36. Todos los espejos del mundo (Noviembre de 1814)

EL pueblo de Hampstead se halla a cinco millas al norte de Londres. En tiempos de nuestros abuelos era un conjunto de granjas y casas de campo como tantos otros, pero la proximidad de Londres hizo que muchos habitantes de la capital acudieran allí en busca de aire puro y verdor y, para su solaz, se construyeran un hipódromo y un campo de bolos. Bollerías y cafés al aire libre les procuraban refrigerio. Los londinenses acomodados compraban casitas para el veraneo, y Hampstead no tardó en convertirse en lo que es hoy, uno de los centros de recreo favoritos de los elegantes de Londres. En muy poco tiempo ha pasado de diminuto pueblo agrícola a población de tamaño respetable, casi una pequeña ciudad.

Dos horas después de que sir Walter, el coronel Grant, el coronel Manningham y Jonathan Strange tuvieran su altercado con el caballero de Nottinghamshire, un carruaje entraba en Hampstead por la carretera de Londres y torcía por una senda bordeada de saúcos, lilos y espinos. El coche paró frente a una casa situada al fondo del sendero y de él se apeó el señor Drawlight.

En otro tiempo la casa había sido una granja, pero en los últimos años se habían hecho en ella grandes reformas. Sus pequeñas ventanas —más aptas para impedir la entrada del frío que para dejar paso a la luz— habían sido agrandadas y ennoblecidas; un porche con columnas había sustituido a la rústica puerta original; el corral se había suprimido y en su lugar se había plantado un jardín con profusión de flores y arbustos.

Drawlight llamó a la puerta. Abrió una criada que inmediatamente lo introdujo en el salón. La pieza debía de haber sido la cocina-comedor de la granja, pero todas las señales de su primitivo uso quedaban escondidas bajo suntuosos papeles de pared franceses, alfombras persas y muebles ingleses de estilo moderno.

Drawlight no llevaba esperando más que unos minutos cuando entró en la habitación una hermosa dama, alta y de buena figura. Llevaba un vestido de terciopelo rojo, y realzaba la blancura de su garganta un artístico collar de cuentas de azabache.

Por la puerta abierta se divisaba, al otro lado de un pasillo, un comedor tan ricamente decorado como el salón. Los restos del ágape que había en la mesa indicaban que la dama había cenado sola. Al parecer, se había puesto el vestido rojo y el collar negro para su propia satisfacción.

—¡Ah, señora! —exclamó Drawlight levantándose de un brinco—. Espero que se encuentre bien.

Ella hizo un pequeño ademán displicente.

—Supongo que sí. Todo lo bien que se puede estar, sin apenas alguien con quien hablar ni distracciones.

—¡Cómo! —se escandalizó él—. ¿Está completamente sola?

—Vive conmigo una anciana tía que me recomienda la práctica de la religión.

—¡Oh, señora mía! —gritó Drawlight—. No malgaste sus energías en rezos y sermones. No darán paz a su espíritu. Concentre sus pensamientos en la venganza.

—Así lo haré. Así lo hago ya —respondió ella con voz llana, sentándose en un sofá situado frente a la ventana—. ¿Y cómo están el señor Strange y el señor Norrell?

—Muy ocupados, señora. Muy, muy ocupados. Ojalá lo estuvieran menos, por su propio bien y el de usted. Ayer mismo, el señor Strange me preguntó por usted con mucho interés. Deseaba saber si estaba con buen ánimo. Tolerable, le respondí, sólo tolerable. Está indignado, señora, francamente indignado, por el cruel comportamiento de su familia.

—¿Sí? Pues me gustaría que su indignación se tradujera en medidas prácticas —dijo ella con frialdad—. Le he pagado más de cien guineas y aún no ha hecho nada. Estoy cansada de tener que tratar con él a través de un intermediario, señor Drawlight. Salúdelo de mi parte y dígale que estoy dispuesta a entrevistarme con él en el lugar que elija, a cualquier hora del día o la noche. Para mí todas las horas son iguales. No tengo compromisos.

—Ay, señora, cómo me gustaría poder complacerla. ¡Cómo lo desea también el señor Strange! Pero temo que sea imposible.

—Eso es lo que usted dice, pero no he oído razón alguna, por lo menos, una razón satisfactoria. Imagino que al señor Strange le preocupa lo que diría la gente si nos viera juntos. Pero la entrevista puede ser totalmente secreta. Nadie tiene por qué enterarse.

