51. Una familia llamada Greysteel (Octubre a noviembre de 1816)

Campo Santa Maria Zobenigo,

Venecia 16 de octubre de 1816

De Jonathan Strange a sir Walter Pole

Abandonamos terra ferma en Mestre. Había dos góndolas. La señorita Greysteel y su tía debían embarcar en una y el doctor y yo, en la otra. Pero ya fuera por la opacidad del italiano con que lo expliqué a los gondolieri, ya porque la distribución de las sombrereras y los baúles de la señorita Greysteel impuso otra disposición, lo cierto es que la primera góndola se alejó por la laguna llevando a bordo a todos los Greysteel y dejándome a mí en tierra. El doctor Greysteel asomó la cabeza y estuvo vociferando disculpas hasta que su hermana —que me parece le tiene miedo al agua— tiró de él. Era un incidente trivial, pero me alarmó, y durante unos momentos fui presa de morbosos temores e imaginaciones. Miré mi góndola. Mucho se ha dicho, ya lo sé, acerca del fúnebre aspecto de estos artilugios, que tienen tanto de ataúd como de embarcación, pero mi impresión era otra. Me recordaban las cajas mágicas de mi infancia, que también estaban pintadas de negro y tenían cortinillas negras, en las que los brujos de feria metían los pañuelos, monedas y guardapelos de los campesinos. A veces, las prendas no se recuperaban —por lo que el brujo pedía perdón, «… pero los duendes, caballero, son criaturas atolondradas e irritantes»—. Y todas las niñeras y todas las ayudantas de cocina que conocí de niño tenían una tía que conocía a una mujer que tenía un primo que tenía un hijo al que habían metido en una de aquellas cajas y al que no habían vuelto a ver. Mientras estaba en el muelle de Mestre, me asaltó la extraña idea de que cuando los Greysteel llegaran a Venecia y descorrieran las cortinillas de la góndola que hubiera debido llevarme a mí, no encontrarían nada en su interior. Llegó a obsesionarme de tal modo esa idea que, durante varios minutos, fui incapaz de pensar en otra cosa, y hasta tenía lágrimas en los ojos, lo que creo puede dar idea de lo nervioso que estoy. Es ridículo que a un hombre le dé por pensar que va a desaparecer. Anochecía, y nuestras dos góndolas eran negras como la noche y casi igual de tristes. El cielo tenía el azul más pálido y frío que quepa imaginar. No había brisa, o apenas, y el agua no era sino el espejo del cielo. Había espacios inmensos de luz quieta y fría arriba y espacios inmensos de luz quieta y fría abajo. La ciudad que se extendía ante nuestros ojos no recibía luz ni del cielo ni de la laguna, y era como una franja de torres y cúpulas de sombra acribillada de luces diminutas sobre el agua opalescente. Cuando nos adentramos en Venecia, vimos las aguas cubiertas de desperdicios; astillas, heno, cáscaras de naranja y tallos de col. Al mirar abajo, por un momento vi una mano espectral —fue sólo un momento—, pero creí que debajo de las sucias aguas una mujer trataba de emerger a la superficie. Desde luego, era sólo un guante blanco, pero el susto que me llevé fue grande. De todos modos, no debe usted preocuparse por mí. Me hallo muy ocupado trabajando en el segundo tomo de Historia y práctica de la magia inglesa, y cuando no trabajo, estoy con los Greysteel, que son justo la clase de personas que también a usted le gustarían: joviales, independientes y bien informados. Confieso que me siento un poco inquieto por no haber recibido todavía noticias de la acogida que tuvo el primer tomo de mi libro. Estoy relativamente seguro de que habrá sido un gran éxito. Sé que, al leerlo, N. cayó al suelo con un ataque de envidia, echando espuma por la boca. No obstante, me gustaría que alguien me lo confirmara por escrito.

