21. Las cartas de Marsella (Febrero de 1808)

LA taberna se llamaba La Piña y en otro tiempo había sido refugio y escondite de un célebre ladrón y asesino. Aquel ladrón tenía un enemigo que era tan malvado como él. Ambos habían sido cómplices en un horrendo crimen; el ladrón se había quedado con las dos partes del botín y había dicho a los magistrados dónde podían encontrar a su enemigo. Tan pronto escapó de la cárcel de Newgate, el enemigo fue de noche a La Piña con treinta hombres, a quienes puso a quitar tejas y ladrillos hasta que abrieron un agujero lo bastante grande para introducirse en la taberna y sacar al ladrón. Nadie vio lo que ocurrió después, pero muchos oyeron desgarradores alaridos en la oscura calle. El dueño de la taberna descubrió que la truculencia era buena para el negocio, por lo que no se molestó en reparar la casa y se limitó a cerrar los boquetes con tablones y brea, parches que le daban aspecto de haber estado peleando con las casas vecinas.

Se bajaba de la calle al lóbrego interior por tres escalones cubiertos de mugre. La Piña tenía su perfume peculiar, compuesto de cerveza, tabaco, la fragancia natural de los parroquianos y el hedor infernal del río Fleet, que desde tiempo inmemorial servía de cloaca. El Fleet corría bajo los cimientos de La Piña y se creía que, poco a poco, ésta estaba hundiéndose en sus aguas. Adornaban las paredes del local estampas baratas, retratos de famosos criminales del siglo anterior, ya ahorcados, y de los disolutos hijos del rey, no ahorcados todavía.

Childermass y Vinculus se sentaron a una mesa de un rincón. Una muchacha de aspecto sombrío les llevó una vela de sebo y dos jarras de peltre llenas de cerveza caliente con especias. Childermass pagó.

Bebieron en silencio un rato hasta que Vinculus miró a Childermass.

—¿Qué tonterías son ésas que me has contado de sombreros y princesas?

—Oh, era sólo una idea que se me ocurrió —rio—. Desde el día en que te presentaste en su biblioteca, mi amo ha estado pidiendo a todos sus importantes amigos que lo ayuden a destruirte. Rogó a lord Hawkesbury y sir Walter Pole que presentaran quejas al rey en su nombre. Creo que imaginaba que el monarca enviaría a un ejército contra ti, pero lord Hawkesbury y sir Walter dijeron que el rey no se tomaría muchas molestias por un miserable brujo callejero. Entonces pensé que si su majestad se enteraba de que eras una amenaza para la virginidad de sus hijas, quizá viese el caso con otros ojos[1].—Tomó un trago de su cerveza picante—. Dime, Vinculus, ¿no te cansas de hechizos falsos y oráculos fingidos? La mitad de tus clientes va a consultarte para reírse de ti. No creen en tu magia más de lo que crees tú mismo. Estás acabado. Ahora hay un mago de verdad en Inglaterra.

Vinculus soltó un pequeño bufido de desdén.

—¡El mago de Hanover Square! Todos los grandes personajes de Inglaterra comentan que nunca vieron a un hombre tan honrado. Pero yo, que conozco a los magos y conozco la magia, te diré que todos los magos mienten, y éste más que la mayoría.

Childermass se encogió de hombros, como si no quisiera molestarse en negarlo.

El brujo se inclinó sobre la mesa.

—«La magia se escribirá en la faz de las colinas pedregosas, pero su mente no podrá contenerla. En el invierno, los árboles desnudos serán negra escritura, mas ellos no la entenderán».

—¿Árboles y colinas, Vinculus? ¿Por qué no dices que la magia está escrita en la sucia faz de las casas o que el humo escribe la magia en el cielo?

—¡La profecía no es mía!

—Ah, sí. Claro. Tú aseguras que es del Rey Cuervo. Bien, no es una novedad. Todos los charlatanes que he conocido se decían portadores de un mensaje del Rey Cuervo.

—«Estoy sentado en un trono negro en las sombras —musitó—, pero ellos no me verán. La lluvia hará para mí una puerta y yo la cruzaré».

—Justo. Así pues, si tú no has escrito esa profecía, ¿dónde la has encontrado?

Pareció que Vinculus no iba a responder, pero luego dijo:

—Está en un libro.

—¿Un libro? ¿Cuál? La biblioteca de mi amo es grande. Él no conoce tal profecía.

El hechicero no dijo nada.

—¿Es tuyo el libro? —preguntó Childermass.

—Está en mi poder.

—¿Y dónde has conseguido tú un libro? ¿Dónde lo has robado?

