60. Tormenta y mentiras (Febrero de 1817)

LA tía Greysteel había alquilado una casa en Padua con vistas al mercado de fruta. Estaba muy bien situada y sólo costaba ochenta sechinis al trimestre (unas 38 guineas). La tía Greysteel estaba muy satisfecha de su hallazgo. Pero a veces ocurre que si una persona actúa con rapidez y decisión, después, cuando ya es tarde, llegan las dudas y las decepciones. Y eso le sucedió a ella. No llevaban ni una semana instaladas en la casa cuando empezó a encontrar inconvenientes y a preguntarse si había hecho bien. La casa era antigua y muy bonita, pero oscura: las ventanas y los balcones góticos, estos últimos con balaustrada de piedra, eran muy estrechos. En otras circunstancias, eso no habría tenido importancia, pero en aquellos momentos Flora se hallaba algo decaída, necesitaba un ambiente alegre, y (pensaba la tía Greysteel) aquella media luz —por más romántica que pudiera ser— no parecía lo más conveniente. Además, había en el patio varias damas de piedra que estaban a punto de desaparecer bajo velos y mantos de hiedra acumulada con los años, y cada vez que la mirada de la tía se posaba en ellas, se acordaba de la pobre esposa de Jonathan Strange, muerta tan joven y de manera tan misteriosa, y cuyo triste fin parecía haber enloquecido a su marido. Confiaba en que a Flora no se le ocurrieran tan melancólicos pensamientos.

Pero tratos son tratos, y la casa estaba alquilada, por lo que a la tía Greysteel no le quedaba otro recurso que el de alegrarla todo lo posible. Ella, que nunca había derrochado en velas y aceite, ahora no reparaba en gastos con el afán de animar a Flora. Había en la escalera un lugar especialmente oscuro en el que un peldaño se desviaba en un sentido imprevisible, y, para evitar que a alguien se le fuera el pie y se rompiese la crisma, ordenó poner en aquel lugar un estante con una lámpara. La lámpara estaba encendida de día y de noche, para escándalo de Bonifazia, la vieja criada italiana contratada con la casa, que era aún más ahorrativa que la tía Greysteel.

Bonifazia era buena criada, aunque propensa a criticar y a dar largas explicaciones de por qué las instrucciones que acababa de recibir eran erróneas o irrealizables. La ayudaba en sus tareas Minichello, un mozo cansino y taciturno que recibía cualquier orden rezongando en un dialecto incomprensible. Bonifazia trataba a Minichello con tan despectiva familiaridad que la tía Greysteel supuso que eran parientes, aunque carecía de información exacta al respecto.

De manera que entre el acondicionamiento de la casa, las diarias batallas con Bonifazia y los descubrimientos, más o menos agradables, que se hacen al llegar a una ciudad desconocida, a la tía Greysteel no le faltaban ocupaciones, aunque su primer y más sagrado deber en aquellos momentos era tratar de hallar diversiones para su sobrina. Flora tendía ahora a buscar la soledad y el silencio. Cuando su tía le hablaba, respondía con viveza, pero muy raramente iniciaba ella una conversación. En Venecia llevaba la iniciativa en todos los planes, mientras que ahora se acomodaba a las propuestas de su tía. De todos modos, prefería entretenimientos que no precisaran compañía. Paseaba sola, leía sola, se sentaba sola en la sala o en el patio, a tomar el débil sol que hasta allí llegaba a veces, alrededor de la una. Se mostraba menos expansiva y confiada que antes, como si alguien —y no necesariamente Jonathan Strange— la hubiera decepcionado y ella se hubiese hecho el propósito de ser más independiente en lo sucesivo.

Durante la primera semana de febrero se abatió sobre Padua una gran tormenta. Era mediodía. La tormenta llegó súbitamente del este (de la dirección de Venecia y el mar). Los ancianos que frecuentaban los cafés de la ciudad decían que no habían advertido señal alguna de su llegada. Otras personas no daban importancia al hecho; al fin y al cabo, era invierno y había que contar con las tempestades.