Campo Santa Maria Zobenigo,

Venecia 27 de octubre de 1816

De Jonathan Strange a John Murray

… por ocho personas diferentes de lo que ha hecho Norrell. Oh, sí, podría estar furioso. Podría, imagino, gastar la pluma y las energías con una larga diatriba, pero ¿para qué? No permitiré que ese hombrecillo insolente gobierne mis actos. Regresaré a Londres a principios de la primavera, como tenía planeado, y lanzaremos una nueva edición. Buscaremos abogados. Si él tiene amigos, amigos tengo yo. Que diga delante del juez (si se atreve) por qué cree que los ingleses son como niños que no pueden saber las cosas que sabían sus abuelos. Y si se atreve a volver a usar la magia contra mí, la contrarrestaremos, y al fin veremos quién es el mago más grande de la época. Y creo, señor Murray, que haría usted bien en imprimir muchos más ejemplares que la vez anterior. Éste ha sido uno de los actos de magia más tristemente célebres de Norrell y estoy seguro de que el público querrá ver el libro que lo impulsó a obrarlo. Por cierto, en la nueva edición habrá que hacer correcciones: hay erratas garrafales, sobre todo en los capítulos 6 y 42…

Harley Street,

Londres 1 de octubre de 1816

De sir Walter Pole a Jonathan Strange

… un tal Titus Watkins, librero de St. Paul’s Churchyard, ha impreso un libraco que vende como la perdida Historia y práctica de la magia inglesa de Strange. Lord Portishead dice que una parte está copiada de Absalom[1] y la otra son tonterías. Portishead no sabe cuál de las dos partes le parecerá a usted más insultante, si la de Absalom o las tonterías. Él, como el buen tipo que es, desmiente este infundio dondequiera que va, pero son numerosas las personas que se han dejado engañar, y Watkins ha ganado mucho dinero, desde luego. Me alegro de que le la señorita Greysteel le resulte tan agradable…

Campo Santa Maria Zobenigo,

Venecia 16 de noviembre de 1816

De Jonathan Strange a John Murray

Mi querido Murray:

Creo que celebrará saber que, por lo menos, algo bueno ha resultado de la destrucción de Historia y práctica de la magia inglesa: me he reconciliado con lord Byron. Milord nada sabe de las grandes controversias que dividen a la magia inglesa y, francamente, le importan menos todavía. Pero siente el mayor de los respetos por los libros. Me ha manifestado que él se mantiene siempre vigilante, por temor de que su siempre cauta pluma, señor Murray, pueda retocar alguno de sus poemas con el afán de hacer un poco más respetables algunas de sus palabras más «sorprendentes». Cuando se enteró de que todo un libro había sido eliminado por arte de magia, por un enemigo del autor, su indignación fue indescriptible. Me escribió una carta muy larga denostando a Norrell en los más vivos términos. De todas las cartas que he recibido por tan triste motivo, la suya es la que más aprecio. No hay inglés vivo que pueda compararse con milord cuando de insultar se trata. Llegó a Venecia hace una semana y nos encontramos en el Florian[2]. Le confieso que yo estaba un poco preocupado, temiendo que lo acompañara la señora Clairmont, aquella insolente, pero, por fortuna, ella no apareció. Al parecer, la despidió hace algún tiempo. Nuestras amistosas relaciones han quedado selladas por el descubrimiento de que compartimos la afición por el billar; yo juego cuando pienso en la magia y él juega cuando urde sus poesías…

El sol era tan frio y diáfano como la nota que arranca el cuchillo a una copa de cristal. Aquella luz daba a los muros de la iglesia Santa María Formosa una blancura de concha marina, o de hueso, y tornaba las sombras que se recortaban en las losas del suelo azules como el mar.

Se abrió la puerta de la iglesia y un pequeño grupo salió al campo. Aquellas damas y aquellos caballeros eran visitantes de la ciudad de Venecia que habían estado contemplando el interior de la iglesia, sus altares y objetos de interés, y ahora que ya estaban fuera del templo rompieron a hablar, llenando con su animada conversación el silencio de la plaza adormecida por el chapoteo del agua. No se cansaban de elogiar las fachadas de las casas, que encontraban magníficas. Pero más aún parecía encantarles el lamentable deterioro que mostraban los edificios, los puentes y la iglesia. Ellos eran ingleses, y, a sus ojos, la decadencia de otras naciones era lo más natural del mundo. Pertenecían a una raza tan sensible a sus propias cualidades (y tan escéptica respecto a las de todas las demás) que no les hubiera sorprendido descubrir que los venecianos habían permanecido ignorantes de las bellezas de su propia ciudad hasta que llegaron los ingleses a decirlos lo hermosa que era.

Una de las señoras, agotados los elogios, se puso a hablar del tiempo con la otra.

—Es curioso, querida, pero antes, en la iglesia, mientras tú y el señor Strange contemplabais las pinturas, me asomé a la puerta y me pareció que estaba lloviendo. Temía que te mojaras.

—No, tía. Mira, el suelo está completamente seco. No hay ni una gota en las losas.

