69. Strangianos y norrellianos (Febrero – primavera de 1817)

CHILDERMASS iba montado a caballo y Vinculus caminaba a su lado. Alrededor de ellos se extendía el ancho páramo nevado que, con su suave ondulación en lomas y colinas, semejaba un vasto colchón de plumas. Un símil como ése debía de habérsele ocurrido a Vinculus, porque describía con todo detalle la mullida cama en que pensaba dormir aquella noche, después de la suculenta cena que tenía intención de zamparse. Era evidente que daba por descontado que Childermass correría con los gastos. No habría sido de extrañar que éste hubiese tenido algo que decir al respecto, pero no decía nada. Ocupaba por completo su mente el dilema de si debía o no llevar a Vinculus ante Strange y Norrell. No había en toda Inglaterra persona más cualificada que ellos para examinarlo, pero, por otra parte, no podía prever cómo actuarían los magos cuando tuviesen delante a un hombre que era, además, un libro. Se rascó la mejilla. Tenía en ella la tenue cicatriz de una herida bien curada, una fina línea plateada en la tez morena.

Vinculus había dejado de hablar y estaba parado en medio del camino. La manta había resbalado al suelo y él se subía afanosamente las mangas.

—¿Qué tienes? —preguntó Childermass—. ¿Qué ocurre?

—¡He cambiado! ¡Mira! —Se quitó la chaqueta y se desabrochó la camisa—. ¡Las palabras son otras! ¡En los brazos! ¡En el pecho! ¡En todas partes! ¡Esto no es lo que yo decía antes! —A pesar del frío se desnudó, y para celebrar su transformación se puso a bailar con júbilo, como un diablo azul.

Childermass desmontó, presa del pánico y la desesperación. Él había conseguido preservar de la muerte y la destrucción el libro de John Uskglass, y cuando más seguro lo creía, el propio libro burlaba sus esfuerzos cambiando espontáneamente.

—¡Pararemos en la primera posada! —declaró—. ¡Necesitamos papel y tinta! Hemos de anotar lo que llevabas escrito antes. ¡Debes buscar en tu memoria!

Vinculus lo miró con los ojos muy abiertos, como si pensara que se había vuelto loco.

—¿Por qué? —preguntó.

—¡Porque es la magia de John Uskglass! ¡Los pensamientos de John Uskglass! La única constancia de ellos que jamás haya existido. ¡Debemos preservar todas las briznas que podamos recuperar!

Vinculus seguía sin comprender.

—¿Por qué? —preguntó otra vez—. John Uskglass no ha creído que mereciera la pena conservarlo.

—¿Por qué has tenido que cambiar de repente? ¡No veo motivo ni razón!

—Pues existe una buena razón. Yo antes era una profecía; pero las cosas que predecía ya han sucedido. Por lo tanto, bien está que haya cambiado, ya que, si no, me habría convertido en historia. ¡Agua pasada!

—¿Y qué eres ahora?

Vinculus se encogió de hombros.

—Quizá un libro de contabilidad. Quizá una novela. ¡Quizá una colección de sermones! —La idea parecía divertirlo; se echó a reír por lo bajo y volvió a hacer piruetas.

—Confío en que sigas siendo lo que has sido siempre: un libro de magia. Pero ¿qué dices? Vinculus, ¿es que nunca aprendiste esas letras?

—Yo soy el libro —dijo, interrumpiendo el baile—. La tarea del libro es servir de soporte a las palabras. Eso hago yo. Descifrar lo que dicen las palabras es tarea del lector.

—¡Pero el lector ha muerto!

Vinculus se encogió de hombros, como si aquello no le incumbiera.

—¡Algo tienes que saber! —gritó Childermass, casi frenético. Agarró del brazo a Vinculus—. ¿Qué es esto? Este círculo rodeado de cuernos y atravesado por una línea, que está por todas partes. ¿Qué significa?

Vinculus se desasió.

—Significa el martes pasado —dijo—. Significa tres cerdos y uno con sombrero de paja. Significa que Sally salió a bailar entre las sombras de la luna y perdió una bolsita rosa. —Miró a Childermass sonriendo de oreja a oreja y agitando el índice—. ¡Ya sé lo que pretendes! ¡Tú quieres ser el nuevo lector!