Primero sopló en la ciudad un viento huracanado. Era un vendaval que no respetaba puertas ni ventanas, encontraba rendijas cuya existencia nadie sospechaba y se dejaba sentir con tanta fuerza dentro de las casas como fuera de ellas. La tía Greysteel y Flora estaban en una salita del primer piso. Los cristales temblaban y las lágrimas de la araña del techo tintineaban. Las hojas de una carta que estaba escribiendo la tía Greysteel se le escaparon y volaron por la habitación. Por la ventana se vio cómo el cielo se oscurecía hasta quedar tan negro como la noche. Empezó a diluviar.

Entraron Bonifazia y Minichello. Iban con el pretexto de pedir instrucciones respecto a las medidas que debían tomar durante la tormenta, pero, en realidad, Bonifazia no quería sino unir sus exclamaciones de asombro a las de la tía Greysteel ante la violencia del viento y la lluvia (y buen dueto formaron, aunque en distintas lenguas), mientras que Minichello seguramente sólo iba por seguir a Bonifazia, y miraba la tempestad con ojos torvos, como si sospechara que no tenía más propósito que el de darle trabajo.

La tía Greysteel, Bonifazia y Minichello estaban en la ventana y vieron cómo el primer relámpago convertía aquel panorama familiar en una escena siniestra, inundada de un pálido resplandor sobrenatural que proyectaba sombras insólitas. Siguió el estallido de un trueno que hizo temblar la habitación. Bonifazia murmuraba invocaciones a la Virgen y a varios santos. La tía Greysteel, que no estaba menos asustada, con gusto habría buscado la misma protección, pero como miembro de la Iglesia anglicana tenía que conformarse con exclamar: «¡Ay, cielos!», «¡Qué barbaridad!» y «¡Dios me asista!», lo cual no le proporcionaba gran consuelo.

—Flora, cielo —dijo con voz un poco temblorosa—, confío en que no estés asustada. ¡Qué horror de tormenta!

Flora fue al balcón, apretó la mano a su tía y le dijo que pasaría pronto. Otro relámpago iluminó la ciudad. Flora soltó a su tía, abrió el balcón y salió.

—¡Flora! —gritó la tía Greysteel.

La joven tenía las manos apoyadas en la balaustrada y el cuerpo inclinado hacia los rugidos de la oscuridad, insensible a la lluvia que le empapaba el vestido y al viento que le agitaba el pelo.

—¡Flora, tesoro! ¡Flora! ¡Resguárdate de la lluvia!

La muchacha se volvió y le dijo algo, pero los que estaban dentro no oyeron sus palabras.

Minichello salió al balcón y, con una delicadeza sorprendente (aunque sin abandonar ni un momento su gesto sombrío), la guio hacia el interior, utilizando sus manos grandes y planas como los pastores utilizan vallas para guiar al rebaño.

—¿No veis? —dijo Flora—. Ahí fuera hay alguien. ¡Ahí, en el rincón! ¿Sabéis quién es? Me ha parecido… —Se interrumpió, sin decir quién le había parecido.

—Cielo, espero que estés equivocada. Compadezco al que tenga que estar ahora en la calle. Confiemos en que pronto encuentre cobijo. ¡Oh, Flora! ¡Estás empapada!

Bonifazia llevó toallas, y ella y la tía Greysteel se dedicaron a la tarea de secar el vestido de Flora, haciéndola dar vueltas entre las dos, aunque lo malo era que a veces tiraban de ella en sentidos opuestos. Al mismo tiempo, ambas daban perentorias instrucciones a Minichello; la tía Greysteel en un italiano vacilante pero insistente, y Bonifazia en rápido dialecto paduano. Las instrucciones, lo mismo que las vueltas, debían de ser contradictorias, porque Minichello las escuchaba con su expresión huraña, sin hacer caso de ninguna de las dos.

Flora miraba a la calle por encima de las cabezas inclinadas de las dos mujeres. Otro relámpago. Ella se puso rígida, como electrificada por la descarga, y tras desasirse de las manos de tía y criada salió corriendo de la habitación.

