41. Starecross (Finales de septiembre – diciembre de 1815)

AL parecer, no había manera de conseguir que la diosa Fortuna sonriera al señor Segundus. Él se había ido a vivir a York con el propósito de disfrutar de la compañía y conversación de los muchos magos de la ciudad. Pero, apenas llegó, todos los demás magos fueron excluidos de la profesión por el señor Norrell, y él se quedó solo. Su modesta fortuna disminuyo considerablemente, y en el otoño de 1815 se vio en la necesidad de buscar empleo.

—Y no creo que pueda ganar mucho —le dijo al señor Honeyfoot con un profundo suspiro—. No poseo grandes cualificaciones.

Honeyfoot no estaba dispuesto a admitir tal cosa.

—¡Escriba al señor Strange! —le aconsejó—. Quizá necesite un secretario.

Nada hubiera agradado a Segundus tanto como trabajar para Jonathan Strange, pero su natural modestia le impedía proponérselo. Semejante pretensión sería una impertinencia. Podría violentar al señor Strange, que no sabría cómo responder. Incluso podría parecer que él, John Segundus, se consideraba un igual del señor Strange.

Los Honeyfoot le aseguraron que si al señor Strange no le gustaba la idea, no tendría escrúpulo en decirlo claramente, por lo que nada le impedía preguntárselo. Pero Segundus se mostró irreductible.

Mejor le pareció la siguiente proposición que le hicieron.

—¿Por qué no averigua si en la ciudad hay niños que quieran aprender magia? —preguntó la señora Honeyfoot. Sus nietos, robustos chicos de cinco y siete años, estaban en edad de empezar su educación, y el tema la preocupaba.

Así pues, Segundus se convirtió en maestro de magia. Además de a niños, enseñaba a señoritas cuyos estudios normalmente se hubieran limitado al francés, el alemán y la música, pero que ahora estaban deseosas de ser instruidas en la teoría de la magia. Pronto se le pidió que diera clases a los hermanos mayores de las señoritas, muchos de los cuales aspiraban a ser considerados magos. La magia resultaba muy atractiva para los jóvenes amantes del estudio que no tenían vocación de clérigos ni de abogados, especialmente desde que Strange había adquirido fama en los campos de batalla del continente. Al fin y al cabo, hace siglos que los clérigos no se distinguen en el campo de la guerra, en el que los abogados nunca se han distinguido.

A principios del otoño de 1815, Segundus recibió un encargo del padre de un alumno. El caballero, que se llamaba Palmer, había tenido noticias de que en el norte del condado se había puesto en venta una casa. El señor Palmer no deseaba comprarla, pero un amigo le había dicho que había en ella una biblioteca que valía la pena examinar. Palmer no estaba en disposición de ir personalmente y, aunque confiaba muchos asuntos a sus criados, éstos no poseían gran erudición, por lo que rogó a Segundus que fuera en su lugar a ver cuántos libros había, en qué condiciones se encontraban y si era aconsejable su adquisición.

Starecross Hall era el edificio principal de un pueblo formado por un puñado de casitas de campo y granjas. Se levantaba en un paraje solitario, rodeado de páramos de tonos pardos. Unos árboles robustos daban solemnidad a la casa y la protegían de vientos y tormentas al tiempo que la ensombrecían. Abundaban en el pueblo los cercados y graneros de piedra, todos en estado ruinoso. Era un lugar muy tranquilo. Como del fin del mundo.

Un vetusto puente para caballerías salvaba un arroyo caudaloso y turbulento. Hojas amarillas viajaban deprisa sobre sus aguas casi negras, componiendo dibujos que, a ojos de Segundus, parecían, en cierto modo, una escritura mágica. «Aunque lo mismo ocurre con muchas cosas», pensó.

La casa era larga, baja, de planta irregular, y había sido construida con la misma piedra oscura que el resto del pueblo. En sus descuidados jardines, glorietas y patios se amontonaba la hojarasca. Costaba trabajo imaginar que pudiera haber alguien que deseara comprar una casa semejante. Era muy grande para granja y muy solitaria y lóbrega para residencia señorial. Podía ser apta para rectoría, pero no había iglesia. También podía valer para posada, pero el viejo camino que cruzaba el pueblo se había borrado y lo único que quedaba de él era el puente.

Nadie respondió a la llamada de Segundus, pero la puerta estaba entornada. Aunque parecía un atrevimiento entrar sin permiso, tras cinco o seis minutos de llamar en vano decidió aventurarse.