—Quizá. Aunque no podría decir por dónde he de empezar ni aunque me mataran. No obstante, no creo que pueda haber alguien que tenga más derecho que yo a ser el nuevo lector. De todos modos, pase lo que pase, no te perderé de vista. De ahora en adelante, Vinculus, tú y yo seremos uña y carne.

La alegría de Vinculus se desvaneció al instante. Con gesto sombrío, volvió a vestirse.

A Inglaterra regresaba la primavera. Los pájaros seguían al arado. El sol calentaba las piedras. Las lluvias y los vientos se amansaron y se impregnaron de los aromas de la tierra y los brotes nuevos. Los árboles se teñían de un color tan suave, tan leve, que, más que color, parecía la idea de un color, como si los árboles soñaran con verde o pensaran en verde.

A Inglaterra volvía la primavera, pero no volvía Strange ni volvía Norrell. El Pilar de Oscuridad cubría Hurtfew Abbey, y Norrell no salía de él. La gente especulaba acerca de la posibilidad de que Strange hubiera matado a Norrell o que Norrell hubiera matado a Strange, de la medida en que uno y otro lo tenían merecido y de si alguien debería ir a averiguarlo.

Pero antes de que pudieran sacarse conclusiones, la oscuridad se esfumó, llevándose consigo Hurtfew Abbey. La casa, el parque, el puente y parte del río desaparecieron. Los caminos que habían conducido a Hurtfew ahora giraban sobre sí mismos o llevaban a campos o bosques sin ningún interés, a los que a nadie deseaba ir. La misma extraña suerte corrieron la casa de Hanover Square y las dos casas de Strange, la de Soho Square y su hogar de Clun[1]. En Londres, la única criatura capaz de encontrar la casa de Soho Square era Bullfinch, el gato de Jeremy Johns, que no parecía haber notado cambio alguno y seguía visitándola. Cuando le apetecía, el animal se deslizaba entre el número 30 y el número 32, y quienes lo veían decían que era la cosa más curiosa del mundo[2].

En público, lord Liverpool y los otros ministros hablaban mucho de su pesar por la desaparición de Strange y Norrell, pero en privado se felicitaban de verse libres de un problema tan particular. Ni Strange ni Norrell habían resultado ser tan respetables como parecían. Ambos se habían permitido practicar, si no magia negra, por lo menos magia de un tinte más oscuro de lo deseable o legítimo. Ahora reclamaba la atención de los ministros la multitud de nuevos magos que había surgido de repente. Estos magos, gente inculta la mayoría, casi no realizaban actos de magia, a pesar de lo cual prometían ser tan combativos como Strange y Norrell, y era urgente hallar la manera de regular sus actividades. De pronto, los planes de Norrell para la restauración del tribunal de los Cinque Dragownes (que tan anacrónicos habían parecido) se consideraron pertinentes y oportunos[3].

En la segunda semana de marzo, apareció en el York Chronicle un aviso dirigido a los antiguos miembros de la Sociedad Cultural de Magos de York y a todas las personas que desearan incorporarse a la misma, por el que se les invitaba a acudir a la posada La Vieja Estrella el miércoles siguiente (por ser el día en que tradicionalmente solían reunirse).

Fueron casi tantos los antiguos socios que se sintieron complacidos por el curioso anuncio como los que se sintieron disgustados. Aquello podía leerlo cualquiera que tuviese un penique para comprar el diario. Además, el autor (que no daba su nombre) se permitía invitar a la gente a unirse a la asociación, algo que quienquiera que fuese no tenía derecho a hacer.

Cuando llegó la noche señalada y los antiguos miembros acudieron a La Vieja Estrella, encontraron a una cincuentena de magos (o aspirantes a tal) reunidos en la sala grande. Los mejores sitios ya estaban ocupados y los ex socios (entre los que se hallaban el señor Segundus, el señor Honeyfoot y el doctor Foxcastle) tuvieron que acomodarse en una pequeña tarima situada lejos de las chimeneas. El sitio, no obstante, tenía la ventaja de ofrecer una excelente vista de los nuevos magos.