—Cierto, querida. De todos modos, espero que no te moleste este viento. Es un poco desagradable cuando te da en las orejas. Si quieres, les decimos a tu padre y al señor Strange que anden un poco más aprisa.

—Muchas gracias, tía, pero estoy perfectamente. Me gusta la brisa, me gusta el olor a mar; aclara el cerebro, los sentidos, todo. ¿Quizá a ti te molesta, tía?

—Oh, nada de eso. A mí no me afectan estas cosas, soy fuerte. Lo decía por ti.

—Ya lo sé, tía —repuso la joven. Quizá se daba cuenta de que el sol y la brisa que acentuaban los encantos de Venecia, que tornaban tan azules sus canales y daban a sus mármoles aquel esplendor casi místico, hacían con ella otro tanto, o casi. Nada como la rápida sucesión de sol y sombra para revelar la calidad translúcida de su piel. Nada podía favorecer tanto su figura como aquella brisa que agitaba la muselina blanca de su vestido.

—Ah, tu padre está enseñándole algo nuevo al señor Strange. ¿Quieres que vayamos a verlo, Flora?

—Ve tú, tía. Yo ya he visto bastante.

La mujer se alejó con paso rápido hacia el otro extremo del campo y la señorita Greysteel fue despacio hacia el pequeño puente blanco que había a un lado de la iglesia. Hincó con impaciencia la punta de su blanca sombrilla entre las blancas piedras del pavimento, mientras murmuraba para sí:

—Ya he visto bastante. ¡Vaya si he visto bastante! —La repetición de esta misteriosa exclamación, lejos de aliviar su pesadumbre, pareció acentuar su melancolía e incrementar los suspiros.

—Hoy está muy callada —dijo de pronto la voz de Strange.

Ella se sobresaltó. No lo creía tan cerca.

—¿Sí? No me había dado cuenta.

Pero fijó la atención en la vista de la plaza y no dijo más. Strange apoyó la espalda en el pretil, cruzó los brazos y la miró sin parpadear.

—Callada —repitió— y un poco triste, creo. Por eso debo hablar con usted.

Eso la hizo sonreír a pesar suyo.

—¿Debe? —preguntó.

Pero el simple acto de sonreír y de hablarle pareció causarle dolor, y desvió la mirada con otro suspiro.

—Naturalmente. Porque cuando soy yo el que está triste, usted me habla de cosas alegres para darme ánimo. Lo mismo he de hacer yo por usted. Eso es la amistad.

—La amistad, señor Strange, es franqueza, sinceridad, creo yo.

—Ah, me considera poco comunicativo. Se lo noto en la cara. Quizá tenga razón, pero es que yo… Es decir… No; tiene razón. Pero la mía no es una profesión que se preste a…

—No pretendía criticar su profesión. Nada de eso. Cada profesión impone una forma de discreción. Eso se comprende.

—Entonces yo no la comprendo a usted.

—No importa. Deberíamos reunirnos con mi tía y papá.

—No, espere, señorita Greysteel, esto no puede quedar así. ¿Quién sino usted puede decirme en qué he fallado? Diga, ¿con quién he pecado de falta de sinceridad?

La joven tardó un momento en responder.

—¿Con su amiga de anoche, quizá? —dijo al fin, a su pesar.

—¡Mi amiga de anoche! ¿A quién se refiere?

La señorita Greysteel estaba incómoda.

—Aquella joven de la góndola que parecía tan ansiosa por hablar con usted y que lo acaparó durante media hora.

—¡Ah! —Strange sonrió y sacudió la cabeza—. No; ahí se equivoca. No es amiga mía, sino de lord Byron.

—¡Oh! —Enrojeció levemente—. Parecía muy agitada.

—No está muy satisfecha de la conducta de milord. —Se encogió de hombros—. ¿Y quién habría de estarlo? Quería saber si yo podía influir en él, y me costó trabajo convencerla de que en Inglaterra no hay, ni ha habido nunca, creo yo, magia lo bastante poderosa para eso.

—Lo he ofendido.

—Ni lo más mínimo. Me parece que ahora estamos más cerca de ese buen entendimiento que usted considera imprescindible para la buena amistad. ¿Quiere estrecharme la mano?

—Con mucho gusto.

—¿Flora? ¿Señor Strange? —llamó el señor Greysteel acercándose—. ¿Qué sucede?