—No lo he robado. Es un legado. Es la mayor gloria y la mayor carga que haya sido dada a hombre alguno en este tiempo.

—Si es realmente valioso, puedes vendérselo a Norrell. Ha pagado buen precio por libros.

—El mago de Hanover Square nunca poseerá este libro. Ni lo verá siquiera.

—¿Y dónde guardas tan gran tesoro?

Vinculus soltó una risita glacial, como diciendo que no iba a contar tal cosa al criado de su enemigo.

Childermass llamó a la muchacha y pidió más cerveza. Ella se la sirvió y los dos hombres bebieron en silencio un rato. Luego, Childermass sacó una baraja del bolsillo de su chaqueta y la mostró a Vinculus.

—Son las cartas de Marsella. ¿Habías visto algo así?

—Muchas veces. Pero éstas son diferentes.

—Están copiadas de una baraja que tenía un marinero que conocí en Whitby. Las había comprado en Génova con la intención de utilizarlas para descubrir el escondite del oro de los piratas, pero luego vio que no las entendía. Quiso vendérmelas, pero yo era pobre y no podía pagar lo que pedía. Entonces hicimos un trato: yo le leería el porvenir y, a cambio, él me prestaría las cartas para que las copiase. Desgraciadamente, su barco zarpó antes de que yo pudiese terminar, y tuve que dibujar la mitad de memoria.

—¿Y qué porvenir le leíste?

—El que tuvo. Que antes de un año se ahogaría.

Vinculus rio con un gesto de aprobación.

Al parecer, cuando Childermass hizo el trato, era tan pobre que ni comprar papel podía, y copió los dibujos en el dorso de cuentas de taberna, listas de lavandería, cartas, facturas y programas de teatro. Posteriormente pegó los papeles a cartulinas de color, pero en algunos se transparentaba lo escrito en el anverso, lo que daba al dibujo un aspecto extraño.

Childermass puso nueve cartas en hilera. Levantó la primera.

Debajo del dibujo había un número y un nombre: «VIIII. L’Ermite». Era la figura de un anciano con hábito y capucha de fraile. Llevaba un candil en la mano y andaba con bastón, como si, de tanto estar sentado estudiando, las piernas ya casi no lo sostuvieran. Tenía cara demacrada y expresión suspicaz. Un hálito acre parecía elevarse de la figura y envolver al observador, como si la carta estuviera cubierta de un polvillo irritante.

—Hum —gruñó Childermass—. Por el momento, tus actos están regidos por un ermitaño. Bien, eso ya lo sabíamos.

La carta siguiente era Le Mat, la única que no tiene número, como si en cierto modo el personaje que muestra estuviese fuera de la historia. Era un caminante bajo un árbol frondoso. Se apoyaba en un bastón y llevaba al hombro otro bastón del que pendía un hato. Detrás de él brincaba un perro pequeño. Con esta figura se quería representar al antiguo bufón. Tenía un cascabel en el gorro y cintas en las rodillas, que Childermass había pintado de rojo y verde. Daba la impresión de que éste no acababa de ver claro cómo debía interpretar esa carta. Estuvo un rato mirándola y luego dio la vuelta a las dos siguientes: VIII. La Justice, una dama coronada que sostenía una espada y unas balanzas, y el dos de bastos. Los garrotes estaban cruzados y podían representar, entre otras cosas, una encrucijada de caminos.

Childermass soltó una carcajada breve.

—¡Bien, bien! —dijo, cruzándose de brazos y contemplando a Vinculus, divertido—. Esta carta —anunció golpeando con el dedo La Justice— me dice que has sopesado tus opciones y tomado una decisión. Y esta otra, que tu decisión es salir a los caminos. Parece ser, pues, que he perdido el tiempo. Ya has resuelto marcharte de Londres. Tanto protestar, Vinculus, y desde el principio pensabas irte.

El brujo se encogió de hombros, como preguntándole qué otra cosa esperaba.

La quinta carta era la sota de copas. Normalmente, la sota es una figura juvenil, pero aquel naipe mostraba a un hombre maduro y encorvado de pelo enmarañado y barba cerrada. Llevaba una gran copa en la mano izquierda, pero no podía ser ésa la causa de su extraño gesto esforzado, ni aunque hubiera sido la copa más pesada del mundo. No; tenía que ser otra carga, una carga menos evidente. A causa de los materiales que Childermass se había visto obligado a utilizar en la fabricación de su baraja, esa figura tenía un aspecto muy extraño. Estaba dibujada en el reverso de una carta, y la escritura se transparentaba. La ropa de la sota estaba cubierta de signos, y hasta en la cara y las manos había letras.