Pero era una vista que no alegraba el corazón de los veteranos. La congregación estaba compuesta por gente de condición diversa («Sin apenas un solo caballero entre ellos», según observó el doctor Foxcastle). Había dos granjeros y varios comerciantes; un joven de cara pálida, pelo descolorido y actitud vehemente, que le decía a su vecino que él estaba seguro de que el anuncio del diario lo había publicado el propio Jonathan Strange y que sin duda el propio Strange se presentaría de un momento a otro para enseñarles magia a todos. Había también entre la concurrencia un clérigo, lo que ya resultaba más prometedor: hombre de entre cincuenta y sesenta años, aspecto sereno y cara rasurada, vestido de negro. Estaba acompañado por un perro, que parecía tan respetable como él y también tenía el pelo gris, y una persona del sexo femenino, joven, vistosa y vestida de terciopelo rojo, lo cual ya no resultaba tan respetable. La joven tenía el cabello negro y una expresión retadora.

—Señor Taylor —le dijo el doctor Foxcastle a uno de sus acólitos—, ¿tendría la bondad de indicar discretamente a aquel caballero que no solemos traer a la familia a nuestras reuniones?

Taylor se alejó deprisa.

Desde la tarima, los antiguos miembros de la Sociedad de York pudieron observar que el clérigo de la cara rasurada era más difícil de convencer de lo que su sereno aspecto sugería y que contestaba a Taylor con énfasis.

El emisario volvió con el siguiente mensaje:

—El señor Redruth desea informar a la Sociedad de que él no es mago. Se interesa por la magia, pero carece de habilidad para practicarla. La maga es su hija. Tiene un hijo y dos hijas más, todos magos. Los otros no han querido asistir a la reunión. Dice que no desean relacionarse con otros magos y que prefieren realizar sus estudios en casa y sin distracciones.

Hubo una pausa durante la cual los antiguos socios trataron de encontrar sentido a esta información, sin conseguirlo.

—Quizá también el perro sea mago —dijo el doctor Foxcastle, y los demás rieron.

Pronto se vio que los nuevos se dividían en dos bandos. La señorita Redruth, la joven del vestido de terciopelo rojo, fue de las primeras personas en tomar la palabra. Hablaba con cierta precipitación y en voz baja. No estaba habituada a hablar en público, y no todos los magos captaron lo que decía, pero su entonación era apasionada. Al parecer, quería decir, en síntesis, que Jonathan Strange lo era todo. ¡Gilbert Norrell, nada! ¡Strange pronto sería rehabilitado y Norrell, universalmente condenado! ¡La magia quedaría libre de los grilletes que le había puesto Gilbert Norrell! Observaciones que, unidas a varias alusiones a Historia y práctica de la magia inglesa, la perdida obra maestra de Strange, suscitaron las protestas de otros magos, que afirmaban que el libro de Strange estaba plagado de magia maligna y que el propio Strange era un asesino. Había matado a su esposa[4] y, probablemente, también a Norrell.

Los ánimos se iban encrespando cuando la discusión fue interrumpida por la llegada de dos hombres. Ninguno de ellos parecía mínimamente respetable. Ambos llevaban el pelo largo y desgreñado y chaquetas viejas. Ahora bien, mientras uno, por su apariencia, no podía ser más que un simple vagabundo, el otro ofrecía un aspecto más cuidado y poseía un aire de persona activa, casi de autoridad.

El supuesto vagabundo, sin dignarse mirar siquiera a los reunidos, se sentó en el suelo y pidió ginebra y agua caliente. El otro se situó en el centro de la sala y los contempló a todos sonriendo maliciosamente. Hizo una reverencia en dirección a la señorita Redruth y se dirigió a los magos con estas palabras:

—¡Caballeros, señora! Algunos de ustedes quizá se acuerden de mí. Yo estuve aquí hace diez años, cuando el señor Norrell realizó su acto de magia en la catedral de York. Me llamo John Childermass. Hasta hace un mes fui criado de Gilbert Norrell. Y éste —añadió señalando al hombre sentado en el suelo— es Vinculus, en otro tiempo brujo callejero de Londres.

Childermass no pudo continuar. Todos empezaron a hablar a la vez. Los antiguos miembros de la Sociedad de York se pusieron furiosos al descubrir que habían abandonado sus confortables sillones junto al fuego para ir a escuchar a un criado. Pero mientras estos caballeros daban rienda suelta a la indignación, la mayoría de los recién llegados reaccionaba de modo muy distinto. Todos eran o strangianos o norrellianos, pero ninguno había visto a su héroe, y estar cerca de alguien que los había conocido y había hablado con ellos les producía una honda emoción.

Childermass ni se inmutó ante el tumulto. Se limitó a esperar a que se calmara lo suficiente para poder proseguir y dijo:

—He venido para decirles que el convenio hecho con Gilbert Norrell está anulado. Anulado a todos los efectos, caballeros. Si desean ser magos, pueden volver a serlo.

