A Finales de 1810, la situación del gobierno no podía ser peor. Las malas noticias asaltaban a los ministros a cada paso. Los franceses triunfaban en todas partes: las grandes potencias europeas que se habían coaligado con los ingleses para luchar contra Napoleón Buonaparte (y que habían sido derrotadas por él), al descubrir su error se habían aliado con el emperador. En Inglaterra, el comercio estaba hundido por la guerra, y en todo el país la gente iba a la ruina. Durante dos años consecutivos se perdieron las cosechas. La hija menor del rey enfermó y murió, y el monarca enloqueció de dolor.
La guerra destruía todos y cada uno de los bienes del presente y proyectaba una negra sombra sobre el futuro. Soldados, comerciantes, políticos, granjeros, todos maldecían la hora en que habían nacido, pero los magos (especie que gusta de llevar siempre la contraria) estaban encantados por el cariz que tomaban los acontecimientos. Hacía muchos siglos que no se tenía en tan alta consideración su arte. Todos los intentos llevados a cabo para ganar la guerra habían terminado en desastre, y ahora la mayor esperanza para Gran Bretaña parecía residir en la magia.
En todos los departamentos del Ministerio de la Guerra y el Almirantazgo había hombres ansiosos por emplear al señor Norrell y al señor Strange. Eran tantos los visitantes que acudían al domicilio del primero en Hanover Square que muchos tenían que esperar hasta las tres o las cuatro de la madrugada para ser atendidos por uno de los magos. Eso no suponía una gran prueba mientras hubiera esperando en el salón varios caballeros, pero desgraciado del que era recibido en último lugar, ya que no resulta muy agradable aguardar en plena noche frente a una puerta abierta detrás de la cual sabe uno que operan dos magos[1].
Por entonces se hablaba mucho (dondequiera que fueses oías la misma historia) de los fallidos intentos de Napoleón Buonaparte por encontrar a su propio mago. Los espías de lord Liverpool[2] informaron de que el emperador, celoso del éxito de los magos ingleses, había enviado agentes por todo el imperio en busca de una persona o personas que poseyeran dotes mágicas. Hasta el momento, empero, no habían encontrado más que a un holandés llamado Witloof que poseía un armario mágico. El armario fue transportado a París en un birlocho-landó. En Versalles, Witloof aseguró al emperador que dentro de aquel mueble podía hallar respuesta a cualquier pregunta.
Según informaron los espías, Buonaparte le hizo al armario las tres preguntas siguientes: «¿Es niño el hijo que espera la emperatriz?», «¿Volverá a cambiar de bando el zar de Rusia?» y «¿Cuándo serán derrotados los ingleses?».
Witloof se metió tres veces en el armario y salió de él con las siguientes respuestas: «Sí», «No» y «Dentro de cuatro semanas». Cada vez que entraba en el armario, se oía un estrépito espantoso, como si allí dentro estuvieran chillando la mitad de los demonios del infierno, nubes de pequeñas estrellas de plata salían por las rendijas y el mueble se balanceaba ligeramente sobre sus patas de bola y garra. Contestadas las tres preguntas, Buonaparte contempló en silencio el armatoste durante un rato, se acercó y abrió las puertas. Dentro había una oca (que hacía el ruido), salitre (que producía las estrellitas) y un enano (que encendía el salitre y azuzaba a la oca). No se sabe con seguridad qué fue de Witloof y del enano, pero la oca se la cenó el emperador a la noche siguiente.
A mediados de noviembre, el Almirantazgo invitó a Norrell y Strange a Portsmouth, a pasar revista a la Flota del Canal, honor que habitualmente se reservaba a almirantes, héroes y reyes. El día señalado, los dos magos y Arabella se trasladaron a Portsmouth en el coche de Norrell. Su entrada en la ciudad fue saludada con salvas de cañón de todos los barcos fondeados en el puerto y los arsenales y las fortalezas que lo rodeaban. En Spithead, fueron conducidos por entre los buques en una embarcación de remos, seguidos por un plantel de almirantes, altos jefes y capitanes que les daban escolta en sus falúas. Les seguían otros barcos de carácter menos oficial, cargados de los buenos ciudadanos de Portsmouth que habían acudido a ver, saludar y vitorear a los magos. A su regreso a Portsmouth, Norrell y los Strange visitaron los astilleros, y por la noche asistieron a un gran baile ofrecido en su honor en el salón de actos, con toda la ciudad iluminada.
