30. El libro de Robert Findhelm (Enero – febrero de 1812)

ES de esperar que la casa de un mago tenga ciertas peculiaridades, pero lo más peculiar que había en la de Norrell era, sin duda, Childermass. En ninguna otra casa de Londres hubiera podido encontrarse a un criado como él. Un día lo veías retirar una taza sucia y limpiar las migas de una mesa como un lacayo cualquiera, y al siguiente irrumpía en una habitación llena de almirantes, generales y nobles para decirles en qué creía él que estaban equivocados. En cierta ocasión, Norrell había reprendido públicamente al duque de Devonshire por haber hablado al mismo tiempo que Childermass.

Un brumoso día de finales de enero de 1812, Childermass entró en la biblioteca, donde el mago estaba trabajando, para notificarle escuetamente que se veía obligado a marcharse para atender ciertos asuntos y que no sabía cuándo regresaría. Luego dio instrucciones a los otros criados acerca del trabajo que debían hacer en su ausencia, montó en su caballo y se fue.

Durante las tres semanas siguientes, Norrell recibió de él cuatro cartas: una de Newark, en Nottinghamshire; una de York, en el East Riding de Yorkshire; una de Richmond, en el North Riding de Yorkshire; y una de Sheffield, en el West Riding de Yorkshire. Pero las cartas trataban únicamente de asuntos administrativos y no arrojaban ninguna luz sobre el misterioso viaje.

Childermass regresó a Londres una noche de la segunda mitad de febrero. Lascelles y Drawlight habían cenado en Hanover Square y estaban en el salón con el señor Norrell cuando él entró. Procedía directamente de los establos, con las botas y el pantalón manchados de barro y la chaqueta húmeda de lluvia.

—¿Se puede saber dónde has estado? —preguntó el mago.

—En Yorkshire —dijo Childermass—, haciendo indagaciones acerca de Vinculus.

—¿Ha visto a Vinculus? —preguntó Drawlight ansiosamente.

—No, no lo he visto.

—¿Sabes dónde está? —preguntó Norrell.

—No, no lo sé.

—¿Ha encontrado el libro de Vinculus? —preguntó Lascelles.

—No, no lo he encontrado.

Lascelles miró a Childermass con aire de reproche y chasqueó la lengua.

—Si me permite un consejo, señor Norrell, no debería permitir que el señor Childermass siguiera perdiendo el tiempo con Vinculus. Hace años que no se lo ve ni se oye hablar de él. Probablemente ha muerto.

Childermass se sentó en el sofá, como quien tiene perfecto derecho a ello, y dijo:

—Las cartas dicen que no ha muerto. Las cartas dicen que vive y que aún tiene el libro.

—¡Las cartas! ¡Las cartas! —exclamó Norrell—. ¡Te he dicho mil veces cuánto detesto oír hablar de esos objetos! ¡Harás el favor de llevártelas de mi casa y no volver a mencionarlas!

Childermass lo miró con frialdad.

—¿Desea saber lo que he averiguado o no? —preguntó.

El mago asintió hoscamente.

—Bien. En atención a usted, señor Norrell, he procurado entablar buenas relaciones con todas las esposas de Vinculus. Me parecía imposible que ninguna de ellas supiera nada que pudiese ayudarnos. Creía que no tenía más que llevarlas a las tabernas, invitarlas a ginebra y dejarlas hablar para que al fin alguna me lo dijera. Y no me equivocaba. Hace tres semanas, Nan Purvis me relató una historia que finalmente me puso sobre la pista del libro de Vinculus.

—¿Cuál de ellas es Nan Purvis? —preguntó Lascelles.

—La primera. Me contó algo que ocurrió hace veinte o treinta años, cuando Vinculus y ella se casaron. Estuvieron bebiendo en una taberna hasta que se les acabó el dinero, agotaron el crédito y fue hora de volver a la pensión. Mientras iban por la calle tambaleándose, tropezaron con un individuo tendido en el arroyo, aún más borracho que ellos. Era un anciano y estaba inconsciente. El agua sucia corría por encima de él y parecía un milagro que no se hubiera ahogado. Aquel hombre tenía algo que llamó la atención de Vinculus. Le pareció que lo conocía de algo. Se acercó a mirarlo. Entonces se echó a reír y le dio al viejo un fuerte puntapié. Nan le preguntó a su marido quién era el hombre. Él dijo que un tal Clegg. Ella le preguntó entonces de qué lo conocía. Respondió, enfadado, que él no conocía a Clegg. ¡Dijo que nunca había conocido a Clegg! Es más, le dijo que estaba decidido a no conocerlo nunca. ¡En suma, no había en el mundo nadie a quien él despreciara más que a Clegg! Cuando Nan se quejó de que eso no era explicación suficiente, Vinculus, de mala gana, dijo que aquel hombre era su padre. Y se negó a decir más.