No tuvieron tiempo de preguntarse adónde iba. La media hora siguiente fue una frenética odisea doméstica, con Minichello tratando de cerrar persianas contra la tormenta, Bonifazia tropezando con los muebles mientras buscaba velas en la oscuridad, y la tía Greysteel desconcertada, al descubrir que la palabra que había estado usando para decir «persiana» en realidad significaba «pergamino». Todos estaban enfadados. Y para fastidiar aún más a la tía Greysteel, todas las campanas de la ciudad empezaron a repicar al mismo tiempo, porque existía la creencia de que, por estar benditas, ahuyentan los rayos y truenos (que, como es sabido, los envía el diablo).

Por fin la casa quedó protegida, o casi. La tía Greysteel dejó que Bonifazia y Minichello terminaran la tarea de asegurar las ventanas y, olvidando que había visto a Flora salir de la sala, volvió allí con una vela para su sobrina. Flora no estaba, y la tía Greysteel observó que Minichello aún no había cerrado las persianas.

Subió al dormitorio de Flora, pero tampoco la encontró allí. Ni en el comedor, ni en el dormitorio de la tía Greysteel, ni en la salita pequeña que a veces usaban después de cenar. Miró entonces en la cocina, en el recibidor y el cuarto del jardinero, pero no estaba en ninguno de esos sitios.

La mujer empezaba a asustarse. Una vocecita cruel le susurró al oído que, cualquiera que fuese la misteriosa suerte que corriera la esposa de Jonathan Strange, había empezado con su desaparición durante una tormenta.

«Pero era nieve, no lluvia —se dijo. Y mientras recorría la casa buscando a Flora, se repetía—: Era nieve, no lluvia. Nieve, no lluvia. —Entonces pensó—: A lo mejor no se ha movido del salón. Estaba tan oscuro y ella es tan callada, que puede que siga allí y yo no la haya visto».

Volvió a la sala. Otro relámpago le dio un aspecto fantasmagórico, blanqueando las paredes y tiñendo de gris los muebles, como si se hubieran convertido en piedra. Entonces, con un terrible sobresalto descubrió que, en efecto, allí había otra persona, una mujer que no era Flora, una mujer que llevaba un vestido oscuro y antiguo, sostenía un candelabro con una vela y la miraba… una mujer cuyo rostro estaba en sombra, cuyas facciones no se veían.

La tía Greysteel se quedó helada.

Retumbó un trueno. Ahora estaba oscuro, no había más luz que las dos velas. Pero la vela de la desconocida no parecía iluminar nada. Y, aún más extraño, la habitación parecía haberse agrandado misteriosamente; la mujer del candelabro estaba a mucha distancia de la tía Greysteel.

—¿Quién está ahí? —gritó.

No hubo respuesta.

«Es natural —pensó—. Debe de ser italiana. Tengo que preguntárselo en italiano. Quizá se ha confundido de casa, con este zafarrancho de la tormenta.» Pero, por más que se esforzaba, en aquel momento no recordaba ni una palabra de italiano.

Otro relámpago. Allí estaba la mujer, de pie, frente a ella. «Es el fantasma de la esposa de Jonathan Strange», pensó. Dio un paso adelante y la desconocida la imitó en todo. De pronto, tuvo una revelación y sintió un gran alivio.

—¡Pero si es un espejo! ¡Qué tonta! ¡Qué tonta! ¡Asustarme de mi propia imagen!

El descubrimiento casi le hizo soltar una carcajada, pero entonces comprendió que no había sido tan tonta al asustarse, ni mucho menos: porque en aquel ángulo de la habitación nunca había habido un espejo.

A la luz del siguiente relámpago pudo verlo. Era feo y demasiado grande para aquella sala. Estaba segura de no haberlo visto en su vida.

Salió apresuradamente. Comprendía que, fuera de la vista de aquel espejo siniestro, podría pensar con más claridad. Subía la escalera cuando unos sonidos que parecían proceder del dormitorio de Flora le hicieron abrir la puerta y asomarse.