En general, el baile fue calificado de magnífico. Sólo al principio hubo una ligera nota discordante, cuando unos invitados, incautamente, le hicieron a Norrell ciertos comentarios acerca de lo fastuoso de la ocasión y la belleza del salón. Bastó la seca respuesta del mago para convencerlos de que era un hombre huraño y antipático, reacio a hablar con alguien que estuviera por debajo de la categoría de almirante. Pero la espontánea afabilidad de los Strange los resarció con creces de esa decepción. Ellos sí estaban encantados de ser presentados a los principales habitantes de Portsmouth, y hablaban con admiración de la ciudad, de los barcos que habían visto y de cosas de la mar y la navegación. Strange bailó todos los bailes sin excepción, la señora Strange sólo descansó en dos, y no regresaron a sus habitaciones de La Corona hasta pasadas las dos de la madrugada.
Como se había acostado poco antes de las tres, Strange no se sintió muy complacido cuando, a las siete de la mañana, lo despertó un golpe en la puerta. Era uno de los criados de la fonda.
—Le pido disculpas, señor —dijo el hombre—, pero el almirante del puerto ha mandado decir que el False Prelate ha embarrancado en el arenal del Caballo. Ha enviado al capitán Gilbey a buscar a uno de los magos, pero el otro tiene jaqueca y no puede ir.
Pese a los esfuerzos del hombre por explicarse, no resultaba muy comprensible el mensaje, y Strange dudaba que lo hubiera entendido mejor de haber estado más despierto. No obstante, estaba claro que «algo» había ocurrido y que se le pedía que fuera a «algún sitio».
—Diga al capitán Comosellame que espere —suspiró—. Ahora mismo voy.
Se vistió y bajó. En el café encontró a un joven apuesto con uniforme de capitán paseándose arriba y abajo. Era el capitán Gilbey. Strange recordó haberlo visto en el baile, un hombre inteligente y afable. Visiblemente aliviado al ver al mago, el capitán le explicó que un barco, el False Prelate, había encallado en los bajíos de Spithead. La situación era difícil. Quizá se pudiera sacar de allí al navío sin que sufriera graves daños, o quizá no. Entretanto, el almirante del puerto presentaba sus respetos al señor Norrell y al señor Strange y les rogaba que uno u otro, o ambos, acompañasen al capitán Gilbey para ver si podían hacer algo.
En la puerta de La Corona aguardaba una calesa. Un criado sujetaba el caballo. Strange y Gilbey subieron al carruaje, que el capitán condujo a buen ritmo. La ciudad empezaba a despertar con cierto aire de premura y alarma. Se abrían ventanas por las que asomaban cabezas tocadas con gorros de dormir, que gritaban preguntas a las que los de la calle respondían con grandes voces. Mucha gente parecía caminar apresuradamente en la misma dirección que llevaba el carruaje.
Cuando llegaron a la muralla, el capitán Gilbey tiró de las riendas. El aire era frío y húmedo y del mar soplaba una brisa fresca. A poca distancia de la orilla, un barco enorme estaba tumbado de lado, agitando inútilmente las velas en el agua gris. Se veía a los marineros, muy pequeños, negros y lejanos, asidos a la borda y descolgándose por el costado del buque, en torno al que se había congregado una docena de botes de remos y pequeñas embarcaciones de vela.
A los ojos de Strange, profano en materia de navegación, parecía que el barco, sencillamente, se había echado a dormir. Pensó que, en el lugar del capitán, él le habría soltado un buen rapapolvo y lo habría obligado a levantarse.
—¿Qué hacen esas pequeñas embarcaciones? —preguntó.
—Descargan las provisiones y desmontan las piezas de artillería.
—¿Por qué?
—Para aligerar el barco. Quizá así, cuando suba la marea, se enderece y desencalle.