Uno de los nuevos preguntó a gritos si iría Strange. Otro quería saber si iría Norrell.

—No, caballeros. No vendrán. Deberán ustedes conformarse conmigo. No creo que volvamos a ver a Strange ni a Norrell en Inglaterra. Por lo menos, en esta generación.

—¿Por qué? —preguntó Segundus—. ¿Adónde han ido?

Childermass sonrió.

—A donde solían ir los magos. Pasado el firmamento. Más allá de la lluvia.

Un norrelliano comentó que Strange hacía bien en mantenerse alejado de Inglaterra, porque de lo contrario ya lo habrían colgado.

El joven exaltado del cabello descolorido replicó con mordacidad que toda la turba de los norrellianos muy pronto se encontraría con serias dificultades. ¿No era el principio básico de la magia norrelliana el de que todo debía basarse en los libros? ¿Y cómo iban a regirse por tal principio si todos los libros habían desaparecido con Hurtfew Abbey?[5]

—No necesitan ustedes la biblioteca de Hurtfew Abbey, caballeros —dijo Childermass—. Ni tampoco la biblioteca de Hanover Square. Yo les traigo algo mucho mejor. Un libro que Norrell buscaba pero no llegó a encontrar. Un libro que Strange ni sabía que existiera. Les traigo el libro de John Uskglass.

Más gritos. Más clamor. En medio del cual la señorita Redruth parecía estar haciendo un alegato en defensa dé John Uskglass, al que insistía en llamar «su majestad el rey», como si él fuera a entrar en Newcastle de un momento a otro para volver a gobernar Inglaterra del Norte.

—¡Un momento! —gritó el doctor Foxcastle con su voz sonora y potente, que poco a poco fue imponiéndose, primero a las de los que estaban cerca, y después a las del resto de los reunidos—. No veo libro alguno en las manos de este rufián. ¿Dónde está el libro? ¡Esto es un truco, caballeros! Seguro que lo que busca es nuestro dinero. ¿Y bien, señor mío? —le preguntó a Childermass—. ¿Qué dice? ¡Enséñenos el libro si existe!

—¡Al contrario, caballero! —respondió con su sonrisa larga, torcida y tenebrosa—. Yo no quiero nada de ustedes. ¡Vinculus! ¡Levántate!

En la casa de Padua, la mayor preocupación de los Greysteel y sus criados era el bienestar de la señora Strange, y cada uno tenía su propia manera de procurárselo. La aportación del doctor era más bien de carácter filosófico. Buceaba en su memoria buscando casos históricos de personas —en especial señoras— que habían triunfado sobre la adversidad, a menudo con ayuda de sus amigos. Minichiello y Frank, los dos criados, corrían a abrirle las puertas, tanto si ella pensaba utilizarlas como si no. Bonifazia, la criada, había optado por tratar un año de estancia en Tierra de Duendes como si hubiera sido una especie de fuerte resfriado, y le llevaba cordiales y reconstituyentes a todas horas. La tía Greysteel enviaba a los criados por toda la ciudad en busca de los mejores vinos y los manjares más exquisitos, y compraba almohadones y almohadas del más fino plumón, como si creyera que, apoyando en ellos la cabeza, Arabella podría olvidar todo lo ocurrido. Pero de todas las diversas formas de consuelo que se le ofrecían, la más eficaz parecía ser la compañía y la conversación de Flora.

Una mañana en que estaban las dos juntas bordando, Arabella dejó la labor con un gesto de impaciencia y se acercó a la ventana.

—Tengo una sensación de desasosiego que no me deja.

—Es natural —dijo Flora suavemente—. Tenga paciencia. Con el tiempo volverá a ser la misma de antes.

—¿Usted cree? —suspiró Arabella—. En realidad, ya no recuerdo cómo era antes.

—Yo se lo diré. Era alegre, a pesar de que a menudo tenía que distraerse sola. Casi nunca se enfadaba, a pesar de que no le faltaban motivos. Su manera de hablar tenía gracia e ingenio, a pesar de que no se le reconocía y con frecuencia se la contradecía.

Arabella se echó a reír.

—¡Cielos, sí que era un prodigio de mujer! Sin embargo —agregó con suave ironía—, ese retrato no me convence, puesto que usted no me conocía.

—Todo eso me lo dijo el señor Strange. Son sus palabras.

