45. Prólogo de Historia y práctica de la magia inglesa, de Jonathan Strange

En los últimos meses de 1110 apareció en el norte de Inglaterra un extraño ejército. El primer lugar en que se oyó hablar de él fue Penlaw, a veinte o treinta millas al noroeste de Newcastle. Nadie sabía de dónde había salido, y se suponía que era una invasión de escoceses, daneses o, quizá, franceses.

A primeros de diciembre, el ejército había conquistado los castillos de Newcastle y Durham y se dirigía al oeste. Llegó a Allendale, pequeña población de casas de piedra situada en los montes de Northumbria, y una noche acampó al borde de un páramo, cerca de la localidad. Los habitantes de Allendale eran criadores de ovejas, no soldados. La ciudad no tenía murallas que la protegieran y los soldados más cercanos estaban a treinta y cinco millas, preparando la defensa del castillo de Carlisle. Por tanto, los ciudadanos decidieron que lo mejor sería tratar de hacerse amigos del extraño ejército sin pérdida de tiempo. Con este fin, un grupo de bonitas jóvenes se puso en camino, un pelotón de valerosas Judits decididas a salvarse a sí mismas y a sus conciudadanos, si les era posible. Pero al llegar al campamento, sintieron miedo y no se atrevieron a seguir avanzando.

El campamento era un lugar triste y silencioso. Caía una gran nevada y los soldados yacían sobre la nieve envueltos en negras capas. En un primer instante, las mujeres pensaron que los hombres estaban muertos, impresión acentuada por la gran cantidad de cuervos y otras aves negras que se habían posado en el campamento y hasta en los cuerpos yacentes. No obstante, los soldados no estaban muertos: de vez en cuando uno se levantaba e iba a atender a su caballo o ahuyentaba a un pájaro que se obstinaba en picarle la cara.

Al ver a las jóvenes, un soldado se puso en pie. Una de ellas, venciendo el miedo, se le acercó y lo besó en la boca.

Él tenía una tez pálida y sin mácula, fulgurante como la luna, y el cabello largo y lacio como una cascada castaño oscuro. Los rasgos de su cara eran finos y enérgicos, y solemne la expresión. Sus grandes ojos azules eran rasgados, y las cejas, finas y oscuras, como dibujadas con un pincel, tenían una pequeña voluta al extremo. Nada de aquello inquietó a la muchacha. Ella pensaba que todos los daneses, escoceses y franceses del mundo poseían una belleza misteriosa.

Él aceptó el beso de buen grado y dejó que ella lo repitiera. Luego le correspondió ardorosamente. Se levantó del suelo otro soldado, que abrió la boca, de la que salió una especie de música triste y quejumbrosa. El primer soldado —el besado— empezó a bailar con la muchacha, llevándola hacia uno y otro lado con sus dedos largos y blancos, y ella se contagió de su ritmo.

Estuvieron bailando hasta que ella sintió calor y se detuvo para quitarse la capa. Entonces sus compañeras vieron que en los brazos, la cara y las piernas tenía gotitas de sangre, como perlas de sudor, que caían a la nieve, y huyeron aterrorizadas.

El extraño ejército no entró en Allendale, sino que por la noche siguió su marcha hacia Carlisle. Al día siguiente, los ciudadanos subieron cautelosamente hasta donde había acampado. Allí encontraron a la muchacha, con el cuerpo blanco y exangüe, sobre una nieve teñida de rojo brillante.

Por estas señales, reconocieron a la Daoine Sidhe, la Hueste Encantada.

Se libraron batallas, que los ingleses perdieron una a una. En Navidad, la Hueste Encantada había llegado a York. Ocupó Newcastle, Durham, Carlisle y Lancaster. Aparte de dejar exangüe a la muchacha de Allendale, los duendes apenas dieron muestras de la crueldad que se atribuye a su raza. De todas las ciudades y plazas fuertes que tomaron, sólo Lancaster fue arrasada. En Thirsk, al norte de York, un cerdo ofendió a un miembro de la Hueste al meterse entre las patas de su caballo, que se encabritó, cayó y se rompió el espinazo. El duende y sus camaradas persiguieron al cerdo y le sacaron los ojos. Pero, en general, la llegada de la Hueste era saludada con alegría por todos los animales, tanto salvajes como domésticos, como si reconocieran en los duendes a aliados contra el enemigo común: el hombre.

En Navidad, el rey Enrique convocó a los nobles, obispos, abades y gentilhombres del reino a su casa de Westminster, para debatir la cuestión. Los duendes no eran desconocidos en Inglaterra en aquel tiempo. Había en muchos lugares antiguos asentamientos de duendes, unos escondidos por arte de magia y otros que, simplemente, evitaban los cristianos de los alrededores. Los consejeros del rey Enrique convinieron en que los duendes eran malvados por naturaleza. Eran lascivos, embusteros y ladrones; seducían a jóvenes de uno y otro sexo, extraviaban a los viajeros y robaban niños, ganado y trigo. Eran de una indolencia asombrosa: hacía miles de años que dominaban los oficios de albañilería, carpintería y talla, pero, en lugar de tomarse el trabajo de construirse casas, la mayoría preferían vivir en lugares que se complacían en llamar castillos, pero que en realidad no eran sino brugh, antiquísimos túmulos de tierra. Pasaban el día bebiendo y bailando, mientras la cebada y las habichuelas se les pudrían en los campos y su ganado moría de frío en la montaña. Realmente, todos los consejeros del rey Enrique coincidieron en que, de no ser por su magia extraordinaria y su condición de casi inmortales, toda la raza de los duendes habría perecido de hambre y sed hacía tiempo. No obstante, esos seres irresponsables y despreocupados habían invadido un reino cristiano bien defendido, ganado todas las batallas libradas y cabalgado de un lugar a otro, apoderándose de una fortaleza tras otra. Todo ello revelaba una determinación nunca vista en un duende.