—Comprendo. Pero no entiendo cómo ha podido ocurrir una cosa así; docenas de barcos entran y salen de Portsmouth a todas horas.
El capitán se encogió de hombros.
—No es tan raro como usted imagina. Quizá el contramaestre no conocía bien los canales de Spithead, o quizá estaba borracho.
Estaba congregándose una gran multitud. En Portsmouth, todos sus habitantes tienen relación con el mar y los barcos y algún interés particular que defender. Las conversaciones cotidianas giran en torno a las naves que entran y salen del puerto y las que están ancladas en Spithead. Un hecho como aquél suscitaba la preocupación general. Atraía no sólo a los habituales paseantes desocupados (que no eran pocos), sino también a los ciudadanos y comerciantes más activos, y, por supuesto, a todos los caballeros de la Marina que disponían de tiempo para acercarse a ver qué ocurría. Ya se había iniciado una vehemente discusión acerca de qué había hecho mal el contramaestre y qué debía hacer el capitán para remediarlo.
Tan pronto la muchedumbre comprendió quién era Strange y por qué estaba allí, se apresuró en convertirlo en depositario de sus diversas opiniones. Desgraciadamente, se utilizaba mucho lenguaje náutico, por lo que, en el mejor de los casos, Strange no captaba sino una vaga impresión de lo que su interlocutor quería decir. Después de oír una explicación, cometió el error de preguntar qué significaban «barloventear» y «pairar», lo que dio lugar a una disertación de los principios de la navegación tan desconcertante que sólo sirvió para aumentar su confusión.
—Bien. El problema principal es que el barco está acostado. ¿Quieren que lo enderece? Eso sería fácil.
—¡Santo Dios, no! —exclamó Gilbey—. ¡De ninguna manera! La quilla se hundiría en la arena y se le abriría un agujero. El agua entraría y todos se ahogarían.
—¡Oh!
Su siguiente propuesta tuvo aún peor acogida. Alguien habló de que una brisa más intensa podría separar el buque del banco de arena cuando subiera la marea, lo que lo indujo a pensar que un fuerte viento podría ayudar. Levantó las manos, disponiéndose a conjurarlo.
—¿Qué hace? —preguntó el capitán. Strange se lo dijo—. ¡No! ¡No! ¡No! —gritó horrorizado.
Varias personas se abalanzaron sobre Strange y lo sujetaron. Un hombre se puso a zarandearlo como si pensara que así podría disipar los efectos de la magia antes de que se materializaran.
—El viento sopla del sudoeste —explicó el capitán—. Si aumenta de fuerza, lanzará el barco contra la arena y casi con toda seguridad le partirá el casco. ¡Todos se ahogarán!
Se oyó comentar a alguien que en su vida podría comprender por qué el Almirantazgo tenía en tan alto concepto a un individuo de tan pasmosa ignorancia.
Otro respondió con sarcasmo que tal vez no fuera un gran mago, pero por lo menos bailaba muy bien.
Un tercero se rio.
—¿Cómo se llama esa arena? —preguntó Strange.
El capitán sacudió la cabeza con gesto de exasperación, dándole a entender que no tenía ni la menor idea de lo que quería decir.
—Ese… ese sitio… la cosa en que está atrapado el barco —insistió Strange—. ¿Algo sobre caballos?
—Esos bajíos se llaman el arenal del Caballo —dijo Gilbey con frialdad, y se volvió para hablar con otra persona.
Durante un minuto o dos, nadie prestó atención al mago. La multitud observaba los movimientos de los balandros, bergantines y barcazas en torno al False Prelate, o miraba el cielo y hablaba de cómo estaba cambiando el tiempo y de dónde soplaría el viento cuando subiese la marea.
De pronto, varias personas señalaron al agua. Allí se veía algo extraño. Era algo grande, plateado, con cabeza alargada, de forma extraña, y una cabellera como una masa de largas hierbas pálidas ondeando a la espalda. Parecía estar nadando hacia el False Prelate. Apenas la muchedumbre había empezado a lanzar exclamaciones de sorpresa y admiración acerca del misterioso objeto, cuando aparecieron varios más. Al momento, había una legión de formas plateadas —más de las que un hombre podía contar— que nadaban hacia el barco con gran soltura y rapidez.