—Pero ¿qué relación tiene eso con lo que nos interesa? —interrumpió Norrell—. ¿Por qué no has preguntado a esas esposas de Vinculus por el libro?

Childermass pareció disgustado.

—Ya les pregunté, señor. Hace cuatro años. Y usted recordará que se lo dije. Ninguna sabía nada de él.

Con un ademán de exasperación, el mago le indicó que continuara.

—Meses después, Nan estaba en una taberna escuchando a un hombre que leía de un periódico la crónica de un ahorcamiento en York. A Nan le gustaba el relato de un buen ahorcamiento y aquél la impresionó de manera especial porque el nombre del ajusticiado era Clegg. El nombre se le quedó grabado y por la noche se lo contó a Vinculus. Con sorpresa, descubrió que él ya estaba enterado y que el ahorcado era realmente su padre. Vinculus se congratulaba de su triste final… Dijo que se lo tenía bien merecido, que era culpable de un crimen terrible, el peor que se había cometido en Inglaterra en los cien últimos años.

—¿Qué crimen? —preguntó Lascelles.

—Al principio, Nan no lo recordaba. Pero tras un persistente interrogatorio y la promesa de más ginebra, se le refrescó la memoria. El hombre había robado un libro.

—¡Un libro! —exclamó el mago.

—¡Oh, señor Norrell! —gritó Drawlight—. Tiene que ser el mismo. ¡Tiene que ser el libro de Vinculus!

—¿Lo era? —preguntó Norrell.

—Creo que sí.

—¿Y sabía esa mujer lo que era el libro?

—No, señor. Ahí terminó la información de Nan. Así que me dirigí al norte, donde Clegg había sido juzgado y ejecutado, y examiné las actas del tribunal. Lo primero que descubrí es que Clegg era de Richmond, Yorkshire. ¡Oh, sí! —Lanzó una mirada significativa a Norrell—. Vinculus es, pues, por lo menos por ascendencia, un hombre de Yorkshire[1]. En su juventud Clegg era volatinero, pero como andar por la cuerda floja no es oficio que case con la bebida, y él era un gran bebedor, tuvo que abandonarlo. Regresó a Richmond y entró de criado en una próspera granja. Allí trabajaba bien y con su ingenio se ganó el aprecio del granjero, que le confiaba más y más tareas. Pero de vez en cuando Clegg iba a la taberna y se juntaba con mala gente, y entonces no se conformaba con una botella ni con dos. Bebía y bebía hasta que se secaban las espitas y se vaciaba la bodega. Entonces andaba borracho durante días, dedicado a toda clase de desmanes, robo, juego, peleas, destrozos, pero siempre procuraba que sus malas andanzas ocurrieran lejos de la granja y siempre daba una excusa plausible para explicar su ausencia, por lo que su amo no adivinaba sus tropelías, aunque los otros criados estaban enterados. El granjero se llamaba Robert Findhelm y era un hombre discreto, amable y respetable, la clase de hombre al que un granuja como Clegg engaña con facilidad. Aquella granja pertenecía a su familia desde hacía generaciones, pero en otros tiempos había sido una de las granjas de la abadía de Easby…

Norrell aspiró con fuerza y se revolvió en su asiento.

Lascelles lo miró interrogativamente.

—La abadía de Easby fue una de las fundaciones del Rey Cuervo —explicó.

—Lo mismo que Hurtfew —agregó Childermass.

—¡Vaya! —se sorprendió Lascelles[2]—. Admito: que me parece asombroso que, después de todo lo que ha dicho usted de él, haya vivido en una casa tan ligada, a su persona.

—Ustedes no lo entienden —dijo Norrell con impaciencia—. Estamos hablando de Yorkshire, del reino de Inglaterra del Norte de John Uskglass, donde él vivió y reinó durante trescientos años. Apenas hay un pueblo, ni siquiera un campo, que no tenga relación con él.