Allí estaba la joven. Había encendido las velas que su tía le había llevado y estaba desvistiéndose. El vestido chorreaba y la enagua y las medias no parecían mucho más secas. En el suelo, junto a la cama, estaban los zapatos, empapados y estropeados por la lluvia.

Flora miró a su tía con una expresión en la que se mezclaban la culpabilidad, la contrición, el desafío y varias emociones más, difíciles de interpretar.

—¡Nada! ¡Nada! —gritó.

Esa, al parecer, era la respuesta a la pregunta que esperaba le hiciese su tía, pero lo único que dijo la mujer fue:

—¡Oh, querida! ¿Dónde estabas? ¿Qué te ha hecho salir de casa con este tiempo?

—He salido a… a comprar sedas de bordar. —La tía debió de poner cara de asombro, porque Flora agregó, sin convicción—: No creía que la lluvia fuese a durar tanto.

—Mira, querida, debo decir que me parece una imprudencia, y has debido de pasar mucho miedo. ¿Por eso has llorado?

—¡Llorar! ¡No, no! Te equivocas, tía, no he llorado. Es lluvia, nada más.

—Pero si aún… —Iba a decir «aún estás llorando», pero Flora negó con la cabeza y se volvió de espaldas.

La tía observó que, por algún motivo, su sobrina había hecho un ovillo con el chal, y no pudo menos que pensar que si se hubiera protegido con él no se habría mojado tanto. Del fardo del chal, Flora sacó un frasquito medio lleno de un líquido ámbar, que guardó en un cajón.

—¡Flora! Ha ocurrido algo muy extraño. No sé cómo decírtelo, pero hay un espejo…

—Sí, ya lo sé. Es mío.

—¡Que es tuyo! —La tía Greysteel se quedó más atónita que antes. Hubo una pausa de unos instantes—. ¿Dónde lo has comprado? —fue lo único que se le ocurrió preguntar.

—No recuerdo exactamente. Deben de haberlo traído ahora.

—¡Y quién va a traer nada en plena tormenta! Además, si hubiera alguien tan insensato para hacer tal cosa, habría tenido que llamar a la puerta… y no meterlo en casa a escondidas.

Flora no respondió a tan razonables argumentos. No obstante, a la tía Greysteel no le disgustaba abandonar el tema. Estaba harta de tormentas, de sustos y de espejos inesperados. El porqué había aparecido el espejo estaba aclarado y no le importaba dejar para más adelante descubrir el cómo. Se alegró de poder recurrir a temas más normales, y se puso a hablar del vestido de Flora, de los zapatos de Flora, de la probabilidad de que Flora se hubiera resfriado y de la necesidad de que Flora se secara inmediatamente, se pusiera la bata, se sentara junto al fuego en la sala y tomara algo caliente.

Cuando estuvieron otra vez en la sala, la tía Greysteel dijo:

—¡Mira! Ya se aleja la tormenta. Parece que vuelve hacia la costa. ¡Qué extraño! Diría que había venido de esa misma dirección. Supongo que la lluvia te habrá estropeado las sedas de bordar, como todo lo demás.

—¿Sedas de bordar? Oh, no he llegado a la tienda. Como tú dices, era una imprudencia.

—Podemos ir después a comprar lo que necesites. ¡Qué pena me da esa pobre gente del mercado! Se les habrá echado a perder toda la mercancía. Bonifazia está preparándote unas gachas. Ahora no recuerdo si le he dicho que use la leche nueva.

—No me he fijado, tía.

—Será mejor que vaya a asegurarme.

—Ya voy yo —dijo Flora disponiéndose a levantarse.

Pero su tía no lo consintió. Flora debía quedarse donde estaba, junto al fuego, con los pies en un taburete.

Aclaraba por momentos. Antes de ir a la cocina, la tía contempló el espejo. Era muy grande y recargado, uno de esos espejos que se fabrican en la isla de Murano, en la laguna de Venecia.

—Confieso que me sorprende que te guste, Flora. Con tantas volutas, arabescos y flores de cristal. Pensaba que preferías cosas más sencillas.

