ES fácil imaginar el placer con que el señor Norrell recibió la noticia de que, a su regreso a Inglaterra, Strange había ido directamente a Shropshire.
—Lo mejor es que en el campo no es probable que siga publicando esos nefastos artículos acerca de la magia del Rey Cuervo —le dijo a Lascelles.
—Desde luego. Porque dudo que tenga tiempo de escribirlos.
Norrell no lo comprendió.
—¿Aún no se ha enterado? —prosiguió Lascelles—. Strange está escribiendo un libro. En sus cartas a sus amigos no habla de otra cosa. Empezó de pronto, hará unas dos semanas, y según sus propias manifestaciones, avanza rápidamente. Desde luego, ya sabemos con cuánta facilidad escribe el señor Strange. Ha prometido que la obra abarcará toda la magia inglesa. Le dijo a sir Walter que mucho le sorprendería poder incluirlo todo en dos tomos. Cree que serán necesarios tres. Se titulará Historia y práctica de la magia inglesa, y Murray ha prometido publicarlo.
La noticia no podía ser peor. Norrell siempre había tenido intención de escribir un libro. Quería llamarlo Preceptos para la instrucción del mago y lo había empezado cuando se convirtió en tutor de Strange. Sus notas ya ocupaban dos estantes del pequeño gabinete lleno de libros del segundo piso. No obstante, siempre hablaba de su libro como de un proyecto lejano. Tenía un terror irracional a expresarse por escrito, terror que aquellos ocho años de estancia en Londres recibiendo adulación no habían curado. Nadie había visto aún sus cuadernos de notas, ensayos y diarios (salvo, en casos aislados, Strange y Childermass). Norrell nunca se sentía preparado para dar sus textos a la imprenta; nunca estaba seguro de haber llegado a la verdad; no creía haber meditado lo suficiente sobre la cuestión; no sabía si el tema era apto para el público en general.
Cuando Lascelles se fue, Norrell pidió que le subieran al gabinete del segundo piso una fuente de plata llena de agua clara.
En Shropshire, Strange trabajaba en su libro. No levantó la mirada del papel, pero se sonrió maliciosamente y agitó el dedo en el aire, como diciendo «no» a una persona invisible. Todos los espejos de la habitación estaban vueltos de cara a la pared, y, aunque Norrell pasó varias horas inclinado sobre la fuente de plata, al llegar la noche no había averiguado nada.
Una tarde de primeros de diciembre, Stephen Black estaba limpiando plata en su cuartito del final del pasillo de la cocina. Al bajar la mirada, vio que se le soltaban las cintas del delantal. No era que se hubiera desatado el lazo (Stephen no había hecho un lazo flojo en toda su vida), sino que las cintas se retorcían de un modo deliberado, como si estuvieran seguras de lo que hacían. Luego, los manguitos y guantes se le desprendieron de los brazos y las manos y se doblaron cuidadosamente sobre la mesa. A continuación, su chaqueta saltó del respaldo de la silla del que él la había colgado y se le ciñó al cuerpo. Por fin, la misma habitación desapareció.
De pronto, Stephen se encontró en un pequeño salón revestido de madera oscura. Ocupaba casi todo el espacio una mesa cubierta con un mantel de lino rojo, con una artística cenefa de oro y plata, y cargada de fuentes de oro y plata llenas de manjares. Contenían el vino jarras con incrustaciones de pedrería. Iluminaban brillantemente la mesa velas de cera en candelabros de oro, y perfumaba el aire el incienso que ardía en dos pebeteros, también de oro. Además de la mesa, en la habitación no había más muebles que dos sillones de madera tallada, tapizados en paño de oro y adornados con almohadones bordados. En uno de los sillones estaba sentado el caballero del pelo como el vilano del cardo.
—¡Buenas noches, Stephen!
—Buenas noches, señor.
—Estás un poco pálido esta noche, Stephen. Espero que no te sientas mal.
—Sólo algo aturdido, señor. Me desconciertan un poco estos repentinos viajes a otros países y continentes.
—¡Pero si estamos en Londres! Es el café Jerusalem de Cowper’s Court. ¿No lo conoces?
