4. Amigos de la magia inglesa (Comienzos de la primavera de 1807)

CONTEMPLA, lector, a un hombre que, día tras día, se encierra en su biblioteca. Es un hombre bajo, sin atractivo personal. Encima de la mesa, ante sí, tiene un libro, y al alcance de la mano, una buena provisión de plumas nuevas, un cortaplumas, tinta, cuartillas, cuadernos… La chimenea está siempre encendida: el hombre es friolero, no puede estar sin fuego. La habitación varía según la estación; él sigue siempre igual. Tres altas ventanas se abren a un panorama de campiña inglesa, plácido en primavera, risueño en verano melancólico en otoño y sombrío en invierno: como debe ser un paisaje inglés. Pero no atraen su interés los cambios de estación; él no levanta los ojos del libro. Hace ejercicio como todo caballero: con tiempo seco, da un largo paseo cruzando el parque y bordeando un bosquecillo; cuando llueve, acorta el recorrido y no sale del jardín. Pero sabe muy poco del jardín, del parque o del bosque. El libro lo aguarda en la mesa de la biblioteca; aún desfilan por su vista las lineas impresas y discurren por su mente los argumentos del autor cuando ya le hormiguea en los dedos el deseo de sentir de nuevo el tacto del papel. Se reúne con sus vecinos dos o tres veces al trimestre, pues no en vano estamos en Inglaterra, país en que los vecinos nunca consienten que un hombre viva alejado de la sociedad, por adusto que sea su carácter y avinagrada su cara. Le hacen visitas, dejan su tarjeta los criados y lo invitan a cenas y bailes. En principio, sus intenciones son generosas (pues creen que estar siempre solo es malo para el hombre), pero también sienten curiosidad por saber si él ha cambiado desde la última vez, que lo vieron, aunque sea poco. No ha cambiado. No tiene nada que decirles; se lo considera el individuo más aburrido de todo Yorkshire.

No obstante, en el árido corazoncito del señor Norrell alentaba una ambición, la de volver a llevar la magia a Inglaterra, y era una ambición tan viva que hubiese merecido el aplauso hasta del mismo señor Honeyfoot. Y en esos instantes, con objeto de cumplir ese propósito largamente acariciado, se disponía a trasladarse a Londres.

Childermass afirmaba que el momento era propicio, y Childermass conocía el mundo. Conocía los juegos que entretienen a los niños en la calle, juegos que los adultos han olvidado hace tiempo. Sabía lo que piensan los ancianos junto a la chimenea, pese a que hace años que nadie les pregunta. Sabía tanto lo que escuchan los jóvenes en el redoble del tambor y los trinos de la gaita, que los impulsa a abandonar el hogar para hacerse soldados, como la media jícara de gloria y el tonel de sufrimientos que los aguardan. A Childermass le bastaba con mirar al elegante abogado con que se cruzaba en la calle para saber lo que llevaba en los bolsillos del faldón del frac. Y todo lo que sabía lo hacía sonreír, y algunas cosas, reír a carcajadas; y nada de lo que sabía le merecía ni medio penique de compasión.

Así pues, cuando le dijo a su amo: «Vaya a Londres, señor. Vaya ahora», Norrell le hizo caso.

—Lo único que no acaba de gustarme es esa idea tuya de que Segundus escriba a un periódico de Londres en nuestro nombre —dijo Norrell—. Seguro que cometerá errores en lo que escriba, ¿no lo has pensado? Sospecho que hará un intento de interpretación. Estos estudiosos de poca monta no son capaces de resistir la tentación de poner algo de cosecha propia. Hará conjeturas, conjeturas equivocadas, sobre la clase de magia que utilicé en York. Y bastante confusión reina ya en la magia como para que nosotros aportemos nuestro granito de arena. ¿Crees necesario que utilicemos a Segundus?

Childermass dejó caer su oscura mirada y su aún más oscura sonrisa sobre su amo y respondió que sí.

—Me gustaría saber, señor, si ha oído hablar últimamente de un caballero de la Armada llamado Baines.