—¿Qué diantre son? —preguntó alguien.
Eran muy grandes para ser hombres y no parecían peces ni delfines.
—Son caballos —dijo Strange.
—¿De dónde han salido? —inquirió otro.
—Los he hecho yo. Con arena. Del arenal del Caballo, exactamente.
—¿Y no se desharán? —quiso saber un hombre de la multitud.
—¿Para qué son? —preguntó el capitán Gilbey.
—Están hechos de arena, agua de mar y magia, y durarán mientras haya trabajo para ellos. Capitán, que una de las embarcaciones lleve un mensaje al capitán del False Prelate para que sus hombres enganchen el barco a los caballos, a tantos como puedan. Los caballos lo sacarán de los bajíos.
—¡Oh! Muy bien. Sí, naturalmente.
Aún no hacía media hora que el mensaje había llegado al False Prelate cuando el barco ya estaba a flote y los marineros arreglaban las velas y hacían las mil y una cosas que hacen los marineros (cosas que, a su manera, son tan misteriosas como los actos de los magos). En cualquier caso, hay que señalar que la magia no se desarrolló exactamente como Strange se había propuesto. Él no esperaba que hubiera grandes dificultades para capturar los caballos. Suponía que habría en el barco cuerdas suficientes para los cabestros, y había tratado de ajustar el hechizo de manera que los animales fueran lo más dóciles posible. Pero los marineros en general no saben mucho de caballos. Ellos saben del mar y nada más. Algunos hicieron todo lo que pudieron por sujetar las bestias y engancharlas, pero la mayoría no sabía ni cómo empezar o tenía miedo de aquellas espectrales criaturas plateadas y no se atrevía a acercarse a ellas. De los cien caballos que Strange creó, sólo veinte fueron atados al barco. Esos veinte, desde luego, fueron esenciales para sacar al False Prelate, pero no menos útil fue la fosa que se abrió en la arena a medida que con ella se iban generando más y más caballos.
En Portsmouth las opiniones estaban divididas, ya que, mientras unos decían que Strange había realizado una acción gloriosa salvando al False Prelate, otros afirmaban que había utilizado el desastre para favorecer su carrera. Muchos capitanes y oficiales de la plaza decían que la magia que había practicado, de un carácter muy ostentoso, tenía por objeto llamar la atención hacia su talento e impresionar al Almirantazgo más que salvar el barco. Tampoco los caballos de arena les habían gustado. No se limitaron a hacer su tarea y desaparecer, como había dicho Strange, sino que estuvieron nadando por Spithead durante un día y medio y después se tumbaron y quedaron convertidos en bancos de arena en los lugares más inesperados. Los contramaestres y pilotos de Portsmouth se quejaron al almirante del puerto de que Strange hubiera alterado de forma permanente los canales y bajíos de Spithead, por lo que la Marina tendría que volver a sondear e inspeccionar el fondeadero, con el trabajo y el gasto consiguientes.
Ahora bien, en Londres, donde los ministros no sabían de barcos ni de navegación más que el propio Strange, sólo una cosa estaba clara: Strange había salvado un barco, cuya pérdida habría costado al Almirantazgo una buena suma de dinero.
—El rescate del False Prelate ha puesto de manifiesto una cosa —le dijo sir Walter Pole a lord Liverpool—, y es la ventaja de tener sobre el terreno a un mago capaz de resolver una crisis en el momento en que ésta se presenta. Ya sé que se habló de enviar a Norrell a algún sitio y hubo que desistir, pero ¿y si enviáramos a Strange?
Lord Liverpool reflexionó.
—Creo que sólo estaría justificado el poner al señor Strange al servicio de uno de nuestros generales si estuviéramos relativamente seguros de que ese general tiene posibilidades de obtener una victoria sobre los franceses en un plazo más bien breve. Otra cosa sería un imperdonable desperdicio del talento del señor Strange, talento que, lo sabe Dios, buena falta nos hace en Londres. Con franqueza, en cuanto a generales, no hay muchas posibilidades de elección. En realidad sólo tenemos a lord Wellington.
