54. Una cajita color de congoja (1 y 2 de diciembre de 1816)

SONÓ un chasquido seco, seguido de una ligera brisa que limpió el aire viciado de la habitación.

Strange parpadeó varias veces.

Lo primero que pensó al volver en sí fue que aquel complicado proceso había dado resultado; ante sí tenía a alguien, un duende, sin duda alguna. A continuación se preguntó qué diablos había hecho. Sacó el reloj del bolsillo y lo miró; había transcurrido casi una hora desde que bebiera la tintura.

—Perdona —dijo—, ya sé que la pregunta te parecerá extraña, pero ¿te he pedido algo?

—Rapé —respondió el caballero del pelo como el vilano del cardo.

—¿Rapé?

—Me has pedido un poco de rapé.

—¿Cuándo?

—¿Qué?

—¿Cuándo te he pedido rapé?

—Hace un momento.

—¡Ah! Ah. Bien, no te molestes. Ya no lo quiero.

El caballero hizo una reverencia.

Strange notaba que su confusión se le reflejaba en la cara. Acordándose de las severas advertencias que había leído —sobre no dejar que las criaturas de esa taimada raza adivinaran que sabían más que tú—, disimuló su perplejidad con una expresión de sarcasmo. Entonces, recordando que generalmente se considera más peligroso todavía aparentar superioridad, ya que ello irrita a esos espíritus, disimuló el sarcasmo con una sonrisa. Finalmente, volvió a poner cara de perplejidad.

No advirtió que el caballero estaba por lo menos tan incómodo como él.

—Te he invocado porque desde hace tiempo deseo que alguien de tu raza me ayude y me instruya en la magia —dijo Strange. Había ensayado varias veces esta pequeña declaración y percibió, satisfecho, que denotaba a un tiempo confianza y dignidad. Lo malo fue que enseguida estropeó el efecto preguntando con ansiedad—: ¿Eso ya lo había dicho antes?

El caballero no respondió.

—Me llamo Jonathan Strange. Quizá hayas oído hablar de mí. Me encuentro en un punto muy interesante de mi carrera. Creo poder afirmar sin temor a exagerar que el futuro de la magia inglesa depende de los actos que yo realice durante los meses venideros. ¡Si consientes en ayudarme, tu nombre será tan famoso como los de Col Tom Blue y el maestro Witcherley![1]

—¡Pse! —soltó el caballero arrugando la nariz—. ¡Gente baja!

—¿En serio? No tenía ni idea. —Y prosiguió—. Fue tu… —Se interrumpió, buscando las palabras—. Fue tu delicada forma de tratar al rey de Inglaterra lo que me hizo reparar en ti. ¡Qué poder! ¡Qué inventiva! ¡Hoy en día la magia inglesa carece de vigor! ¡Le falta ardor y energía! No sabes lo aburrido que estoy de hacer siempre los mismos hechizos insípidos para resolver los mismos problemas insípidos. Aquel atisbo de tu magia me mostró un mundo distinto. Tú puedes sorprenderme. ¡Y yo ansío que me sorprendan!

El caballero alzó una de sus perfectas cejas de duende, como dando a entender que él no tendría inconveniente en sorprender a Jonathan Strange.

Hablando con vehemencia, éste prosiguió:

—¡Ah!, y ya puedo decirte que hay en Londres un viejo llamado Norrell, un mago, si así se le puede llamar, que se morderá los puños de rabia cuando se entere de que te has aliado conmigo. Hará todo cuanto esté en su mano para combatirnos, pero nada podrá contra nosotros dos.

El caballero parecía haber dejado de escuchar y miraba en derredor, contemplando los objetos de la habitación.

¿Ves aquí algo que te desagrade? —preguntó Strange—. Si es así, dímelo, te lo ruego. Imagino que tu sensibilidad mágica es mucho más fina que la mía. De todos modos, también yo he notado que ciertas cosas merman mi capacidad para practicar la magia. Creo que lo mismo les ocurre a todos los magos. Un salero, un serbal, un trozo de hostia consagrada… son cosas que me afectan. No diré que no pueda obrar magia en su presencia, pero siempre he de tomarlas en consideración en mis hechizos. Si hay algo que te disgusta, no tienes más que decirlo y lo quitaré.