—¡Oh! —exclamó Arabella, girando la cara hacia otro lado.

Flora inclinó la cabeza y dijo en voz baja:

—Cuando él regrese, hará más por devolverle la alegría de lo que pueda hacer cualquier otra persona. Entonces será feliz de nuevo.

Arabella guardó silencio un momento.

—No estoy segura de que volvamos a vernos.

Flora reanudó el bordado. Al cabo de unos instantes, dijo:

—Es extraño que al fin él haya vuelto junto a su antiguo maestro.

—¿Usted cree? Para mí no tiene nada de extraordinario. Nunca creí que la pelea durase tanto. Estaba segura de que al cabo de un mes serían otra vez amigos.

—¡Eso sí que es asombroso! —exclamó Flora—. Mientras el señor Strange estuvo con nosotros, no dijo ni una buena palabra del señor Norrell… y el señor Norrell ha escrito en las revistas de magia las cosas más espantosas acerca del señor Strange.

—Oh, por supuesto —dijo Arabella sin inmutarse—. ¡Pero eso era sólo su obcecación! Son muy testarudos los dos. No es que yo sienta gran simpatía por el señor Norrell, sino todo lo contrario, pero me consta que para él lo primero es la magia y todo lo demás va después… y a Jonathan le ocurre otro tanto. Los libros y la magia son lo único que les importa. Nadie entiende de la materia tanto como ellos y es natural que les guste estar juntos.

A medida que transcurrían las semanas, Arabella sonreía y reía más a menudo. Se interesaba por todo lo que afectaba a sus nuevos amigos. Llenaban sus días las comidas en sociedad, las compras y las gratas obligaciones de la amistad, pequeños quehaceres domésticos que distraían su mente y daban solaz a su maltrecho espíritu. Pensaba poco en su marido ausente, excepto para agradecerle la consideración de haberla conducido hasta los Greysteel.

Por aquel entonces se encontraba en Padua un joven capitán de caballería irlandés que, en opinión de varias personas, era gran admirador de Flora, aunque ella lo negaba. El capitán había combatido al frente de su compañía bajo un endiablado fuego enemigo en Waterloo, pero en presencia de Flora todo su valor se desvanecía. No podía mirarla sin ponerse colorado y se azoraba si ella entraba en la habitación en que estuviera él. Generalmente, prefería recurrir a la señora Strange para averiguar si Flora iría a pasear al Prato della Valle (un hermoso jardín situado en el centro de la ciudad) o a visitar a los Baxter (amigos comunes), y Arabella lo ayudaba muy gustosa.

Pero el cautiverio había dejado en ella secuelas que no eran fáciles de superar. Acostumbrada como estaba a bailar toda la noche, le costaba dormir. Algunas noches, aún le parecía oír la música lánguida del violín y la gaita que tocaban los duendes, impulsándola a bailar, a pesar de que eso era lo último que deseaba hacer.

—Háblenme —les decía a Flora y la tía Greysteel—. Si me hablan, me parece que podré vencerlo.

Entonces una de ellas o las dos velaban con Arabella, hablándole de todo lo que se les ocurría. Pero en ocasiones era tan imperioso el impulso de moverse —fuera cual fuera el movimiento—, que no podía reprimirlo y tenía que pasearse por el dormitorio que compartía con Flora, y más de una vez el doctor Greysteel y Frank sacrificaron amablemente su descanso para acompañarla a caminar por las calles nocturnas de Padua.

Una de aquellas noches, en el mes de abril, Arabella y el doctor paseaban por los alrededores de la catedral, hablando de la partida para Inglaterra, prevista para el mes siguiente. Arabella se sentía un poco inquieta ante la idea de encontrarse de nuevo entre sus amigos ingleses, y Greysteel la tranquilizaba. De pronto, Frank lanzó una exclamación de sorpresa y señaló a lo alto.

Las estrellas se movían; en el trozo de firmamento que ellos podían ver habían aparecido nuevas constelaciones. Delante de ellos, a cierta distancia, había un arco de piedra de aspecto vetusto. Eso no era extraordinario; en Padua abundan las puertas, arcos y pórticos curiosos. Pero aquel arco no era como los demás. Padua es una ciudad medieval construida de ladrillo en gran parte, por lo que muchas de sus calles tienen un bonito color rosa dorado, y aquel arco era de oscuras y adustas piedras del norte, y tenía a cada lado una estatua de John Uskglass con la cara semioculta por un gorro con alas de cuervo. Enmarcada en el arco había una figura alta.