—Oh, sí, señor. Sir Walter solía cenar aquí con sus amigos ricos cuando era soltero. Es sólo que no era tan suntuoso. En cuanto al banquete, no reconozco ninguno de estos platos.
—Es que he encargado lo mismo que comí en este sitio hace cuatrocientos o quinientos años. Pierna asada de dragón con cola de serpiente, y pastel de colibrí a la miel. Aquí hay salamandra a la parrilla con guarnición de granada; aquí, un exquisito fricasé de crestas de basilisco aderezadas con azafrán y polvo de arco iris y adornadas con estrellas de oro. ¡Siéntate y come! Será la mejor cura para tu aturdimiento. ¿Qué quieres?
—Es todo fabuloso, señor, pero ahí veo unas simples chuletas de cerdo que parecen muy buenas.
—¡Ah, Stephen! Como siempre, tu noble instinto no te ha engañado. Has elegido el plato más selecto. Aunque las chuletas son, en efecto, muy simples, están fritas en la manteca obtenida de los fantasmas exorcizados de cerdos negros que vagan de noche por las montañas de Gales aterrorizando a los habitantes de ese deplorable país. El carácter fantasmal y feroz de los cerdos galeses les da a las chuletas un sabor único. Y la salsa que las acompaña está hecha con cerezas cultivadas en el huerto de un centauro.
El caballero sirvió a Stephen una copa de vino rojo rubí de una jarra de oro y piedras preciosas.
—Este vino es de una de las cosechas del infierno… pero no te prives de probarlo por esa razón. Supongo que habrás oído hablar de Tántalo, ¿no? Aquel rey malvado que asó a su hijo y se lo comió. Está condenado a estar sumergido hasta la barbilla en un agua que no puede beber, al pie de una viña cargada de uvas que no puede comer. De esas uvas es este vino. Y como la viña fue plantada con el único objeto de atormentar a Tántalo, puedes estar seguro de que las uvas tienen un sabor y un aroma exquisitos, lo mismo que el vino. Y por lo que respecta a las granadas, proceden del huerto de Proserpina.
Stephen probó el vino y las chuletas.
—Todo está, excelente, señor. ¿En qué ocasiones había comido aquí?
—Mis amigos y yo celebrábamos nuestra marcha a las cruzadas. Estaban William de Lanchester[1], Tom Dundell[2] y otros muchos nobles caballeros, tanto cristianos como mágicos. Por supuesto, entonces no era un café sino una posada. Desde la mesa se dominaba un gran patio rodeado de doradas columnas esculpidas. Nuestros criados, pajes y escuderos se afanaban con los preparativos de la terrible venganza que íbamos a tomarnos sobre nuestros enemigos. Al otro lado del patio estaban los establos, en los que no sólo teníamos los caballos más hermosos de Inglaterra, sino también tres unicornios que un duende primo mío llevaba a Tierra Santa para ensartar a nuestros enemigos. Se sentaban a la mesa con nosotros magos de gran talento que en nada se parecían a esos seres horrendos que hoy se llaman magos. Eran tan apuestos en su persona como sabios en su arte. Las aves del cielo detenían su vuelo para obedecer sus órdenes. La lluvia y los ríos eran sus servidores. El viento del norte, el viento del sur, etcétera, etcétera, sólo existían para satisfacer sus deseos. Ellos abrían las manos y las ciudades se derrumbaban… o volvían a levantarse, incólumes. ¡Qué distintos de ese viejo horrible, metido en su cuartito lleno de polvo, que habla solo mientras pasa las páginas de un libro viejo! —Comió un poco de fricasé de basilisco con aire pensativo—. El otro escribe un libro —agregó.
—Eso dicen, señor. ¿Ha ido a observarlo hace poco?
El caballero frunció el entrecejo.
—¿Yo? ¿No acabo de decir que considero a esos magos los hombres más estúpidos y abominables de toda Inglaterra? No; no lo veo más que dos o tres veces a la semana desde que se fue de Londres. Cuando escribe, afila las plumas con un viejo cortaplumas. A mí me daría vergüenza utilizar una navaja tan fea y vieja, pero esos magos soportan las cosas más sórdidas, cosas que a ti y a mí nos darían horror. A veces, está tan absorto en lo que escribe que se olvida de afilar la pluma, y la tinta le gotea en el papel y hasta en el café, y él no se da cuenta.