El caballero lo miró un momento como si no tuviera ni remota idea de qué le hablaba, y exclamó:

—¡Mi sensibilidad mágica, sí! ¡Qué clarividencia la tuya! ¡Mi sensibilidad mágica es extraordinaria, como puedes suponer! Y ahora mismo me dice que últimamente has adquirido un objeto de gran poder. ¿Un anillo de desencantamiento? ¿Una urna de invisibilidad? ¿Algo de esa naturaleza? ¡Te felicito! ¡Muéstramelo para que pueda instruirte acerca de su historia y su empleo!

—Pues no —dijo Strange, sorprendido—. No tengo nada de eso.

El caballero frunció el entrecejo. Miró fijamente, primero, un bacín semioculto debajo de la mesa, después, un anillo de luto que contenía la miniatura de un ángel pintado sobre marfil y, por último, una jarra de cerámica pintada que había contenido melocotones y ciruelas escarchados.

—Quizá lo hayas encontrado por casualidad. Esos objetos pueden ser muy poderosos, aunque el mago desconozca su naturaleza.

—Creo que no. Esa jarra, por ejemplo, la compré en Génova, en una confitería. En la tienda las había a docenas, idénticas. No sé por qué una iba a ser mágica y las otras no.

—No, desde luego —convino—. Y aquí no parece haber más que objetos corrientes. Quiero decir —agregó enseguida—, los que yo esperaría encontrar en el apartamento de un mago de tu habilidad.

Hubo una breve pausa.

—No has respondido a mi ofrecimiento —dijo Strange—. Supongo que no querrás decidir hasta conocerme mejor. Es natural. Dentro de un día o dos tendré el honor de volver a solicitar tu compañía y podremos hablar un poco más.

—¡Ha sido una conversación muy interesante!

—La primera de otras muchas, espero —repuso cortésmente, inclinándose.

El caballero se inclinó a su vez.

Strange liberó entonces del hechizo de invocación al caballero, que desapareció al instante.

La agitación de Strange era inmensa. Comprendía que debía sentarse a hacer serenas anotaciones científicas sobre lo que había visto, pero le costaba reprimir el deseo de ponerse a bailar, reír y dar palmadas. Hasta dio unos pasos de una contradanza, y si la figura de madera no hubiera estado clavada a una peana, sin duda la habría tomado en brazos para evolucionar con ella por la habitación.

Cuando se le pasaron las ansias de baile, sintió la tentación de escribir a Norrell. Incluso se sentó y empezó una carta triunfalista, impregnada de sarcasmo. («Sin duda le alegrará saber…») Pero desistió.

—Sólo serviría para provocarlo, y sería capaz de hacer que desapareciese mi casa, o cualquiera sabe qué. ¡Ja! Qué furioso se pondrá cuando yo regrese a Inglaterra. Publicaré la noticia nada más llegar. No esperaré al siguiente número de Famulus. Tardaría demasiado. Murray protestará, qué remedio. Lo mejor será publicarlo en el Times. Me gustaría saber qué ha querido decir con esas bobadas de anillos de poder y bacines. Seguramente trataba de encontrar la explicación de cómo he conseguido que acudiera.

No se habría sentido más satisfecho de sí mismo si hubiera invocado al mismísimo John Uskglass y mantenido con él media hora de amena conversación. El único detalle inquietante de aquel episodio era el recuerdo —que le llegaba en retazos— de la forma que su locura había tomado esta vez.

—¡Me parece que me he convertido en Lascelles o en Drawlight! ¡Qué horror!

A la mañana siguiente Stephen Black tenía que cumplir varios encargos de sir Walter. Visitó a un banquero de Lombard Street; habló con un retratista de Little Britain; dio instrucciones a una costurera de Fetter Lane para un vestido para lady Pole. El siguiente asunto lo llevó al bufete de un abogado. Caía una nieve blanda y densa. Alrededor se oían los ruidos habituales de la ciudad, piafar y resollar de caballos, traqueteo de carruajes, gritos de vendedores callejeros, portazos, crujir de pasos en la nieve.

Estaba en la esquina de Fleet y Mitre Court. Había sacado el reloj (regalo del caballero del pelo como el vilano del cardo) cuando cesaron todos los sonidos como si los hubieran cortado con un cuchillo. Por un instante fue como si se hubiera quedado sordo. Pero antes de que pudiera alarmarse, miró en derredor y descubrió que no era ése el único portento. De pronto, la calle estaba vacía. No había gente ni gatos ni perros ni caballos ni pájaros. Todos habían desaparecido.

¡Y la nieve! Eso era lo más extraño: había quedado suspendida en el aire en unos copos enormes, esponjosos, del tamaño de soberanos.