—¡Oh, señora, no interprete mal al señor Strange! Nada lo complacería tanto como tener la oportunidad de mostrar al mundo cuánto desprecia a quienes la acosan. Es precisamente en atención a usted por lo que es tan circunspecto. Teme…

Pero la dama no llegó a enterarse de qué temía el señor Strange, porque en ese momento Drawlight se interrumpió de golpe y miró en derredor con expresión de total perplejidad.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

Parecía como si en algún sitio se hubiera abierto una puerta. O, mejor dicho, una serie de puertas. Daba la sensación de que en la casa entraba una brisa que arrastraba los aromas semiolvidados de la niñez. Hubo un cambio en la proyección de la luz, y las sombras se desplazaron. No se percibió nada más y, sin embargo, como suele ocurrir cuando se está operando magia, tanto Drawlight como la dama tuvieron la impresión de que en el mundo visible no había ya nada seguro. Era como si al alargar la mano para tocar algún objeto de los que había en la habitación, fuesen a descubrir que ya no estaba allí.

De la pared detrás del sofá en que estaba sentada la mujer colgaba un espejo alto. Reflejaba otra gran luna blanca, otra ventana alta y oscura y otra habitación a media luz, con un espejo. Pero en la habitación del espejo no estaban ni Drawlight ni la dama. En su lugar se veía una especie de nebulosa que se convertía en una especie de sombra, que se convertía en la oscura silueta de alguien que iba hacia ellos. Por la trayectoria que seguía aquella figura, se deducía que la sala del espejo no podía ser el reflejo de la real, y si parecían la misma, era sólo por efectos de la luz y la perspectiva, como los que se crean en el teatro. La del espejo podía ser un largo corredor.

Agitaba el cabello y la chaqueta de la misteriosa figura un viento que no se sentía en el salón y, aunque el desconocido caminaba deprisa hacia el cristal que separaba una y otra estancia, tardaba en llegar. Al fin lo alcanzó y, por un momento, detrás del cristal creció su oscura silueta, sin que su cara saliera de la sombra.

Entonces Strange saltó ágilmente del espejo al suelo y, con su sonrisa más afable, saludó a Drawlight y la señora.

—Buenas noches.

Esperó, como dándoles tiempo para responder, y en vista de que ellos callaban, dijo:

—Confío, señora, en que tendrá a bien disculpar lo intempestivo de la hora. A decir verdad, el camino ha resultado un poco más intrincado de lo que me esperaba. Me he extraviado y casi he llegado a… en fin, no sé muy bien adónde.

Hizo otra pausa, como aguardando a que alguien lo invitara a sentarse. Pero en vista de que ellos seguían mudos, se sentó de todos modos. Drawlight y la dama del vestido rojo lo miraban sin pestañear. Él les sonrió.

—He conocido al señor Tantony —le dijo a Drawlight—. Es un caballero simpático, aunque no muy hablador. Pero su amigo, el señor Gatcombe, me ha dicho todo cuanto deseaba saber.

—¿Usted es el señor Strange? —preguntó la dama del vestido rojo.

—Así es, señora.

—Me alegro de conocerlo. El señor Drawlight estaba explicándome por qué usted y yo nunca podríamos entrevistamos.

—Es cierto, señora, que hasta esta noche las circunstancias no eran propicias para la entrevista. Señor Drawlight, por favor, haga las presentaciones.

Drawlight murmuró que la dama del vestido rojo era la señora Bullworth.

Strange se levantó, hizo una reverencia a la señora Bullworth y volvió a sentarse.

—El señor Drawlight ya le habrá hablado de mi horrible situación, supongo —dijo ella.

Strange hizo un ligero movimiento con la cabeza que tanto podía significar una afirmación como una negación, como ninguna de ambas cosas.

—La narración hecha por un tercero no puede compararse con el relato de la persona interesada. Puede haber datos esenciales que, por una u otra razón, el señor Drawlight haya omitido. Se lo ruego, señora, deje que lo oiga todo de sus labios.

—¿Todo?

—Todo.