La señorita Greysteel estaba un poco confusa. Para ella era de suma importancia que su tía y su padre tuvieran buena opinión del señor Strange. No quería que supiesen que ella lo había creído capaz de duplicidad. Fingiendo no haber oído la pregunta, se puso a hablar con energía de unas pinturas de la Scuola di Giorgio degli Schiavoni que tenía grandes deseos de ver.

—En realidad, está cerca. Podríamos ir ahora. Vendrá usted, supongo —le dijo a Strange.

Él le sonrió tristemente.

—Tengo trabajo.

—¿El libro? —preguntó el doctor Greysteel.

—Hoy no. Estoy tratando de descubrir la magia para invocar a un espíritu que me sirva de ayudante. He perdido la cuenta de los intentos que he hecho y de las fórmulas que he utilizado. Y sin el menor éxito, desde luego. ¡Pero ésta es la triste situación del mago moderno! Los hechizos que en otro tiempo estaban al alcance de los brujos más insignificantes de Inglaterra ahora se nos resisten y quizá nunca podamos recuperarlos. Martin Pale tenía veintiocho duendes. Yo me consideraría afortunado con uno solo.

—¡Duendes! —exclamó la tía Greysteel—. Pero se dice que son criaturas perversas. ¿Está seguro de querer cargar con una compañía tan molesta?

—Querida tía, el señor Strange sabe lo que se hace —dijo Flora.

Pero la dama estaba preocupada y, para ilustrar su punto de vista, se puso a hablar de un río que pasaba por el pueblo de Derbyshire en el que ella y el doctor se habían criado. Hacía mucho tiempo que los duendes lo habían encantado y, en consecuencia, había dejado de ser un espléndido torrente para convertirse en manso arroyo, y, aunque eso había ocurrido hacía siglos y siglos, los habitantes del pueblo aún se sentían enfadados y seguían hablando de los talleres que habrían podido construir y de las industrias que habrían podido crear si el río hubiera conservado fuerza suficiente para proveerlos de energía[3].

Strange escuchó cortésmente, y cuando la señora terminó, dijo:

—¡Oh, sí, desde luego! Los duendes son perversos por naturaleza y difíciles de controlar. Si llegara a conjurar uno, tendría que vigilar muy bien con quién se relacionaba. —Lanzó una mirada a la señorita Greysteel—. De todos modos, su poder y sus conocimientos son tales que un mago no puede prescindir de su ayuda fácilmente… como no sea Gilbert Norrell. Un solo duende tiene más magia en la cabeza, en las manos y el corazón de la que pueda contener la mayor biblioteca de libros mágicos que haya existido[4].

El doctor Greysteel y su hermana desearon a Strange que tuviera éxito con su magia, y Flora le recordó que había prometido acompañarla pronto a ver un pianoforte que, según sus noticias, ofrecía en alquiler un anticuario que vivía cerca del campo San Angelo. Los Greysteel se fueron a seguir disfrutando de los placeres que les brindaba el día mientras Strange regresaba a su alojamiento, situado cerca de Santa Maria Zobenigo.

—¿Tanto saben los duendes? —dijo la tía Greysteel—. Vaya, qué extraordinario.

Hoy en día, la mayoría de los caballeros ingleses que visitan Italia componen poesías, escriben descripciones de su viaje o hacen dibujos. Los italianos que deseen alquilar apartamentos a estos caballeros deben procurar facilitarles habitaciones donde sus huéspedes puedan dedicarse a tales ocupaciones. El casero de Strange, por ejemplo, le había destinado un sombrío cuartito del último piso. Contenía una vieja mesa con cuatro monstruos grifo por patas, un sillón de capitán de barco, un arca de madera policromada como las que pueden verse en algunas iglesias y una figura de madera de dos o tres pies de alto, colocada sobre un pilar. Representaba a un hombre sonriente que sostenía en una mano algo rojo y redondo, que tanto podía ser una manzana como una granada o una pelota. Era difícil adivinar la procedencia del caballero: demasiado risueño para santo de iglesia y no lo bastante cómico para letrero de cafetería.

El armario estaba húmedo y mohoso, por lo que Strange tenía sus libros y papeles en el suelo, formando rimeros. Pero se había hecho amigo de la figura de madera y solía hablarle mientras trabajaba. «¿Tú que opinas?», le decía, o «¿A ti qué te parece, Doncaster o Belasis?»[5] o «¿Tú ves algo? Yo, no». Y hasta una vez, con irritación: «¡Oh! ¿Quieres callarte?»