—La familia de Findhelm poseía algo más que había pertenecido a la abadía —prosiguió Childermass—, un tesoro que les había confiado el último abad y que había pasado de padres a hijos, con las tierras.

—¿Un libro de magia? —preguntó Norrell ansiosamente.

—Si es cierto lo que me han dicho en Yorkshire, era más que eso. Era El Libro de Magia. Un libro de puño y letra del Rey Cuervo.

Se hizo el silencio.

—¿Es posible? —le preguntó Lascelles a Norrell.

Éste no contestó. Estaba ensimismado, totalmente absorto por esa idea nueva y no muy grata.

Al fin habló, pero, más que responder a la pregunta de Lascelles, parecía pensar en voz alta.

—Un libro que haya pertenecido al Rey Cuervo o que haya sido escrito por él es uno de los grandes desvaríos de la magia inglesa. Más de uno ha creído haberlo encontrado o conocer su escondite. Algunos eran hombres inteligentes que hubieran podido escribir importantes obras, pero desperdiciaron su vida buscando el libro del Rey. Pero eso no quiere decir que ese libro no pueda existir en algún sitio…

—Y si existiera y alguien lo encontrara —apremió Lascelles—, ¿qué ocurriría?

Norrell meneó la cabeza, rehusando la respuesta.

Childermass contestó por él:

—Ocurriría que toda la magia inglesa tendría que ser reinterpretada a la luz de lo que allí hubiese.

Lascelles alzó una ceja.

—¿Es verdad eso?

Norrell titubeó, como si deseara responder que no.

—¿Y usted cree que ése pudiera ser el libro del Rey? —le preguntó Lascelles a Childermass.

Éste se encogió de hombros.

—Findhelm lo creía, desde luego. En Richmond encontré a dos ancianos que en su juventud habían servido en su casa. Me dijeron que el libro del Rey era su mayor orgullo. Que él se sentía, ante todo, su guardián, y después, esposo, padre y granjero. —Hizo una pausa—. La mayor gloria y la mayor carga que haya sido encomendada a persona alguna en esta era —añadió meditabundo—. El propio Findhelm, al parecer, era una especie de teórico de la magia, a un nivel modesto. Compraba libros y pagaba a un mago de Northallerton para que lo instruyera. Pero una cosa me pareció curiosa: aquellos dos criados insistían en que Findhelm nunca leía el libro del Rey y en que no tenía más que una vaga idea de su contenido.

—¡Ah! —exclamó Norrell suavemente. Lascelles y Childermass lo miraron—. Así pues, no podía leerlo. Bien, eso es muy… —Calló y se puso a morderse las uñas.

—Quizá estuviera escrito en latín —apuntó Lascelles.

—¿Y por qué supone que Findhelm no sabía latín? —preguntó Childermass con irritación—. El que fuera un granjero…

—¡Oh! No era mi intención ofender a los granjeros en general, se lo aseguro —sonrió Lascelles—. La suya es una actividad muy útil. Pero los granjeros no son famosos por su dominio de las lenguas clásicas. Dudo mucho que ni siquiera fuese capaz de reconocer el latín.

Childermass replicó que por supuesto lo habría reconocido. Findhelm no era tonto.

A lo que Lascelles repuso que él no había dicho que lo fuera.

La discusión iba subiendo de tono cuando a ambos los silenció la voz de Norrell, que dijo lenta y reflexivamente:

—Cuando el Rey Cuervo llegó a Inglaterra, no sabía leer ni escribir. En aquel entonces eran muy pocos, incluso reyes, los que sabían. Y el Rey Cuervo había crecido en una casa faérica, donde no se conocía la escritura. Él ni siquiera había visto un escrito hasta entonces. Sus nuevos sirvientes humanos le mostraron los signos de la escritura y le explicaron su utilidad. Pero él era muy joven, no tendría más de catorce o quince años, y ya había conquistado reinos en dos mundos y conocía toda la magia que un mago pudiera desear. Era arrogante y orgulloso. No sentía el afán de leer pensamientos ajenos. ¿Qué eran, comparados con los suyos? Así pues, se negó a aprender a leer y escribir latín, que era lo que deseaban sus criados, y se inventó una escritura propia a fin de preservar sus pensamientos para el futuro. Es de suponer que esa escritura reflejaba sus ideas más fielmente que el latín. Pero eso fue al principio. Después, a medida que permanecía en Inglaterra, iba cambiando más y volviéndose menos callado, menos solitario… menos sobrenatural y más humano. Al final consintió en aprender a leer y escribir como los hombres. Pero no olvidó su propia escritura, llamada Letras del Rey, que enseñó a algunos magos elegidos, a fin de que pudieran comprender mejor su magia. Martin Pale menciona las Letras del Rey, y también Belasis, pero ni uno ni otro llegaron a ver ni un solo trazo. Si algo queda escrito de puño y letra del Rey, está claro que… —Volvió a enmudecer.