Stephen pensó que era muy extraño que el caballero, que vivía en una casa medio en ruinas, rodeada de siniestros montones de huesos de antiguas batallas, fuera tan sensible al desorden de las casas ajenas.
—¿De qué trata el libro, señor? —preguntó—. ¿Qué opina de él?
—Es muy curioso. Describe las apariciones más importantes de mi raza en este país. Relata cómo hemos intervenido en los asuntos de Gran Bretaña, por el bien del país y mayor gloria de sus habitantes. Insiste en que sería deseable que los magos de esta época nos conjurasen y solicitasen nuestra ayuda. ¿Tú lo entiendes, Stephen? Yo no. Cuando quise llevarme al rey de Inglaterra a mi casa y mostrarle toda clase de atenciones, ese mismo mago me lo impidió. En aquella ocasión, su comportamiento parecía especialmente calculado para insultarme.
—Yo creo, señor, que quizá no comprendía bien quién o qué era usted.
—Ah, ¿quién puede saber lo que entienden los ingleses? Sus mentes son tan extrañas… ¡Es imposible saber lo que piensan! Ya te darás cuenta, Stephen, cuando seas su rey.
—No deseo ser rey de ningún sitio, señor.
—Ya pensarás de otro modo cuando lo seas. Es sólo que temes tener que alejarte de Desesperanza y de tus amigos. Pero puedes estar tranquilo. También yo me sentiría apenado si creyera que tu exaltación al tronó debía separarnos. Pero no veo la necesidad de que residas permanentemente en Inglaterra por el simple hecho de ser su monarca. Una semana es lo más que una persona de buen gusto podría permanecer en un país tan aburrido. ¡Una semana es más que suficiente!
—Pero ¿y mis deberes, señor? Tengo entendido que los monarcas tienen muchas ocupaciones y, mal que me pese ser rey, no desearía…
—¡Mi querido Stephen! —exclamó el caballero, entre afectuoso y burlón—. ¡Para eso están los senescales! Ellos pueden desempeñar las aburridas tareas de gobierno mientras tú permaneces conmigo en Desesperanza, gozando de nuestras habituales diversiones. Tú puedes venir a intervalos regulares, a recoger los impuestos y los tributos de las naciones conquistadas y llevarlos al banco. Desde luego, de vez en cuando puede ser conveniente que permanezcas en Inglaterra el tiempo preciso para que pinten tu retrato, a fin de que el populacho pueda manifestarte su adoración. O permitir graciosamente a las más hermosas damas del país que guarden turno para besarte las manos y enamorarse de ti. Después, cumplidas tus obligaciones a la perfección, podrás volver junto a lady Pole y a mí con la conciencia tranquila. —De pronto se quedó extrañamente pensativo por un instante—. Aunque he de confesar que el deleite que me produce la compañía de lady Pole ya no es tan sublime como antes. Otra dama me gusta mucho más. Es sólo medianamente bonita, pero lo que le falta en belleza esta más que compensado por su gracia y simpatía. Y esa otra dama tiene una gran ventaja respecto a milady. Como tú y yo sabemos, Stephen, según el acuerdo establecido con el mago, lady Pole debe pasar la mitad del tiempo en su casa, mientras que con la otra dama no habrá necesidad de estúpidos pactos. Una vez la haya conseguido, podré tenerla siempre a mi lado.
Stephen suspiró. Era triste pensar que una desventurada iba a quedar prisionera para siempre en Desesperanza. Pero sería inútil tratar de hacer algo para impedirlo, y quizá ello pudiera beneficiar a lady Pole.
—En tal caso, señor, podría liberar a milady del encantamiento. Su esposo y sus amigos se alegrarían de recuperarla.