La joven suspiró y dijo que quizá en Italia se había aficionado a lo suntuoso y recargado.

—¿Es caro? Lo parece.

—No, en absoluto.

—Bueno, ya es algo, ¿no?

La tía bajó a la cocina. Se sentía más tranquila y confiaba en que los sobresaltos y angustias de la mañana hubieran terminado. Pero se equivocaba.

De pie en la cocina, con Minichello y Bonifazia, había dos desconocidos. No parecía que Bonifazia hubiera empezado a preparar las gachas. Ni siquiera había sacado de la despensa la harina de avena y la leche.

Nada más ver a la tía Greysteel, Bonifazia la asió del brazo y descargó sobre ella una catarata de vehementes palabras en paduano. Hablaba de la tormenta —eso estaba claro— y decía que era muy mala, pero poco más podía entender la mujer. Y fue Minichello quien, para gran asombro de la dama, le dio una explicación comprensible. En una imitación bastante aceptable del idioma inglés, dijo:

—Mago inglés la hace. Mago inglés hace la tempesta.

—¿Cómo?

Con frecuentes interrupciones de Bonifazia y los dos hombres, Minichello le informó de que en plena tormenta varias personas habían visto un hueco entre las nubes. Y lo que habían visto las había dejado estupefactas y aterradas: un firmamento nocturno cuajado de estrellas, en lugar del cielo azul de la mañana. La tormenta no era natural sino provocada, a fin de ocultar la llegada del Pilar de Oscuridad de Strange.

Pronto, la noticia corrió por toda la ciudad, provocando la alarma de sus habitantes. Hasta entonces, el Pilar de Oscuridad era un horror reservado a Venecia, que, por lo menos para los paduanos, era el marco natural para los horrores. Ahora estaba claro que Strange había permanecido en Venecia por su voluntad y no por el encantamiento. Cualquier ciudad de Italia —cualquier ciudad del mundo— podía ser visitada por la Oscuridad Perpetua cuando menos lo esperara. Eso era ya bastante desgracia, pero para la tía Greysteel era mucho peor todavía, porque al miedo que le inspiraba Strange se sumaba ahora la tristeza de saber que Flora le había mentido. Se preguntaba si su sobrina había mentido porque se hallaba bajo la influencia de un hechizo o porque el afecto que sentía por Strange había destruido sus principios. No sabía qué era peor.

Escribió a su hermano a Venecia para rogarle que fuera a Padua. Decidió que, entretanto, no diría nada. Durante el resto del día vigiló estrechamente a Flora. No observó nada extraño en su comportamiento, excepto, a veces, un aire de contrición en la manera de tratarla, una contrición que no tenía razón de ser.

A la una del día siguiente —varias horas antes de que la carta de la tía Greysteel hubiera podido llegar a sus manos—, el doctor Greysteel llegaba de Venecia con Frank. Dijo que en Venecia todo el mundo se había dado cuenta de que Strange abandonaba la parroquia de Santa Maria Zobenigo para dirigirse a terraferma. Desde muchos puntos de la ciudad se había visto cómo el Pilar de Oscuridad se deslizaba sobre el mar. Su negra superficie se ondulaba y de ella partían lenguas y bucles de oscuridad, como llamas negras. Nadie sabía cómo había viajado Strange, si en una embarcación o por arte de magia. La tormenta con la que había tratado de ocultar su llegada la había fabricado en Strá, a ocho millas de Padua.

—Puedes estar segura, Louisa —dijo el doctor—, de que por nada del mundo me cambiaría por él. Todos huyen cuando él se acerca. De Mestre a Strá no habrá encontrado ni a un ser viviente, nada más que calles silenciosas y campos abandonados. De ahora en adelante, el mundo estará vacío para él.

Hacía sólo unos instantes, la tía Greysteel no pensaba en Strange con gran simpatía, pero era tan horrible la imagen que pintaba su hermano que se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Y dónde se encuentra ahora? —preguntó suavizando la voz.