—¡Oh, desde luego!
Lord Wellington se encontraba en Portugal con su ejército, por lo que no era fácil averiguar su opinión, pero, casualmente, su esposa vivía en el número 11 de Harley Street, justo enfrente de sir Walter. Aquella noche, al regresar a casa, sir Walter llamó a la puerta de lady Wellington y le preguntó qué creía ella que pensaría su esposo de la idea de contar con los servicios de un mago. Pero lady Wellington, una persona insignificante e infeliz cuyas opiniones no eran muy valoradas por su marido, no supo qué responder.
Strange se mostró encantado con el plan. Arabella, aunque menos entusiasta, dio su conformidad sin titubeos. El mayor obstáculo para la marcha de Strange lo constituía Norrell, lo cual no fue una sorpresa para nadie. Durante el último año, Norrell había llegado a contar mucho con su discípulo. Le consultaba todas aquellas cuestiones que en otro tiempo sometía a Drawlight y Lascelles. No hablaba más que de Strange cuando Strange estaba ausente y no hablaba a nadie más que a Strange cuando Strange estaba presente. Era aquél un vínculo que parecía tanto más fuerte por ser totalmente nuevo; él nunca se había sentido cómodo del todo en sus relaciones con otras personas. Si en un salón concurrido Strange conseguía escabullirse durante un cuarto de hora, Norrell enviaba a Drawlight a averiguar adónde había ido y con quién estaba hablando. Por consiguiente, cuando se enteró del plan de enviar a su único discípulo y amigo a la guerra, puso el grito en el cielo.
—Me asombra, sir Walter, que siquiera sugiera semejante idea.
—Pero durante una guerra todos hemos de estar dispuestos a sacrificarnos por nuestro país —dijo sir Walter, no sin irritación—. Y muchos miles ya se han sacrificado.
—¡Pero eran soldados! —exclamó Norrell—. ¡Oh! Ya sé que, a su manera, un soldado es muy valioso, pero eso no es nada comparado con la pérdida que sufriría la nación si algo le ocurriera al señor Strange. Tengo entendido que en High Wycombe hay una escuela en la que cada año reciben formación trescientos oficiales. ¡Ojalá yo pudiera contar con trescientos magos a los que instruir! ¡Quizá entonces la magia inglesa se hallara en una situación mucho más halagüeña que la actual!
Después de que sir Walter hubiera fracasado en su intento, lord Liverpool y el duque de York hablaron a su vez con Norrell, pero ninguno de ellos consiguió que el mago contemplara la marcha de su alumno más que con horror.
—¿Ha tomado en consideración el prestigio que ello reportará a la magia inglesa? —le dijo Strange.
—Es posible —repuso malhumorado—. ¡Pero nada más apto para evocar el recuerdo del Rey Cuervo y de esa magia turbulenta y maléfica que la presencia de un mago inglés en un campo de batalla! La gente empezará a pensar que invocamos a los espíritus y consultamos a las lechuzas y los osos. Cuando lo que yo deseo para la magia inglesa es que se la considere una profesión tranquila y respetable, la clase de profesión, en suma…
—Señor Norrell —dijo Strange, apresurándose a interrumpir un discurso que había oído cien veces—, yo no llevaré una escolta de caballeros duendes. Y existen otras consideraciones que haríamos mal en pasar por alto. Usted y yo nos hemos lamentado con frecuencia de que se nos pide sin cesar que realicemos la misma clase de hechizos una y otra vez. Imagino que las necesidades de la guerra me exigirán que use una magia completamente nueva y, como tantas veces hemos comentado, señor, la práctica de la magia hace que la teoría sea mucho más fácil de comprender.
Pero uno y otro tenían temperamentos muy dispares para ponerse de acuerdo sobre semejante punto. Strange hablaba de enfrentarse al peligro a fin de conquistar gloria para la magia inglesa. Su lenguaje y sus metáforas estaban extraídos de los juegos de azar y de la guerra, por lo que mal podían hallar un eco favorable en los oídos de Norrell. Éste le advirtió que iba a encontrar la guerra muy desagradable.