«¡Magia!», pensó con repugnancia. Bajó un trecho por Mitre Street mirando escaparates. Las lámparas seguían encendidas; las mercancías estaban amontonadas o esparcidas sobre los mostradores: sedas, tabaco, partituras; había fuego en los hogares, pero las llamas se habían quedado quietas. Al mirar atrás, vio que había abierto una especie de túnel en el encaje tridimensional de la nevada. De todas las cosas extrañas que Stephen había presenciado en su vida, ninguna como ésa.

No sabía de dónde, una voz furiosa gritó:

—¡Y yo que me creía a salvo de él! ¿Qué trucos estará usando? —El caballero apareció súbitamente delante de él, con la cara encendida y los ojos brillantes.

Fue tan violenta la impresión que Stephen creyó que iba a desmayarse. Pero sabiendo lo mucho que el caballero estimaba la serenidad y la compostura, procuró disimular el sobresalto y preguntó con voz ronca:

—¿A salvo de quién, señor?

—¡Pues del mago, Stephen! ¡Del mago! Creía que podía haber adquirido algún objeto poderoso que le revelara mi presencia. Pero en su habitación no he visto nada y él me ha jurado que no posee tal cosa. Para asegurarme, en una hora, he dado la vuelta al globo examinando todos los anillos de poderes, los cálices y los molinillos mágicos. Y no falta ninguno. Todos están exactamente donde yo sabía que estaban.

De esa incompleta explicación Stephen dedujo que el mago había conseguido invocar al caballero del pelo plateado y hablar con él.

—Pero, señor, en otro tiempo usted deseaba ayudar a los magos, quería practicar la magia con ellos y ganarse su gratitud. Así rescató a lady Pole, ¿no es cierto? Quizá descubra que eso le agrada más de lo que imagina.

—Quizá. Pero creo que no. Mira, Stephen, aparte de la molestia de tener que acudir a su llamada cuando a él se le antoje, ésta ha sido la media hora más aburrida que he pasado en siglos. ¡Nunca había oído a nadie hablar tanto! Es la persona más engreída que he conocido. No puedo sufrir a esa clase de personas que no hacen más que hablar sin pararse a escuchar a los demás.

—¡Sin duda, señor! ¡Es algo detestable! Supongo que como va a estar tan ocupado con el mago, habrá que aplazar lo de hacerme rey de Inglaterra.

El caballero dijo algo en su lengua, por lo fiero del tono probablemente un juramento.

—Creo que tienes razón, y eso me indigna aún más que todo el resto. —Meditó un momento—. Pero quizá no sea tan malo como tememos. En general, estos magos ingleses son muy estúpidos. Todos desean las mismas cosas. Los pobres, nabos y porridge sin fin; los ricos, más riquezas, o poder sobre todo el mundo; y los jóvenes, el amor de una princesa o una reina. Tan pronto él me pida una de estas cosas, se la concederé. Seguro que le acarreará infinidad de problemas. Es lo que siempre ocurre. ¡Eso lo volverá loco, y entonces tú y yo podremos seguir con el plan de hacerte rey de Inglaterra! ¡Ah, Stephen, cómo me alegro de haber acudido a ti! ¡De tus labios oigo siempre las más sensatas palabras!

La cólera del caballero se evaporó instantáneamente, y ahora parecía rebosar satisfacción. El sol asomó entre las nubes y en torno a ellos resplandeció aquella extraña nevada inmóvil (aunque Stephen no sabía si era obra del caballero o no).

Cuando Stephen iba a decir que, en realidad, él no había sugerido nada, el caballero se desvaneció en el aire. Y la gente, los caballos, los carruajes, los gatos y los perros reaparecieron, y Stephen chocó con una mujer gruesa que llevaba un abrigo morado.

Strange se levantó de la cama de un humor excelente. Había dormido ocho horas de un tirón. Por primera vez en semanas, no se había levantado en plena noche para practicar magia. Como premio por haber conseguido conjurar al duende, decidió darse fiesta aquel día. Poco después de las diez, se presentó en el palazzo donde se alojaban los Greysteel y los encontró desayunando. Aceptó su invitación de sentarse a la mesa, comió panecillos calientes, tomó café y les dijo a las mujeres que estaba por entero a su disposición.