Las casas, al igual que las personas, tienden a volverse excéntricas si se las deja mucho tiempo solas, y ésta era el equivalente arquitectónico del anciano caballero de bata raída y zapatillas agujereadas que se levanta y se acuesta a horas insólitas y mantiene constantes conversaciones con amigos a los que nadie puede ver. Vagando por la casa en busca de la persona que estuviera encargada de ella, Segundus entró en una habitación en la que no había más que moldes de queso de porcelana, puestos uno encima de otro. En otra sala había montones de extraños vestidos rojos de una hechura que nunca había visto, entre blusa campesina y vestidura sacerdotal. En la cocina encontró muy pocos de los utensilios que generalmente suele haber en esta pieza de una casa, pero descubrió, en un recipiente de vidrio, la calavera de un caimán que parecía sonreír ampliamente, como muy pagado de sí mismo, aunque Segundus no adivinaba por qué. Los cuadros de una habitación a la que sólo podía accederse por una complicada serie de escaleras, parecían elegidos por una persona que tuviese una desmesurada afición por la pelea; había peleas de hombres, peleas de niños, peleas de gallos, peleas de toros, peleas de perros, peleas de centauros y hasta una asombrosa representación de dos escarabajos enzarzados en combate. Otra estancia estaba casi vacía, salvo por una casa de muñecas colocada en el centro, sobre una mesa. Era una copia exacta de la verdadera casa, con la única diferencia de que, en su interior, varias muñecas elegantemente vestidas gozaban de una vida tranquila y normal: hacían pasteles, cocían pan, divertían a sus amistades tocando el clavicordio, jugaban a las cartas, educaban a minúsculos niños y comían pavos del tamaño de la uña del pulgar del señor Segundus. Extraño contraste con la desolada y vacía realidad.

Segundus tenía la sensación de haber mirado en todas las habitaciones, pero aún no había encontrado la biblioteca ni había visto ser viviente alguno. Llegó a una pequeña puerta semiescondida por una escalera. Tras ella había un cuartito apenas mayor que un ropero. Dentro había un hombre que bebía brandy. Vestía una sucia chaqueta blanca y tenía las botas encima de la mesa y la mirada fija en el techo. Segundus tuvo que ejercitar sus dotes de persuasión para conseguir que aquel tipo accediera a conducirlo a la biblioteca.

Los diez primeros libros que miró carecían de valor: sermones y disertaciones sobre moral del siglo anterior o vidas de personas que ya no podían interesar a nadie. Los cincuenta siguientes, lo mismo. Segundus empezaba a pensar que pronto acabaría su labor cuando descubrió obras de geología, filosofía y medicina muy interesantes y originales, y se sintió más esperanzado.

Estuvo trabajando sin descanso durante dos o tres horas. Hubo un momento en que le pareció oír llegar un carruaje, pero no prestó atención. De pronto sintió hambre. No sabía si se le habría dispuesto comida en la casa, y no había visto ninguna posada por los alrededores. Fue en busca del indolente individuo del cuartito de la escalera para preguntarle qué podía hacer, y no tardó en perderse por el laberinto de salas y corredores. Iba de un lado a otro abriendo todas las puertas que encontraba, sintiéndose más y más hambriento y más y más furioso con el hombre.

Llegó a un anticuado salón con un oscuro revestimiento de roble y una chimenea casi del tamaño de un arco de triunfo. Frente a él, sentada en la banqueta de la ventana, vio a una hermosa joven que contemplaba los árboles y los desnudos montes que se alzaban más allá. Apenas había tenido tiempo de observar que le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda cuando, de pronto, la mujer desapareció, o, mejor dicho, se transformó. En su lugar había ahora una mujer mucho mayor y más gruesa, de la edad de Segundus, con un vestido de seda violeta, un chal indio sobre los hombros y un perrito en el regazo. Esa dama estaba en la misma actitud que la otra, mirando por la ventana con la misma melancólica expresión.

Todos esos detalles los captó en un solo instante, pero la impresión que le causaron las dos mujeres fue muy honda y vívida, casi alucinante, como las imágenes de un delirio. Un temblor extraño lo estremeció de pies a cabeza —aquello era demasiado para sus sentidos—, y perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, estaba tendido en el suelo y dos señoras se inclinaban sobre él, con exclamaciones de alarma y ansiedad. Aun semiinconsciente, advirtió que ninguna de las dos era la hermosa joven sin dedo meñique a la que había visto en primer lugar. Una era la dama del perrito que había aparecido después y la otra era una mujer delgada, rubia, también madura, de rostro y figura corrientes. Al parecer, también se encontraba en la habitación cuando él entró, pero no la había visto porque estaba sentada detrás de la puerta.