—Está bien. Como usted sabe, soy hija de un terrateniente de Northamptonshire. La propiedad de mi padre es muy extensa. Su casa y sus rentas son grandes. Nos contamos entre las familias más importantes de la región. Mi familia siempre me ha alentado a creer que, con mi belleza y mi educación, podría ocupar en el mundo un lugar aún más elevado. Hace dos años me casé muy bien. El señor Bullworth es muy rico y frecuentábamos los círculos más elegantes. No obstante, yo no era feliz. El verano del año pasado tuve la desgracia de conocer a un hombre que es todo lo contrario del señor Bullworth: guapo, inteligente y divertido. Bastaron unas semanas para que me convenciera de que prefería a aquel hombre a todos los que había visto hasta entonces. —Se encogió de hombros ligeramente—. Dos días antes de Navidad, me fui con él, abandonando la casa de mi marido. Yo esperaba… pensaba divorciarme del señor Bullworth y casarme con el otro. Pero ésa no era la intención de aquel hombre. A últimos de enero, nos peleamos y me dejó. Él volvió a su casa y a su vida de antes, pero para mí no podía haber un retorno al que había sido mi mundo. Mi marido no quiso saber nada de mí. Mis amistades se negaron a recibirme. No tuve más remedio que recurrir a la compasión de mi padre. Él me dijo que me proveería de lo necesario para el resto de mi vida, si me comprometía a vivir en un retiro total. No más bailes, no más fiestas, no más amigos, no más nada. —Miró a lo lejos como contemplando todo lo que había perdido, pero enseguida se sacudió la melancolía y declaró—: ¡Y ahora vamos a lo que importa! —Se acercó a un pequeño escritorio, abrió un cajón y sacó un papel, que dio a Strange—. Como usted sugirió, he hecho una lista de todas las personas que me han traicionado.

—Ah, ¿yo le dije que hiciera una lista? —preguntó él tomando el papel—. ¡Qué práctico soy! La lista es larga.

—Por supuesto —dijo ella—, cada nombre se considerará un encargo aparte y por cada uno recibirá usted sus honorarios. Me he tomado la libertad de anotar, al lado del nombre, el castigo que creo que merece. No obstante, usted, con su superior conocimiento de la magia, puede sugerir el destino que considere más idóneo para mis enemigos. Le agradeceré sus recomendaciones.

—«Sir James Southwell. Gota» —leyó Strange.

—Mi padre —explicó la señora Bullworth—. Me aburría con sus sermones acerca de mi perversidad y me expulsó de mi hogar para siempre. En muchos sentidos, él es el causante de todos mis males. Me gustaría tener el corazón lo bastante duro para desearle una enfermedad más grave. Pero no puedo. Debe de ser por lo que se llama «debilidad femenina».

—La gota es muy dolorosa —observó él—. O eso dicen.

La señora Bullworth hizo un ademán de impaciencia.

—«Señorita Elizabeth Church —prosiguió Strange—. Que se rompa su compromiso». ¿Quién es esta señorita?

—Una prima mía, una pesada que siempre está bordando. Nadie se fijaba en ella hasta que yo me casé con el señor Bullworth. Y ahora me entero de que va a casarse con un clérigo, y de que mi padre le ha dado una carta de crédito para pagar la boda, el ajuar y los muebles. Además, les ha prometido a Lizzie y al cura que utilizará su influencia, para conseguirles beneficios. Para ellos todo son facilidades. Vivirán en York, asistirán a cenas, fiestas y bailes, y gozarán de todos los placeres que deberían ser míos. Señor Strange —dijo alzando la voz con energía—, ¿no hay algún hechizo que haga que el cura aborrezca a Lizzie? ¿Que le repugne hasta el sonido de su voz?

—No lo sé. Nunca lo había pensado. Supongo que sí. —Volvió a la lista—. «Señor Bullworth…»

—Mi marido.

—«Ser mordido por perros».

—Tiene siete fieras negras y los quiere más que a cualquier criatura humana.

—«Señora Bullworth, madre». La madre de su esposo, supongo. «Que se ahogue en un lavadero. Que se atragante con su mermelada de albaricoque. Que se cueza en un horno de pan». Eso son tres muertes para una sola mujer. Perdone, señora Bullworth, pero ni el mago más grande que haya existido en el mundo podría matar de tres maneras distintas a una misma persona.

—Inténtelo —dijo ella tercamente—. La vieja está tan orgullosa de sus virtudes domésticas que resulta insoportable. Me mataba de aburrimiento hablándome siempre de ellas.