La tía Greysteel gustosamente cedió su parte del privilegio a su sobrina. La joven y Strange pasaron la mañana leyendo libros de magia. Eran libros que él le había prestado o que ella había comprado por recomendación suya: Historia del Rey Cuervo contada a los niños, de Portishead, Vida de Martin Pale, de Hickman, y La anatomía de un minotauro, de Hether-Gray. Strange los había leído cuando empezó a estudiar magia y le divertía descubrir lo simples, y hasta inocentes, que ahora le parecían. Le era sumamente grato leérselos a la señorita Greysteel, contestar a sus preguntas y escuchar sus opiniones, vivaces, inteligentes y, quizá, demasiado serias.

A la una, después de un almuerzo ligero, la tía Greysteel declaró que todos llevaban mucho tiempo sentados y propuso dar un paseo.

—Imagino, señor Strange, que le apetecerá respirar aire puro. Los hombres de estudio suelen descuidar el ejercicio.

—Somos gente triste, señora —convino él alegremente.

Hacía un día espléndido. Deambulando por callejas y pasajes, tuvieron la fortuna de descubrir una serie de objetos curiosos: un perro de madera con un hueso en la boca, una hornacina con la imagen de un santo que nadie reconoció, unas ventanas con visillos que caían en pesados pliegues de algo que parecía blonda y que luego resultó ser telarañas, enormes telarañas que se entrelazaban por el interior de la habitación. Como no tenían un guía que les hablara de aquellas cosas ni alguien a quien preguntar, se distraían dándose sus propias explicaciones.

Al atardecer llegaron a una fría plazoleta que tenía un pozo en el centro. Era un lugar extrañamente gris y vacío. La plaza estaba pavimentada con piedras muy antiguas. Pocas ventanas perforaban los muros. Era como si todas las casas se hubieran ofendido por algo que les había hecho la plaza y se hubieran vuelto de espaldas, mirando hacia el otro lado. Había sólo una tiendecita, que, al parecer, no vendía nada más que dulces de gelatina de frutas en infinidad de variedades y colores. Estaba cerrada, y la señorita Greysteel y su tía escudriñaron el interior del escaparate, preguntándose en voz alta cuándo abriría y si sabrían regresar.

Strange se paseaba por la plaza. No pensaba nada en particular. El aire era frío —gratamente frío— y en el firmamento brillaba la primera estrella. Percibió a su espalda el sonido de un roce áspero y se volvió a mirar.

En el rincón más oscuro de la plazoleta había algo, algo que no se parecía a nada que él hubiera visto. Era negro, tan negro que podía estar hecho de la oscuridad que lo rodeaba. La cabeza, o lo que fuera que lo coronaba, tenía la forma de una anticuada silla de manos, como las que aún se veían por Bath transportando alguna que otra anciana dama. Tenía cortinillas negras. Pero, debajo de las ventanas, la figura se estilizaba hasta tomar la forma de un pájaro negro de gran tamaño. Llevaba en la cabeza un alto sombrero de copa, y en la mano un fino bastón negro. No tenía ojos, pero Strange sentía su mirada. La figura arrastraba la punta del bastón sobre las losas con un chirrido espasmódico que daba grima.

Strange supuso que debía sentir miedo. Supuso que quizá tendría que hacer un acto de magia para ahuyentar la aparición. Le pasaron por la cabeza fórmulas de dispersión, de rechazo, de protección, pero no consiguió retener ninguna. Aunque aquella cosa exhalaba tufo de maldad y malevolencia, él intuía que no representaba peligro alguno, ni para él ni para los otros. Por el momento. Más bien parecía un presagio de males futuros.

Empezaba a preguntarse cómo reaccionarían los Greysteel ante esa súbita aparición, cuando el cerebro le dio un respingo: la cosa ya no estaba allí. En su lugar vio la figura robusta del doctor Greysteel, el doctor Greysteel, vestido de negro, el doctor Greysteel con un bastón en la mano.

—¿Y bien? —gritó el doctor.

—¡Per…! ¡Perdón! —gritó Strange a su vez—. ¿Decía usted algo? Estaba pensando en… en otra cosa.

—¡Le preguntaba si cenará esta noche con nosotros!

Strange lo miraba sin pestañear.

—¿Le ocurre algo? ¿Se encuentra mal? —Lo observaba como si en su cara o su actitud viera algo que no le gustaba.

—Me encuentro perfectamente, se lo aseguro —dijo Strange—. Y cenaré con ustedes con mucho gusto. Nada podría darme mayor placer. Pero le prometí a lord Byron jugar al billar con él a las cuatro.