—Me parece que sé a quién te refieres.

—¡Ah! ¿Y cómo ha tenido noticia de él?

Breve silencio.

—Debo de haber visto el nombre del capitán Baines en algún diario —concedió Norrell.

—El teniente Hector Baines prestaba servicio en la fragata The King of the North —dijo Childermass—. A los veintiún años perdió una pierna y dos o tres dedos durante una batalla en las Indias Occidentales, en la que murieron el capitán de la fragata y muchos hombres de la tripulación. Quizá la crónica de que el teniente Baines seguía al mando del barco y daba órdenes mientras el médico de a bordo le amputaba la pierna sea una exageración, pero lo cierto es que consiguió sacar de las Indias un barco gravemente dañado, abordó un navío español que transportaba un valioso cargamento, consiguió una fortuna y regresó convertido en héroe. Rompió con su prometida y se casó con otra joven. Hasta aquí la historia del capitán Baines que publicó el Morning Post. Y ahora le contaré lo que sigue. Baines es un hombre del norte, lo mismo que usted, señor, hijo de familia modesta, sin amigos influyentes que pudieran ayudarlo a abrirse camino en la vida. Poco después de su matrimonio, él y su esposa fueron a Londres y se alojaron en casa de unos amigos, en Seacoal Lane, adonde iban a visitarlos personas de alto rango y posición. Cenaban en casa de vizcondesas, eran agasajados por miembros del Parlamento, y el capitán Baines disponía de todo cuanto pueda conseguirse con influencia y dinero. Ese éxito, señor, yo lo atribuyo al beneplácito y estima generales suscitados por la crónica del Morning. Claro, tal vez usted no necesite recurrir a directores de periódico porque dispone en Londres de amigos que puedan prestarle ese servicio.

—Sabes muy bien que no los tengo —repuso Norrell con impaciencia.

Entretanto, Segundus se entregaba con ahínco a la redacción de la carta, y lo contrariaba no poder mostrar más entusiasmo en el elogio del señor Norrell. Le parecía que los lectores del diario londinense esperarían de él que mencionara sus cualidades personales, y les sorprendería que las silenciara.

Al fin apareció en el Times la carta con este título: «EXTRAORDINARIOS SUCESOS EN YORK: LLAMAMIENTO A LOS AMIGOS DE LA MAGIA INGLESA». Segundus terminaba su relato del mágico episodio manifestando la convicción de que sin duda los amigos de la magia inglesa habían de congratularse del amor al riguroso retiro que distinguía el carácter del señor Norrell, ya que su tenaz perseverancia en el estudio finalmente había fructificado en forma de los maravillosos prodigios que habían podido presenciarse en la catedral de York. No obstante, agregaba, invitaba a los amigos de la magia inglesa a unirse a él para pedirle al señor Norrell que no volviera a aquella ascética vida de estudio, sino que ocupara el lugar que le correspondía en el escenario de la vida de la nación e inaugurara un nuevo capítulo en la historia de la magia inglesa.

EL LLAMAMIENTO A LOS AMIGOS DE LA MAGIA INGLESA causó sensación, sobre todo en Londres. Los lectores del Times se quedaron estupefactos ante las hazañas del señor Norrell. Había un vivo afán por verlo; las jóvenes compadecían a los infortunados caballeros de York a los que tanto había atemorizado y deseaban vivamente que ahora las atemorizara a ellas. Desde luego, no era probable que volviese a presentarse una oportunidad semejante, así que Norrell decidió establecerse en Londres con la máxima celeridad.

—Tienes que conseguirme una casa, Childermass. Una casa que sugiera a quienes la visiten que la magia es una profesión respetable, no menos que la abogacía y mucho más que la medicina.

Childermass le preguntó secamente si deseaba que buscase un estilo arquitectónico que diese a entender que la magia era incluso tan respetable como la Iglesia.

Norrell (que sabía de la existencia de los chistes, ya que de lo contrario no se hablaría de ellos en los libros, pero no conocía éste en concreto, porque nunca se lo habían contado personalmente) meditó un momento antes de contestar que no creía poder aspirar a tanto.