—Uno está casi siempre mojado y con frío en un campo de batalla. Le gustará mucho menos de lo que imagina.
Durante varias semanas de enero de 1811, pareció que la oposición de Norrell impediría a Strange ir a la guerra. El error que habían cometido sir Walter, lord Liverpool, el duque de York y el propio Strange fue el de apelar a la nobleza, el patriotismo y el sentido del deber. No cabe duda de que Norrell poseía esas virtudes, pero en él eran más fuertes otros principios que siempre se opondrían a más nobles inclinaciones.
Afortunadamente, andaban cerca dos caballeros que sabían mover los hilos con más habilidad. Lascelles y Drawlight estaban tan deseosos como todo el mundo de que Strange fuera a Portugal, y, en su opinión, el mejor medio para conseguirlo era servirse de la preocupación de Norrell acerca del destino de la biblioteca del duque de Roxburghe.
Hacía tiempo que aquella biblioteca era una espina que el mago tenía clavada. Era una de las bibliotecas privadas más importantes del reino, superada únicamente por la del propio Norrell. Unos cincuenta años antes, el duque de Roxburghe, caballero de lo más inteligente, refinado y respetable, se había enamorado de la hermana de la reina y le había pedido al rey el consentimiento para casarse con ella. Por razones que tenían que ver con la etiqueta, las formas y las prioridades cortesanas, el rey se lo negó. Con el corazón destrozado, el duque y la hermana de la reina se hicieron la promesa solemne de amarse siempre y no casarse con otra persona. No sé si ella cumplió su promesa, pero el duque se retiró a su castillo de la frontera de Escocia y, para llenar su soledad, empezó a coleccionar libros raros, manuscritos medievales exquisitamente iluminados, e incunables creados en los talleres de genios tales como William Caxton, de Londres, y Valdarfer, de Venecia. A principios de siglo, la biblioteca del duque era una de las maravillas del mundo. Su excelencia amaba la poesía, la caballería, la historia y la teología. No sentía especial interés por la magia, pero le encantaban todos los libros antiguos, y no sería de extrañar que hubiera ido a parar a su poder algún que otro texto mágico.
Norrell le había escrito en numerosas ocasiones para rogarle que le permitiera examinar y, quizá, adquirir los ejemplares de magia que pudiera poseer. El duque no estaba dispuesto a satisfacer la curiosidad del mago por ser inmensamente rico, tampoco necesitaba su dinero. Al haber permanecido durante largos años fiel a la promesa hecha a la hermana de la reina, no tenía descendencia ni heredero directo. A su muerte, gran número de sus parientes varones sintieron la firme convicción de ser el nuevo duque de Roxburghe y presentaron sus reivindicaciones al Comité de Privilegios de la Cámara de los Lores. Tras estudiar el caso, el comité dedujo que el nuevo duque podía ser o bien el general de división Ker o bien sir James Innes, pero no estaba del todo seguro acerca de cuál de ellos, y se propuso seguir investigando. A principios de 1811 aún no había tomado una decisión.
En la mañana de un martes frío y lluvioso, Norrell se hallaba sentado en su biblioteca de Hanover Square, en compañía de Lascelles y Drawlight. También estaba en la habitación Childermass, escribiendo cartas a varios departamentos del gobierno por encargo de su amo. Strange había ido a Twickenham con Arabella, a visitar a un amigo.
Lascelles y Drawlight hablaban del litigio entre Ker e Innes. Unas alusiones de Lascelles aparentemente casuales a la famosa biblioteca captaron la atención del mago.
—¿Qué se sabe de esos hombres? —preguntó—. ¿Se interesan por la práctica de la magia?
—A ese respecto, puede estar tranquilo. Le aseguro que lo único en que Innes o Ker están interesados es en ser duque. No recuerdo haber visto a ninguno de ellos ni abrir un libro.