—Tenemos que buscar una góndola para regresar. Me parece que Louisa está más fatigada de lo que aparenta —agregó, refiriéndose a su hermana—. ¿Dónde ha de encontrarse con milord? ¿Dónde quiere que lo dejemos?

—Gracias, pero iré andando. Tenía razón su hermana: necesito ejercicio y aire puro.

La señorita Greysteel se sintió un poco decepcionada al enterarse de que Strange no regresaría con ellos. Las dos mujeres y el mago se despidieron largamente, recordándose varias veces que volverían a verse dentro de unas horas, hasta que el doctor empezó a impacientarse.

Los Greysteel se alejaron en dirección al rio. Strange los seguía a distancia. A pesar de la firmeza con que había asegurado al doctor que se encontraba perfectamente, se sentía muy trastornado. Trataba de convencerse de que la visión no había sido sino un efecto de la luz, pero no lo conseguía. Tuvo que reconocer que aquello, más que cualquier otra cosa, parecía síntoma de una recaída en la locura de la anciana.

«¡Es muy molesto! Pensaba que los efectos de la tintura habían desaparecido por completo. En fin, gracias a Dios, no hará falta que vuelva a beberla. Si ese duende se niega a servirme, tendré que buscar algún medio para llamar a otro».

Salió del callejón a la luz más clara del rio y vio que los Greysteel habían encontrado una góndola y que alguien —un caballero— ayudaba a la señorita Greysteel a subir a ella. En principio creyó que era un desconocido, pero luego vio que tenía una cabellera como el vilano del cardo. Rápidamente, Strange fue hacia allí.

—¡Qué hermosa joven! —le dijo el caballero mientras la góndola se alejaba del muelle. Le brillaban los ojos—. Y supongo que baila maravillosamente, ¿me equivoco?

—¿Bailar? No lo sé. En Génova íbamos a asistir a un baile, pero ella tenía dolor de muelas y no fuimos. Me sorprende verte. No esperaba que vinieses hasta que volviera a llamarte.

—Es que he pensado acerca de tu proposición para practicar la magia juntos, y ahora me parece un plan excelente.

—Me alegra oírlo —respondió Strange disimulando una sonrisa—. Pero contéstame a esto: hace semanas que te invoco. ¿Por qué no has acudido antes?

—¡Oh, la explicación es muy sencilla!

Y empezó una larga historia sobre un primo suyo muy malvado que envidiaba su talento y sus virtudes y odiaba a todos los magos ingleses, el cual había conseguido interferir en la magia de Strange, de manera que él no había percibido su llamada hasta la noche anterior. Era un relato muy complicado, del que Strange no creyó ni una palabra. Pero le pareció más prudente fingir que lo creía, e inclinó la cabeza en señal de aceptación.

—Y para que veas que soy consciente del honor que me haces —agregó el caballero—, te traeré lo que me pidas, sea lo que sea.

—¿Sea lo que sea? —repitió Strange mirándolo vivamente—. Si no me equivoco, tu ofrecimiento tiene carácter de compromiso en firme. —El otro asintió con la cabeza—. No podrás negarme el deseo una vez lo formule, ¿verdad?

—¡Ni podría ni querría!

—¿Y puedo pedir riquezas y el dominio del mundo? ¿Cosas así?

—¡Exactamente! —dijo el caballero, con aire de júbilo. Levantó las manos, disponiéndose a empezar.

—Bien, no anhelo ninguna de esas cosas. Lo que más deseo es información. ¿Quién fue el último mago inglés con el que tuviste tratos?

Hubo una pausa.

—¡Bah, no creo que eso pueda interesarte! Es muy aburrido, te lo aseguro. ¡Anda, dime! Tiene que haber algo que ansíes más que nada en el mundo. ¿Un reino propio? ¿Una bella compañera? La princesa Paulina Borghese es una mujer encantadora. ¡Puedo traértela ahora mismo!

Strange abrió la boca para responder y se detuvo un segundo.

—¿Paulina Borghese, dices? En París vi un retrato suyo[2]. —Se interrumpió—. Pero en este momento no me interesa. Háblame de magia. ¿Cómo podría convertirme en oso? ¿Cómo se llaman los tres ríos mágicos que corren por el reino de Agrace?[3] Ralph Stokesey creía que esos ríos influyen en los acontecimientos de Inglaterra, ¿es cierto? En El lenguaje de las aves se menciona una serie de hechizos que se lanzan manipulando colores, ¿qué puedes decirme de eso? ¿Qué representan los Cuadrados de Doncaster?