—¡Vaya, señor Norrell, esta noche no para de sorprendernos! —dijo Lascelles—. ¡Tanta admiración por un hombre hacia el que siempre ha profesado desprecio y odio!

—¡La admiración no reduce ni un ápice el odio que me inspira! —respondió secamente—. He dicho que fue un gran mago. No he dicho que fuera un hombre bueno ni que su influencia en la magia inglesa me parezca beneficiosa. Además, lo que acaban de oír es mi opinión personal, no algo para dominio público. Childermass lo sabe. Childermass comprende.

Norrell miró nerviosamente a Drawlight, pero éste había dejado de prestar atención hacía rato, desde el momento en que había descubierto que la historia de Childermass no se refería a gentes del gran mundo, sino a granjeros de Yorkshire y criados borrachos. En ese momento estaba limpiando su cajita de rapé con el pañuelo.

—¿Así que Clegg robó ese libro? —preguntó Lascelles a Childermass—. ¿Eso es lo que va a decirnos?

—En cierta manera. En el otoño de mil setecientos cincuenta y cuatro, Findhelm le dio el libro a Clegg para que se lo entregara a un hombre que vivía en el pueblo de Bretton, en Derbyshire Peak. Ignoro por qué. Clegg se puso en camino y, a la segunda o tercera jornada de viaje, llegó a Sheffield. Entró en una taberna, donde se tropezó con un hombre, herrero de oficio y bebedor casi tan famoso como él. Iniciaron una competición que duró dos días y dos noches. Al principio, sólo se desafiaban a ver cuál era capaz de beber más, pero al segundo día empezaron a lanzarse descabellados retos de borracho. En un rincón de la taberna había un barril de arenques salados. Clegg desafió al herrero a caminar sobre un suelo de arenques. Para entonces ya tenían público, y toda una colección de curiosos y desocupados se puso a vaciar el barril y alfombrar el suelo con su contenido. El herrero estuvo yendo de un extremo a otro de la taberna, hasta que el suelo quedó cubierto de una capa hedionda de pescado triturado y él, magullado de pies a cabeza por las caídas que había sufrido. Entonces retó a Clegg a caminar por el alero del tejado. Clegg ya llevaba borracho todo un día. Una y otra vez, los espectadores creían que iba a caer y romperse su recondenada crisma, pero no fue así. Luego Clegg desafió al herrero a asar y comerse sus zapatos; el herrero así lo hizo, y finalmente desafió a Clegg a comerse el libro de Robert Findhelm. Clegg lo rompió en pedazos y se los fue comiendo.

Norrell profirió un grito de horror. Hasta Lascelles parpadeó con gesto de sorpresa.

—Al cabo de varios días —prosiguió Childermass—, Clegg despertó y descubrió lo que había hecho. Se encaminó a Londres, y cuatro años después se dio un revolcón con una criada de una taberna de Wapping, que fue la madre de Vinculus.

—¡Pero la explicación no puede estar más clara! —exclamó Norrell—. ¡El libro no se ha perdido! Esa historia de la competición entre borrachos fue una patraña de Clegg para engañar a Findhelm. ¡En realidad, él guardó el libro y se lo dio a su hijo! Si pudiéramos descubrir…

—Pero ¿por qué? —dijo Childermass—. ¿Por qué tanto afán por conseguir un libro para un hijo al que nunca había visto y no le importaba en absoluto? Además, Vinculus aún no había nacido cuando Clegg emprendió viaje a Derbyshire.

Lascelles carraspeó.