—Ha vuelto a sus habitaciones de Santa Maria Zobenigo. Todo sigue igual. Cuando nos enteramos de que había estado en Padua, imaginé el motivo y vinimos a toda prisa. ¿Cómo está Flora?

Flora estaba en la sala, esperando a su padre. Parecía deseosa de hablar con él. Apenas planteó el doctor la primera pregunta, ella ya estaba confesando todo lo que le pesaba en el alma. Entre abundantes lágrimas, reconoció que había visto a Strange en la calle, que había comprendido que la esperaba y que se había escapado para ir a su encuentro.

—Te lo contaré todo, te lo prometo —dijo—, pero aún no puedo. No he hecho nada malo. Es decir… —Se sonrojó—. Aparte de mentir a mi tía, por lo que pido perdón. Pero son secretos que no puedo revelar porque no son míos.

—Pero ¿por qué ha de haber secretos, Flora? —preguntó su padre—. ¿Eso no te hace pensar que algo malo habrá en todo ello? Las personas que tienen intenciones honorables actúan abiertamente, sin secretos.

—Sí, supongo… ¡Pero eso no casa con los magos! El señor Strange tiene enemigos… ese horrible viejo de Londres y otros. Pero no me riñas, porque no he hecho nada malo. Al contrario, me he esforzado por obrar bien y creo que lo he conseguido. Él ha practicado una clase de magia que lo está destruyendo; ayer lo convencí para que la abandonara, y me prometió que así lo haría.

—Pero, Flora —dijo su padre con tristeza—, eso es lo que más me duele. Que tú te consideres con derecho a exigirle promesas es algo que precisa explicación. ¿Es que no lo ves? ¿Estáis comprometidos, querida?

—¡No, papá! —Más lágrimas. Fueron necesarias muchas caricias de la tía para calmarla. Cuando pudo volver a hablar, dijo—: No, papá, no hay tal compromiso. Es verdad que en cierto momento me sentí atraída por él. Pero eso ya pasó. ¡No debes pensar tal cosa! Le pedí esa promesa por pura amistad. Y también en nombre de su esposa. Él cree que hace todo eso por ella, pero estoy segura de que la señora Strange no querría que practicara una magia tan perniciosa para su salud y su razón, cualesquiera fuesen los motivos y las circunstancias. Como ella ya no puede influir en sus actos, creí mi deber hablar en su nombre.

Greysteel reflexionaba.

—Flora —dijo al cabo de uno o dos minutos—, olvidas que en Venecia yo lo veía a menudo. Él no está en condiciones de cumplir promesas. Ni siquiera se acordará de lo que ha prometido.

—Oh, sí se acordará. ¡Ya me he encargado de eso!

Un nuevo acceso de llanto sugirió que, pese a lo que aseguraba, quizá no había superado del todo aquel amor. Pero Flora ya había dicho lo suficiente para tranquilizar a su padre y a su tía en cierta medida. Ahora estaban convencidos de que tarde o temprano aquel sentimiento se extinguiría de forma natural. Como diría la tía Greysteel aquella misma tarde, Flora era una muchacha muy racional para pasar años suspirando por un imposible.

Ahora que estaban todos juntos otra vez, el doctor Greysteel y su hermana querían seguir viajando. La tía deseaba ir a Roma para ver los edificios y objetos de la Antigüedad, que, según le habían dicho, eran extraordinarios. Pero Flora ya no sentía interés por las ruinas ni por las obras de arte. Les dijo que lo que más le apetecía era quedarse donde estaba. Y tenían que insistir mucho para que saliera de casa. Si ellos proponían un paseo o una visita a una iglesia que tenía un altar renacentista, ella rehusaba acompañarlos. Decía que llovía o que las calles estaban mojadas, lo cual era verdad —aquel invierno llovió mucho en Padua—, pero antes nunca la había preocupado la lluvia.