Así pues, Childermass (quizá pensando que nada hay en el mundo tan respetable como el dinero) recomendó a su señor una casa de Hanover Square, enclave de ciudadanos ricos y prósperos. Ahora bien, no sé qué opinará el lector, pero, a decir verdad, a mí el lado sur de esa plaza no me seduce en absoluto; las casas son tan altas y estrechas (cuatro pisos por lo menos), las angostas y oscuras ventanas son tan parecidas entre sí, y cada casa es un calco tan exacto de sus vecinas, que el conjunto parece un alto muro que impide el paso de la luz. No obstante, el señor Norrell (menos exigente que yo) estaba satisfecho con su nueva residencia, o por lo menos todo lo satisfecho que pueda estar un caballero que durante treinta años ha vivido en una gran mansión en medio de un parque de árboles centenarios, rodeado de una buena finca con granjas y bosques, en suma, un caballero que cuando se asomaba a la ventana no tenía que contemplar tierras ajenas que ofendieran su mirada.

—Es pequeña, desde luego —dijo—, pero no me quejo. Como ya sabes, nunca he dado importancia a las comodidades.

Childermass respondió que la casa era más grande que la mayoría.

—¿En serio? —se extrañó Norrell.

Lo asombraban especialmente las pequeñas proporciones de la biblioteca, en la que no cabía ni la tercera parte de los libros que él consideraba indispensables, y preguntó a su ayudante dónde ponía los libros la gente de Londres. ¿Acaso no leían?

Norrell no llevaba en Londres más de tres semanas cuando recibió una carta de una tal señora Godesdone, dama de la que nunca había oído hablar.

«… comprendo que es un auténtico escándalo que le escriba sin haber sido presentados y no me cabe duda que se preguntará usted quién es esta criatura impertinente no sabía ni que tal persona existiera y me considerará terriblemente atrevida, etcétera, pero Drawlight que es un buen amigo me ha asegurado que es usted la criatura más amable del mundo y que no se incomodaría así que espero con impaciencia tener el gusto de conocerlo y lo consideraría el mayor honor del mundo que consintiera en otorgarnos el placer de su compañía en una reunión que se celebrará el jueves de la próxima semana y no tema tener que enfrentarse a una multitud lo que más detesto yo son las multitudes y sólo mis amigos más íntimos estarán invitados…»

Semejante desprecio a las reglas de puntuación no podía causar en Norrell una impresión favorable. Leyó la misiva rápidamente, la dejó a un lado con una exclamación de desagrado y volvió a abrir el libro. Poco después, llegó Childermass para despachar los asuntos de la mañana. Tras leer la carta de la señora Godesdone le preguntó a su jefe qué respuesta pensaba darle.

—Negativa —contestó.

—¿Negativa? ¿Le digo que tiene otro compromiso?

—Díselo, si lo deseas.

—¿Y lo tiene realmente?

—No.

—¡Ah! ¿Es entonces el exceso de compromisos para otros días lo que lo lleva a rechazar la invitación? ¿Teme encontrarse muy fatigado?

—No tengo otros compromisos. Y tú lo sabes. —Norrell siguió leyendo durante un minuto o dos antes de observar, como si se dirigiera al libro—: Sigues aquí.

—Aquí sigo —confirmó Childermass.

—Bien, habla, ¿qué ocurre?

—Creía que venía a Londres para mostrar a la gente lo que es un mago moderno. Será un proceso muy lento si se queda siempre en casa.

Norrell, sin decir nada, volvió a tomar la carta y la miró.

—Drawlight —murmuró al fin—. ¿Qué significa? No conozco a nadie con ese nombre.

—No sé lo que significa —respondió Childermass—. Pero sé que no es momento para remilgos.