Nadie sabía qué pensar.

En enero, la Hueste Encantada salió de York en dirección sur. En el Trent se detuvo, y fue en Newark, a orillas del Trent, donde el rey Enrique y su ejército lucharon contra la Daoine Sidhe.

Antes de la batalla, sopló sobre las filas del rey Enrique un viento mágico, y se oyó una dulce música de gaita que motivó que gran número de caballos se desbocaran y huyeran al campo de los duendes, llevándose muchos de ellos a su infortunado jinete. A continuación, los soldados oyeron las voces de sus seres queridos —madre, padre, hijos, amada—, que los llamaban y les pedían que volvieran a casa. Una bandada de cuervos se abatió sobre los ingleses, picándoles en la cara y cegándolos con un caos de alas negras. Los soldados ingleses tenían que enfrentarse no sólo a la destreza y ferocidad de la Sidhe, sino también a su propio miedo de aquella magia escalofriante. No es de extrañar que la batalla fuera corta y el rey Enrique la perdiera. Cuando se hizo el silencio y quedó claro que Enrique había sido derrotado, en millas a la redonda rompieron a cantar los pájaros, como si lo celebraran.

El rey y sus dignatarios esperaban que se adelantara algún jefe o rey. Se abrieron las filas de la Daoine Sidhe y apareció una figura.

Tenía apenas quince años. Al igual que toda la Daoine Sidhe, vestía harapos de tosca lana negra. Al igual que los otros, tenía el pelo oscuro, largo y lacio; y no hablaba ni inglés ni francés, las dos lenguas habituales en la Inglaterra de aquel tiempo, sino sólo un dialecto de Tierra de Duendes[1]. Su cara era pálida, hermosa y solemne, aunque todos los presentes veían con claridad que no era duende sino humano.

Según los cánones de los nobles y caballeros normandos e ingleses que lo veían aquel día por primera vez, apenas podía considerársele civilizado. Nunca había visto una cuchara, ni una silla, ni un puchero de hierro, ni una moneda de plata, ni una vela de cera. En aquel tiempo, ésos eran refinamientos desconocidos en los reinos feéricos. Cuando el rey Enrique y el muchacho se reunieron para repartirse Inglaterra, Enrique estaba sentado en un banco de madera y bebía vino en un vaso de plata, y el muchacho estaba sentado en el suelo y bebía leche de oveja en una copa de piedra. Orderic Vitalis, el cronista, describió treinta años después el estupor de los cortesanos de Enrique cuando vieron cómo, durante aquel acto trascendental, uno de los guerreros de la Daoine Sidhe se inclinaba y, solícito, empezaba a extraer piojos del sucio pelo del chico.

Iba con la Hueste Encantada un joven caballero normando llamado Thomas de Dundale[2]. Aunque había estado prisionero en Tierra de Duendes muchos años, recordaba su lengua (francés) lo suficiente para lograr que el muchacho y Enrique se entendieran.

El rey Enrique le preguntó al muchacho por su nombre.

El muchacho respondió que no tenía nombre[3].

El rey Enrique le preguntó por qué le hacía la guerra a Inglaterra.

El muchacho dijo que él era el único superviviente de una noble familia normanda a la que Guillermo el Conquistador, padre de Enrique, había concedido tierras en el norte de Inglaterra. Los hombres de la familia fueron desposeídos de sus tierras por un malvado enemigo llamado Hubert de Cotentin. Agregó que, años atrás, su padre apeló a Guillermo II (hermano y antecesor de Enrique) en demanda de justicia, sin obtenerla. Poco tiempo después, su padre fue asesinado. Dijo también que él mismo, siendo aún muy pequeño, fue raptado por los hombres de Hubert y abandonado en el bosque, donde la Daoine Sidhe lo encontró y se lo llevó a vivir a Tierra de Duendes. Ahora había regresado.

Tenía esa fe de los muy jóvenes en la absoluta justicia de su propia causa y la absoluta injusticia de las causas ajenas. Había decidido que la parte de Inglaterra comprendida entre el Tweed y el Trent era una justa compensación por el asesinato de su familia, que los reyes normandos habían sido incapaces de vengar. Por esa razón, permitía al rey Enrique conservar la mitad meridional de su reino.

Dijo también que él ya era rey en Tierra de Duendes. Dio el nombre del que era su señor. Nadie lo entendió[4].

Aquel día, el muchacho inició su ininterrumpido reinado de trescientos años.

A sus catorce años, él había creado ya el sistema de magia que hoy utilizamos nosotros. Mejor dicho, que utilizaríamos si pudiéramos; la mayor parte de lo que él sabía está olvidado. En él se combinaban a la perfección la magia del duende y el razonamiento del humano, a los que se sumaba su impresionante determinación. Que se sepa, no existe razón que explique por qué un niño cristiano raptado había de convertirse en el mago más grande de todos los tiempos. Antes y después de él, otros niños han estado cautivos en los confines de Tierra de Duendes, pero ninguno se aprovechó de la experiencia como él. Comparados con sus gestas, todos nuestros esfuerzos parecen triviales, insignificantes. Es opinión del señor Norrell, de Hanover Square, que todo lo que tiene relación con John Uskglass debe desterrarse de la magia moderna como se sacuden las polillas y el polvo de un abrigo viejo. ¿Qué imagina que le quedará? Si nos desprendemos de John Uskglass, nos encontraremos con las manos vacías.

De Historia y práctica de la magia inglesa Jonathan Strange, tomo I. Ed. John Murray, 1816.