Las mujeres no le permitieron levantarse ni moverse. Apenas lo dejaban hablar y le advirtieron con severidad que ello podía provocarle otro desmayo. Fueron en busca de almohadones para la cabeza y de mantas para que no se enfriara (por más que él protestaba que no las necesitaba, que no tenía frío). Le aplicaron agua de lavanda y sales. Taparon la corriente de aire que entraba por debajo de una puerta. Segundus empezaba a sospechar que aquellas señoras habían tenido una mañana excesivamente tranquila y que no dejaba de divertirlas el que un desconocido apareciera de pronto y se desmayara al verlas.

Después de un cuarto de hora de cuidados, le permitieron sentarse en un sillón y tomar un té ligero sin ayuda.

—La culpa es mía —dijo la dama del perrito—. Fellowes me ha dicho que había venido a ver los libros el caballero de York. Debería haber ido en su busca y presentarme. ¡Ha sido demasiada impresión encontrarnos así de improviso!

La que hablaba era la señora Lennox. La otra era la señora Blake, su dama de compañía. Habitualmente residían en Bath, y habían ido a Starecross para que la primera viese la casa por última vez antes de venderla.

—Qué tontería, ¿no le parece? —le dijo la señora Lennox a Segundus—. Hace años y años que la casa está deshabitada. Debí venderla hace tiempo, pero de niña pasé aquí veranos muy felices.

—Todavía está muy pálido, caballero —dijo la señora Blake—. ¿Ha comido algo?

Él reconoció que estaba hambriento.

—¿Fellowes no se ha ofrecido a traerle comida? —preguntó la señora Lennox, sorprendida.

Fellowes debía de ser el criado vago del cuartito de la escalera. Segundus se abstuvo de decir que casi no había conseguido que Fellowes le hablara.

Afortunadamente, ambas señoras habían llevado comida más que suficiente, y Fellowes estaba preparándola en aquel momento. Media hora después, las dos damas y John Segundus se sentaban a la mesa de un comedor revestido de roble, con una melancólica vista de árboles otoñales tras las ventanas. El único y pequeño inconveniente era que las dos damas insistían en que Segundus, en su débil estado, debía tomar únicamente alimentos ligeros y de fácil digestión, cuando lo que él deseaba eran buenos bistecs y budín caliente.

Las mujeres se alegraban de tener compañía y le hicieron muchas preguntas. Les interesó que fuera mago. Nunca habían conocido a ninguno.

—¿Ha encontrado textos mágicos en mi biblioteca? —preguntó la señora Lennox.

—No, señora. Y es que los libros mágicos, los realmente valiosos, son muy escasos. Me hubiera sorprendido mucho hallar alguno.

—Ahora que lo dice —reflexionó la dama—, creo que había unos cuantos. Pero hace varios años se los vendí a un caballero que vivía cerca de York. Entre nosotros, me pareció un disparate que me pagara tanto dinero por unos libros que no interesaban a nadie. Quizá, después de todo, sabía lo que hacía.

Segundus sabía que, probablemente, el «caballero que vivía cerca de York» no le había pagado ni la cuarta parte del valor de los libros. Pero de nada sirve decir esas cosas en voz alta, y se limitó a sonreír, cortés, guardando para sí sus pensamientos.

Habló de sus alumnos, chicos y chicas, de lo listos que eran y de su interés por aprender.

—Y estimulándolos usted con tales elogios —dijo la señora Blake amablemente—, aprenderán mucho más bajo su tutela que con cualquier otro maestro.

—Oh, eso no lo sé.

—Hasta ahora no me había dado cuenta del auge que está tomando el estudio de la magia —comentó la señora Lennox con aire reflexivo—. Yo pensaba que se limitaba a esos dos hombres de Londres, ¿cómo se llaman? El siguiente paso será abrir una escuela para magos, ¿no, señor Segundus? Estoy segura de que a eso dedicará todas sus energías.

—¡Una escuela! ¡Oh!, pero eso requiere… bien, no sé exactamente el qué… pero sin duda mucho dinero y una casa.