A las ocho de la noche en que se celebraba la reunión en casa de la señora Godesdone, Norrell, enfundado en su mejor chaqueta gris, iba en su carruaje preguntándose de dónde lo conocería el tal señor Drawlight, el querido amigo de la señora Godesdone, cuando advirtió que se habían detenido. Al mirar por la ventanilla vio, a la luz de las farolas, un caos de gente, coches y caballos. Pensando que todo el mundo debía de encontrar las calles de Londres tan desconcertantes como él, supuso que el cochero y el lacayo se habían extraviado, y, golpeando el techo del carruaje con el bastón, llamó:

—¡Davey! ¡Lucas! ¿No habéis oído que os dije Manchester Street? ¿Por qué no os habéis informado mejor del camino antes de salir?

Lucas, desde el pescante, anunció que ya estaban en Manchester Street, pero que debían aguardar turno: delante había una larga fila de coches que también tenían que parar en la casa.

—¿En qué casa? —gritó Norrell.

—En la misma a la que vamos.

—¡No, no! Estás equivocado. Es una pequeña reunión.

Pero nada más entrar en el domicilio de la señora Godesdone se encontró rodeado de una multitud compuesta por un centenar de amigos íntimos de la anfitriona. El vestíbulo y los salones estaban llenos, y seguía entrando gente. Norrell estaba atónito, pero no hubiera debido asombrarse tanto. Aquélla era una de las tantas veladas mundanas que se celebraban en Londres, y en nada se distinguía de las que había en media docena de casas de la ciudad cualquier día de la semana.

¿Y cómo describir una velada mundana londinense? Toda la casa reluce con profusión de lámparas y candelabros de cristal tallado cargados de bujías; elegantes espejos triplican y cuadruplican la luz de tal modo que resplandece más la noche que el día; frutas de invernadero de vivos colores componen majestuosas pirámides sobre mesas cubiertas por blancos manteles; divinas criaturas refulgentes de joyas se pasean cogidas del brazo por los salones, despertando admiración. Pero el calor es asfixiante y la aglomeración y el ruido, poco menos; no hay donde sentarse y apenas donde estar de pie. Quizá veas a tu amigo más querido en el otro extremo del salón, quizá tengas un mundo de cosas que decirle y te preguntes cómo vas a llegar hasta él. Con suerte, tal vez al cabo de un rato os crucéis en medio del gentío y tengáis tiempo de estrecharos la mano antes de que la vorágine os separe. Rodeado de desconocidos irritables y acalorados, tus posibilidades de entablar una conversación interesante son, poco más o menos, las mismas que tendrías en un desierto africano. Tu único deseo es preservar tu traje favorito de cualquier desperfecto que pudiera causarle la multitud. Todos se quejan del calor y las apreturas. Todos consideran francamente insufrible la situación. Pero si tantos son los sinsabores de los invitados, ¿qué decir del tormento que padecen los que no han sido invitados? ¡Nuestros sufrimientos no son nada comparados con los suyos! Y mañana nosotros podremos decirnos unos a otros que fue una fiesta deliciosa.

Ocurrió que el señor Norrell llegó en el mismo momento que una anciana dama cargada de brillantes. Aunque menuda y de aspecto antipático, debía de ser persona importante, pues los criados se agolparon en torno a ella. Gracias a eso, Norrell entró sin que nadie reparara en él. Pasó a una sala llena de gente, en la que descubrió una taza de ponche en una mesita. Mientras bebía el ponche, cayó en la cuenta de que no había dado su nombre y, por tanto, nadie sabía que estaba allí. Se sentía indeciso y se preguntaba qué podía hacer. Los otros invitados estaban ocupados en saludar a sus amistades, y Norrell carecía de la presencia de ánimo necesaria para abordar a uno de los criados y pedirle que lo anunciara; lo intimidaban sus rostros orgullosos y su empaque de indescriptible superioridad. Fue una lástima que ningún miembro de la fenecida Sociedad de Magos de York pudiera verlo en aquel momento, tan compungido y confundido, porque habría sentido una viva satisfacción. No obstante, a todos nos sucede algo parecido. En un entorno familiar, nuestras maneras son afables y naturales, pero si se nos transporta a un lugar donde no conocemos a nadie y nadie nos conoce, ¡qué incómodos nos sentimos!