El caballero levantó las manos con gesto de fingido espanto.

—¡Cuántas preguntas! —Soltó una risa que quería ser alegre y despreocupada, pero sonó un poco forzada. 2Esta dama fue la más bella y turbulenta de las hermanas de Napoleón Buonaparte, aficionada a coleccionar amantes y a posar desnuda para esculturas de su persona.

—Bien, respóndeme a una. La que quieras.

El otro se limitó a sonreír afablemente.

Strange lo miró sin disimular el enfado. Al parecer, el ofrecimiento no se refería a información, sino sólo a objetos. «Si yo quisiera hacerme un regalo, me lo compraría —pensó—. Si quisiera ver a Paulina Borghese, me presentaría ante ella. ¡No me hace falta magia para eso! ¿Cómo podría…?» Se le ocurrió una idea, y dijo:

—¡Tráeme algo que hayas obtenido en tus últimos tratos con un mago inglés!

—¿Cómo? —se sobresaltó el otro—. ¡No puedes querer eso! ¡No vale nada, absolutamente nada! ¡Piensa en otra cosa!

Era obvio que la petición lo había alarmado, aunque Strange no podía adivinar por qué. «Quizá el mago le dio algo muy valioso y no quiere desprenderse de ello —pensó—. No importa. Una vez vea qué es y para qué sirve, se lo devolveré. Eso lo convencerá de mis buenas intenciones».

Sonrió cortésmente.

—¿No has dicho que era un compromiso? Estaré esperándolo, sea lo que sea, esta noche.

A las ocho, Strange cenó con los Greysteel en el lúgubre comedor.

Flora le preguntó por lord Byron.

—Oh, no tiene intención de regresar a Inglaterra. Él puede escribir sus poesías en cualquier lugar. En cuanto a mí, la magia inglesa fue moldeada por Inglaterra, al igual que la propia Inglaterra fue moldeada por la magia. Están ligadas la una a la otra. Nadie puede separarlas.

La señorita Greysteel frunció un poco el entrecejo.

—Dice usted que la mentalidad inglesa, la historia y demás fueron moldeadas por la magia. Es una metáfora, supongo.

—No; lo digo en sentido literal. Esta ciudad, por ejemplo, fue construida del modo corriente…

—¡Ah! —interrumpió el doctor riendo—. ¡Qué propia de un mago esa manera de hablar! ¡Ese leve acento de desdén al decir que una cosa se ha hecho del modo corriente!

—No pretendía ser despectivo. Le aseguro que las cosas que se hacen del modo corriente merecen todo mi respeto. No; sólo quería decir que las fronteras de Inglaterra, su misma forma, fueron determinadas por la magia. Greysteel inspiró con fuerza por la nariz.

—No estoy seguro de eso. Deme un ejemplo.

—Muy bien. Había una vez en la costa de Yorkshire una hermosa ciudad a cuyos habitantes les dio por preguntarse por qué John Uskglass, su rey, exigía que pagaran impuestos. Decían que tan gran mago podría sacar del aire todo el oro que quisiera. No es delito preguntar, pero aquellos insensatos fueron más allá. Se negaron a pagar y empezaron a intrigar con los enemigos del Rey. Los hombres tendrían que pensarlo dos veces antes de pelearse con un mago y, más aún, con un rey. Y si ambas condiciones se combinan en una sola persona, ¡ojo!, el peligro se multiplica por cien. Primero, sopló por toda la ciudad un viento que provenía del norte. Cuando los animales sintieron el viento, todos envejecieron y murieron: vacas, cerdos, aves, corderos… hasta gatos y perros. Cuando el viento dio en las casas de la ciudad, todas se convirtieron en ruinas ante los ojos de los desventurados habitantes. Las herramientas se rompieron, las ollas se hicieron pedazos, las maderas se alabearon y astillaron, el ladrillo y la piedra se desmenuzaron y pulverizaron. Las figuras de piedra de la iglesia se erosionaron como con el paso de muchos siglos, hasta que, según se dijo, se les puso cara de estar gritando. El viento levantaba las olas del mar dándoles extrañas formas amenazadoras. Los habitantes, muy prudentemente, salieron corriendo, y cuando llegaron a tierras más altas se volvieron a tiempo de ver cómo lo que quedaba de la ciudad se hundía, poco a poco, bajo las frías olas grises.

El doctor sonrió.