—¿Quizá sería difícil conseguir alumnos?

—¡En absoluto! Ahora mismo podría citar a cuatro jóvenes…

—Y si pusiera un anuncio…

—¡Oh, yo nunca haría tal cosa! —repuso Segundus, escandalizado—. La magia es la carrera más noble del mundo… bien, la segunda más noble, después de la eclesiástica. No debe adulterarse con prácticas comerciales. No; sólo aceptaría a jóvenes que me fueran recomendados particularmente.

—Entonces lo único que falta es que alguien le, proporcione un poco de dinero y una casa. Nada más fácil. Supongo que su amigo el señor Honeyfoot, de quien habla usted con tanta consideración, no tendrá inconveniente en prestarle el dinero. Imagino que no querrá renunciar a tal honor.

—¡Oh, no, señora! El señor Honeyfoot tiene tres hijas… unas jóvenes encantadoras. Una está casada, otra está prometida y la tercera está indecisa. No; el señor Honeyfoot debe pensar en su familia. No puede disponer de su dinero.

—En tal caso, creo que puedo exponerle mi idea con la conciencia tranquila. ¿Por qué no habría de prestárselo yo?

Segundus, atónito, no acertaba con la respuesta.

—¡Es usted muy amable, señora! —balbuceó al fin.

—No, señor; no lo soy —sonrió ella—. Si la magia es tan popular como dice usted (y pienso pedir la opinión de otras personas al respecto), creo que los beneficios serán abundantes.

—Es que mi experiencia en cuestión de negocios es muy pobre —dijo Segundus—. Tendría miedo de equivocarme y hacerle perder su dinero. Es usted muy amable y se lo agradezco de todo corazón, pero debo rehusar.

—Bien, si le desagrada la idea de tomar dinero prestado, y me consta que no es usted el único, la cosa tiene fácil arreglo. La escuela será mía únicamente. Yo correré con los gastos y el riesgo. Usted será el director, y en los prospectos figurarán los nombres de ambos. Al fin y al cabo, ¿qué mejor destino puede haber para esta casa que el de convertirse en una escuela para magos? Para residencia particular tiene muchos inconvenientes, pero para escuela sus ventajas son considerables. Está muy aislada. Apenas se caza por esta zona. Pocas oportunidades de jugar o cazar tendrían los jóvenes. Con tan pocas distracciones se dedicarán al estudio con más perseverancia.

—¡Yo nunca admitiría a jóvenes aficionados al juego! —exclamó Segundus, escandalizado.

Ella volvió a sonreír.

—No creo que haya usted dado a sus amigos más motivo de preocupación que el temor de que este mundo malvado pueda aprovecharse de alguien tan íntegro.

Después de la cena, Segundus reanudó concienzudamente su tarea en la biblioteca y al anochecer se despidió de las señoras. Ellas le dedicaron frases muy amistosas y la señora Lennox prometió invitarlo a Bath muy pronto.

Durante el viaje de regreso, él se exhortaba severamente a no hacerse grandes ilusiones respecto a tan halagüeños planes de futuro provecho y felicidad, pero no podía evitar ceder al impulso de imaginarse a sí mismo instruyendo a jóvenes que hacían grandes progresos gracias a él; a Jonathan Strange visitando la escuela; a sus alumnos, jubilosos de descubrir que su maestro era amigo del mago más famoso de la era moderna; a Strange, que decía: «Excelente, Segundus. No podría sentirme más satisfecho. ¡Bravo!»

Era más de medianoche cuando llegó a su casa, y tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no correr inmediatamente a la del señor Honeyfoot para contárselo. Pero a la mañana siguiente, cuando, a hora muy temprana, acudió a casa de sus amigos y les dio la noticia, ellos la recibieron con grandes manifestaciones de alegría, rebosantes de la felicidad que él apenas se había permitido sentir. La señora Honeyfoot aún tenía mucho de colegiala, y tomando de las manos a su marido, lo hizo bailar alrededor de la mesa del desayuno, como si no pudiera expresar de otro modo lo que sentía. Luego cogió de las manos a Segundus y bailó también con él, y cuando los dos hombres se resistieron a más baile, ella siguió sola. La única pena de Segundus, aunque muy leve, era que el señor y la señora Honeyfoot no se hubieran llevado la gran sorpresa que él esperaba; lo tenían en tan alta estima que no veían nada extraordinario en que unas grandes damas estuvieran dispuestas a abrir escuelas sólo en beneficio de él.

