Me habría gustado que Bram pudiera probar la tarta y, por un momento, pienso en guardarle un trozo de la mía. Pero no tengo forma de llevárselo. No cabe en mi polvera. Estaría mal visto esconderlo en el bolso de mi madre aunque ella accediera, y no lo haría. Mi madre nunca infringe las normas.
No puedo guardar la tarta para después. Es ahora o nunca.
Acabo de meterme el último trozo en la boca cuando el presentador dice:
—Estamos listos para anunciar las parejas.
Me trago la tarta de la sorpresa y, por un instante, un inesperado ataque de ira se apodera de mí; no he podido paladear el último pedazo.
—Lea Abbey.
Lea se pone de pie y retuerce violentamente su pulsera mientras espera a que aparezca una cara en la pantalla. Pero tiene cuidado de esconder las manos bajo la mesa para que el chico que la vea desde algún otro ayuntamiento del país sólo vea una hermosa muchacha rubia y no sus manos inquietas retorciendo la pulsera.
Es curioso cómo nos aferramos a los objetos del pasado mientras aguardamos nuestro futuro.
Por supuesto, los emparejamientos siguen un sistema. En ayuntamientos de todo el país tan concurridos como éste, las parejas se anuncian por orden alfabético según el apellido de las chicas. Me dan un poco de lástima los chicos, que no tienen la menor idea de cuándo van a pronunciar su nombre, momento en el que deben levantarse para que sus parejas los vean desde otros ayuntamientos. Como mi apellido es Reyes, seré de las últimas. El principio del fin.
En la pantalla aparece la cara de un chico rubio y guapo. Sonríe al ver el rostro de Lea en la pantalla de su ayuntamiento y ella también lo hace.
—Joseph Peterson —anuncia el presentador—. Lea Abbey, has sido emparejada con Joseph Peterson.
La azafata que preside el banquete lleva una cajita plateada a Lea; lo mismo ocurre con Joseph Peterson en la pantalla. Cuando Lea toma asiento, mira la cajita con expresión anhelante, como si deseara abrirla enseguida. La entiendo perfectamente. Dentro hay una microficha con información general acerca de su pareja. Nos las dan a todos. Más adelante, las cajitas servirán para guardar las alianzas del contrato matrimonial.
En la pantalla vuelve a aparecer la imagen por defecto: un chico y una chica, sonriéndose, con luces trémulas, y un funcionario vestido de blanco a sus espaldas. Aunque la Sociedad sincroniza los emparejamientos con la máxima eficacia posible, todavía hay momentos en los que la pantalla vuelve a mostrar esta imagen, lo cual significa que hay que esperar mientras algo sucede en otra parte. El proceso es complicadísimo, y eso me hace recordar los complejos pasos de las danzas que antaño solían bailarse. No obstante, esta danza sólo puede coreografiarla la Sociedad.
La imagen desaparece.
El presentador pronuncia otro nombre; una chica se pone en pie.
Enseguida, cada vez más chicas tienen su cajita plateada. Algunas las dejan sobre el mantel blanco, pero la mayoría las asen con cuidado, reacias a soltar el futuro que acaban de entregarles.
No veo a nadie más que lleve un vestido verde. No me importa. Me gusta pensar que, por una noche, no me parezco al resto del mundo.
Aguardo con la polvera en una mano y la mano de mi madre en la otra. Tiene la palma sudorosa. Por primera vez, me doy cuenta de que ella y mi padre también están nerviosos.
—Cassia María Reyes.
Es mi turno.
Suelto la mano a mi madre, me pongo de pie y miro la pantalla. Noto cómo me late el corazón y estoy tentada de retorcerme las manos como ha hecho Lea, pero me quedo como una estatua, con el mentón levantado y los ojos clavados en la pantalla. Miro y espero, decidida a que la chica que mi pareja vea en la pantalla de su ayuntamiento esté serena, calmada y preciosa, la mejor imagen de Cassia María Reyes que soy capaz de dar.
Pero no sucede nada.
Sigo mirando la pantalla y, conforme transcurren los segundos, todo lo que puedo hacer es quedarme quieta y seguir sonriendo. Oigo susurros a mi alrededor. Por el rabillo del ojo, veo que mi madre alarga la mano como si quisiera volver a coger la mía, pero la retira.
Una chica vestida de verde espera con el corazón en un puño. Yo.
La pantalla está oscura, y así se queda.
Eso sólo puede significar una cosa.