—¿No? ¿No les importan los libros? Bien, eso es tranquilizador. —Norrell reflexionó—. Pero supongamos que uno de ellos entra en posesión de la biblioteca del duque, encuentra en un estante un antiguo texto de magia y siente curiosidad. La gente siente curiosidad por la magia, ¿saben? Esa ha sido una de las más lamentables consecuencias de mi éxito. El hombre lee un poco y se cree en disposición de probar algún hechizo. Al fin y al cabo, así empecé yo cuando, a los doce años, abrí un libro de la biblioteca de mi tío y en su interior encontré una página que había sido arrancada de un tomo mucho más antiguo. En el mismo instante en que la leí, sentí la convicción de que tenía que ser mago.
—¿En serio? Qué interesante —dijo Lascelles en tono de total aburrimiento—. Pero no creo que eso llegue a ocurrirles ni a Innes ni a Ker. Innes debe de tener setenta y tantos años, lo mismo que Ker. Ninguno de los dos va en busca de nueva profesión.
—¿Y no tienen parientes jóvenes? ¿Parientes que quizá sean ávidos lectores de Amigos de la Magia Inglesa y El Mago Moderno? ¡Parientes que se lanzarían sobre cualquier libro de magia nada más verlo! No, señor Lascelles, perdóneme, pero no puedo considerar que la avanzada edad de esos caballeros sea una garantía.
—Bien, señor Norrell. Pero dudo que esos jóvenes taumatómanos[3] a los que tan vívidamente describe tengan ocasión de examinar la biblioteca. Tanto Ker como Innes han incurrido en grandes gastos en el proceso para reivindicar el título. La primera preocupación del nuevo duque, quienquiera que sea, será la de pagar a los abogados. Tan pronto ponga los pies en Floors Castle, buscará algo que vender[4]. Mucho me sorprendería que, una vez el comité haya tomado una decisión, antes de una semana no saliera a la venta la biblioteca.
—¡Una venta de libros! —exclamó Norrell, alarmado.
—¿Por qué se asusta? —repuso Childermass levantando la mirada del papel que estaba escribiendo—. Una venta de libros es lo que más le ha gustado siempre.
—Oh, eso era antes, cuando en este país nadie más que yo se interesaba por los textos de magia, pero ahora temo que muchas personas quieran adquirirlos. Supongo que la venta se anunciará en el Times.
—¡Bah! —dijo Drawlight—. Si otra persona los comprara, podría usted quejarse a los ministros. ¡Incluso al príncipe de Gales! Es contrario a los intereses de la nación que posea obras de magia alguien que no sea usted, señor Norrell.
—O Strange —apuntó Lascelles—. No creo que ni el príncipe de Gales ni los ministros tuvieran algo que objetar a que Strange se llevara los libros.
—Es verdad —convino Drawlight—. Olvidaba a Strange.
Norrell pareció más alarmado que nunca.
—Pero el señor Strange comprenderá que lo más natural es que esos volúmenes sean míos —dijo—. Deben estar todos juntos en una biblioteca. No deben separarse. —Miró en derredor, expectante, en busca de asentimiento—. Naturalmente, no tendré inconveniente en que él los lea. Todo el mundo sabe cuántos libros, cuántos de mis preciosos libros, le he prestado. Es decir… bien, dependería del tema.
Los otros callaron. Ellos sabían, sí, cuántos libros le había prestado. Y también sabían cuántos se había reservado.
—Strange es un caballero —dijo Lascelles—. Se comportará como tal y otro tanto esperará de usted. Si los libros le son ofrecidos a usted y sólo a usted particularmente, creo que debe comprarlos, pero si salen a subasta, él se sentirá con derecho a pujar contra usted.
Norrell lo miró con fijeza. Nerviosamente, se humedeció los labios con la lengua.
—¿Y cómo cree usted que se venderán? ¿En subasta o por transacción privada?
—En subasta —respondieron los tres al unísono.
Norrell se tapó la cara con las manos.
—Ahora bien —dijo Lascelles, como si acabara de ocurrírsele la idea—, si Strange estuviera ausente no podría pujar. —Bebió un sorbo de café—. ¿Verdad?
Norrell alzó la cabeza con expresión esperanzada.
De pronto, parecía muy conveniente que el señor Strange se trasladara a Portugal durante un año, poco más o menos[5].