—¡Esa señora puede considerarse muy afortunada de haberlo encontrado! —declaró Honeyfoot—. ¿Quién puede haber más apto que usted para dirigir una escuela para magos? ¡Nadie!

—Y después de todo —razonó su esposa—, ¿qué otra cosa va a hacer con su dinero si no tiene hijos, la pobre?

Honeyfoot estaba convencido de que su amigo ya tenía el porvenir asegurado. No obstante, había vivido en este mundo lo suficiente para haber adquirido ciertos sobrios hábitos comerciales, y le dijo que debían informarse acerca de la señora Lennox, para averiguar quién era y si era tan rica como parecía.

Escribieron a un amigo de Honeyfoot que vivía en Bath. Afortunadamente, la señora Lennox era bien conocida y estaba considerada una gran dama, incluso en Bath, la ciudad predilecta de las gentes más adineradas y distinguidas. Había nacido rica y se había casado con un hombre aún más rico. El marido murió joven, dejándola bastante consolada y libre para ejercitar su activo temperamento y su despierta inteligencia. La señora Lennox, con buenas inversiones y una cuidadosa administración de sus fincas, había acrecentado su fortuna. Era famosa por su carácter decidido y emprendedor, por sus muchas obras benéficas y por la afabilidad de su trato. Poseía casas por todo el reino, pero residía principalmente en Bath con la señora Blake.

Entretanto, la señora Lennox había hecho similares preguntas acerca de John Segundus, y debió de sentirse satisfecha de las respuestas, porque no tardó en invitarlo a Bath, donde pronto quedaron trazados con todo detalle los planes de la futura escuela.

Los meses siguientes se dedicaron a reparar y acondicionar Starecross Hall. Había goteras, dos chimeneas estaban atascadas y parte de la cocina se había desplomado. Segundus se horrorizó de lo mucho que costaba todo. Calculó que si no limpiaba una de las chimeneas, aprovechaba los rústicos bancos y sillas que había en la casa en lugar de adquirir muebles nuevos, y limitaba el número de criados a tres, podrían ahorrar sesenta libras, y así se lo comunicó por carta a la señora Lennox, quien de inmediato le contestó que no gastaba lo suficiente. Sus alumnos serían todos de buena familia, y esperarían encontrar en la escuela buenos fuegos y comodidades. Le aconsejó que tomara a nueve criados, además de un mayordomo y un cocinero francés. Debía amueblar de nuevo toda la casa y dotar la bodega de buenos vinos franceses. La cubertería tenía que ser de plata y la vajilla, de porcelana de Wedgwood.

A primeros de diciembre, Segundus recibió una carta de Jonathan Strange, en la que lo felicitaba y le prometía visitar la escuela la primavera siguiente. Pero, a pesar de los buenos deseos y los desvelos de todos, Segundus no conseguía librarse de la sensación de que la escuela no llegaría a existir, que algo lo impediría. Esa idea estaba siempre en el fondo de su pensamiento, por más que él se esforzaba en desterrarla.

Una mañana de mediados de diciembre, al llegar a la casa encontró a un hombre sentado tranquilamente en la escalinata. Aunque no recordaba haberlo visto antes, enseguida supo quién era: el infortunio personificado, la ruina de sus esperanzas y sueños. El individuo vestía un gabán negro de corte anticuado, tan gastado y deslucido como el del propio Segundus, y tenía las botas manchadas de barro. Con su desgreñado pelo negro, parecía el clásico personaje de mal agüero de un melodrama barato.

—Señor Segundus, no puede usted hacer esto —dijo con acento de Yorkshire.

—¿Cómo dice?

—La escuela, caballero. ¡Debe abandonar el proyecto!

—¿Qué? —exclamó, fingiendo valerosamente que no sabía que aquel hombre decía una verdad incontestable.

—Vamos, vamos, me conoce y sabe que todo lo que yo anuncio se cumple, por mucho que usted y, en el fondo, también yo lo lamentemos.

—Está muy equivocado. Yo no lo conozco. Por lo menos, no recuerdo haberlo visto nunca.

—Soy John Childermass y trabajo para el señor Norrell. Hace nueve años hablamos en la puerta de la catedral de York. Mientras se ha limitado usted a unos pocos alumnos, señor Segundus, he hecho la vista gorda, y el señor Norrell no se ha enterado de sus actividades. Pero una escuela para magos adultos es otra cuestión. Ha sido usted demasiado ambicioso. Él está enterado, señor Segundus. Él está enterado, y es su deseo que abandone usted la empresa inmediatamente.