—Sean cuales sean los gobiernos, liberales o conservadores, emperadores o magos, no toleran que la gente no pague sus impuestos. ¿Piensa incluir esas historias en su próximo libro?

—Oh, desde luego. No soy uno de esos autores avaros que cuentan las palabras. Yo tengo ideas muy liberales al respecto. Toda persona que pague su guinea al señor Murray descubrirá que le he abierto de par en par las puertas de mi trastienda y que todo mi saber está expuesto. Mis lectores podrán pasearse y elegir a placer.

La señorita Greysteel reflexionaba sobre el relato.

—Desde luego lo provocaron —dijo al fin—, pero no dejó de ser el acto de un tirano.

Sonaron en la sombra pasos que se acercaban.

—¿Qué hay, Frank? —preguntó el doctor Greysteel.

Frank, el criado, salió de la oscuridad.

—Hemos encontrado una carta y una cajita, señor. Para el señor Strange las dos cosas. —Parecía preocupado.

—No te quedes ahí plantado, hombre. Aquí tienes al señor Strange, justo a tu lado. Dale su carta y su cajita.

La expresión y la actitud de Frank reflejaban que estaba peleando con un enigma. Por su manera de juntar las cejas se veía que estaba desconcertado. Hizo un último intento por transmitir a su señor la perplejidad que sentía.

—Las hemos descubierto en el suelo, al lado de la puerta, por la parte de dentro, señor. ¡Pero la puerta estaba cerrada con llave y tenía echados los cerrojos!

—Pues alguien tiene que haber abierto y quitado los cerrojos, hombre —dijo el doctor Greysteel—. No inventes misterios.

Frank entregó la carta y la caja a Strange y se alejó hacia la oscuridad, rezongando entre dientes y preguntando a las sillas y mesas que encontraba en su camino si les parecía que él era idiota.

La tía Greysteel se inclinó y, amablemente, invitó a Strange a no andarse con ceremonias: estaba entre amigos y podía leer su carta enseguida. Era una muestra de consideración, pero superflua, porque Strange ya había abierto el pliego y estaba leyendo la carta.

—¡Oh, tía! —exclamó la señorita Greysteel levantando la cajita que Frank había dejado en la mesa—. ¡Mira qué preciosidad!

Era una caja pequeña y alargada que parecía de plata y porcelana. Tenía un bonito color azul que no era azul exactamente, sino más bien lila. Pero tampoco era del todo lila, porque tenía un punto de gris. Para ser precisos, era del color de la congoja. Pero, por fortuna, ni la joven ni su tía habían sufrido grandes congojas y no reconocieron el color.

—Sí que es bonita —dijo la tía—. ¿Es italiana, señor Strange?

—¿Hum? —Él levantó la mirada—. No lo sé.

—¿Habrá algo dentro?

—Creo que algo hay —dijo la señorita Greysteel, disponiéndose a abrirla.

—¡Flora! —la advirtió el doctor sacudiendo la cabeza con gesto reprobatorio. Tenía la impresión de que la caja podía ser un regalo que Strange pensara hacerle a Flora. La idea no le gustaba, pero él no se consideraba competente para juzgar el comportamiento que un hombre como Strange (un distinguido hombre de mundo) considerara apropiado.

El mago, enfrascado en la lectura y ajeno a la escena, tomó la cajita y la abrió.

—¿Contiene algo? —preguntó la tía Greysteel.

Él cerró la caja rápidamente.

—No, señora; nada en absoluto. —Se la guardó en el bolsillo y a continuación llamó a Frank y le pidió un vaso de agua.

Poco después de la cena, Strange se despidió de los Greysteel y fue directo al café de la esquina de la calle Cortesía. La primera mirada al contenido de la caja lo había horrorizado y deseaba encontrarse rodeado de gente cuando volviera a verlo.

El camarero le sirvió un brandy. Strange bebió un sorbo y abrió la caja.

En un principio pensó que el duende le había enviado una muy buena imitación, en cera o material similar, de un dedo. Era tan pálido, tan exangüe, que hasta parecía tener un leve tinte verdoso, con apenas una sombra sonrosada en el nacimiento de la uña. Se preguntó quién podía dedicar tanto trabajo y esfuerzo a producir algo tan espeluznante.

Pero al tocarlo comprobó que no era de cera. Estaba helado y sin embargo cedía al tacto lo mismo que su propio dedo, y debajo de la piel se adivinaban los músculos. Era, pues, un dedo humano. Por el tamaño podía ser de un niño, o quizá el meñique de una mujer de manos delgadas.