Norrell iba de salón en salón, sin otro deseo que el de marcharse, cuando no pudo por menos que detenerse al oír su propio nombre seguido de estas enigmáticas palabras:

—… me ha asegurado que nunca se lo ha visto sin una túnica hasta los pies color azul noche, adornada de símbolos exóticos. Pero Drawlight, que conoce bien al tal Norrell, dice que…

Había tanto ruido en la sala que fue un milagro que llegara a oírles. Las palabras habían sonado en la voz de una mujer joven, y miró vivamente en derredor tratando de descubrirla, pero en vano. Entonces empezó a preguntarse qué otras cosas podría estar diciendo de él la gente.

Se encontraba cerca de una dama y un caballero. Ella no tenía nada que la distinguiese: era una mujer de aspecto normal, entre cuarenta y cincuenta años. Él, empero, era una clase de hombre que no solía verse en Yorkshire. Más bien bajo, vestía una elegante chaqueta de buen paño negro y una camisa de exquisita blancura. Unos pequeños lentes de plata le colgaban del cuello sujetos por una cinta de terciopelo negro. Sus facciones eran regulares y relativamente nobles; el pelo, que llevaba corto, era oscuro y la tez, tersa y blanca, salvo por una levísima sombra de carmín en las mejillas.

Pero lo más notable eran los ojos: grandes, bien formadas, esmaltados de un brillo acuoso y adornados con largas y oscuras pestañas. Se advertían en su persona pequeños toques femeninos adoptados por él, pero aquellos ojos se los había dado la naturaleza.

Norrell aguzó el oído, tratando de averiguar si hablaban de él.

—… el consejo que le di a lady Duncombe respecto a su hija —decía el hombre—. Lady Duncombe le había encontrado un marido excelente, ¡un caballero con una renta de novecientas libras anuales! Pero la muy boba se había encaprichado de un capitán de dragones que no tenía ni un penique, y la pobre mujer estaba desesperada. Al enterarme exclamé: «Oh, milady. ¡Tranquilícese! Déjelo en mis manos. Como sabe su excelencia, no me considero un genio, pero las modestas dotes que pueda poseer son precisamente las más adecuadas para esta clase de asuntos». ¡Y ahora, señora, prepárese para reír cuando se entere de cómo dispuse las cosas! Creo que a nadie se le habría ocurrido un plan tan sencillo. Llevé a la señorita Susan a la joyería Gray de Bond Street, donde pasó una mañana muy agradable probándose collares y pendientes. Hasta hace poco ha vivido en Derbyshire, donde no se ven joyas realmente notables. No creo que hasta aquel momento la muchacha se interesara mucho por esas cosas. Después, lady Duncombe y yo hicimos una o dos insinuaciones, apuntando a que si se casaba con el capitán Hurst tendría que renunciar para siempre a tan deliciosas compras, mientras que como esposa del señor Watts podría elegir entre lo mejor. Luego procuré trabar conocimiento con el capitán Hurst, al que convencí de que me acompañara a Boodle’s, donde se juega, ¡no quiero engañarla, señora! —El hombre soltó una risita—. Le presté un poco de dinero para que probara suerte; no era dinero mío, desde luego, sino que me lo había dado lady Duncombe para ese fin. Fuimos a apostar tres o cuatro veces, y al poco tiempo, las deudas del capitán eran… en fin, señora, no sé si algún día logrará librarse de ellas. Entonces lady Duncombe y yo le hicimos ver que una cosa es esperar que una joven se case con un hombre de ingresos modestos y otra, pretender que acepte a un hombre endeudado hasta las cejas. En principio no se mostró inclinado a escucharnos e hizo uso de…, ¿cómo le diría?, expresiones… de la jerga militar. Pero al final se vio obligado a reconocer que teníamos razón.

Norrell vio cómo la dama de aspecto razonable y entre cuarenta y cincuenta años miraba al hombre bajo con cierto desagrado, hacía una inclinación muy leve y fría y, sin decir palabra, se apartaba de él y desaparecía entre la multitud; el hombre bajo se volvió hacia el otro lado y enseguida llamó a un amigo.