Vinculus se echó a reír al verlo, como si lo hubiera reconocido. Dio tres golpecitos a la carta, a modo de amistoso saludo. Quizá fuera eso lo que hizo que Childermass se sintiera menos seguro que hasta entonces.

—Tienes un mensaje para alguien —dijo titubeando.

Vinculus asintió y preguntó:

—¿Y la carta siguiente me dirá para quién?

—Sí.

—¡Ah! —Él mismo la levantó.

La sexta carta era el caballo de bastos. Un caballero con un sombrero de ala ancha, sobre un caballo de color claro. El paisaje por el que cabalgaba estaba indicado por unas rocas y unos manojos de hierba dibujados junto a los cascos del animal. La ropa del caballero era elegante y rica pero por alguna razón él iba armado de un pesado garrote. En realidad garrote sería mucho decir, era sólo una gruesa rama arrancada de un árbol o un seto, y aún conservaba algunas hojas.

Vinculus tomó la carta y la miró atentamente.

La séptima era el dos de espadas. Childermass no dijo nada, pero enseguida levantó la octava: Le Pendu, el ahorcado. La novena era Le Monde, el mundo; mostraba a una danzarina desnuda y tenía en los ángulos un ángel, un águila, un toro alado y un león, también con alas: los símbolos de los evangelistas.

—Debes esperar un encuentro que acarreará una prueba muy dura quizá la muerte. Las cartas no dicen si sobrevivirás o no, pero, pase lo que pase, esto —dijo señalando la última carta— indica que lograrás tu propósito.

—¿Y sabes lo que soy ahora? —preguntó Vinculus.

—Exactamente, no; pero sé de ti más que antes.

—Ahora ves que no soy como los otros.

—Aquí no hay nada que diga que seas algo más que un charlatán —apuntó Childermass empezando a recoger los naipes.

—Espera —dijo Vinculus—; te leeré el porvenir.

Tomó las cartas, alineó nueve y fue levantándolas una a una: XVIII La Lune, XVI La Maison Dieu invertida, el nueve de espadas, la sota de bastos invertida, II La Papesse, X La Roue de Fortune, el dos de oros, el rey de copas. Vinculus las observaba. Cogió La Maison Dieu y la miró, pero no dijo nada.

Childermass se echó a reír.

—Tienes razón, Vinculus. Tú no eres como los otros. Ahí tienes mi vida, encima de la mesa. Pero no puedes leerla. Eres una criatura extraña, lo contrario de todos los magos de los últimos siglos. Ellos eran pozos de ciencia pero no tenían talento. Tú tienes talento pero te faltan conocimientos. No puedes servirte de lo que ves.

Vinculus se rascó la larga y cetrina mejilla con sus sucias uñas.

Childermass empezó a recoger las cartas, pero de nuevo el brujo lo detuvo y le pidió que volviera a echarlas.

—¿Qué? —preguntó Childermass, sorprendido—. Yo te he leído el porvenir y tú no has sabido leerme el mío. ¿Qué más quieres?

—Voy a leer el de él.

—¿El de quién? ¿Norrell? Si no lo entenderás…

—Baraja —dijo tercamente.

Childermass barajó y Vinculus echó nueve cartas. Levantó la primera. IIII. L’Empereur, un rey en su trono, al aire libre, con los consabidos atributos regios de corona y cetro. Childermass se inclinó y la miró atentamente.

—¿Qué sucede? —preguntó Vinculus.

—No la copié muy bien. No me había fijado. El entintado es malo. El trazo es muy grueso y está emborronado; el pelo y el manto del rey parecen casi negros. Y alguien ha dejado la huella de un sucio pulgar en el águila. El emperador debería ser mayor. Yo dibujé a un hombre joven. ¿Quieres aventurar una interpretación?

—No —dijo y, levantando el mentón con desdén, instó a Childermass a girar la carta siguiente.

IIII. L’Empereur.

Un breve silencio.

—No es posible —dijo Childermass—. No puede haber dos emperadores en la baraja. Sé que no los hay.

Ese rey parecía aún más joven y fiero que el otro. El pelo y la ropa eran negros, y la corona se había convertido en una estrecha franja de un metal pálido. No había en esa carta huella de pulgar, y la gran ave del ángulo era ahora completamente negra, había perdido todos sus rasgos de águila y adoptado una forma mucho más inglesa: se había convertido en cuervo.

Childermass dio la vuelta a la tercera carta: IIII L’Empereur. La cuarta: IIII. L’Empereur. En la quinta habían desaparecido el número y el nombre, pero el dibujo era el mismo: un rey joven, de cabello oscuro y, a sus pies, un gran pájaro negro. Childermass volvió todas las cartas. Incluso miró el resto de la baraja, pero, con los nervios, se le escaparon de las manos y reyes negros volaron en torno a él, girando en el aire frío y gris. En cada naipe, la misma figura con la misma mirada pálida e implacable.