—Yo siempre consideraré a lady Pole un valioso ornato de nuestras fiestas. Una mujer hermosa siempre es compañía grata, y dudo mucho que haya en toda Inglaterra quien pueda comparársele en belleza. Ni siquiera en Tierra de Duendes hay muchas que la igualen. No; eso que dices es totalmente imposible. Pero volvamos a lo que interesa. Hemos de encontrar la manera de sacar de su casa a esa otra dama y llevarla a Desesperanza. Sé, Stephen, que estarás más deseoso de ayudarme cuando te diga que alejar de Inglaterra a esa dama es indispensable para la realización de nuestro noble objetivo de convertirte en rey. ¡Será un golpe terrible para nuestros enemigos! ¡Los arrojará a la mayor desesperación! Sembrará la discordia entre ellos. Sí; para nosotros todo serán bienes y para ellos, todo males. Hacer menos que eso sería claudicar de nuestras altas obligaciones.
Stephen apenas entendía algo. ¿Se refería el caballero a alguna de las princesas del castillo de Windsor? Era sabido que el rey enloqueció cuando su hija menor, su favorita, murió. Quizá el caballero del pelo plateado suponía que la pérdida de otra princesa podía provocarle la muerte o hacer que perdieran la razón otros miembros de la familia real.
—Ahora, mi querido, se trata de encontrar la manera de llevarnos a la dama sin que nadie se dé cuenta, y mucho menos los magos. —Meditó un momento—. Ya lo tengo. ¡Tráeme un trozo de roble del musgo!
—¿Señor?
—Que tenga, poco más o menos, tu contorno y me llegue a la barbilla.
—Con sumo gusto se lo traería, señor. Pero no sé qué es el roble del musgo.
—Es una, madera que ha estado sepultada en una ciénaga de turba durante siglos.
—Temo que en Londres no la encontremos, señor. Aquí no hay ciénagas de turba.
—Cierto, muy cierto. —Se arrellanó en el sillón y miró al techo mientras consideraba esa enojosa cuestión.
—¿Serviría otra clase de madera, señor? —preguntó Stephen—. En Gracechurch Street hay un comerciante en maderas que sin duda…
—No, no. Esto ha de hacerse…
En aquel instante, Stephen experimentó una extraña sensación: fue arrancado de la silla y puesto de pie. Al mismo tiempo, desapareció el café, que fue sustituido por un vacío negro y helado. Aunque no veía nada, tenía la impresión de estar en un espacio vasto y abierto. Un viento ácido le aullaba en los oídos y una lluvia gruesa parecía azotarlo desde todas las direcciones.
—… en la debida forma —prosiguió el caballero en el mismo tono exactamente—. Por aquí hay un hermoso ejemplar de roble del musgo. O eso me parece recordar… —Su voz, que sonaba cerca del oído derecho de Stephen, se alejó—. ¡Stephen! —gritó—. ¿Has traído un flaughter, un rutter y un tusker?
—¿Cómo, señor? ¿El qué, señor? No, señor; no he traído ninguna de esas cosas. A decir verdad, no sabía que tuviéramos que ir a algún sitio. —Sintió que tenía los pies y los tobillos sumergidos en agua fría. Trató de moverse hacia un lado; el suelo cedió de un modo alarmante y él se hundió hasta media pantorrilla. Lanzó un grito.
—¿Hum? —inquirió el caballero.
—No… no deseo interrumpirlo, señor. Pero me parece que me está tragando la tierra.
—Es una ciénaga —le informó amablemente.
—Es sin duda una sustancia horrible.
Stephen intentó imitar el tono sereno y despreocupado del caballero. Sabía que para éste era muy importante que se mantuviera la dignidad en todas las situaciones y temía que, si delataba el terror que sentía, el caballero se desentendiera de él, enfadado, dejando que el lodazal lo engullera. Trató de moverse, pero no encontraba nada sólido bajo los pies. Agitó los brazos, estuvo a punto de caer y sólo consiguió hundirse más en aquel barro viscoso. Volvió a gritar. La ciénaga produjo una serie de horripilantes gorgoteos.
—¡Ah, Dios! Si da usted su permiso, señor, me tomaría la libertad de observar que estoy hundiéndome. ¡Ah! —Empezó a resbalar de lado—. Con frecuencia ha tenido usted la amabilidad de expresar cierto afecto hacia mí, señor, y manifestar que prefiere mi compañía a la de cualquier otra persona. ¿Puedo rogarle que, si ello no supone una gran molestia para usted, me saque de este horrible cenagal?