Strange tomó un papel en el que había escrito la fórmula de un hechizo. Movió los labios como hacen los magos cuando recitan palabras mágicas. Al terminar, miró en derredor como si esperase ver en la habitación a otra persona. Pero quienquiera que fuese esa persona no apareció. Strange suspiró, hizo una bola con la fórmula y se la arrojó a la figura de madera. Tomó luego otra hoja de papel, anotó algo, consultó un libro, recogió el primer papel del suelo, lo alisó, estuvo estudiándolo media hora —sin dejar de mesarse el cabello—, volvió a arrugarlo y lo lanzó por la ventana.

Había empezado a sonar una campana. Era un son triste, que hablaba de soledad, de lugares remotos y desolados, de cielos sombríos, de vacío. Alguna de tales ideas debió de ocurrírsele a Strange, que se distrajo de lo que estaba haciendo y miró por la ventana, como para asegurarse de que Venecia no se había convertido de pronto en una ruina vacía y silenciosa. Pero fuera había el bullicio y la animación de siempre. Un agua azul que brillaba al sol, el campo poblado de gente: damas venecianas que acudían a Santa Maria Zobenigo, soldados austriacos que se paseaban cogidos del brazo mirándolo todo, comerciantes que querían venderles sus mercancías, golfillos que se peleaban o mendigaban, gatos que iban a sus asuntos secretos.

Strange volvió al trabajo. Se quitó la chaqueta y se subió las mangas de la camisa. Salió de la habitación y regresó con un cuchillo y una pequeña palangana blanca. Con el cuchillo se hizo un corte en el brazo. Puso la jofaina en la mesa y se inclinó sobre ella, para ver si había suficiente sangre, pero la sangría debía de haberle afectado más de lo que imaginaba, porque tuvo un vahído y, al agarrarse a la mesa, tiró la jofaina. Juró en italiano (buena lengua para juramentos) y buscó con la mirada algo para limpiar la sangre.

Encima de la mesa había una tela blanca hecha un ovillo. Era un camisón que Arabella se había cosido en sus primeros años de matrimonio. Sin saber lo que era, Strange alargó la mano hacia la prenda. Casi la tocaba ya cuando Stephen Black salió de las sombras y le dio una bayeta, acompañando la acción de esa leve inclinación de la cabeza consustancial a todo criado bien adiestrado. Strange tomó la bayeta y limpió la sangre (con bastante torpeza), pero no pareció percatarse de la presencia de Stephen, que entonces recogió el camisón, lo sacudió, lo dobló cuidadosamente y lo dejó en un taburete que había en un rincón.

Strange se dejó caer en la silla, se dio un golpe con el borde de la mesa en la herida del brazo, volvió a jurar y puso la cara entre las manos.

—¿Qué hace? —preguntó Stephen Black en voz baja.

—Trata de invocarme —dijo el caballero del pelo como el vilano del cardo—. ¡Quiere hacerme preguntas sobre magia! Pero no es necesario que bajes la voz, mi querido Stephen. No puede verte ni oírte. ¡Qué ridículos son estos magos ingleses! Cómo lo complican todo. Créeme, ver a este individuo tratando de hacer magia es como ver a un hombre que se sienta a cenar con la chaqueta abrochada a la espalda, los ojos vendados y un cubo en la cabeza. ¿Cuándo me has visto a mí hacer semejantes tonterías? ¿Sacarme sangre o escribir palabras en un papel? Cuando quiero hacer algo, sencillamente le hablo al aire, o a las piedras, o al sol, o al mar, o a lo que sea, y les pido con cortesía que me ayuden. Y como mis alianzas con esos espíritus poderosos se concertaron hace miles de años, ellos cumplen muy gustosos todo lo que les pido.

—Comprendo —dijo Stephen—. Pero, aunque sea un ignorante, este mago no ha fracasado del todo, puesto que aquí está usted, ¿no, señor?

—Sí, supongo —concedió el caballero con un matiz de irritación—. ¡Pero eso no significa que la magia que me ha traído aquí no sea burda! Además, ¿de qué le habrá servido? ¡De nada! Yo no pienso mostrarme a sus ojos y él no conoce la magia para obligarme a ello. ¡Stephen! ¡Pronto! ¡Pasa las hojas de ese libro! En la habitación no sopla ni la brisa más leve y eso lo dejará atónito. ¡Ja! ¡Fíjate cómo abre los ojos! Empieza a sospechar que estamos aquí, pero no puede vernos. ¡Ja, ja! ¡Y cómo se enfada! ¡Pellízcale la nuca! ¡Pensará que ha sido un mosquito!