—Ya. Bien, todo esto es muy shakespeariano. Y llegamos al último nombre. «Henry Lascelles». Lo conozco. —Miró a Drawlight inquisitivamente.

—Es la persona bajo cuya protección abandoné la casa de mi marido.

—¿Y cuál ha de ser su destino?

—La ruina —dijo ella en voz baja y tensa—. La locura. El fuego. Que una enfermedad lo desfigure. Que un caballo lo pisotee. ¡Que un bandido lo aceche y le raje la cara! ¡Que una visión horrenda lo persiga y le impida dormir noche tras noche! —Se levantó y empezó a pasearse por la sala—. ¡Que todos los actos viles y deshonrosos que ha cometido se publiquen en el periódico! ¡Que todo Londres le dé la espalda! Que seduzca a una campesina que se vuelva loca de amor por él y lo siga adondequiera que vaya durante años y años, poniéndolo en ridículo. Que nunca lo deje en paz. Que lo acusen injustamente de un crimen. Que sufra las humillaciones del juicio y la cárcel. ¡Que lo marquen con un hierro al rojo! ¡Que lo muelan a palos! ¡Que le den de latigazos! ¡Y que lo ejecuten!

—Por favor, señora Bullworth, tranquilícese.

La dama dejó de pasearse y de desear terribles males al señor Lascelles, pero no puede decirse que se quedara tranquila. Temblaba de pies a cabeza, jadeaba y tenía la cara crispada.

Strange la observó hasta que le pareció que se había calmado lo suficiente para entender lo que él tenía que decir, y empezó:

—Lo siento, señora Bullworth, pero ha sido usted víctima de un engaño cruel. Esta persona —dijo mirando a Drawlight— le ha mentido. Ni el señor Norrell ni yo hemos admitido nunca encargos de particulares. Y nunca hemos empleado a esta persona para que nos busque clientes. Yo ni siquiera había oído el nombre de usted hasta esta noche.

Ella lo miró fijamente un momento y, volviéndose hacia Drawlight, le preguntó:

—¿Es eso verdad?

Él clavó su compungida mirada en la alfombra y farfulló un pequeño discurso del que sólo se entendieron las palabras «señora» y «situación peculiar».

La mujer levantó la mano y tiró del cordón de la campanilla.

Reapareció la doncella que le había abierto la puerta a Drawlight.

—Haverhill —dijo la señora Bullworth—, llévese al señor Drawlight.

A diferencia de la mayoría de las doncellas de las casas elegantes, a las que se elige por su cara bonita, Haverhill era una persona de mediana edad, aspecto competente, brazos fuertes y expresión implacable. No obstante, en aquella ocasión fue muy poco lo que tuvo que hacer, porque en cuanto ella abrió la puerta, Drawlight recogió el bastón y se apresuró a escurrirse de la habitación por su propio pie.

La señora Bullworth miró a Strange.

—¿Me ayudará usted? ¿Hará lo que le pido? Si el dinero no es suficiente…

—¡Oh, el dinero! —Agitó una mano—. Lo siento, pero, como le he dicho, no acepto encargos particulares.

Ella lo miró sin pestañear y dijo en tono de asombro:

—¿Es posible que no lo conmueva mi triste situación?

—Al contrario, señora, una moral que castiga a la mujer y disculpa al hombre me parece abominable. Pero de ahí no paso. No pienso causar daño a inocentes.

—¡Inocentes! —gritó ella—. ¡Inocentes! ¿Quién es inocente? ¡Nadie!

—No hay más que decir, señora Bullworth. No puedo hacer nada por usted. Lo lamento.

Ella lo miró agriamente.

—Hum. Está bien. Por lo menos ha tenido la delicadeza de abstenerse de recomendarme arrepentimiento, buenas obras, labores de aguja o lo que sea que los otros estúpidos consideran remedio para una vida destrozada y un corazón desengañado. En fin, creo que será preferible para ambos dar por terminada esta entrevista. Buenas noches, señor Strange.

Él se inclinó. Al dar media vuelta, miró con nostalgia el espejo de encima del sofá, como si hubiera preferido marcharse por allí, pero Haverhill mantenía la puerta abierta y la más elemental cortesía lo obligaba a utilizar esa salida.

Como no tenía caballo ni coche, Strange tuvo que recorrer andando las cinco millas que había desde Hampstead hasta Soho Square. Al llegar frente a la puerta de su casa, vio que había luz en todas las ventanas, a pesar de ser casi las dos de la madrugada. Antes de que pudiera meter la mano en el bolsillo para sacar la llave, la puerta se abrió bruscamente y apareció el coronel Colquhoun Grant.