—¡Ahí está! —dijo Vinculus en voz baja—. Dile eso a tu mago de Hanover Square. Ahí está su pasado, su presente y su futuro.

Ni que decir tiene que cuando Childermass regresó a la casa y le contó a Norrell lo ocurrido, éste se indignó. Que Vinculus siguiera desafiándolo era malo, que afirmara poseer un libro que él nunca podría leer era mucho peor, pero que pretendiese leer su porvenir y amenazarlo con figuras de reyes negros era absolutamente insoportable.

—¡Te ha engañado! —declaró furioso—. Ha escondido tus cartas y las ha cambiado por una baraja suya. ¡Me asombra que te hayas dejado sorprender!

—En efecto —dijo Lascelles mirando fríamente a Childermass.

—Ah, por supuesto, Vinculus no es más que un prestidigitador —convino Drawlight—. En cualquier caso, me habría gustado verlo. A mí me cae simpático. Me habría gustado que me informara de que iba a verlo, señor Childermass. Habría ido con usted.

Childermass, haciendo caso omiso de Lascelles y Drawlight, le dijo a Norrell:

—Aun suponiendo que sea un prestidigitador tan hábil para hacer semejante truco, cosa que me resisto a aceptar, ¿cómo podía saber que yo tenía una baraja de cartas de Marsella? ¿Cómo podía saber algo que usted mismo ignoraba?

—Ay, y más te ha valido que lo ignorase. Leer el porvenir en las cartas es lo que más desprecio. Bah, este asunto se ha llevado muy mal de principio a fin.

—¿Y qué hay del libro que dice tener el brujo? —preguntó Lascelles.

—¡En efecto! —repuso Norrell—. La extraña profecía. Yo diría que no es nada. No obstante, hay una o dos expresiones que indican una gran antigüedad. Creo que sería muy conveniente que yo examinara ese libro.

—¿Y bien, señor Childermass? —preguntó Lascelles.

—No sé dónde lo guarda.

—Pues sugerimos que debería averiguarlo.

Así pues, Childermass encargó a unos espías que siguieran a Vinculus, y el primer y más sorprendente descubrimiento que hicieron fue que Vinculus estaba casado. En realidad, mucho más casado que la mayoría de la gente. Tenía cinco esposas, distribuidas por las distintas parroquias de Londres y sus alrededores. La mayor tenía cuarenta y cinco años y la más joven, quince, y todas ignoraban la existencia de las otras cuatro. Childermass habló con todas ellas. A dos se presentó bajo el aspecto del extraño sombrerero; ante otra se hizo pasar por oficial de aduanas; para la cuarta adoptó la personalidad de un granuja borracho y jugador; y a la quinta le dijo que, si bien a los ojos del mundo aparecía como el criado del gran señor Norrell de Hanover Square, en realidad también era un gran mago. Dos de las mujeres trataron de robarle; una dijo que le contaría todo cuanto deseara saber si le pagaba la ginebra; otra quería que la acompañara a una función religiosa metodista; y la quinta, para sorpresa de todos, se enamoró de él. Pero, a fin de cuentas, de nada sirvieron sus simulaciones, porque ninguna de ellas sabía que Vinculus poseyera un libro, y mucho menos dónde lo guardaba.

Norrell no quería creerlo, y en su estudio privado del segundo piso pronunciaba fórmulas y, mirando en una bandeja de plata, registraba las viviendas de las cinco esposas de Vinculus, sin encontrar nada que se pareciera a un libro.

Entretanto, en el último piso, en un cuartito destinado a su uso particular, Childermass echaba las cartas. Todas habían recuperado su forma original, salvo la del emperador, que conservaba su parecido con el Rey Cuervo. Algunas cartas salían una y otra vez, entre otras, el as de copas, un cáliz de aspecto eclesiástico y forma tan compleja que recordaba a una ciudad amurallada que reposara sobre una pata, y II. La Papesse. En opinión de Childermass, ambas indicaban algo oculto. También los bastos aparecían con inusitada frecuencia, pero en los números altos: siete, ocho, nueve y diez. Cuanto más miraba aquellas hileras de bastos, más se le antojaban renglones de escritura. No obstante, al mismo tiempo, también eran una barrera, un obstáculo para la comprensión, por lo que Childermass sacó la conclusión de que el libro de Vinculus, fuera lo que fuese, estaba escrito en una lengua desconocida.