—Por una vez, señor Norrell, estoy de acuerdo con el señor Childermass. Si Clegg aún tenía el libro o sabía dónde se encontraba, lo hubiera presentado en el juicio o habría tratado de utilizarlo para salvar su vida.

—Y si Vinculus se benefició del delito de su padre, ¿por qué lo odiaba tanto? —agregó Childermass—. ¿Por qué se alegró cuando lo ahorcaron? Robert Findhelm estaba convencido de que el libro había sido destruido, eso está claro. Nan me dijo que a Clegg lo ajusticiaron por robar un libro, pero la acusación que formuló Robert Findhelm no era de robo. El cargo era por asesinato de libro. Clegg fue el último hombre de Inglaterra colgado por asesinato de libro[3].

—¿Y por qué Vinculus afirma que posee ese libro, si su padre se lo comió? —preguntó Lascelles, desconcertado—. La cosa no tiene sentido.

—De algún modo, la herencia e Robert Findhelm ha pasado a Vinculus, pero no sé cómo.

—¿Y el hombre de Derbyshire? —dijo Norrell de pronto—. Has dicho que Findhelm quería enviar el libro a un hombre de Derbyshire.

Childermass suspiró.

—He pasado por Derbyshire en el viaje de regreso a Londres. He ido al pueblo de Bretton. Tres casas y una posada en lo alto de una colina desolada. Quienquiera que fuese el hombre que Clegg tenía que buscar, ya hace tiempo que habrá muerto. Allí no he encontrado nada.

Stephen Black y el hombre del pelo plateado estaban sentados en la sala del piso de arriba del café del señor Wharton, en Oxford Street, donde solían reunirse los Chicos de la Madrugada.

El caballero, como tantas otras veces, hablaba del gran afecto que sentía por Stephen.

—Lo que me recuerda que hace meses que deseo pedirte disculpas y darte una explicación.

—¿Pedirme disculpas a mí, señor?

—Sí, Stephen. Lo que más deseamos en este mundo tú y yo es la felicidad de lady Pole, pero por las condiciones del funesto convenio que hice con el mago, estoy obligado a devolverla por la mañana a casa de su marido, donde ha de pasar las largas horas del día, esperando la noche. Pero tú, que eres inteligente, debes de saber que sobre ti no pesan tales limitaciones, y te preguntarás por qué no te dejo en Desesperanza de modo permanente, para que seas feliz para siempre.

—Sí, señor; alguna vez me lo he preguntado. —Hizo una pausa, porque tenía la impresión de que todo su futuro dependía de la pregunta que hiciera después—. ¿Algo se lo impide?

—Sí, Stephen. En cierto modo.

—Entiendo. Bien, es una lástima.

—¿No te gustaría saber qué es?

—¡Oh, sí, señor! ¡Claro que sí!

—Pues ahora lo sabrás —dijo el caballero, adoptando una expresión grave y solemne, insólita en él—. Nosotros, los seres sobrenaturales, podemos vislumbrar el futuro. Con frecuencia, la suerte se sirve de nosotros a modo de vehículos de profecía. En el pasado, muchos cristianos alcanzaron destinos grandes y nobles gracias a nuestra ayuda: Julio César, Alejandro Magno, Carlomagno, William Shakespeare, John Wesley, etcétera[4]. Pero a veces nuestra visión de las cosas venideras es borrosa y… —hizo un vivo ademán, como para retirar una gruesa telaraña de delante de su cara— imperfecta. Por la gran estima que te tengo, Stephen, he leído en el humo de ciudades incendiadas y campos de batalla y estrujado las entrañas de los moribundos, para descubrir tu futuro. ¡Es cierto que estás destinado a ser rey, y debo añadir que no me sorprende en absoluto! Desde el primer momento sentí que tenías que ser rey y que yo no podía equivocarme. Y ahora creo saber qué reino ha de ser el tuyo. El humo, las entrañas y las demás señales indican claramente que es un reino en el que ya has estado, con el que tienes estrechos lazos.

Stephen esperó.

—¿Pero no lo ves? —exclamó el caballero con impaciencia—. ¡Ha de ser Inglaterra! ¡No imaginas la alegría que me causó enterarme de esta noticia!

—¡Inglaterra! —exclamó Stephen.