El caballero no se dignó contestar, pero Stephen sintió que una fuerza lo arrancaba del barro, y se encontró de pie en suelo firme. Desfallecía de miedo y deseaba tumbarse, pero no se atrevió a moverse. La tierra parecía bastante sólida, aunque mojada e inhóspita, y él ignoraba dónde estaba la ciénaga.
—Lo ayudaría con mucho gusto, señor —dijo en la oscuridad—, pero temo volver a caer en el barrizal.
—¡Oh, no importa! —dijo el caballero—. En realidad, no hay que hacer nada más que esperar. El roble del musgo se encuentra más fácilmente al amanecer.
—¡Pero aún faltan nueve horas para el amanecer! —exclamó Stephen, horrorizado.
—En efecto. Sentémonos a esperar.
—¿Aquí, señor? ¡Si es un lugar horrible! ¡Oscuro, frío y espantoso!
—Sí, desde luego. ¡Muy desagradable! —convino el caballero con irritante calma. Enmudeció y Stephen no pudo sino suponer que seguía adelante con la absurda idea de aguardar hasta la aurora.
Un viento helado lo azotaba, la humedad se le metía en el cuerpo, la oscuridad lo envolvía y las horas pasaban con torturante lentitud. No confiaba en poder dormir, pero hubo un momento en que experimentó un pequeño alivio de sus sufrimientos. No es que durmiera exactamente, pero soñó.
En el sueño, entraba en la despensa a cortar un trozo de un magnífico pastel de cerdo. Pero al abrirlo, vio que contenía muy poco cerdo. La mayor parte de su interior estaba ocupada por la ciudad de Birmingham. Debajo de la corteza humeaban las forjas de las herrerías y trepidaban las máquinas. Un ciudadano de aspecto respetable salió por el corte que había hecho Stephen y, al verlo, le dijo…
En aquel momento, irrumpió en el sueño un sonido agudo y lúgubre, una canción lenta y melancólica en una lengua desconocida, y Stephen comprendió, sin llegar a despertarse del todo, que el caballero estaba cantando.
Puede decirse que, por regla general, cuando un hombre se pone a cantar, nadie más que sus semejantes escucha su canto. Así es, por maravillosa que sea su voz. Otros seres humanos pueden extasiarse con su arte, pero el resto de, la creación permanece insensible. Quizá un gato o un perro lo miren, o su caballo, si es un animal de inteligencia excepcional, deje de mordisquear la hierba, pero de ahí no pasa. No obstante, cuando cantaba el duende, todo el mundo lo escuchaba. Stephen sintió cómo las nubes detenían su marcha, cómo los montes dormidos se estremecían y murmuraban, cómo los velos de fría niebla danzaban. Entonces descubrió que el mundo no es mudo, sino que sólo espera a que alguien le hable en un lenguaje que él comprenda. En el canto del duende la tierra reconocía los nombres que ella se da a sí misma.
Stephen volvió a soñar. Soñó que los montes caminaban y el cielo lloraba. Los árboles se acercaban a él y le contaban sus secretos, y también le decían si podía considerarlos amigos o enemigos. Grandes destinos se ocultaban dentro de los guijarros y de las hojas muertas. Soñó que todas las cosas del mundo —las piedras y los ríos, las hojas y el fuego— tenían su finalidad y que estaban decididas a cumplirla con todo rigor, pero también comprendió que, a veces, es posible convencer a las cosas para que cambien de objetivo.
Cuando despertó, ya había llegado el amanecer. O algo parecido. La luz era líquida, mate e incomparablemente triste. Unas colinas vastas, grises y sombrías se ondulaban a su alrededor y en torno a una gran ciénaga negra. Stephen nunca había visto un paisaje tan bien diseñado para hundir en un instante al espectador en la desesperación total.
—¿Éste es uno de sus reinos, señor? —preguntó.
—¿Mis reinos? —exclamó con sorpresa—. ¡Oh, no! ¡Esto es Escocia!