Arabella titubeaba.

—¿Ustedes no se irán? —le preguntó al doctor.

—Frank y yo no nos moveremos de aquí. No tiene más que llamarnos. Ella se adelantó sola. Quien estaba bajo el arco leía. Al acercarse Arabella, él levantó la mirada con aquella vieja y querida expresión de no saber dónde se encontraba ni qué tenía que hacer en el mundo ajeno al libro.

—Esta vez no has traído contigo una tormenta —dijo ella.

—Ah, ya te lo han contado. —Strange soltó una risa un poco forzada—. Quizá fue excesivo. Y no de muy buen gusto. Creo que en Venecia pasaba demasiado tiempo en compañía de lord Byron y se me contagió su estilo.

Caminaron un trecho y, a cada momento, las estrellas formaban nuevas figuras en lo alto.

—Tienes buen aspecto, Arabella —dijo él—. Temía… ¿Qué temía? Oh, mil cosas. Temía que no quisieras hablarme. Pero estás aquí. Es una alegría verte.

—Pues ya puedes olvidar tus mil temores. Por lo menos, los que me conciernen. ¿Has encontrado la manera de disipar la oscuridad?

—No; todavía no. Aunque, la verdad, últimamente estamos muy ocupados… nuevas conjeturas sobre las náyades… Casi no hemos tenido tiempo de estudiar el problema a fondo, pero hay una o dos cosas en El guardián de Apolo de Goubert que parecen prometedoras. Somos optimistas.

—Me alegro. Me entristece pensar que sufres.

—No estés triste, te lo ruego. Aparte de otras consideraciones, no sufro. Al principio quizá un poco, pero ya no. Y Norrell y yo no somos los primeros magos que se enfrentan a un encantamiento. En el siglo doce, Robert Dymoke ofendió a un duende, y a partir de entonces no pudo hablar, sino sólo cantar, lo cual no debe de ser tan agradable como parece. Y en el siglo catorce, un mago tenía un pie de plata, algo bastante engorroso. Además, ¿quién dice que la oscuridad no pueda ser una ventaja? Pensamos salir de Inglaterra, y seguramente nos encontraremos con toda clase de gente peligrosa. Un mago inglés es algo impresionante. Dos magos son, imagino, el doble de impresionantes, pero dos magos ingleses envueltos en una Oscuridad Impenetrable… ¡ah!, eso basta, creo yo, para aterrorizar a cualquiera que no sea por lo menos un semidiós.

—¿Adónde iréis?

—Oh, hay muchos lugares. Este mundo es sólo uno de muchos, y no es bueno para un mago volverse muy… digamos, muy provinciano.

—¿Y al señor Norrell le gustará eso? —preguntó ella con escepticismo—. Nunca fue muy aficionado a viajar… ni siquiera hasta Portsmouth.

—Ah, pero ésa es una de las ventajas de nuestro especial modo de viajar. Si no quiere, no tiene que salir de casa. El mundo, todos los mundos, vendrán a nosotros. —Calló y miró en derredor—. Más vale que no siga adelante. Norrell se ha quedado un poco apartado. Por diversas razones relacionadas con el encantamiento, es preferible que no nos alejemos mucho uno de otro. Arabella —dijo entonces con una seriedad insólita en él—, el sufrimiento de saberte bajo la tierra era insoportable. Habría hecho cualquier cosa, cualquier cosa, para que salieras sana y salva.

Ella le apretó las manos. Tenía los ojos brillantes.

—Y lo hiciste —susurró.

Se miraron largamente, y en aquel momento todo volvió a ser como antes, como si nunca se hubiesen separado; pero ella no se ofreció a entrar en la oscuridad con él, ni él se lo pidió.

—Un día —dijo Strange—, encontraré el hechizo para ahuyentar la oscuridad. Y ese día volveré a tu lado.

—Sí. Ese día. Te esperaré.

Él asintió y pareció que iba a marcharse, pero dudó.

—Bell, no lleves luto. No seas una viuda. Sé feliz. Así quiero imaginarte.

—Te lo prometo. ¿Y cómo te imaginaré yo a ti?

Él meditó un momento y se echó a reír.

—¡Imagíname con la nariz metida en un libro!

Se besaron una vez. Luego él dio media vuelta y desapareció en la oscuridad.