—¡En efecto! Nada podría ser más beneficioso para la propia Inglaterra que el que tú fueras su rey. El viejo monarca es viejo y está ciego, y sus hijos son gordos y borrachos. Ahora ya sabes por qué no puedo llevarte a Desesperanza. ¡Haría muy mal en apartarte del reino que por derecho te corresponde!

Stephen estaba en suspenso, tratando de comprender.

—¿Y no podría estar ese reino en algún lugar de África? —preguntó al fin—. Quizá esté escrito que debo volver allí y quizá, por algún extraño prodigio, la gente reconozca en mí al descendiente de uno de sus reyes.

—Quizá —dijo el caballero dubitativamente—. ¡Pero no! Eso no puede ser. Porque se trata de un reino en el que ya has estado. Y tú nunca has estado en África. ¡Oh, Stephen! Cómo deseo que se cumpla tu maravilloso destino. Ese día, mis muchos reinos se aliarán a Gran Bretaña y tú y yo viviremos en perfecta amistad y hermandad. ¡Imagina como temblarán nuestros enemigos! ¡Imagina la rabia que consumirá a los magos! ¡Cómo se maldecirán a sí mismos por no habernos tratado con más respeto!

—Pero tal vez se equivoca, señor. Yo no puedo reinar en Inglaterra. Y menos con esta… —Extendió las manos. «Piel negra», pensó. Y en voz alta prosiguió—: Sólo usted, señor, por el afecto que me tiene, puede creer posible tal cosa. Los esclavos no se convierten en reyes, señor.

—¿Esclavos, Stephen? ¿Qué dices?

—Yo nací esclavo, señor. Como muchos de mi raza. Mi madre era esclava en una hacienda que el abuelo de sir Walter tenía en Jamaica. Sir William fue a Jamaica a vender su hacienda para pagar sus deudas, y una de las posesiones que trajo consigo a la vuelta era mi madre. Mejor dicho, él quería traerla para que sirviera en su casa, pero durante el viaje ella me tuvo a mí y murió.

—¡Ja! —exclamó el caballero en tono triunfal—. ¡Eso es exactamente lo que decía! Tú y tu estimable madre fuisteis hechos esclavos por los malvados ingleses, que con sus maquinaciones causaron vuestra desgracia.

—Bien, sí, señor. Es verdad, en cierto sentido. Pero ahora no soy esclavo. Nadie que esté en suelo británico puede ser esclavo. El aire de Inglaterra es aire de libertad. Los ingleses se precian de ello. —Pero pensó: «No obstante, poseen esclavos en otros países»—. Desde el momento en que el ayuda de cámara de sir William me bajó del barco en brazos, fui libre.

—En cualquier caso, ¡tenemos que castigarlos! —gritó el caballero—. Podemos matar fácilmente al marido de lady Pole, después bajaré al infierno a buscar a su abuelo y entonces…

—Pero no fueron sir William ni sir Walter los que esclavizaban a la gente —protestó Stephen—. Sir Walter siempre se ha opuesto a la trata de esclavos. Y sir William fue muy bueno conmigo. Me bautizó y me dio una educación.

—¿Que te bautizó? ¿Hasta tu mismo nombre es una imposición de tus enemigos? ¿No significa esclavitud? Te aconsejo que renuncies a él y elijas otro en cuanto subas al trono de Inglaterra. ¿Cómo te llamaba tu madre?

—No lo sé, señor. No estoy seguro de que me llamara de algún modo.

El caballero entornó los ojos en señal de que estaba pensando intensamente.

—Una madre muy rara sería la que no diera un nombre a su hijo. Sí, tiene que haber un nombre que sea tuyo. Realmente tuyo. Por lo menos eso lo veo claro. El que tu madre te daba con el corazón durante los preciosos momentos en que te tuvo en sus brazos. ¿No sientes curiosidad por saber cuál es?

—Desde luego, señor. Pero mi madre murió hace tiempo. Quizá no reveló a nadie ese nombre. Hasta el suyo se ha olvidado. Un día, siendo niño, se lo pregunté a sir William, pero él no lo recordaba.

—Sin duda lo sabía bien, pero no quiso decírtelo, por maldad. Hace falta alguien excepcional para recuperar tu nombre, Stephen, alguien de singular perspicacia, extraordinario talento e incomparable nobleza de carácter. Alguien como yo. Sí, eso haré. ¡En prueba de la estima que te tengo, descubriré tu verdadero nombre!