—¡Santo cielo! —exclamó Strange—. ¿Qué hace usted aquí?

Grant no se molestó en responder, sino que se giró hacia el interior de la casa gritando:

—¡Ya está aquí, señora! ¡Sano y salvo!

Arabella salió del salón corriendo y dando traspiés, seguida por sir Walter. Por el pasillo de la cocina surgieron entonces Jeremy Johns y varios criados más.

—¿Ha ocurrido algo? ¿Alguna desgracia? —preguntó Strange, mirándolos sorprendido.

—¡Tarugo! —sonrió Grant golpeándolo en la cabeza afectuosamente—. ¡Estábamos preocupados por usted! ¿Se puede saber dónde ha estado?

—En Hampstead.

—¡En Hampstead! —exclamó sir Walter con extrañeza—. Bien, pues nos alegramos de verlo. —Miró a Arabella y agregó con cierto nerviosismo—: Me parece que hemos alarmado a la señora Strange sin necesidad.

—¡Oh! —dijo Strange—. No estarías preocupada, ¿verdad? Estaba perfectamente. Siempre lo estoy.

—¡Ya lo ve, señora! —dijo el coronel Grant, alegre—. Lo que yo le decía. En España, el señor Strange a menudo corría gran peligro, pero nosotros no nos preocupábamos. Es muy listo para dejar que le pase nada.

—¿Tenemos que quedarnos en el vestíbulo? —preguntó Strange. Desde Hampstead iba pensando en la magia y tenía intención de seguir pensando en ella cuando llegara a casa. Pero encontrarla llena de gente, hablando toda a la vez, lo había puesto de mal humor.

Abrió la marcha hacia el salón y le pidió a Jeremy que le llevara vino y algo de comer. Cuando estuvieron todos sentados, dijo:

—Lo que suponíamos. Drawlight ha estado intrigando para que Norrell y yo realizáramos todos los actos de magia negra imaginables. Lo he encontrado con una mujer muy irascible que deseaba encargar tormentos para sus parientes.

—¡Qué horror! —dijo el coronel Grant.

—¿Y qué ha dicho Drawlight? —preguntó sir Walter—. ¿Qué explicación ha dado?

—¡Ja! —Strange soltó una carcajada breve y amarga—. No ha dicho nada. Simplemente ha escapado, lo cual es una lástima, porque yo tenía intención de desafiarlo a un duelo.

—¡Oh! —exclamó Arabella—. Ahora duelos, ¿eh?

Sir Walter y Grant la miraron alarmados, pero Strange estaba muy absorto en lo que decía para advertir el enfado de su esposa.

—No es que crea que él lo hubiera aceptado, pero me habría gustado asustarlo un poco. Lo tiene merecido.

—Pero aún no nos ha dicho nada de ese reino, ese camino… o lo que sea, que hay detrás del espejo —dijo el coronel Grant—. ¿Cumple sus expectativas?

Strange movió la cabeza.

—No tengo palabras para describirlo. ¡Todo lo que Norrell y yo hemos hecho hasta ahora no es nada comparado con eso! ¡Y tenemos la pretensión de llamarnos magos! ¡Ya me gustaría poder transmitir una idea de su grandiosidad! De sus proporciones y su complejidad. De las grandes avenidas de piedra que parten en todas direcciones. Al principio trataba de calcular su longitud y su número, pero pronto desistí. Eran infinitos. Había canales de aguas quietas con márgenes de piedra. El agua parecía negra a aquella luz crepuscular. He visto escaleras que se perdían en las alturas y otras que se hundían en la negrura total. De pronto, pasé por debajo de un arco y me encontré en un puente que cruzaba un paisaje oscuro y vacío. Era un puente de piedra, tan largo que no se veía el final. ¡Como un puente que fuese de Islington a Twickenham! ¡O de York a Newcastle! Y en todas partes, en las galerías y en el puente, veía su efigie.

—¿La efigie de quién? —preguntó sir Walter.