La mirada de Norrell se posó en una joven muy bonita que llevaba un vestido blanco y plata. Un hombre alto y apuesto le hablaba y ella le festejaba con risas todo lo que él decía:

—¿… y si bajo los cimientos de la casa descubriese a dos dragones, uno rojo y otro blanco, enzarzados en eterno combate, que simbolizaran la futura ruina del señor Godesdone? Imagino —agregó con malicia— que no sería usted quien lo lamentara.

Ella volvió a reírse, incluso más alegremente que antes, y Norrell quedó muy sorprendido al oír, al cabo de un instante, cómo alguien la llamaba «señora Godesdone».

Comprendió que debería haberse presentado a la dama, pero cuando quiso reaccionar ella ya había desaparecido de su vista. Empezaba a estar harto de tanto ruido y tanta gente y decidió marcharse con discreción, pero precisamente entonces la multitud que se encontraba frente a la puerta era más impenetrable que nunca, y una corriente de invitados lo arrastró a otro lugar de la sala. Giraba y giraba como una hoja seca atrapada en un sumidero; en una de aquellas vueltas descubrió, cerca de una ventana, un pequeño remanso. Un alto biombo de ébano con incrustaciones de nácar ocultaba a medias —¡ah, qué alegría!— una estantería de libros. Norrell se deslizó tras el biombo, tomó Llana exposición de la completa revelación de san Juan, de John Napier, y se puso a leer.

No hacía mucho que estaba allí cuando, al levantar la mirada, vio al caballero alto y apuesto que hacía reír a la señora Godesdone, enfrascado ahora en animada charla con el hombre bajo que tantas molestias se había tomado para frustrar las aspiraciones matrimoniales del capitán Hurst. Eran tantas las apreturas en la sala que el alto agarró al bajo de una manga y, tirando de él, lo llevó al rincón que ocupaba Norrell detrás del biombo.

—No ha venido —dijo el alto, enfatizando cada palabra con un golpecito del índice en el hombro de su interlocutor—. ¿Dónde están los ojos abrasadores que usted nos prometió? ¿Y los trances inexplicables? ¿Alguno de los presentes ha sido víctima de un maleficio? Me parece que no. Usted lo ha invocado como a un espíritu de los abismos, pero él no ha acudido.

—He estado con él esta misma mañana —replicó el hombre bajo con aire retador—; me habló de la magia portentosa que ha obrado últimamente y me confirmó su asistencia.

—Es más de medianoche. Ya no vendrá. —Sonrió con aire de superioridad—. Admita que no lo conoce.

El aludido esbozó una sonrisa que rivalizaba con la del otro (aquellos dos caballeros contendían con sonrisas) y dijo:

—Nadie lo conoce mejor en todo Londres. Y admito que estoy un poco, sólo un poco, decepcionado.

—¡Ja! Todos nos sentimos defraudados de una manera abominable. Hemos venido con la esperanza de presenciar algo extraordinario, y al final hemos tenido que procurarnos la diversión nosotros mismos. —Entonces reparó en Norrell—. Ese caballero está leyendo un libro.

Al volverse el hombre bajo, su codo tropezó con la Revelación de san Juan. Le lanzó a Norrell una mirada de reproche por ocupar un espacio tan pequeño con un libro tan grande.

—Como le decía, estoy decepcionado —prosiguió—, pero no sorprendido. Usted no lo conoce como yo. ¡Oh, puede estar seguro de que él tiene una idea muy clara de su valía! Y nadie puede saberlo mejor, desde luego. Un hombre que se compra una casa en Hanover Square sabe lo que es distinción. ¡Sí, se ha comprado una casa en Hanover Square! No lo sabía, ¿verdad? Es más rico que un judío. Tenía un anciano tío llamado Haythornthwaite que al morir le dejó una fortuna inmensa. Posee; entre otras pequeñeces, una buena casa y una gran propiedad en Yorkshire: Hurtfew Abbey.