—Pero ¿qué tiene que ver conmigo el señor Norrell o el deseo del señor Norrell? Yo no firmé el convenio. Debe usted saber que no estoy solo en la empresa. Ahora tengo amigos.

—Es cierto —dijo Childermass, un tanto divertido—. Y la señora Lennox es muy rica y posee mucho talento para los negocios. Pero ¿cuenta ella con la amistad de todos los ministros del gobierno, como el señor Norrell? ¿Tiene ella tanta influencia? ¡Recuerde la Sociedad Cultural de Magos, señor Segundus! ¡Recuerde cómo la aplastó!

Esperó un momento y, en vista de que no parecía haber nada más que decir, se alejó hacia los establos, muy decidido.

Cinco minutos después, reapareció montado en un gran caballo castaño. Segundus seguía en el mismo sitio, con los brazos cruzados y una furiosa mirada clavada en las losas del suelo.

Childermass lo miró.

—Siento que esto tenga que terminar así. Aunque quizá no todo esté perdido. La casa es tan apropiada para escuela de magia como para cualquier otro tipo de escuela. Quizá no se lo parezca, pero soy persona muy bien relacionada entre la aristocracia. Elija otras enseñanzas y cuando me entere de que alguien busca escuela para sus hijos, les recomendaré la suya.

—No quiero enseñar otras cosas —replicó Segundus, ásperamente.

Childermass esbozó su sonrisa torcida y se alejó.

Segundus fue a Bath e informó a su patrocinadora de su triste situación. Ella se indignó de que un caballero al que ni siquiera conocía se permitiera determinar lo que ella podía hacer y lo que no. Escribió al señor Norrell una carta en duros términos. No obtuvo respuesta, pero sus banqueros, procuradores y asociados fueron destinatarios de extrañas misivas de personas importantes de su círculo de amistades, en las que, indirectamente, se atacaba el proyecto del señor Segundus. Uno de los banqueros —un anciano atrabiliario y obstinado— fue tan imprudente como para decir públicamente (en los pasillos de la Cámara de los Comunes) que no comprendía qué podía tener que ver con él una escuela para magos de Yorkshire. Eso motivó que varios de sus clientes —amigos de Norrell— retiraran sus fondos del banco.

Varias tardes después, Segundus, sentado en el salón de la señora Honeyfoot con la cabeza entre las manos, se lamentaba:

—Es como si la fatalidad se obstinara en torturarme ofreciéndome grandes venturas y poniéndolas luego fuera de mi alcance.

La mujer chasqueó la lengua compasivamente, le dio palmaditas en el hombro y repitió las censuras contra el señor Norrell con las que hacía nueve años que consolaba tanto a John Segundus como a su marido, a saber: que Norrell le parecía un caballero muy estrafalario, lleno de caprichos extravagantes, y que ella nunca lo comprendería.

—¿Por qué no escribe al señor Strange? —dijo Honeyfoot de pronto—. ¡Él sabrá lo que hay que hacer!

Segundus levantó la cabeza.

—Ya sé que el señor Strange y el señor Norrell se han separado, pero no quiero ser causa de disputa entre ellos.

—¡Tonterías! —exclamó Honeyfoot—. ¿No ha leído el último número de El Mago Moderno? ¡Esto es justo lo que Strange está deseando! Un principio de la magia norrelliana al que atacar abiertamente, para derribar todo el edificio. ¡Segundus, cuanto más lo pienso, más me gusta la idea!

Otro tanto le ocurría al propio Segundus.

—Consultaré a la señora Lennox, y si ella está de acuerdo, haré lo que usted sugiere.

La señora Lennox no estaba al corriente de los últimos acontecimientos en materia de magia. De Jonathan Strange sabía poco más que su nombre y la circunstancia de que tenía cierta relación con el duque de Wellington. Ahora bien, no vaciló en asegurar a Segundus que si Strange disentía de Norrell, tenía toda su simpatía. Así pues, el 20 de diciembre, Segundus envió a Strange una carta en la que le informaba de las acciones de Gilbert Norrell respecto a la escuela de Starecross Hall.

Desgraciadamente, en lugar de precipitarse a defender al señor Segundus, Strange ni siquiera contestó.