—Del hombre al que Norrell y yo hemos calumniado en todos nuestros escritos. El hombre cuyo nombre Norrell no soporta oír pronunciar. El que construyó las galerías, los canales, los puentes, ¡todo! ¡John Uskglass, el Rey Cuervo! Desde luego, la estructura se ha deteriorado con los siglos. Sea lo que fuere para lo que John Uskglass utilizaba esos caminos, parece que ya no los necesita. Las estatuas y la mampostería se han desmoronado. Por ellos entran rayos de luz de Dios sabe dónde. Algunas galerías están cortadas y otras, inundadas. Y hay algo más, muy curioso. He visto por todas partes muchos zapatos abandonados. Probablemente, de otros viajeros; de un estilo muy antiguo y muy viejos. De lo que deduzco que esos pasajes han sido muy poco frecuentados en estos últimos años. Durante todo el tiempo que estuve andando por allí sólo vi a una persona.

—¿Ha visto a alguien? —preguntó sir Walter.

—¡Oh, sí! O al menos creo que era una persona. Vi avanzar una sombra por un camino blanco que cruzaba el páramo oscuro. Hay que tener en cuenta que en aquel momento yo estaba en el puente, que era mucho más alto que cualquier puente de este mundo que yo conozca. El suelo parecía a miles de pies por debajo de mí. Miré hacia abajo y descubrí a alguien. De no haber estado buscando a Drawlight, habría encontrado la manera de bajar para seguirlo, ya que para un mago no puede haber mejor manera de pasar el tiempo que conversar con una persona así.

—¿Y esa persona sería fiable? —preguntó Arabella.

—¿Fiable? Oh, no. No lo creo. Pero se da el caso de que yo tampoco me considero muy fiable. Ojalá no haya desperdiciado mi oportunidad. Espero que mañana, cuando vuelva, pueda encontrar algún indicio de adónde puede haber ido la misteriosa figura.

—¿Va a volver? —exclamó sir Walter—. Pero ¿está seguro…?

—¡Eso no! —saltó Arabella—. No permitiré que dediques todos los minutos que te deje libre el señor Norrell a recorrer esos caminos, mientras yo vivo con la terrible angustia de no saber si te veré de nuevo. ¡No y no!

Strange la miró, sorprendido.

—¿Arabella? ¿Qué te ocurre?

—¿Qué me ocurre? ¿Tú te obstinas en exponerte al peligro más horrible y esperas que me calle?

Strange hizo un vago ademán de súplica e impotencia a la vez, como apelando a la comprensión de sir Walter y Grant.

—Cuando te dije que me iba a España, te quedaste muy tranquila, a pesar de que allí había entonces una guerra cruel. Esto, por el contrario, es totalmente…

—¿Muy tranquila? ¡Puedes estar seguro de que no estaba tranquila! Tenía mucho miedo, como todas las esposas, madres y hermanas de los hombres que combatían en España. Pero acordamos que tu deber era ir. Además, en España tenías contigo a todo el ejército británico, mientras que allí estarás completamente solo. Digo «allí», pero ninguno de nosotros sabe dónde está ese «allí».

—Perdona, pero yo sé muy bien dónde está. Son los Caminos del Rey. Desde luego, Arabella, creo que es un poco tarde para que te des cuenta de que no te gusta mi profesión.

—¡Eso no es justo! Nunca he dicho ni media palabra contra tu profesión. Me parece una de las más nobles del mundo. Estoy muy orgullosa de todo lo que tú y el señor Norrell habéis hecho, y nunca he puesto el menor impedimento a que aprendieras toda la magia que creyeses necesaria… pero hasta hoy siempre te habías conformado con hacer tus descubrimientos en los libros.

—Bien, pues ya no. Limitar las investigaciones de un mago a los libros que tiene en su biblioteca es como decirle a un explorador que te parece bien su plan para ir en busca de las fuentes de, de… como se llamen esos ríos de Africa, a condición de que no pase de Tunbridge Wells.

Arabella profirió un gritito de exasperación.

—¡Creía que tú querías ser mago, no explorador!

—Es lo mismo. Un explorador no puede quedarse en su casa mirando los mapas que han dibujado otros. Un mago no puede ampliar sus conocimientos de magia leyendo los libros que han escrito otros. Me parece evidente que, antes o después, Norrell y yo tendremos que mirar más allá de nuestros libros.

—¿Sí? ¿Te parece evidente? Bien, Jonathan, dudo mucho que para el señor Norrell sea tan evidente.