—¡Ja! —soltó el alto secamente—. Qué suerte. Los tíos ricos que se mueren escasean terriblemente.

—¡Muy cierto! Unos amigos míos, los Griffin, tienen un tío anciano y riquísimo al que han colmado de atenciones durante años y años, y, aunque él tenía casi cien años cuando ellos empezaron a lisonjearlo, ahí sigue, como si pensara vivir eternamente sólo para fastidiar, y mientras tanto, los Griffin envejecen y van muriendo uno tras otro con amarga frustración. Claro que usted, mi querido Lascelles, no necesita preocuparse por viejos parientes molestos, porque posee una buena fortuna, ¿verdad?

El hombre alto optó por hacer caso omiso de aquella impertinencia y se limitó a observar fríamente:

—Me parece que ese caballero desea hablar con usted.

El caballero en cuestión no era otro que el señor Norrell, que, asombrado de oír hablar con tanto desparpajo de su fortuna y propiedades, hacía un rato que esperaba la oportunidad de intervenir en la conversación.

—Con su permiso.

—¿Sí? —dijo el hombre bajo secamente.

—Soy el señor Norrell.

Los dos hombres se quedaron pasmados.

Tras unos momentos de incómodo silencio, el caballero bajo, que en principio se había mostrado ofendido, después de superar la fase de estupefacción para instalarse en la perplejidad, le pidió a Norrell que repitiera su nombre.

Él así lo hizo, y el hombre dijo:

—Le pido disculpas, pero… es decir… perdone la impertinencia, pero ¿no hay en su casa de Hanover Square una persona que viste de negro y tiene la cara seca y retorcida como una raíz de seto?

Norrell reflexionó un momento.

—Childermass. Se refiere a Childermass.

—¡Oh, Childermass! —exclamó el otro, como si todo quedase perfectamente aclarado—. ¡Claro! ¡Tonto de mí! ¡Era Childermass! ¡Oh, señor Norrell! No sabría decirle cuánto me alegro de conocerlo. Mi nombre, caballero, es Drawlight.

—¿Conoce a Childermass? —preguntó el mago, sorprendido.

—Yo… —Drawlight se aclaró la garganta—. Bien, he visto salir de su casa a esa persona y… Oh, señor Norrell, debe perdonar mi estupidez, pero ¡lo he confundido con usted! ¡Le ruego que no se ofenda! Porque, ahora que lo veo, me doy cuenta de que si él tiene el aspecto misterioso y romántico que suele atribuirse a los magos, usted posee el aire reflexivo del hombre de estudio. Lascelles, ¿no tiene el señor Norrell el porte grave y austero del estudioso?

El hombre alto asintió con escasa convicción.

—Señor Norrell, le presento al señor Lascelles, un amigo. Lascelles hizo una ligerísima inclinación.

—Oh, señor Norrell —exclamó Drawlight—. ¡No puede usted imaginar el tormento que he sufrido al no saber si acudiría esta noche! A las siete, era tan grande mi ansiedad que no he podido resistir más y he bajado a la taberna de Glasshouse Street en busca de Davey y Lucas, para preguntarles su opinión. Davey estaba seguro de que no vendría, lo cual, como supondrá, me ha causado una honda desesperación.

—¡Davey y Lucas! —repitió el mago con el mayor asombro. (Éstos, como recordará el lector, eran los nombres de su cochero y su lacayo).

—Oh, sí. Suelen ir a la taberna de Glasshouse Street, como usted ha de saber. —Detuvo su parloteo torrencial un momento, lo justo para que Norrell murmurara que no lo sabía—. He hablado con gran entusiasmo de sus extraordinarios poderes a mi extenso círculo de amistades —prosiguió—. ¡Yo he sido su Juan Bautista! ¡Yo le he preparado el camino, caballero! Y no he vacilado en declarar que usted y yo éramos grandes amigos porque desde el principio tuve el presentimiento de que lo seríamos, querido señor Norrell. Y, como puede ver, no andaba equivocado, puesto que aquí estamos, departiendo amigablemente.