«Pero ¿por qué el mago había de darle un dedo al duende? —se preguntó—. ¿Será suyo? No es posible, a no ser que el mago fuera un niño o una mujer». Le parecía haber oído contar algo de un dedo, pero no recordaba qué era. Curiosamente, aunque no recordaba qué, creía recordar quién. Era Drawlight quien lo había contado. «Eso explica por qué no le presté mucha atención. Pero ¿por qué iba Drawlight a hablar de magia? Sabía muy poco y le interesaba aún menos».

Bebió otro sorbo de brandy. «Creía que con un duende que me explicara las cosas se aclararían todos los misterios. Pero ahora me encuentro con otro misterio».

Se puso a pensar en las historias oídas acerca de los grandes magos ingleses y sus criados duendes. Martin Pale y el maestro VVitcherley, el maestro Fallowthought y los demás. Thomas Godbless con Dickcome-Tuesday, Meraud con Coleman Gray; y, el más célebre de todos, Ralph Stokesey y Col Tom Blue.

La primera vez que Stokesey vio a Col Tom Blue, éste era un personaje turbulento y rebelde, el último duende que se avendría a aliarse con un mago inglés. Así pues, Stokesey lo siguió a su país, a su castillo[4], por donde se paseó, invisible, y descubrió muchas cosas interesantes[5]. Strange no era tan ingenuo para suponer que la historia, tal como había llegado a los niños y los historiadores de la magia, era la descripción exacta de lo ocurrido. «No obstante, algo de verdad debe de haber —pensó—. Quizá Stokesey consiguió entrar en el castillo de Col Tom Blue, por lo que éste comprendió que tenía que habérselas con un mago nada desdeñable. No hay razón que me impida hacer algo similar. Al fin y al cabo, este duende nada sabe de mi habilidad y mis gestas. Con una visita inesperada podría demostrarle la magnitud de mis poderes».

Recordó el día de nieve y niebla en que, en el castillo de Windsor, él y el rey casi se metieron en Tierra de Duendes, atraídos por la magia del caballero. Pensó en aquel bosque en que brillaban aquellas lucecitas que parecían de una casa antigua. Los Caminos del Rey podían conducirlo hasta allí, sí, pero —dejando aparte la promesa hecha a Arabella— no deseaba encontrar al caballero con una magia que ya había utilizado. Quería que fuese nuevo e imprevisto. Cuando volviera a ver al caballero, tenía que sentirse animado de la seguridad y el júbilo que siempre le daba lograr un nuevo hechizo.

«Tierra de Duendes nunca está lejos —pensó—, y hay mil maneras de ir a ella. Alguna descubriré».

Sabía de un conjuro que podía trazar el camino que uniera a dos personas que el mago nombrara. Era muy antiguo, estaba a un paso de la magia de los duendes. Los senderos que abría el hechizo podían cruzar las fronteras entre los mundos. Strange nunca lo había usado, no sabía cómo sería el camino ni cómo podría seguirlo. Pero creía poder conseguirlo. Pronunció la fórmula en voz baja, hizo varios ademanes y se nombró a sí mismo y al caballero, para que entre los dos se abriera el camino.

Hubo una leve sacudida, como ocurría a veces cuando se iniciaba un acto mágico. Fue como si una puerta invisible se abriera y se cerrara, dejándolo a él al otro lado. O como si todas las casas de la ciudad hubieran girado sobre sí mismas y ahora miraran en otra dirección. Al parecer, el hechizo había actuado perfectamente —algo había ocurrido, seguro—, pero él no podía ver el resultado.

«Quizá sea sólo cuestión de percepción, y sé cómo remediar eso. —Reflexionó un momento—. Es un fastidio. Preferiría no tener que volver a tomarlo, pero una vez más no puede hacer daño».

Metió la mano en el bolsillo del pecho y sacó la tintura de la demencia. El camarero le llevó un vaso de agua, él vertió cuidadosamente una gota y bebió.

Miró alrededor y al punto percibió la línea luminosa que, partiendo de sus pies, cruzaba el suelo de baldosas del café y conducía a la calle. Se parecía a las líneas que él solía trazar en el agua de la fuente de plata. Observó que si la miraba de frente, desaparecía. Pero si miraba por el rabillo del ojo, podía verla perfectamente.

Pagó al camarero y salió a la calle.

—Bien, esto sí que es extraordinario —dijo.