Durante esta discusión, sir Walter y el teniente coronel Grant estaban todo lo incómodos que puedan sentirse dos personas que, de improviso, son testigos de una pequeña explosión de desavenencia conyugal. En nada aliviaba su incomodidad la certeza de que, en ese momento, ni Arabella ni Strange se sentían muy bien dispuestos hacia ellos. Ya habían tenido que soportar ásperas palabras de Arabella al confesarle que habían alentado a Strange a realizar aquel peligroso acto de magia. Ahora Strange les lanzaba miradas furibundas, como si no acertara a comprender con qué derecho se habían presentado en su casa a medianoche y alarmado a su esposa, de ordinario tan dulce y plácida. Aprovechando la primera pausa de la conversación, el coronel murmuró unas incongruencias acerca de que se había hecho tarde, que la hospitalidad de sus amigos era más de lo que él se merecía y que les deseaba a todos muy buenas noches; pero como nadie prestó la menor atención a sus palabras, se vio obligado a permanecer donde estaba. Sir Walter, empero, tenía un carácter más decidido. Reconocía que había hecho mal al enviar a Strange al camino del espejo y estaba deseoso de hacer cuanto pudiera por arreglar las cosas. Como buen político, no se privaba de dar su opinión, aunque los demás no estuvieran dispuestos a escucharla.

—¿Ha leído ya todos los libros de magia que se han escrito? —preguntó.

—¿Qué? ¡No, claro que no! ¡Usted sabe muy bien que no los he leído! —dijo Strange, pensando en los libros de la biblioteca de Hurtfew.

—Esas galerías que ha visto esta noche, ¿sabe adónde llevan?

—No.

—¿Sabe cuál es la tierra oscura que hay debajo del puente?

—No, pero…

—En tal caso, ¿no será mejor hacer lo que sugiere la señora Strange y leer cuanto pueda sobre esos caminos antes de volver a ellos? —concluyó sir Walter.

—¡Pero la información de los libros es inexacta y contradictoria! Hasta Norrell lo dice, y él ha leído todo lo que se ha escrito al respecto. ¡Puede estar seguro!

Arabella, Strange y sir Walter siguieron discutiendo durante otra media hora, hasta sentirse frenéticos, malhumorados y con ganas de meterse en la cama. Strange era el único al que no parecían inquietar aquellas imágenes de galerías fantasmales y silenciosas, caminos interminables y paisajes vastos y crepusculares. Arabella estaba francamente asustada por lo que había oído, y hasta sir Walter y el coronel Grant se sentían alarmados. La magia que apenas unas horas antes parecía algo tan familiar y tan inglés, de pronto se les antojaba inhumana, ultraterrena… extranjera.

Strange, por su parte, estaba convencido de que eran las personas más obtusas e irritantes del país. Por lo visto no comprendían que él había hecho algo francamente extraordinario. No sería exagerado afirmar, pensaba, que ésa era, hasta el momento, la mayor hazaña de su carrera. Desde Martin Pale, ningún mago inglés había estado en los Caminos del Rey. Pero en lugar de felicitarlo y elogiar su habilidad —que era lo que cualquiera haría en su lugar—, no sabían sino lamentarse de un modo propio del señor Norrell.

A la mañana siguiente, Strange se despertó decidido a volver a los Caminos del Rey. Saludó a Arabella alegremente, le habló de cosas triviales y, en general, trató de actuar como si la pelea hubiera sido consecuencia del cansancio y el nerviosismo que se habían apoderado de ella la víspera. Pero mucho antes de que él pudiera sacar partido de esa falsa armonía (y escabullirse por el primer espejo de gran tamaño), Arabella le dijo claramente que seguía pensando lo mismo que por la noche.

Pero, a fin de cuentas, ¿no es vano empeño el tratar de seguir el curso de una pelea entre marido y mujer? Son las conversaciones que más meandros describen. Se alimentan de disputas y agravios tributarios de años anteriores, incomprensibles para todos, menos para la pareja. Rara vez llega a demostrarse de qué parte está la razón, aunque tampoco importa mucho.

Pero el deseo de vivir en armonía y buena amistad con el cónyuge es muy poderoso, y en eso Strange y Arabella no eran diferentes de otras parejas. Finalmente, tras dos días de discusiones, se hicieron sendas promesas. Él prometió no volver a los Caminos del Rey hasta que ella le diera permiso. Ella, a su vez, prometió darle ese permiso tan pronto él la convenciera de que no había peligro.