Su padre y su tía transigían con paciencia, aunque al doctor le resultaba difícil. Él no había ido a Italia para estar encerrado en una casa mucho menos espaciosa que su confortable residencia de Wiltshire. Cuando estaba a solas con su hermana, refunfuñaba que en Wiltshire también se podía leer novelas o bordar (las ocupaciones favoritas de Flora en aquel momento), y allí era mucho más barato, pero la tía Greysteel lo reprendía y lo hacía callar. Si ésa era la manera en que su sobrina había decidido sufrir por Jonathan Strange, ellos debían respetar sus deseos.

Flora propuso, sí, una expedición, pero de carácter insólito. Una semana después de que Greysteel llegara a Padua, ella anunció que sentía grandes deseos de salir al mar.

Le preguntaron si quería hacer una travesía. También se podía ir a Roma o a Nápoles por mar.

Pero ella dijo que no se trataba de viajar. No deseaba marcharse de Padua. No; quería subir a un balandro o a cualquier tipo de barco durante una hora o dos, o quizá menos. Pero tenía que ser enseguida. Al día siguiente, se dirigieron a un pequeño pueblo de pescadores.

El pueblo no tenía especiales atractivos de situación, perspectiva, arquitectura o historia; en realidad, su única virtud era la de estar cerca de Padua. El doctor hizo indagaciones en la taberna del lugar y en casa del párroco, y al fin encontró a dos mozos que le parecieron dignos de confianza, dispuestos a llevarlos en su barca. Los hombres tomaron de buen grado el dinero que les daba el doctor, pero se sintieron obligados a señalar que los señores no verían nada, que allí no había nada que ver, ni aun con buen tiempo. Y el tiempo no era bueno, sino que estaba lloviendo, no tanto como para disipar la densa niebla gris pero sí para hacer muy incómodo el paseo en barca.

—¿Estás segura de que esto es lo que deseas, tesoro? —preguntó la tía Greysteel—. Este lugar es muy triste y la barca huele a pescado.

—Completamente segura, tía —dijo Flora, que subió y se sentó en un extremo.

Su tía y su padre la siguieron. Los desconcertados pescadores llevaron la embarcación mar adentro, hasta que en cualquier dirección no se veía más que una masa de ondulada agua gris, cercada por paredes de opaca niebla tan gris como el agua. Los hombres miraron con expectación a Greysteel, quien a su vez interrogó a su hija con la mirada.

Flora no les prestaba atención. Estaba apoyada contra la borda de la barca en actitud pensativa, con el brazo derecho extendido sobre el agua.

—¡Ha vuelto! —exclamó el doctor.

—¿Qué es lo que ha vuelto? —preguntó su hermana.

—¡El olor a gato y a rancio! Así olía el cuarto de la anciana, la anciana de Cannaregio. ¿Hay un gato a bordo?

La pregunta era absurda. Toda la barca estaba a la vista y no había gato alguno.

—¿Te ocurre algo, tesoro? —inquirió la tía Greysteel. Había en la actitud de Flora algo que la inquietaba—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, tía —dijo la sobrina, irguiéndose y sujetando mejor el paraguas—. Estoy bien. Ya podemos regresar, si queréis.

Por un instante, la tía vio flotar en el agua un frasco pequeño, sin tapón, que enseguida se hundió y desapareció para siempre.

Aquella curiosa expedición fue la última vez en muchas semanas que Flora mostró deseos de salir de casa. A veces, su tía trataba de convencerla para que se sentara junto a la ventana y contemplase lo que sucedía en la calle. En las calles italianas suele haber escenas divertidas. Pero Flora tenía especial predilección por una silla situada en un rincón oscuro, debajo del misterioso espejo, y había adquirido el extraño hábito de comparar la imagen de la habitación que reflejaba el espejo con la habitación real. De pronto le llamaba la atención, por ejemplo, un chal que hubiera sobre una silla, y entonces miraba la imagen reflejada y decía:

—Ese chal está distinto en el espejo.

—¿Tú crees? —preguntaba la tía con extrañeza.

—Sí; en el espejo parece marrón y en realidad es azul. ¿No lo ves?

—Bueno, tesoro, estoy segura de que ha de ser como tú dices, pero a mí me parece igual.

—Sí —decía Flora con un suspiro—, tienes razón.