El caballero desapareció y al poco volvió con una brazada de herramientas. Llevaba un hacha, un espetón y tres objetos que Stephen nunca había visto. Uno era similar a un azadón, otro era como una pala y el tercero, muy extraño, tenía algo de pala y algo de hoz. Se los entregó a Stephen, que los contempló con perplejidad.
—¿Son nuevos, señor? Como brillan tanto…
—Naturalmente, para una labor mágica como la que me propongo llevar a cabo, no se pueden utilizar herramientas de metal corriente. Éstas están hechas de una aleación de mercurio y brillo de estrellas. Ahora, Stephen, hay que buscar un trozo de tierra en el que no se haya depositado el rocío. ¡Si cavamos allí, seguro que encontramos roble del musgo!
En toda la cañada, la hierba y las pequeñas plantas que crecían en la ciénaga estaban bañadas de rocío. La ropa, las manos, el pelo y la cara de Stephen estaban cubiertos de una aterciopelada lámina gris, y el pelo del caballero —siempre extraordinario— estaba cuajado de minúsculas esferas de agua que realzaban su brillo habitual: parecía una aureola de brillantes.
El caballero avanzaba lentamente mirando el suelo. Stephen lo seguía.
—¡Ah! ¡Ya hemos llegado!
Stephen no podía adivinar cómo lo había descubierto.
Estaban en medio de un terreno cenagoso que en nada se distinguía del resto de la cañada. No había cerca ni un árbol ni una peña que marcaran el lugar.
Pero el caballero continuó caminando con aire decidido hasta llegar a una pequeña depresión. En el centro había una franja larga y ancha limpia de rocío.
—¡Cava aquí, Stephen!
El caballero demostró ser muy diestro en el arte de cortar la turba. Aunque él no hacía el trabajo propiamente dicho, daba precisas instrucciones a Stephen sobre cómo levantar la capa superior de hierba y musgo con una herramienta, cómo cortar la turba con otra y cómo extraer los trozos con la tercera.
Stephen no estaba acostumbrado a cavar, y pronto estuvo sin aliento y con todo el cuerpo dolorido. Afortunadamente, no tardó en tropezar con algo más duro que la turba.
—¡Ajá! —exclamó el caballero, satisfecho—. Ahí está el roble del musgo. ¡Excelente! Ahora, Stephen, sácalo.
Eso se decía pronto. Incluso después de que Stephen retirara la turba lo suficiente para dejar el roble al descubierto, resultaba difícil distinguir qué era madera y qué era turba, porque una y otra aparecían negras, brillantes y húmedas. Mientras cavaba y cavaba, Stephen empezó a sospechar que, si bien el caballero decía que era un simple tronco, aquello debía de ser todo un árbol.
—¿No podría sacarlo por arte de magia, señor? —preguntó.
—¡Oh, no! ¡En absoluto! He de pedirle mucho a esa madera y, por lo tanto, debernos procurar que su paso de la ciénaga al mundo exterior sea lo más suave posible. Ahora, Stephen, toma el hacha y corta un trozo que me llegue a la nuez. Después, con el espetón y el tusker lo sacaremos.
Tardaron otras tres horas en terminar la operación. Stephen cortó la madera del tamaño que el caballero le pedía, pero no bastaban las fuerzas de un solo hombre para sacarla de la ciénaga, y el caballero se vio obligado a bajar al pestilente agujero a empujar y tirar de ella con Stephen.
Cuando terminaron, Stephen se arrojó al suelo, exhausto, mientras el caballero contemplaba el tronco, muy complacido.
—Bien, ha sido más fácil de lo que pensaba —dijo.
De pronto, Stephen se vio otra vez en la sala del piso alto del café Jerusalem. Se miró y miró al caballero. Estaban cubiertos del barro del lodazal de pies a cabeza, y sus finas ropas habían quedado hechas jirones.
Por primera vez, Stephen pudo ver bien el tronco de roble del musgo. Era negro como la pez, tenía unas vetas finísimas y exudaba un agua negra.
—Habrá que secarlo bien antes de utilizarlo —dijo.
—¡Nada de eso! —repuso el caballero con una sonrisa radiante—. Para mis fines servirá muy bien como está.